Hace unas semanas la noche transcurría tranquila, en compañía de unos amigos en el jardín de una casa en Sierra Mágina, un lugar realmente decameroniano, bajo las ramas de un árbol centenario. Una brisa clemente nos hacía olvidar los rigores del día, un cielo sin contaminación lumínica permitía que el texto nocturno de las estrellas desplegara sus misterios y era como sentir de nuevo ese estremecimiento de los primeros cielos de la niñez. Silencio, el susurro lento de las ramas y el canto espaciado de aves nocturnas. Era difícil no recuperar el acuerdo con el mundo. Frente a nosotros, a muchos kilómetros, en la vertiente opuesta del valle, se encendió la luz de una casa rural de alquiler. Sus ocupantes no querían tratos con el silencio y un reguetón indiferenciado se apoderó de todo el paisaje, ensuciándolo, empequeñeciéndolo. La capacidad destructiva de la estupidez nunca deja de asombrarme.
En una de las películas más bellas y más tristes de la historia, “Les Enfants du paradise”, dirigida por Marcel Carné en plena ocupación alemana, hay un momento en que el guionista Jacques Prévert, poeta y comprometido izquierdista, habla por boca de un director de teatro de variedades y la emprende contra el elitismo, defendiendo un teatro para las clases populares: «Saben que si hiciéramos comedia tendrían que cerrar con llave sus nobles, grandes teatros. Allí el público se duerme con sus tragedias polvorientas y sus momias que se desgañitan sin moverse (…) Mientras que los volatineros son algo vivo, que emociona y vibra. Y el público es pobre, sí, pero es de oro mi público, mire, mire allá arriba… ¡el gallinero! ¡el gallinero!». En los últimos cincuenta años la alianza entre el capitalismo y la tecnología aplicada a las redes de información ha hecho realidad el viejo sueño de Prévert. La creencia en unos criterios de valor elaborados por una élite, aplicables incluso a las artes populares (desde el cine clásico hasta el pop) ha dejado de tener significado alguno. La mera idea de un canon resulta risible. Lo que pasa es que ese sueño igualitario ha tenido efectos imprevistos, como suele ocurrir con los sueños de la izquierda. Y los de Rousseau, que viene a ser lo mismo.
Uno lee cada mañana la prensa, mezcla de trivialidad inaudita, sintaxis problemática y milenarismo apocalíptico y es difícil sustraerse a la sensación de que el mundo está carcomido por una necedad estridente, que el mismo espacio en el que nos afanamos en nuestros asuntos está saturado de ondas que difunden hasta el último rincón de la tierra cantidades incalculables de mentira, de fealdad y de infamia, correlato de la basura que incansablemente arrojamos sobre un planeta cansado.
Nos preocupa más que nunca un cuerpo saludable, pero parece darnos igual lo que hacemos con nuestros corazones y nuestras mentes. Nos aterra el cambio climático y ni siquiera imaginamos las consecuencias de un cambio de paradigma tecnológico que ya está ocurriendo y que nos hará testigos del fin de tantas cosas que conocimos. ¿Cómo aislarnos siquiera provisionalmente de esas miasmas?, ¿cómo encontrar en medio del estruendo ese sencillo, silencioso milagro de lo bueno, lo bello y lo noble (sí, esa antigua palabra)?, ¿cómo evitar contaminarnos y envilecernos? Buscar dentro de nosotros un lugar no tocado por la agitación y las banderías, construir ahí nuestra casa. Mirar con irónico desdén las renovadas seducciones del momento, estar por encima de la fácil nostalgia, no perder la capacidad de admirar, no consentirnos sino aquello que nos mejora y amplía nuestra mirada, aunque cueste, no ceder en esto. No se me ocurre mejor forma de resistencia.

Louis Léopold Boilly (1761-1845)