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Desesperación y Risa

~ el blog de Salvador Perpiñá

Desesperación y Risa

Archivos mensuales: noviembre 2019

Whack

30 sábado Nov 2019

Posted by Salvador Perpiñá in Cine, Observaciones

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asesinato, disparos

Los hombres nos matamos entre nosotros y nos lo contamos. No creo que haya un solo mito de los orígenes sin un crimen inaugural. La primera sangre derramada es el principio de la historia.

El cine más popular no se concibe sin elaboradas representaciones del homicidio. No es desde luego una novedad. Los héroes homéricos y los caballeros de las crónicas medievales se aplastan las cabezas y se mutilan a placer, los niños juegan a dispararse entre ellos y fingir una encantadora muerte reversible.

Los personajes de las viejas películas occidentales (los orientales se andaban con menos remilgos) caían fulminados por disparos sin herida, castas muertes de índole casi mágica. En los años sesenta se amplían simultáneamente los límites de la representación del sexo y la extinción. Tras Peckinpah empieza a mostrarse casi jubilosamente lo que había tras cada bala: huesos triturados, carne abrasada y rotura de vasos sanguíneos. Quiero centrarme en una manera especial de matar, llevada a los más altos niveles de refinamiento en el cine de mafias. «Pintar casas» es el eufemismo que nos revela Charles Brandt, el autor de la novela en que se basa la reciente The Irishman.

No sabría rastrear su primera aparición en la pantalla, probablemente Al Pacino disparando sobre Sterling Hayden en el primer Padrino inaugura la tradición, desarrollada en infinitas variaciones en las películas de Scorsese o series como The Sopranos. La víctima está haciendo su vida, llevando a cabo sus queridas rutinas, come con amigos o con su familia, pasea a su perro, sale de comprar el periódico o una tijera para podar rosales. La muerte le llega por la espalda o se cruza con él bajo los rastros de una cara conocida, de alguien en quien confía. De repente un disparo en la cabeza, una salpicadura de sangre en la pared ―rojo sobre blanco, la firma de la muerte― y el cuerpo se desploma fuera del tiempo, en un asombro desmadejado. Me obsesionan esos instantes, intentaré conjeturar los motivos de esa obsesión.

Dos rasgos tiene esa aniquilación: es imprevisible y es fulminante. Se pasa del ser al no ser en menos de lo que tarda un trozo de metal incandescente en hacer astillas el cráneo, arrasando a su paso con tejido encefálico, recuerdos, voces, olores, música, cifras y lugares. Como decía William Munny en el Unforgiven de Clint Eastwood, le arrebatas todo lo que tiene y lo que podría llegar a tener. La víctima estaría pensando qué va a prepararse para comer o acordándose de una cara que le resultó agradable, haciendo mezquinos cálculos mentales, descubriendo la réplica definitiva que no supo dar en una discusión de la víspera o intentando recordar el nombre de un compañero del colegio con las orejas grandes que se perderá para siempre porque de repente ya no.

Segundos antes ignora que va a morir. Despojada de toda posibilidad de defenderse, de un último, inútil coraje, no se le concede la gracia del arrepentimiento o la despedida, el poder arreglar sus asuntos con dios o con los hombres. Por eso solo los más viles ―terroristas y gangsters― matan así.

En los instantes posteriores a la detonación, antes de los gritos y los ladridos de los perros, las sirenas, los forenses y el saco de lona, hay un silencio y un desamparo inmensos. El cuerpo queda sobre la acera con la cara vuelta hacia las estrellas mientras el asesino, como un siniestro bailarín, se aleja con una extraña ligereza y una fingida indiferencia de mal actor. Entretanto, la sangre busca los desagües, la víctima continúa andando y regresa a su casa que está a oscuras y no la reconoce y un teléfono no para de sonar en alguna habitación y solo entonces se da cuenta de que ha muerto.

2019-11-30 (6)

Entrega

23 sábado Nov 2019

Posted by Salvador Perpiñá in Aventuras de un señor de mediana edad

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escritura, guiones, lluvia

Hay días en que la lluvia se te ha anticipado. Uno se levanta de la cama aún de noche y ella ya está ahí. Se apoderó del mundo mientras dormías. La oyes, la sabes detrás de las ventanas negras, mientras te preparas un café sacerdotal.

Ayer fue día de entrega, se cumple el plazo y procede poner un provisional punto final a tu trabajo. Deadline, se dice expresivamente en inglés. Ya está todo el pescado vendido, pero siempre hay un momento más para añadir una interesante simetría, un detalle que crees veraz y que resonará diez páginas después, descubrir con rubor un cliché y tomar las medidas oportunas. Quitar, sobre todo.

Y cuando te quieres dar cuenta ya ha amanecido y el día revela un cielo de un gris inapelable, antiquísimo, como un viejo arrepentimiento, un gris que nos gusta porque invariablemente nos recuerda el pasado. Esa tristeza que nos rejuvenece.

Y hace frío y la lluvia corre por tejados y canales y salpica las hojas, las flores se inclinan, las bajadas escupen agua, los charcos se llenan de ondas concéntricas. Pájaros, perros y gatos malhumorados buscan refugio y uno sigue tecleando, terminando el guion o el proyecto de guion, inventando una vez más, como buenamente puede y porque no sabe hacer otra cosa, azares y fatalidades en polígonos industriales, bosques y criptas, personajes que se gritan o se besan o se matan bajo otras lluvias imaginadas, que no calan hasta los huesos. Ay, los personajes que has criado a lo largo de los años. A veces hay suerte y llegan a tener una vida, otras veces no llegan a trascender su condición fantasmal y se desvanecerán del todo, abandonados en servidores, discos duros y trituradoras de papel. Una factura, que a veces ni cobras, será el único testimonio de su breve existencia. Terminarás por olvidar a la mayoría, pero a veces te acuerdas de algunos a los que cogiste cariño: un viajante de juguetes bígamo y santo, una antropóloga que intenta aferrarse a la realidad mientras un yo ajeno se ramifica en el interior de su cerebro, un comisario morfinómano en los años cincuenta, una teleoperadora que descubre que su marido es un hombre ridículo… Botarates, vivillos, petulantes, indignos, coléricos, insignificantes, generosos y cobardes, todos han tenido sus momentos de grandeza y desesperación, sus sueños no cumplidos, sus secretas felicidades, sus ridículos y sus buenas humoradas… efímeros como esa agua niña que se desliza por los cristales de la ventana.

Acabas porque ya no puedes estirar más el tiempo. Redactas un mail que esperas resulte profesional pero simpático. Le das a la tecla de enter. Acabas de enviar un mundo recién creado, que aún resplandece con los colores nuevos del origen, pero desde ese mismo instante ya no te pertenece, caerá en otras manos, uno de tantos miles de guiones que a diario surcan el ciberespacio. Dejará de llover y a la luz cruda del día cualquiera leerá con impaciencia tu criatura y puede que la encuentre incomprensible, obvia o desaforada, aburrida o arbitraria. Al dios del Antiguo Testamento le ibais a sacar tantas faltas, listos.

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Arrepentimiento

14 jueves Nov 2019

Posted by Salvador Perpiñá in Examen de conciencia

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infancia, paternidad

Nunca me arrodillaré para atarte los cordones de los zapatos, no echaré mercromina en tus rodillas desolladas ni te contaré cuentos donde los malvados no ganan, no te enseñaré como se llaman las cosas del mundo, ni las canciones que amé. No verás conmigo los árboles del bosque ni las estrellas que pueblan la noche y nos ignoran, las obras del buen dios y los milagros de los hombres, no te aburriré hablándote de un tiempo que no conociste, ni creeré descubrir grandes señales de ingenio en tus pueriles observaciones de crío. Puedes ser ―según mi humor― niño o niña, reservado y melancólico o una consumada payasa. Te pareces a mí, pero no tienes nombre porque no existes y no existes porque te fui aplazando hasta que de repente ya era tarde. Hay un tiempo para todo lo que se hace bajo el cielo.

Quería el mundo entero para mí, quería prolongar una juventud que creía vivida a medias, quería experiencias y aventura y cuando quise darme cuenta tú ya no podías ser. Todo el dinero que debería haber gastado en tu ropa pequeña, tus ortodoncias y tus bicicletas, lo gasté en libros y discos para los que no me da la vida, pura obsolescencia que no será para nadie. Maltraté el cuerpo que se me dio solo para protegerte, yo mismo jamás adulto por no haber velado tus noches de fiebre.

Parece que no he satisfecho las exigencias de la especie, soy un callejón sin salida evolutivo. No hago un drama de ello. Tú te has librado de algún mal hereditario y de mis vicios de carácter, yo también me libré de tu mierda y de tu desprecio y tu ingratitud adolescentes, del miedo atroz a que cualquier cosa de un mundo inclemente pudiera hacerte daño, de verte convertido en un imbécil.

Ahora en todos los niños que veo pasar descubro fragmentos de lo que podrías haber sido, poseído por un asombro reverencial y algo bobo ante el misterio inmenso de la niñez. Me emocionan sus voces frágiles, sus miedos, sus ensoñaciones, la tierna torpeza de sus movimientos, la gracia inigualable de su lenguaje no envilecido por la afectación y la costumbre, sus disfraces, sus dibujos y su risa, ver en ellos el júbilo de la amistad y la exploración. Construyo en lo que escribo una infancia fabulosa y legendaria para que tú la habites y descubras la bondad del perro, el olor bravo de las plantas del monte, el frío y el fuego, las melancolías de la tarde.

No quiero perder nunca dentro de mí tu aliento breve, entrecortado, el corazón latiendo enloquecido mientras corres por los campos de la pura posibilidad, no tocado por la miseria y el sufrimiento, por la mezquindad de las renuncias del adulto. Luz, juego y alegría, puro ser que descubre y aprende, trepando a los árboles donde tiemblan las hojas, gritando feliz a la orilla de un mar de un azul que no tendrá fin, aliado de pájaros, delfines y olas. Quiero seguir soñando en vano que quizá algún día, cuando llegue el momento, me lleves de la mano a través de la gran oscuridad.

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Paul Klee – «Adam und Kleine Eva» (1921)

Barton Fink. El hombre que escribe

04 lunes Nov 2019

Posted by Salvador Perpiñá in Cine

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hermanos coen, hollywood

                                             “Look upon me. I’ll show you the life of the mind” (Charlie Meadows, vendedor de seguros y asesino en serie)

Puede que las cosas no ocurrieran exactamente así, pero la versión de los hechos que ha trascendido es que Joel y Ethan Coen, atascados en las complejidades de la trama de Miller’s Crossing ―su pastiche de Dashiell Hammett traducido de manera imaginativa entre nosotros con el título entre aflamencado y prerrafaelita de Muerte entre las Flores― decidieron darse un respiro y escribieron en el breve espacio de cuatro semanas el guion de la que un par de años después sería Barton Fink (1991). Una película sobre el bloqueo creativo escrita con enorme ligereza en medio de otro bloqueo creativo, una de las muchas paradojas de una película llena de juegos metalingüísticos.

La única incursión de los hermanos en el fantástico se ganó a los miembros del jurado del festival de Cannes de 1991, que le concedieron insólitamente tres premios: la Palma de Oro, el premio a la mejor dirección y al mejor actor principal. No es ocioso recordar que el presidente del jurado era Roman Polanski, al que sin duda debió complacer una bizarrerie que tanto le debe a sus propias El quimérico inquilino (Le Locataire) o Repulsión. Pero es que, además, está maravillosamente rodada, manteniendo un difícil equilibrio entre la angustia a lo Kafka y el humor ―a los Coen se les suele ir la mano en el registro farsesco―; con un  uso extraordinario del sonido (antológicos los instantes previos a la primera aparición de John Goodman) y unos diálogos asombrosos, los mejores de toda su carrera. Diálogos, además, de gran calidad literaria, piénsese por ejemplo con qué mezcla de sutileza, afecto y mala leche se parodia la obra teatral de su protagonista. Y todo rematado por el inolvidable tour de force de la pareja formada John Turturro y John Goodman, las arias de bravura de Michael Lerner en su desaforado papel de magnate de Capitol Pictures y la inteligentísima composición de Judy Davis.

Pese a ello, no suele ocupar el puesto que merece en el canon de los hermanos de Minnesotta. Es más que probable que su indefinición genérica y su desconcertante final abierto no hayan capturado la imaginación popular y las fijaciones de la cinefilia, como lo hicieron Fargo o la ya citada Miller’s Crossing. Barton Fink corre así el riesgo de quedar como una mera extravagancia que suele gustar a los escritores y, en especial, a los guionistas. Un crítico nacional, Carlos Aguilar, hablaba de ella con considerable inquina: «Dechado de narcisismo cinematográfico… pomposa y en el fondo hueca fábula sobre los compromisos entre Creación y Mediocridad», apreciación injusta aunque no carente de perspicacia.

Barton Fink empezaría siendo la historia de un joven escritor que tras un éxito en Broadway es reclamado por Hollywood donde, inadaptado e incapaz de entender lo que se espera de él, cae en un vacío creativo del que sólo le sacará un hecho particularmente truculento. A todo crítico le encanta rastrear referencias y no es una película en la que escaseen. Así el joven Barton Fink parece inspirado en Clifford Odets, autor de teatro socialmente comprometido, uno de los fundadores del influyente Group Theater, miembro del partido comunista americano y guionista de Hollywood que, al igual que Elia Kazan, mantuvo un perfil moralmente ambiguo ante el Comité de Actividades Antiamericanas. En el carácter exuberante de Jack Lipnick, el verboso magnate de Capitol Pictures, pueden detectarse trazas de Louis B. Mayer y Jack L. Warner. Finalmente, en el trazado del consagrado escritor, señorito sureño y alcohólico W.P. Mayhew, abundan los guiños a William Faulkner. Los Coen han reconocido dichas referencias en entrevistas, pero siempre han subrayado que son puramente superficiales, cosa que debemos agradecerles.

La autoflagelación es frecuente en Hollywood. The Bad and the Beautiful (Vincent Minnelli),  The Big Knife (Robert Aldrich, basada en una obra del mismo Clifford Odets) The Day of the Locust (John Schelesinger), The Player (Robert Altman) o de nuevo los Coen en su reciente y más  inocua Hail Caesar! han hecho sangre exhibiendo el vulgar cinismo y las vanidades de la fábrica de sueños. Otros films como Adaptation (Spike Jonze) o The Shining (Stanley Kubrick) han abordado la crisis de un escritor, la angustia de la página en blanco. Barton Fink recoge dichos elementos familiares para elaborar con ellos un sofisticado artefacto fantastique cuya deriva narrativa no hubiera disgustado a Luis Buñuel (aunque nunca se sabe). Sospecho que en una industria del espectáculo donde todo, desde el realismo hasta la pura fantasía, se ciñe a unos patrones narrativos férreamente codificados, esa libérrima lógica inconsciente que la película se permite ―y que solo siguen hoy, dentro del mainstream, autores como Charlie Kaufman― resulta ligeramente intempestiva, por no decir pasada de moda, y ha contribuido decisivamente a su falta de predicamento.

Barton se aloja en el Earle Hotel (cuya publicidad reza “A night or a lifetime”) un escenario aquejado de una opresiva irrealidad. El Earle Hotel es un inquietante no lugar donde siempre hace calor, cuyas paredes exudan fluidos, una sucesión de celdas donde a través de sus delgadas paredes y sus cañerías resuenan los susurros de unos residentes siempre invisibles que copulan o sufren, en una atmósfera que evoca la condición carcelaria de un círculo del infierno. También el perturbador escenario de “the life of the mind”, esa vida de la mente, territorio para el que en palabras del propio Fink “no hay un mapa de carreteras”. Su índole fantasmal choca con la estridencia del mundo real de los estudios, bañado por la luz de California o por la iluminación artificial de los despachos donde se ejerce el poder y donde nadie escucha a nadie. Ambos paisajes, el interior y el exterior, son el lugar de la esclavitud.

En dicho hotel, el desorientado Barton vive una bella, cervantina historia de amistad que es la que da un carácter único al film. Dos solitarios en sus ergástulas hallan en su improbable compañía mutua consuelo de los propios infiernos personales. Charlie Meadows, vendedor de seguros, sólido y normal (el Sweeney de los poemas primerizos de T.S. Elliot), encarnado en la rotunda, abrumadora fisicidad de John Goodman, contrastando con la nerviosa, enteca precariedad de Fink, en la no menos brillante caracterización de John Turturro. Charlie Meadows representa ese hombre de la calle que el arrogante Barton Fink cree que tiene el imperativo moral de utilizar como materia de su obra para redimirle de su alienación y al que su propio narcisismo le impide escuchar, ver y aceptar tal y como es, sin idealizarlo. En un visionado reciente no pude evitar pensar hasta qué punto Charlie Meadows representa al votante de Donald Trump y Barton Fink representa a ese liberal neoyorquino detestado por él.

Barton Fink es el artista adolescente por excelencia, con toda su arrogancia y sus inseguridades, socialmente torpe, prácticamente virgen y no desprovisto de vanidad; judío de clase obrera despreciado por violentos policías gentiles. Mientras el maestro W.P. Mayhew encuentra serenidad en la práctica de su oficio, Barton no deja de hablar de un dolor interior. Tuvo UNA idea y la explotó con fortuna, pero es inexperto, carece de la versatilidad del profesional. Con gran ingenio se nos muestra que es de la clase de escritores que se lanzan a la primera página con descripciones minuciosas de atmósfera sin tener claro por donde seguir. No tiene nada nuevo que decir y ni siquiera sabría cómo decirlo y eso le hace caer en un angustioso vacío creativo que pone en riesgo su propia estabilidad mental. Los que hemos trabajado bajo la presión de plazos de entrega conocemos perfectamente esa sensación.

Como hace miles de años le ocurrió al feral Enkidu en el Gilgamesh, el hirsuto talento sin domar del joven Fink es domesticado, civilizado a través de la sexualidad femenina. Un hecho inconcebible, con algo de sacrificio y una misteriosa caja de contenido desconocido ―quizás un guiño a la buñueliana Belle de Jour― hacen que finalmente el artista adolescente empiece a escribir.

George Steiner ha dedicado memorables páginas a la relación entre el acto de la creación artística y el acto fundacional de la creación del mundo. Los Coen resumen ese momento de epifanía en un plano ferozmente irónico en que Barton, exaltado, toma una biblia arrinconada en su habitación y ve impreso en los primeros párrafos del Génesis el arranque de su guion. Las palabras comienzan a llenar la hoja en blanco. El Verbo, el Logos crea y ordena el mundo. Todo escritor conoce esa euforia, esa plenitud. Nuestro personaje escribe su obra en una noche, del tirón, en un trance de artista característico de esa sensibilidad roussoniana en la que aún vivimos, en oposición a la exigente disciplina del artesano.

Pero, ay, no tardamos en darnos cuenta de su mediocridad. Aparecen restos de frases que ya hemos escuchado. Los hallazgos de su primera obra transformados en moneda falsa, en cliché. Barton no ha aprendido y el precio será tremendo. Vapuleado por la autoridad suprema de los estudios a los que ha vendido el fruto de su mente, lo dejamos abandonado ―no sabemos si para siempre― en un purgatorio solipsista, incapaz de salir de su mundo interior, de esa “life of the mind”, ciego ante la última oportunidad que se le ofrece.

Juguetona, cruel, perturbadora, Barton Fink sigue regalándonos hallazgos y sugerencias en repetidas visiones Una obra mayor, inagotable, que habla como pocas sobre la dimensión de nuestras servidumbres y la extensión de nuestros fracasos.

(Artículo publicado en enero del  2018, en el número 409 de la revista de literatura Quimera)

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