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A las tres de la madrugada del pasado dos de junio morí solo, en mi domicilio. El destino tenía previsto para mí que una fibrilación ventricular, fruto de una condición hereditaria, el azar y una vida de licencia, acabaría fulminantemente conmigo mientras escribía un párrafo mediocre. Sin aplausos, sin despedidas, sin misterio, tan simple como apagar un interruptor. Si ahora mismo podéis leer esto es porque hace un año un médico decidió, en vista de mis antecedentes familiares, instalarme a costa del erario un desfibrilador interno, un pequeño prodigio tecnológico que cuando yacía desmadejado en el suelo con la ceja rota y el corazón parado me devolvió al mundo de los vivos con unas oportunas descargas. Le debo seguir respirando el mismo aire que vosotros al método científico y a la socialdemocracia.
Mi resurrección ha tenido un precio, porque todo lo tiene. En lo sucesivo deberé abstenerme de toda forma de embriaguez. El vino y la marihuana, que tanto me han dado, desaparecen para siempre de mis días. Condenado a una permanente sobriedad, habré de enfrentarme a la aspereza del mundo, al inacabable aprendizaje de la decepción y a las íntimas desolaciones de la madurez sin el consuelo de los narcóticos.
Doy mis primeros pasos tentativos en esta nueva forma de vivir, entre la gratitud y la aflicción. Salgo menos, los bares de momento me entristecen. Este verano hago cenas en el pequeño patio de mi casa en el Albaicín, cenas con pocos invitados, dados los peligros de la plaga. En esa perfumada clemencia de las noches de verano me hace feliz ver cómo mis amigos se emborrachan, cómo la euforia ilumina sus caras mientras mis dos gatos se entregan a locas acrobacias, saltando muros y caminando milagrosamente sobre los aleros. Anoche acabamos hablando de historias de aparecidos, de las noches de luna llena a campo abierto y los terrores de la infancia. Nuestra amiga Yuko convocó a los pavorosos yōkai, los fantasmas del folklore japonés: las rokurokubi de largos cuellos serpentinos, la insaciable y desdichada futakuchi-onna y su boca abierta en la nuca.
Qué placer volver a ser niños asustados. Con un brillo en los ojos revivimos nuestras pesadillas infantiles, las pequeñas historias de fantasmas que circulan en las familias, mil veces embellecidas y ampliadas porque a los hombres nos complace suspender por un instante la incredulidad y recuperar de nuevo aquel encantamiento del mundo en que el niño vive. Encantamiento que también pagábamos en forma de espanto, un espanto que ahora aparecía absuelto por la emoción del recuerdo, por el amor a lo que fuimos, que es el amor a todo lo que podríamos haber llegado a ser.
Y entonces pensé que esa noche bien pudiera haber estado al otro lado, moviendo un poco aquella copa en la esquina de la mesa, susurrando al oído de mis amigos cuando se acostaran embriagados o como un airecillo que agitara las hojas del limonero o ―con un escalofrío― el pelo sobre el cuello de mis amigas. Pero estaba allí, con ellos, compartiendo la posibilidad de un futuro. Y está bien así. Levanté los ojos, sobre el patio que nos acogía había estrellas y planetas que hace mil años contemplaban con la misma indiferencia a hombres como nosotros que ahora forman parte de la populosa nación de los muertos, hablando en una fresca noche de verano que era otra y es la misma. Ellos también conocían el miedo y sabían que todo tiene un precio y se preguntaban de dónde vienen los sueños, dónde va todo aquello que perdimos y en qué lugar del camino nos espera la muerte.
Gerard DuBois