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Desesperación y Risa

~ el blog de Salvador Perpiñá

Desesperación y Risa

Archivos mensuales: enero 2017

Firmas

31 martes Ene 2017

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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firmas, tiempo, vida

Nadie nos enseña a firmar. De pequeño, al ver las firmas de los adultos, conjeturas que una combinación de elegancia e ilegibilidad es de rigor. Cómo costaba a las manos del niño, hechas a una tierna caligrafía, imitar esos trazos nerviosos, descuidados. Yo acabé en un diseño algo torpe que pensé que iría mejorando con los años y que, fatalmente, ha acabado siendo mi rúbrica. Como tantas cosas.

La firma introduce en la vida la gravedad y el fin de los juegos, una cierta idea de lo irreparable. Un ideograma del yo, nada menos. Estampamos nuestra firma corroborando todas las sujeciones y sometimientos de la condición adulta: controles de asistencia, contratos laborales, préstamos, compraventas, matrimonios, autorizaciones para el cirujano que herirá nuestra carne, testamentos, los papeles de las grandes bancarrotas… todo aquello que nos muestra que la realidad va en serio.

Y también la firma de los que están al otro lado, la firma del poder, la firma que certifica, sanciona y autoriza, la firma al pie de leyes y sentencias (nuestro tirano de voz aflautada firmaba, metódico, condenas de muerte con un café al lado, recién salido del sueño, abriéndose a la mañana como una flor tersa). Costosas plumas de hombres trajeados dibujando líneas en los márgenes de tratados y declaraciones de guerra, decretos de expulsión y de exterminio.

A veces me topo con la firma de mi padre –anticuada, bella a su manera- en viejos documentos. Lo reconozco más en esas afectadas volutas que en las fotografías. Dejamos un reguero de firmas que cuentan una vida, pero tampoco permanecerán. Y a la hora de irse, cuando cada cual cierra su biografía, no firmamos, quizás porque siempre hay algo de inconcluso en nuestros días. Tan sólo los que se despiden del mundo con una acción violenta o los suicidas («Non parole. Un gesto. Non scriverò più. ») se permiten ese último trazo, rubricando el fin de nuestro contrato usurario con el tiempo.

lyndon

Un hombre malo o Alguien tenía que hacerlo

08 domingo Ene 2017

Posted by Salvador Perpiñá in Historias

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acción directa, grandes pecadores, noche de Reyes

Al entrar en la mediana edad y harto de una seca vida de humillantes renuncias al servicio de la administración pública, Buenaventura Medrano decidió consentirse un viejo anhelo. No escatimó en gastos. Medrano era hombre frugal y previsor, de modo que empleó un dinerillo que había ahorrado para colocarse unas fundas dentales en un gesto que, a su entender, bien valía resignarse unos años más a sus dientes de fumador corroídos por el sarro y la escasez de besos columbinos. Planificó la acción durante meses y en ese cálculo hallaba un gran placer.

Alquiló un helicóptero pilotado y a las siete ya estaban sobrevolando la cabalgata de Reyes. La noche era fría, ¡qué conveniente! A una señal de Medrano, el aparato descendió sobre la multitud y este, sintiendo una exaltación incomparable, barrió el escenario con un foco cegador. A través de un equipo de megafonía su voz monótona retumbaba por plazas y calles a un volumen insoportable, reventando los cristales de las ventanas. Un principio de éxtasis le recorrió la columna mientras se escuchaba a sí mismo pronunciar, eufórico, cariñoso, enfático:

“Niños, los reyes son los padres.

Son los padres. Escuchad.

Los reyes son los padres”.

Y era como haber derramado agua hirviendo sobre un hormiguero, un pánico de mulo ciego ascendiendo en espirales, las figurillas en desbandada ofuscadas por la luz, como espigas bajo el vendaval, los gritos de los niños ya un clamor de alfileres, los adultos mirando al cielo y amenazando con el puño cerrado, protegiendo las cabezas de sus críos con los brazos. Todo se deshacía en una inminencia de colapso, como resquebrajaduras extendiéndose sobre la superficie de un lago helado. El miedo cristalizaba en el aire, el cielo ahora era un espacio denso y escaso, sin distancias, las estrellas como cigarros apagados. La multitud se dispersó corriendo, pisándose las bufandas, atropellándose. Las coronas de los reyes rodaban por el suelo junto a las heces de los camellos. Qué tristes y qué ridículos los últimos gritos aislados buscando refugio en los portales.

El helicóptero lo depositó con suavidad en el silencio de la plaza abandonada. Todos se habían escondido en sus casas. La pequeña ciudad se había despoblado. ¿Se atreverían a salir a la mañana siguiente cuando el sol, como una vergüenza,  revelara el aspecto miserable de las calles? Las redes sociales ardían con frases como “¿y ahora qué?” o “rabia e impotencia”.

Medrano pudo caminar toda la noche tranquilamente, con sus plácidos ojos claros entrecerrados, tarareando con descuido cancioncillas de los payasos de la tele y equivocándose con las letras. Las calzadas estaban perdidas de serpentinas y caramelos que Medrano cogía y se metía en la boca a dos manos, rompiéndolos con los dientes hasta sentir un asco azucarado. Miraba complacido las fachadas. Tras las ventanas los niños temblaban en sus camas y los padres se miraban desvelados.

Pensaba en el valor pedagógico de su acción, en las consecuencias a muy largo plazo. Preveía futuros nihilismos, convulsiones, grandes carnicerías, ¡cualquier cosa era posible!

Más adelante se encontró con una puta que lloraba por los niños, sentada en las escaleras de la oficina central de correos. Mentalmente le puso por nombre Ajenjo y la invitó a un chocolate con churros. Aquella noche Medrano, dichoso, justificado, durmió el sueño abismal de los topos.

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