Como tantos otros contemporáneos llegados a la cuarentena, Esteban Artigas sintió que en su interior bullían experiencias y emociones únicas, que tenía necesidad de expresarlas y que en definitiva al mundo le hacía falta otra novela.
Se aplicó a ello durante tres años. Al principio le costó desprenderse de la influencia que la obra de Patricio Seda —tan dada a juegos formales que sus más inteligentes detractores consideraban trivial exhibicionismo— ejercía sobre una prosa aún en formación, pero bien avanzada la labor su propia voz empezó a afirmarse. Solipsista y abundante en adverbios como tantas primeras obras, Los círculos concéntricos adolecía de cierta negligencia a la hora de construir sus personajes. Meros instrumentos para la exposición de ideas y rencores, fueron concebidos utilizando con desparpajo a conocidos tomados de aquí y de allá.
El protagonista, Andrés, era profesor de instituto, como él. Era un hombre desengañado, melómano y anodino, aunque no lo supiera. Como él. Pero también íntegro y leal, lo que era ya una exageración. Al principio Andrés tenía un compañero de claustro con una serie de rasgos (percepción distorsionada de la realidad, infantilismo ideológico y un abrasivo entusiasmo) que lo irritaban en César, un viejo amigo de juventud. Habían perdido bastante el contacto, pero Esteban temía que César pudiera verse reconocido. Ponerle gafas y cambiarle el nombre le pareció insuficiente, así que decidió bautizarlo como Marina. Los rasgos extrañamente viriles del nuevo personaje femenino le resultaron un valor añadido por el que se felicitó. Lo que antes hacía de su avatar varón un pelma aparecía ahora como una tenaz, insobornable independencia.
Había un personaje femenino inspirado en Lorena, la esposa de Esteban. Para que su agotadora mezcla de pragmatismo y apatía no la hiciera demasiado reconocible pasó a convertirse en el irrisorio padre del protagonista. Un funcionario de correos que renunció a sus sueños de juventud y bebe vermú.
Tan sólo un personaje femenino, Marta, fue creado ex novo y acabó siendo una sonrojante proyección de las contradictorias fantasías de Esteban. Materna pero intensamente sexual, libre y con una mansedumbre de geisha.
No sin candor, Esteban presentó su novela al Nadal bajo el seudónimo de Valentina Bloom, en la confianza de que un alias femenino le garantizaría la complicidad del jurado. Uno de los mandarines que lo componían levantó una ceja al leer los primeros párrafos de la novela y detectar el tono inconfundible de Patricio Seda. Como crítico había tratado con dureza sus últimas obras, pero diez años después de que anunciara su retirada se dio cuenta de hasta qué punto todos habían echado de menos aquella voz. ¿Sería posible que el anciano autor hubiera decidido regresar presentándose a un premio y escondido tras un nombre de mujer? No salía de su asombro ante la extraña jugada del viejo zorro.
Se leyó el manuscrito en una noche. Acabó agotado, pero con una agradable saciedad. Tras el guiño de reconocimiento de las primeras páginas la prosa perdía color y se transformaba en algo entre pedantesco y plañidero, exactamente la prosa que se esperaría de un profesor de instituto en sus cuarenta influido por Seda e incapaz de asimilarlo, como Andrés, el protagonista. Así que Patricio Seda había vuelto con una obra en que parodiaba afectuosamente a sus imitadores y lo había hecho en silencio, sin avisar a nadie, ¡quins collons que has tingut!
Llamó exaltado a los otros miembros del jurado y todos pasaron a prestar atención a aquel extraño artefacto, convencidos de que el autor de Entropía había vuelto a escribir y se había presentado enmascarado al Nadal.
No se equivocaban, salvo que lo había hecho bajo el seudónimo de Max Vogler con una novela concisa, modesta, El azar y la necesidad, que fue clamorosamente olvidada por un jurado que concedió el premio por unanimidad a las quinientas veintidós gravosas páginas de Los círculos concéntricos, obra de un perfecto desconocido llamado Esteban Artigas. Patricio Seda destruyó el manuscrito de su novela para que nadie supiera de su intento de volver. Jamás olvidó semejante afrenta. Por su parte, los miembros del jurado no sabían dónde esconderse y acordaron un pacto de silencio.
Y sin embargo el público y la crítica recibieron el discreto experimentalismo de la obra como un soplo de aire fresco en un mercado saturado de novelas centradas en lo argumental, llenas de diálogos ágiles y puntos de giro. En las entrevistas, Esteban proclamaba desafiante que quiso hacer una novela que fuera imposible de adaptar al cine o a la televisión, actitud esta que a su esposa Lorena le pareció propia de un necio.
Lorena. Cómo le costó leer aquel libro. Esteban la veía noche tras noche en la mesa camilla, el volumen sobre las rodillas, en pijama y con sus gafas de cerca. El ceño fruncido y el cenicero lleno de colillas. Lorena creyó adivinar tras la idealizada fantasía patriarcal que era el personaje de Marta a una de sus más íntimas amigas, quizás porque también se llamaba Marta y también era una belleza «irrefutable», como escribía su cursi marido. Le molestó muchísimo aquella declaración de amor, le dolió tanto que su amistad con Marta no sobrevivió a aquel error de lectura.
Le hubiera perdonado a Esteban lo de Marta e incluso lo que se aburrió leyendo, pero ¿después de quince años de vida en común todavía no había llegado a conocerla?, ¿de verdad pensaba que ella era como Marina? Para una mujer de instintos conservadores como Lorena, Marina era una loca irreflexiva. Marina en realidad era César, pero Lorena no era muy de abstracciones y en el capítulo VIII Esteban se gustó y describió durante dos inacabables páginas la indumentaria y los complementos con los que Marina se presenta a su primera cita con Andrés, que no eran otros sino los que Lorena llevaba en su primera cita con Esteban. Esteban interpretó como envidia la fría hostilidad de los meses sucesivos.
César no se reconoció en Marina. César tenía un ego inmenso, pero frágil. Estaba en un momento bajo y se vio retratado en el padre del héroe, aquel funcionario de correos sin ilusiones, es decir en Lorena. Había aspectos de aquel retrato que le horrorizaban, se sentía injustamente tratado. Pero cuando el libro alcanzó una quinta edición, César, empezó a sospechar que quizás su amigo de juventud tenía razón y él siempre habría sido ese personaje pequeño, de una melancolía filistea y vulgar. Descubrió la verdadera extensión de sus renuncias, se sintió un fraude. Volvió a beber más de la cuenta y a comer en exceso, sus analíticas se dispararon para escándalo de médicos. Una amiga le sugirió un viaje a la India.
«La India me cambió», solía decir. Y no mentía, aquellas populosas inmensidades que solo conocía a través de la florida prosa de Sánchez-Dragó le rescataron de la autodestrucción. A la vuelta había atesorado experiencias y emociones únicas, tuvo necesidad de expresarlas y fatalmente sintió que al mundo le hacía falta otra novela.
A esas alturas Lorena había culminado un proceso de evolución personal. Si el personaje de Marina le inspiró al principio rechazo, le atrajo más tarde por su independencia. Quiso ser otra mujer, salir del torpor indiferente en el que había caído. Empezó a leer en la confianza de que nada como la literatura para hacerse un carácter. Devino letraherida tardía, leyó mucho, leyó indiscriminadamente, frecuentó clubs de lectura para educar su criterio y también con la esperanza de vivir alguna aventura extraconyugal, como esas mujeres fuertes y decididas de las novelas que empezaba a devorar. Se identificó en especial con la heroína femenina que intenta busca su camino en las inspiradoras páginas de La incertidumbre del naufrago, la novela con la que César Abelenda acababa de iniciar sin mucho brillo su carrera literaria.
Lorena decidió que tenía que encontrarse con aquel desconocido que había radiografiado su alma. Tras un cortejo por las redes sociales en que ambos descubrieron que tenían muchas cosas en común y compartían una visión trascendental del mundo, César y Lorena iniciaron una intensa relación amorosa. Lorena solicitó el divorcio a Esteban y se fue a vivir con él.
Fue su musa. Inspirándose en ella y gracias a la paz doméstica, César creó su segunda obra, una novela histórica con un nombre de nuevo náutico y desafortunado: La reina del Índico. En ella siguió el vehemente consejo de Lorena de, por el amor de dios, hacer una novela que fuera posible transformar en película. La novela conoció el éxito. Digámoslo claramente, vendió más ejemplares que Los círculos concéntricos.
Aunque nunca tuvo la honradez de admitirlo, Esteban escribió su novela en la creencia de que el prestigio literario era la única manera a través de la que un hombre de su edad y condición podía acostarse con mujeres más jóvenes. El divorcio le facilitaba considerablemente ese proyecto vital y aunque pensar en la mejilla de su esposa reposando sobre el pecho velludo y exitoso de su viejo amigo le ponía de malhumor, lo vivió en líneas generales como un alivio
La nueva vida amorosa de Esteban fue decepcionante. Una breve relación con una lectora salmantina aquejada de trastorno límite de personalidad lo dejó exhausto. No hubo más hasta que aquella ex amiga de su mujer, Marta, fue a que le firmara un libro.
Marta le caía mal, nunca soportó sus histrionismos de actriz, su alocada espontaneidad, la manera en que siempre lo ignoró. Era tan hermosa que lo hacía sentirse miserable. Pero ahora el tiempo había hecho menos desafiante aquella belleza y verla le devolvía toda una época de su vida. Ella nunca se había fijado en Esteban, pero ahora lo veía a la favorecedora luz de su Nadal y sus cinco ediciones vendidas. Para Esteban su aventura con Marta fue una venganza contra una juventud de humillaciones y una recuperación de primer orden del entusiasmo venéreo. Marta era puro ingenio y vitalidad, nunca te aburrías con ella, pero arrastraba un fondo inagotable de resentimiento tras años de esperanzas frustradas pateando teatros de provincias. Esteban sentía lástima por ella, sabía que carecía de talento y temía la llegada de ese día en que Marta tendría que admitir la derrota final de sus sueños. Por eso no quería que se presentara a aquel casting. Estaba tan nerviosa aquella mañana. No sabía qué ponerse, bebió demasiado café y rompió a llorar mientras intentaba maquillarse. Esteban se dio cuenta en ese momento de los estragos del tiempo en su cara. La obligó a tomarse un Sumial, la mintió asegurando que estaba radiante y que confiaba en ella. Besó enternecido sus manos frías.
Contra todo pronóstico Marta consiguió el papel de la madura heroína en la adaptación cinematográfica de La reina del Índico. César, como autor de la novela, bendijo la elección. Lorena se limitó a comentar que su amiga era una zorra.
A las pocas semanas del inicio del rodaje en un entorno tropical de ensueño, las redes ardían con la crónica del romance entre ella y el protagonista masculino, Javier Bardem. Se despidió para siempre de Esteban con una emotiva llamada acribillada por interferencias en la que, tras un fondo de truenos y tifones, le agradecía entre lágrimas su amor y le deseaba que fuera tan feliz como ella lo era en ese momento.
Esteban no superó aquello. Mientras Marta viajaba a toda velocidad hacia una fama tardía, su segunda novela se hacía esperar. A veces salía por los bares intentando ligar, pero su nombre y su rostro impersonal ya empezaban a olvidarse. Una de esas noches se topó en un local con Patricio Seda.
Recordó la otra vez en que se lo encontró. Estaba entonces con Lorena y ella no entendía por qué se negaba a saludarle. Seda, hombre de proverbial mala baba, le imponía demasiado. Ahora se sentía fuerte, capaz de hablarle de tú a tú. Se acercó al grupo donde su ídolo de juventud bebía, cardenalicio, con un grupo de amigos más jóvenes que él, entre ellos una mujer alta y nórdica, pendiente de cada palabra del maestro.
—¿Patricio Seda?
—Creo que sí.
—Sólo quería decirle que le admiro y que su obra ha cambiado mi vida.
—¿En serio?
—No me conoce, claro. Me llamo Esteban Artigas.
Un tiburón pasó nadando lentamente detrás de los ojos de Patricio Seda.
—Ah…
—¿Ya sabe?
—Sí, hombre, el premio Nadal.
Esteban asintió feliz, justificado.
—No has vuelto a publicar, ¿no?
—Calle, calle, no sabe lo que estoy pasando.
—Tutéame, anda. ¿Qué te ocurre?
Le puso una mano sobre el hombro. A Esteban le invadió un deseo de abrirse, de no esconder nada.
—Yo creo que es la ansiedad por escribir de nuevo después de un éxito. Es como una carga. ¿Qué es lo que haces tú cuando piensas que no tienes nada que decir?
—Como todo el mundo sabe, cuando sentí que no tenía nada que decir me retiré, querido.
—Me refiero a un bloqueo transitorio.
—No existe tal cosa. Un escritor que no tiene la necesidad compulsiva de escribir cada día de su vida, no es un escritor. Por eso llevo quince años sin acercarme a un teclado.
Le hizo un gesto al camarero para que le trajera la cuenta.
—Leí tu libro.
—¿Sí?
— Sí, claro.
Pagó la cuenta, dejó una propina y se puso una cazadora de cuero carísima pidiendo a sus amigos que le esperaran fuera.
—No diré que es un mal libro. Tan solo un poco deudor de otras voces. Y eso, al final, es engañarse a uno mismo.
Esteban no podía negarlo.
—Imagino que es normal en un primer libro.
—Claro. Y abusar del adverbio y las cacofonías, que tienes algunas de mucho cuidado. Pero a eso no le doy importancia, es una opera prima al fin y al cabo… es más bien que…
Hizo una pausa.
—¿Que qué…?
—Por ejemplo, los personajes. No tienen vida, parecen sacados de otros libros y no de la experiencia real. Si me permites decirlo, te haría bien no tratar de deslumbrar y fijarte algo más en lo que te rodea. Oye, me esperan fuera, encantado.
Le tendió la mano. Esteban no sabía si estrecharla.
—Y una cosa más. ¿No te aprece que abusas de la coincidencia a la hora de hacer avanzar las tramas?
—No hay que subestimar las coincidencias.
Seda le dio una palmada amistosa en la mejilla antes de salir y perderse en las calles.
—Amigo mío, no existen las coincidencias, tan sólo las consecuencias. Todo ocurre por algún motivo.
Esteban no volvió a escribir. A veces le expresaba a algunos íntimos su convicción de que una divinidad vengativa manejaba a su antojo papeles y destinos y que el acto de contar historias no era sino una blasfema redundancia. No faltaba algún listillo que le recordara que eso sonaba a Borges. La gente, sin saberlo, puede ser muy cruel.
