Nadie nos enseña a firmar. De pequeño, al ver las firmas de los adultos, conjeturas que una combinación de elegancia e ilegibilidad es de rigor. Cómo costaba a las manos del niño, hechas a una tierna caligrafía, imitar esos trazos nerviosos, descuidados. Yo acabé en un diseño algo torpe que pensé que iría mejorando con los años y que, fatalmente, ha acabado siendo mi rúbrica. Como tantas cosas.
La firma introduce en la vida la gravedad y el fin de los juegos, una cierta idea de lo irreparable. Un ideograma del yo, nada menos. Estampamos nuestra firma corroborando todas las sujeciones y sometimientos de la condición adulta: controles de asistencia, contratos laborales, préstamos, compraventas, matrimonios, autorizaciones para el cirujano que herirá nuestra carne, testamentos, los papeles de las grandes bancarrotas… todo aquello que nos muestra que la realidad va en serio.
Y también la firma de los que están al otro lado, la firma del poder, la firma que certifica, sanciona y autoriza, la firma al pie de leyes y sentencias (nuestro tirano de voz aflautada firmaba, metódico, condenas de muerte con un café al lado, recién salido del sueño, abriéndose a la mañana como una flor tersa). Costosas plumas de hombres trajeados dibujando líneas en los márgenes de tratados y declaraciones de guerra, decretos de expulsión y de exterminio.
A veces me topo con la firma de mi padre –anticuada, bella a su manera- en viejos documentos. Lo reconozco más en esas afectadas volutas que en las fotografías. Dejamos un reguero de firmas que cuentan una vida, pero tampoco permanecerán. Y a la hora de irse, cuando cada cual cierra su biografía, no firmamos, quizás porque siempre hay algo de inconcluso en nuestros días. Tan sólo los que se despiden del mundo con una acción violenta o los suicidas («Non parole. Un gesto. Non scriverò più. ») se permiten ese último trazo, rubricando el fin de nuestro contrato usurario con el tiempo.