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Desesperación y Risa

~ el blog de Salvador Perpiñá

Desesperación y Risa

Archivos mensuales: diciembre 2016

2016

31 sábado Dic 2016

Posted by Salvador Perpiñá in Examen de conciencia

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2016, año nuevo, recuerdo

Ya toca irse. Uno no se lleva nada, no puede llevarse nada, salvo algunos instantes que quiere creer que perdurarán, embellecidos y absueltos por el recuerdo, ese fantástico mecanismo químico que nos regala la ilusión de un yo. Poco más queda por hacer, bajar las persianas, apagar las luces, recorrer mentalmente y por última vez las estancias y los días, todo aquello que nos hizo y que quedará cubierto por las sábanas del olvido. En mis veinte imaginaba a veces el año inconcebible en que moriría David Bowie. No ha sido diferente a otros, las cosas simplemente ocurren. Siempre esa sensación de haber dejado pasar los días, de lo que pudo haber sido y pude haber hecho, también el amor por los pequeños hábitos que forman el tejido del tiempo, por rostros, por voces, por unas manos delgadas en las que a veces pienso y ese pensamiento es mi alegría, por mis queridos vicios y las humildes epifanías de la luz jugando sobre las cosas del mundo.

Todo cumplido y estuvo bien. Ya toca irse, sí. Cerrar la puerta, echar la llave por debajo, subirse las solapas del abrigo y no mirar atrás, no hacerse esta vez promesas, no albergar esperanzas. Cuanto ocurre me basta. Continuar, perseverar, reír mucho, no hacerme peor.

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Vindicación y elogio de la Navidad

23 viernes Dic 2016

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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Navidad, T.S.Eliot

El grupo de aquellos que abominan de la Navidad no es homogéneo. Está el eterno anarca adolescente, al que le jode profundamente lo que él interpreta como una exigencia de felicidad por decreto, están aquellos a los que por motivos personales estas fiestas les parecen teñidas de tristeza y están, cómo no, los más superficiales de todos, los grandes moralistas que consideran las navidades como una superestructura más del ominoso sistema y nos instan a sentirnos avergonzados de nuestra felicidad dado que muchos lo están pasando mal. Tuve un tío así, alto y francés, vagamente parecido a Umbral, no celebraba nunca estas fiestas e imponía su rígida severidad a sus hijos pequeños. En España, que tal parece que desayunamos todas las mañanas leyendo a Cioran y a Thomas Bernhard, resulta de buen tono odiar estas fiestas (nosotros, por favor, no somos ingenuos, nosotros no nos dejamos engañar). Yo, por el contrario –aunque a veces me cueste lo más grande- soy un gran partidario de la Navidad, o al menos lo intento. Voy a intentar explicar por qué.

Como es sabido, la Navidad es una curiosa mezcla sincrética, donde elementos cristianos coexisten con una constelación de viejos rituales paganos asociados al solsticio de invierno, todo ello magistralmente empaquetado por Charles Dickens, el creador de la moderna sentimentalidad navideña. Desde la primera infancia percibimos la Navidad como una ruptura del fluir habitual de los días. Se deja de trabajar, las calles y las casas se iluminan de un modo inusual, como si todo se transformara en un decorado, las comidas se vuelven suntuosas (esto ahora carece de importancia, pero hasta no hace tanto ya lo creo que la tenía), se escuchan canciones ligeramente arcaicas y ocurre la sencilla alegría del regalo. Es la impresión de un tiempo suspendido y cíclico, un tiempo de prodigios que difícilmente se borra de la mente. Celebrar la Navidad es intentar recuperar ese ingenuo asombro, esa dulzura. Todo esto ya lo dijo T.S.Eliot mucho mejor que yo en un poema titulado “El cultivo de los árboles de Navidad”[1].

Por otro lado -y no solo en su versión cristiana- las navidades celebran un natalicio, la venida al mundo de un niño que es todos los niños. Tienen esa claridad de lo inaugural, de la renovación, precisamente en el mismo corazón del invierno, prefiguración de la muerte. Y por último la Nochebuena conmemora a aquellos que sufren persecución, todo en su folclore apunta a la humildad y precariedad de ese nacimiento imaginado. La navidad de los pobres, la navidad de los marinos en alta mar, la navidad de los soldados en las treguas durante las grandes carnicerías… no me parecen cosas indignas de celebrar, por muy listillos que nos creamos. Y todo eso no nos lo puede quitar ni el puto Corte Inglés, ni ese gran coñazo de la familia, ni las cenas de empresa, ni la matraca de los villancicos, ni las borracheras, ni el discurso real, ni la sidra achampañada, ni la empalagosa cursilería de los anuncios, ni las sillas vacías en nuestra mesa, ni las dentelladas de la miseria y el mal acechando, siempre, tan cerca.

(19-12-2013)

[1]   T.S.ELIOT. El cultivo de los árboles de navidad («El libro de Ariel», 1927-1954)

Hay varias actitudes hacia la Navidad,
de algunas de las cuales podemos prescindir:
la social, la torpe, la abiertamente comercial,
la juerguista (las tabernas abiertas hasta la medianoche),
y la infantil -que no es la del niño
para quien la vela es una estrella, y el ángel dorado
extendiendo las alas en lo alto del árbol
no es sólo un adorno, sino un ángel.
El niño se asombra del Árbol de Navidad:
dejadle seguir en el espíritu de asombro
ante la Fiesta como un acontecimiento no aceptado como pretexto;
de modo que el arrebato refulgente, la sorpresa
del primer árbol de Navidad recordado,
de modo que las sorpresas, el deleite en nuevas posesiones
(cada cual con su olor peculiar y emocionante),
la espera del pato o el pavo y el esperado respeto ante su aparición,
de modo que la reverencia y la alegría
no se olviden en la experiencia posterior,
en el aburrido acostumbrarse, la fatiga, el tedio,
la conciencia de la muerte, la conciencia del fracaso,
o en la piedad del converso
que puede estar manchada de presunción
desagradable a Dios e irrespetuosa para los niños
(Y aquí me acuerdo también con gratitud
de Santa Lucía, su canción y su corona de fuego);
de modo que antes del fin, la octogésima Navidad
(con “octogésima” quiero decir la que sea la última)
los recuerdos acumulados de emoción anual
queden concentrados en una gran alegría
que también ha de ser un gran temor, como en la ocasión
en que el temor invadió todas las almas:
porque el principio nos hará recordar el fin
y la primera venida, la segunda venida.

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Un muro

16 viernes Dic 2016

Posted by Salvador Perpiñá in Desde la colina blanca

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colegios, infancia

En mis recorridos habituales por el barrio donde tengo la suerte de vivir, suelo remontar un callejón que desemboca en la plaza de San Nicolás y sus celebrados prestigios panorámicos. Hay en él un colegio público y de buena mañana uno puede ver por la suave cuesta a mujeres jóvenes llevando de la mano a sus pequeños, fastidiados por el sueño y el peso de sus mochilas, pasando del fatalismo a la vivacidad. Es difícil no sonreír al verlos y al escuchar esos diálogos deliciosos entre madres e hijos cuando nadie los ve. Cuesta creer que hablen la misma lengua que los hombres –que también fueron niños- profieren a esa misma hora en los bares, metiéndose carajillos entre pecho y espalda para mitigar las violencias del trabajo físico.

Un muro aísla al centro de las calles, sobre él asoman algunos árboles. Me gusta a veces detenerme y escuchar las voces de los críos en el patio.

Las ciudades están llenas de esos lugares fantásticos donde todo da comienzo, veneros de gracia, no menos asombrosos que los vastos criaderos estelares. Cuando uno lee acerca de la potencia formadora del caos no puede olvidar ese sonido, de naturaleza semejante a la del río, las olas o la lluvia. Siempre diferente, siempre idéntico a sí mismo. Toda la luz de la infancia está contenida en él, también sus feroces crueldades. El patio del colegio es una imagen del paraíso, también el lugar de la tragedia. Uno nunca lo abandona del todo. Lo peor de nuestra naturaleza ya está en los niños, no conviene engañarse.

El otro día pasé de nuevo junto a ese muro, de vuelta de una cita con el médico y entregado a esos irónicos pensamientos sobre la propia finitud que el lector de mi edad seguramente conocerá. El sonido estaba ahí de nuevo, espantando toda idea de mortalidad. Sobre el remate del muro, entre el viejo cemento carcomido crecían tenaces islas de líquenes y pequeñas flores. Esas presencias arbitrarias, modestísimas, de lo vivo que forman parte de los primeros recuerdos. Las mismas que rozaban, curiosos, los dedos del pequeño, confiado y ligeramente melancólico Perpiñá en sus primeros años. Por un momento tuve la extravagante sensación de que él estaba al otro lado, que si acercaba mi oído a la pared desconchada podría oír su corazón pequeño latiendo, su aliento leve. Los paseantes me hubieran tomado por un loco lamentando ante el muro alguna pérdida inimaginable, pero yo le habría hablado en voz baja. Me hubiera gustado contarle que aún me acuerdo de aquel despertador en el que un carillón desplegaba la melodía de El Tercer Hombre, de una luna aún no hollada por pasos humanos, de unos cisnes inmóviles escondidos tras otro muro, de aquella laguna verdosa de las pesadillas, de un invierno particularmente frío del 73 y del capitán Hatteras caminando siempre hacia el polo norte. Y le hubiera dicho que lo siento, que siento haberle fallado en tantas cosas y que todavía espero ser digno de él.

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Por una izquierda serena

06 martes Dic 2016

Posted by Salvador Perpiñá in política

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Fidel Castro, izquierda

Debo de formar parte de los cerca de cien españoles que nunca han viajado a Cuba, no pretendo que mi opinión sea especialmente autorizada. Aun así no puedo dejar de comentar algunas de las reacciones a la muerte largamente anunciada de Fidel Castro.

No quiero entrar en el juego de comparar estadísticas sobre represión con las de otros regímenes totalitarios y sé que las cosas hay que ponerlas en perspectiva histórica y sé que sí, que en aquel momento aquello fue deslumbrante y que David y Goliath y que una sanidad ejemplar y que un sistema educativo fetén y que si Sierra Maestra y que si a caballo vamos pal monte. De acuerdo. No obstante no deja de asombrarme la actitud de cierta izquierda. Personas que odian de manera pauloviana a los militares han honrado a alguien que se ha pasado la vida de uniforme y se han emocionado escribiendo consignas de recio sabor castrense como “hasta siempre, Comandante”, “hasta la Victoria, siempre” o “Patria o muerte”. Personas a las que le rechinan los dientes ante la figura anacrónica de la monarquía no encuentran escandaloso que un dirigente haya permanecido casi sesenta años en el poder sin conceder a los cubanos en ningún momento la posibilidad de sustituirlo y haya acabado transmitiendo el cetro ¡a su hermano! Personas, finalmente, que sobreactúan su dolor y su insomnio frente al espanto de los dramas migratorias del Estrecho (me avergüenzo de ser occidental, claman) dan rienda suelta a su ternura con un régimen que llama “gusanos” a los disidentes que han huido del país en condiciones no siempre fáciles.

Pero son contradicciones propias de los seres humanos, desde luego, no sólo de la izquierda. Más me ha alarmado el artículo literalmente asombroso que Alberto Garzón, secretario general de IU, ha publicado en la sección Tribuna Abierta de la web eldiario.es. Verán, buena parte de mis amigos y conocidos consideran que votar a IU (o a Podemos) es garantía de normalidad, es lo único que cabe esperar de una persona decente y formada. Votar al PP sería cosa de criminales o de descerebrados, votar al PSOE cosa de untuosos traidores y votar a C’s cosa de cuñados criptofascistas infinitamente ridiculizables. Hay un consenso entre ellos acerca de la notable inteligencia de Alberto Garzón.

El artículo empieza por todo lo alto:

 “Se ha ido un grande, Fidel Castro. Un trozo de nuestra historia, de la historia de nuestro mundo, se ha apagado. Pero como sucede con los clásicos, Fidel Castro continúa con nosotros en su pensamiento y en su obra.”

 No sé si pillan el tono. El resto del artículo no defrauda, encadenando clichés, entusiasmos desaforados y medias verdades con soltura. Pero lo que realmente le hace a uno levantar una ceja es que ya al final, agotados los argumentos, tenga los santos cojones de escribir esto:

 “Hay quien osa celebrar su muerte. Pobres de ellos, que ven a un hombre donde en realidad hay un pueblo.”

 Yo, lo siento, creo que con una izquierda teologal, capaz de sostener –aunque sea retóricamente- esa unión hipostática entre un hombre y SU pueblo, no vamos a ninguna parte o a ninguna parte a donde merezca la pena ir.

Lo alarmante es que muchos de sus votantes se habrán dado cuenta de la enormidad que supone jalear de esa manera a un dictador, pero no se lo van a tener muy en cuenta. Orwell llamaba a esto doblepensar. Se rasgan las vestiduras en las redes sociales con la última majadería que haya proferido un concejal reaccionario de un pequeño ayuntamiento, pero conviene pasar por alto que la cabeza visible de su partido favorito muestre tan a las claras sus filias. ¿Por qué?, porque señalar ciertas cosas, coincidiendo en algo con la derechona, es de mal gusto, porque es inconveniente enturbiar ese bonito imaginario hecho de canciones de Silvio Rodríguez y fotos del Che y botellas de ron y el encantador Compay (decididamente el son es más simpático que el Horst Wessel Lied); ¡qué falta de tacto!, es como recordar en una reunión familiar navideña que el abuelo era alcohólico, violento y putero.

Creo que es hora de reflexionar un poco. El siglo XXI se presenta complicado. Nos enfrentamos a cambios formidables en el paradigma científico, económico y productivo, feroces formas de codicia y rapiña que no pueden analizarse ni combatirse con marcos de pensamiento herederos por igual del mecanicismo newtoniano y determinismos decimonónicos, un futuro de turbulencias y singularidades contra las que no sirven fantasías paternalistas de planificación y mucho menos mesianismos de corte religioso. Necesitamos una izquierda alerta, racional, intuitiva y con la flexibilidad necesaria para seguir defendiendo eficazmente esas coordenadas irrenunciables de libertad, igualdad y fraternidad. No vendría mal un baño de madurez y de luz, abandonar los cultos mortuorios, dejar de definir el mundo en torno a un eje que lo escinde entre unos supuestos fascistas y nosotros, la sal de la tierra. Renunciar de una puta vez a los queridos símbolos del pasado, a hoces y martillos y banderas rojas, no sólo iconos de dictaduras infames sino calamitosos emblemas de fracasos históricos. Hay que tener el coraje de tirar por la ventana si hace falta los años de juventud, lo mucho que follasteis, a Dolores Ibárruri, al espectro edulcorado de esa Segunda República que no pudo ser y -¡por encima de todo, aunque duela y precisamente por eso, porque duele!- la devoción melancólica por el entrañable viejecito comunista que tanto luchó. La izquierda se vacía en una juerga inane de sentimentalismo. Sí, a la mierda con todo eso, menos símbolos, menos lágrimas y más proyectos de ley, menos cursilería y mala literatura, menos Rousseau y más Jefferson, menos victimismo, menos Galeano y un poquito de Escohotado, menos playas debajo de los adoquines, superar de una vez esa adolescencia del pensamiento que supone pedir lo imposible. Sí, madurez y luz. Aceptar lo real y transformarlo, ejercer la política como un arte de lo posible, enterrar para siempre la nostalgia y el evangelio de la queja, que hay mucho trabajo por hacer.

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