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Desesperación y Risa

~ el blog de Salvador Perpiñá

Desesperación y Risa

Archivos de autor: Salvador Perpiñá

Dense prisa, vamos a cerrar

27 lunes Mar 2023

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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Como muchos otros han descrito mucho mejor que yo, pasear por las calles ya conocidas de tu propia ciudad es una experiencia torrencial. Determinadas condiciones de luz te transportan a un estado que aúna la efusión cordial y la mirada analítica. A lo largo de esas calles familiares, el decorado de tus días, conviven todos los estratos de ti mismo. Los muchos que fuiste, el que ahora eres y aquello que serás, todos van dejando una estela por las aceras y un fantasma múltiple en los cristales de los escaparates. El paseo se presta también a una disposición antropológica, la atenta consideración de lo que cambia y lo que permanece: los rituales de la adolescencia, los vicios de carácter de tus conciudadanos, transmitidos de padres a hijos, la eternidad luminosa en la que vive el niño… Asistir en definitiva al funcionamiento de ese extenso organismo que es una ciudad, lo que en ella es irreductible a ordenanzas y planificaciones.

En ese estado de ánimo pasaba de buena mañana cerca de un kiosco de prensa, anclado en la misma esquina desde que yo tenga recuerdo. En su interior una muchacha veía discurrir las horas, la mejilla apoyada en la mano, la mirada ausente, inserta en una triste mandorla de escasez. En los tiempos predigitales los kioscos eran lugares concurridísimos, hiperactivos, abigarrados bodegones con mesas supletorias que desbordaban casi la acera: prensa nacional e internacional, toda clase de revistas, colecciones de miniaturas, discos y libros. En los kioscos del final del milenio uno podía adquirir la Historia de las Religiones de Mircea Eliade, la Anábasis de Jenofonte, el Ulises de Joyce, Jara y Sedal, los últimos cuartetos de Beethoven y una revista de porno fino y alejarse silbando. Como tantas otras profesiones, la de kiosquero experimenta una decadencia cierta, tristísima, irreversible.

He percibido en las redes sociales una abierta sorna ante quienes miran con inquietud los avances de la inteligencia artificial. El horror a caer en un feo conservadurismo —el conservadurismo no es sexy, eso lo saben perfectamente los creativos publicitarios— celebra la aniquilación de un mundo y lleva a confesos izquierdistas a apostar por «soluciones creativas y eficientes», tanto en lo tecnológico como en lo moral, de un modo que hubiera alarmado hasta a Milton Friedman. A veces me parece que el no parecer conservadores (signifique eso lo que signifique) es hoy la única señal distintiva de la izquierda.

Puede resultar truculento hablar de la aniquilación de un mundo, lo admito; pero cómo no ver que esa tecnología destruirá de nuevo oficios y modos de ganarse la vida para beneficiar a una élite ambiciosa, como ocurrió durante la primera oleada digital. Entonces dio comienzo la demolición de la prensa y la industria discográfica, aplaudida por los mismos, los que sostenían que no se pueden poner puertas al campo.

El progreso no es una flecha hacia delante, a veces el tiempo supone un fracaso. El melancólico paseante ve también cómo los centros de las ciudades están ocupados ahora por franquicias. Apenas quedan negocios de particulares, ineficientes e incapaces de adaptarse, según el fervor del economista liberal. Esto no solo lleva a la uniformización de las ciudades, no es tan solo una cuestión estética; también tiene sus implicaciones políticas: aquellos negocios, eran una extensión de la personalidad de sus propietarios, ciudadanos libres. El franquiciado no deja de ser un asalariado, un súbdito.

Claro está que confundimos la decadencia del mundo con la nuestra, pero sin incurrir en la jeremiada (pecado de vejez desde que el mundo es mundo) mantengamos una rebeldía interior, especialmente ante las franquicias ideológicas, las que no permiten el menor disenso. Pero de eso hablaremos otro día.

Martin Lewis (1881-1962)

Examen de conciencia

18 sábado Mar 2023

Posted by Salvador Perpiñá in Examen de conciencia

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Pronto hará nueve años que abrí este blog. Nueve años suponen casi una era geológica en el corto espacio de nuestras vidas. Para mi asombro el blog sigue vivo, si bien es verdad que su metabolismo es ahora más lento. Cada vez me resulta más difícil dar con un nuevo tema sin repetirme y cada vez soy más exigente con lo que escribo. Miro ahora algunas de mis primeras, fervorosas, entradas y siento un poco de vergüenza, no mitigada por el afecto.

Frecuentemente y con imprudencia, he practicado la efusión íntima y me he expuesto demasiado. No habiendo vivido una vida excepcional, no habiendo sido testigo privilegiado de los grandes momentos del siglo y sin haberme siquiera codeado con aquellos cuyos nombres serán recordados, me queda para ofreceros poco más que mi limitada subjetividad, lo mejor vestida posible.

Voy a incurrir de nuevo en el impudor y en la redundancia. A medida que se me agota el futuro —y no hay que hacer demasiado drama de ello, es un hecho— dos actitudes divergentes se suceden de una manera natural dentro de mí.

Está aquello que Escohotado denominaba «la dimensión de incumplimiento de nuestras vidas», que en mi caso ha sido considerable. Me apena todo aquello que pude hacer y no hice, no me perdono lo que no conseguí o no supe retener, cuanto no aprendí o experimenté. Descontento de mí mismo y de los demás, soy demasiado consciente de las debilidades humanas, incluso en aquellos a quien más quiero. El hábito frecuente de la decepción me ha hecho tolerante con ellas, aunque cada vez me irrita más la estupidez esencial de la mayoría de las opiniones —ese rastro de baba que nos obstinamos en dejar nuestro paso—, la pequeña crueldad de niño cabrón hasta en el más ejemplar de los ciudadanos, la autosatisfecha arrogancia del ignorante. Una amable misantropía es en mí casi una segunda naturaleza en un mundo en que los malos y los mediocres suelen salirse con la suya; yo mismo, mucho más mediocre de lo que esperaba.

Y, sin embargo, vivo estas jornadas previas a la primavera con un fervor loco de sufí en trance. Paseo por la calle en una especie de aturdimiento agradecido. Todo me conmueve: la belleza y la gracia de los rostros, las amables costumbres de mis congéneres, la dulzura con la que tratan a sus crías, las costumbres del gato, las ciudades poniéndose en marcha, el bullicio de los pájaros inaugurando la mañana, las mil y una formas en que el sol acaricia el mundo. Borracho de luz y de presente, de aceptación y plenitud, como un niño alocado, me asombro con lo común, me emociono con lo evidente. Adoro las historias que otros me cuentan, no dejo de asombrarme ante las posibilidades del ingenio humano. Venero, con amor y gratitud insensatos, a ese mismo tiempo que me destruye. No sé si se trata de epifanías angélicas o mero kitsch del alma. No sé —y ese pensamiento me sobrecoge—si en realidad me estoy despidiendo del mundo, antes de caer en la irrelevancia de la vejez hasta que finalmente oiga llegar al gran viento que a todos nos dispersará.

Elogio y nostalgia de la mujer desnuda

23 jueves Feb 2023

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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Hace no tanto, desde las ya insufribles páginas del que fue el periódico insignia de la España de la rabia y de la idea, un pintoresco vivillo o un pobre majadero ―probablemente ambas cosas― se consternaba a voces ante la presencia de cosificantes desnudos femeninos en nuestros museos. Es inevitable recordar el tan citado párrafo de Baudelaire: «Todos los imbéciles de la burguesía que pronuncian las palabras: inmoralidad, moralidad en el arte y demás tonterías me recuerdan a Louise Villedieu, una puta de a cinco francos, que una vez me acompañó al Louvre donde ella nunca había estado y empezó a sonrojarse y a taparse la cara. Tirándome a cada momento de la manga, me preguntaba ante las estatuas y cuadros inmortales cómo podían exhibirse públicamente semejantes indecencias». Filisteos burgueses, reguladores de redes sociales o justice warriors; cambian las máscaras, pero las caras detrás son las mismas. No ver esto siempre me ha parecido síntoma de falta de finura intelectual.

A los hombres ―¡y a algunas mujeres!― les complace la visión de una mujer desnuda y esa imagen ocupa en ocasiones sus pensamientos. Qué atrocidad. Uno recuerda con una sonrisa la obsesión del adolescente por ese cuerpo posible con el que se fantaseaba, porque, amigas mías, imaginar la desnudez de nuestra interlocutora es algo que hemos hecho y alguna vez seguimos haciendo aunque, con la merma del entusiasmo venéreo, tenga ya más de melancólico ejercicio especulativo. No es algo de lo que arrepentirse, no es una violencia fruto de una mirada impura, tiene que ver con el mismo impulso que desata el delirio de la floración en los campos, que está detrás de los versos de Garcilaso y las arias de Mozart. El eros, la pulsión de la realidad por perpetuarse.

En el mito hebreo, una de las consecuencias de la transgresión de Adán y Eva es avergonzarse de estar desnudos. Eso quiere decir que en cada lugar y en cada ocasión en que dos amantes se ofrecen su mutua desnudez, regresan de algún modo al Paraíso. Porque el desnudo también nos revela vulnerables, imperfectos, tal y como realmente somos. Cómo no emocionarse cuando la amante se nos muestra en ese estado de indefensión y radical veracidad.

Su cuerpo, que es hermoso porque es un cuerpo de mujer y porque en ese instante es el cuerpo de ella, porque participa de lo general y de lo que es en ella específico: su mirada, su sonrisa y su voz van con él. Su cuerpo, que se nos aparece como un Jardín del Edén tangible, presente, una geografía de afectos, un paisaje que se camina con las manos y con los labios. Todo en él es digno de reverencia: la doble mudez orgullosa del pecho, la serenidad lunar de las nalgas, las piernas y su ternura de cierva, el valle tibio, dulce de ese ombligo donde es tan grato reclinar la cabeza, la llamarada fragante del vello púbico, la frágil, incomparable elegancia de las clavículas, los misterios umbríos de la axila, la suavidad de los hombros y la nuca, la gracia del cuello, la inocencia del pie descalzo… esos parajes que uno tanto ha amado en diversas encarnaciones y cuyo recuerdo nos acompañará como una luz en los últimos instantes. ¿Cómo no invocarlos, cómo no pintarlos, fotografiarlos, proclamarlos? Oasis de puro júbilo entre los frecuentes espantos y rendiciones del tiempo, qué corrompido por el dogma, qué íntimamente aburrido, qué fundamentalmente imbécil hay que ser para negarlos, para ver el mal en esa imagen absoluta del bien, una de las formas en que el mundo a veces se apiada de nosotros y derrama sus dones.

 Yoshiyuki Iwase

Sobre el hablar con las manos

23 lunes Ene 2023

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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La función de las manos es modificar el mundo. Asombroso logro de la ingeniería evolutiva, nos han permitido intervenir en lo que nos es dado con consecuencias no inferiores a las del pensamiento lógico o el lenguaje. Dije alguna vez por aquí que la mano es el órgano que hace, que da el salto de lo posible a lo real.

Combinación asombrosa de delicadeza, elegancia y precisión, de las manos brota la música, las manos crearon imágenes que duplican y amplían lo existente, fijaron las antiguas palabras y las duras leyes en soportes perdurables. La mano acaricia el cuerpo amado, bendice, delata, dispara, procura el humilde goce de la paja, consuelo de los solitarios, la mano certifica la fiebre del enfermo o te da una hostia que te vuelve del revés; las manos del ciego leen el mundo, el niño antes de ser capaz de hablar señala con ellas aquello que reclama su atención. ¿Cómo extrañarse de la imposición de manos en actos de taumaturgia, de que el mismo Dios cree el universo con la extensión de sus dedos?

Hace poco, en una sobremesa, entré en uno de esos momentos de melancólico repliegue en que las conversaciones cruzadas se transforman en ruido de fondo. Reparé en dos amigas hablando en una esquina; no me llegaban sus palabras, pero sí podía ver sus manos. Se movían sin cesar, añadiendo énfasis, ampliando el significado de una manera rica, compleja, muy bella. Ninguno de esos gestos era consciente. Imitados desde la infancia o puro instinto, quizás rasgos heredados. Cuánta delicadeza en esos movimientos ondulantes, uno podría pasarse el día mirando cómo mueven las manos nuestros semejantes, pero ya no reparamos en esas cosas.

Los viejos maestros de antaño sí que fueron conscientes de ello. Las manos de santos y de reyes, de guerreros, marinos, cambistas y mercaderes, dialogan entre sí en las paredes de los museos, una música de manos, un tejido incesante de ademanes y refinamiento, que nos habla desde los siglos. A veces, cuando leo esos autosatisfechos catálogos de exposiciones en los que con una pedantería infinita se nos convence de todas las intenciones implícitas en las “propuestas” ―yo no quiero propuestas, ¡yo quiero afirmaciones!― con las que tal o cual artista gesticula para exhibir su ego de trilero, me sale un pequeño energúmeno que le grita: sé humilde, majadero, pinta manos, pinta manos como un descosido. Haz tu labor, descúbrete ante lo humano, atrapa el sentido.

Cof, cof…

18 miércoles Ene 2023

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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El hombre es un animal que se resfría. Incapaz de vivir en la desnudez, una rafaguilla ruin de aire es capaz de abrir una brecha en su sistema inmunitario y desarbolar su compostura durante varios días o, a las malas, hasta hacerle entregar la cuchara. Antes la gente se moría de esas cosas, de ahí ese obsesivo, emocionante “no vayas a coger frío” que madres y amantes recomendaban a los objetos de su devoción.

Pequeño ensayo general de la agonía, el catarro es una abrasivo coñazo con tintes tragicómicos. Nos falta el aire, dejamos de oler las cosas y la cara se nos descompone entre lagrimeos, secreciones y estornudos espasmódicos. Es imposible ser sublime en ese trance, todo hombre resfriado deviene pequeño burgués y vulnerable, un marido cornudo de vieja comedia. Sin embargo, cómo nos gusta el resfriado de la mujer amada, esa tierna rojez en las ventanillas de la nariz, esa voz lacrimosa, exhausta y esos pañuelitos con sus fluidos corporales, una tibia gomosidad de su cuerpo, ¡qué guapas se vuelven!

Al rebato del primer moco, mujeres y cuñados inclinados a la égloga nos recomiendan todo tipo de remedios naturales. Miel, limón, tisanas, ponches, vahos de eucalipto, propóleo… soft power que se propone a nuestro escepticismo, que solo cree en las glorias heteropatriarcales de la farmacopea moderna, sus agresivos antihistamínicos, sus vigorosos bactericidas, la codeína y sus beatitudes. Blitzkrieg contra el mal.

Uno le encontraba su encanto a aquellos quebrantos de la salud, proclives a la introspección, escuchar violas de gamba y leer relatos de fantástico victoriano, pero ahora los resfriados del boomer postpandemia vienen cargados de siniestras resonancias. El humorístico estornudo es sustituido por la tos abrupta. Largos, asmáticos, durísimos, áridos imperios de fiebre y esputos, nos hacen sentir indefensos, miserables, proyectos de difunto. Nos hacen también recordar a nuestros ancianos padres, expectorantes y en batín. Nosotros, que éramos inmortales. Uno, envuelto en una mantita, cof, cof, mohíno y garrapiñado, mira con ojos de perro añorante el solecillo bueno tras la ventana, el amable sol de las delicias y las ebriedades de antaño, que nos pide volver y nos espera y nos promete un inconcreto, modestísimo milagro. Cualquiera, el que sea. Tampoco nos vamos a poner estupendos.

Auge y decadencia de la sonrisa

08 domingo Ene 2023

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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La mayoría de los seres humanos sonríen enseñando los dientes, cosa que también hacen los chacales antes de lanzarse sobre ti y despedazarte. Carezco de esa habilidad específica, para mí tan inalcanzable como la de mover las orejas. Mi sonrisa es una sonrisa neutra y desdentada. Años de conciencia de mi limitación me han hecho forzar un poco los músculos faciales y aparecer en las fotos con una apariencia de sonrisa que, en los mejores momentos, parece hasta jovial. Solo yo sé que es un fraude.

Hasta mediados del siglo pasado, los poderosos del mundo jamás sonreían. En aquellas imágenes que legaban a la posteridad aparecían con rostros severos, senatoriales, en el mejor de los casos una ligera curva en los labios expresaba determinación o la placidez de una vida cumplida. Hoy, los amos del universo sonríen desaforados, no hay cartel, organigrama o dossier donde no aparezcan exhibiendo la piñata a todo lo que da de sí. Tiene su sentido, claro, la melancolía está reñida con la rentabilidad, aunque me gustaría conocer sus insomnios y sus desfallecimientos en la soledad de sus despachos, nidos de águila que dominan las ciudades. Hubo un tiempo en que me ofendían esas sonrisas, éxtasis del lucro, sonrisas incapaces de iluminar unos rostros hechos de ambición y rapacidad. Me daban ganas de gritarles, ¿por qué sonríes?, ¡la vida es trágica!, ¡todo lo perderemos, mamarracho! Todavía no entendía lo que significaban: no estás invitado a la fiesta.

Curiosamente, por el mismo tiempo se produce una inversión de atributos. Si la juventud dorada había sido la propietaria legítima de cierta despreocupada alegría, estrellas de la música y modelos, los objetos públicos de deseo, comienzan a exhibir un aire hosco y taciturno, una mueca de insatisfacción, desprecio y angst adolescente. Se despierta el eros y se escenifica el rechazo. La ausencia de sonrisa significa exactamente lo mismo: no estás invitado a la fiesta.

Y sin embargo cómo me gusta esa sonrisa en que los ojos muestran algo de tristeza ―la misma con la que miro cada mañana ante el espejo a alguien que conozco demasiado bien―, cómo recuerdo la sonrisa con la que me miraron las mujeres que he amado cuando ellas me amaban, cómo me conmovió la sonrisa de una joven desconocida que hablaba tras los cristales de un bar con sus amigas el pasado día de Reyes y es bueno que ella esté en el mundo. También sonrío al imaginar tu sonrisa, querido lector, cuando leas estas desordenadas, triviales reflexiones de un hombre cansado en un domingo de invierno.

2023

01 domingo Ene 2023

Posted by Salvador Perpiñá in Examen de conciencia

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El 1984 de Orwell, el 2001 de Kubrick, el 2019 de Blade Runner… hemos pasado tranquilamente por todos los posibles futuros que marcaron nuestros años de formación. Ninguno de ellos se reveló profético, llega el 2023 y siguen existiendo las pipas de girasol, los churros y los trajes de lagarterana, los gitanos con la cabra y los polvorones. En cambio, hemos asistido a la desaparición de los discos, los jeans como prenda adolescente, los juguetes y la prensa y asistiremos al final de las monedas, el rock, el subjuntivo, la lógica racional en el debate público y, eso seguro, de nosotros mismos.

Con todo, el mundo nos empieza a resultar vagamente extraño, como si practicáramos un desapego preventivo al presentir nuestra futura partida. Todavía mantengo una antena conectada a lo presente, por coquetería intelectual, por no parecer prematuramente envejecido, pero vivo en los libros de gente muerta. Amo, me embriago y río en el presente, pero mi corazón vive en los siglos pasados, en su música y en sus obras, en las inagotables huellas del hombre en el mundo.

Hubo un tiempo en que el año nuevo me parecía una extensión ilimitada de posibilidades a la que me lanzaba como el esquiador que en el torneo de los Cuatro Trampolines salta al vacío cada uno de enero. Ahora tiendo a verlo como una niebla en la que uno se adentra con pasos cautelosos, sin saber si al doblar la esquina te espera la caricia o el garrotazo, rotondas de placeres o zanjas de infortunio, si besarás la espalda de una mujer o te partirás los piños resbalando en la acera, esperando un acuerdo cada vez más desigual entre lo familiar y lo novedoso.

Escribo esto en el jardín de la casa de una amiga queridísima, en uno de los lugares más luminosos de España. El mar y sus rumores y un puente colgante al fondo y ante mí una extensión de grama de un verde heráldico, donde corre un perrazo que se parece a Karl Marx, y unos pinos centenarios donde los mirlos se entregan a sus asuntos igual que ayer, igual que siempre. ¿Puede uno ser tan insensato como para esperar algo de este año?, al fin y al cabo el 2022 fue un buen año. Nada podrá devolverme su mes de Octubre, pero tampoco nadie podrá arrebatármelo. Espero seguir haciendo el ridículo, que es mi forma de santidad, espero mejorar en mi oficio y no aburriros jamás, espero reír y beber mucho, no hacerme vil, espero una vida sosegada y fetén.

Ay 2023, no acabas de empezar y ya te amo y te temo como a una vara verde, cabronazo. Me darás revelaciones y me quitarás cosas que amo, me traerás catarros, éxtasis y caries. Dispensador de gloria y asesino de esperanzas, no puedes ser de otra manera porque estás hecho de tiempo y robar está en tu naturaleza. Dios no tiene resacas.

Leonard Freed «New Year’s Eve. Grand Central Station NYC» (1969)

25 de Diciembre

25 domingo Dic 2022

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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El cristianismo, sagazmente realista pese a la opinión habitual, se articula en torno a un nacimiento y a una muerte. Sin duda que la inmolación de una divinidad no es novedosa ―si a eso vamos, hasta en la injusticia de su condena hay ecos del proceso de Sócrates― pero el cristianismo aporta la idea de una muerte degradante, impensable en una mitología aristocrática y causa de su perduración. El mundo, al fin y al cabo, es de los desdichados y haber detectado la esencial fragilidad de los hombres es el acierto definitivo de lo que podríamos llamar una religión para la intemperie. Sin embargo, en esa idea de un dios que muere por nosotros hay un pasivo-agresivo «me debéis una» que nos disgusta un poco. Por eso el acontecimiento inaugural, la noche de Navidad, resuena con más cordialidad en los corazones humanos.

Otras veces os habré hablado de la Navidad de los pobres, de los abandonados, de los niños. Últimamente tiendo a contemplarla desde un ángulo en que jamás había reparado y es lo que tiene de celebración de lo humano. Un dios descubre los gozos de la carne mortal. Arrancado de los vastos orbes de la pura contemplación, de la transparencia y el número, ingresa en el tiempo. Su mirada de niño descubre la mirada de la madre, el calor bondadoso de los animales, la magia humilde del fuego, la fábula de las estrellas en el cielo. Qué risa de asombro podemos imaginar en ese recién nacido, hasta la mordedura del frío y la aspereza de la tela que lo envuelve son una embriaguez.

Con los años descubrirá los vértigos de la incertidumbre, el juego y la danza, el sabor del pan y de las uvas, la fidelidad del perro, el canto y las diferentes palabras que nombran las cosas, la ironía y las alegres obscenidades, la dulzura del sueño tras un día de trabajo. Hacer objetos con sus manos en el taller de su padre, rascarse donde le pica, saciar su sed en las fuentes, sentir la piel del otro. Qué revelación tocar lo que él mismo ha creado, asistir asombrado al paso de las estaciones, la migración de las aves, los cambios en su cuerpo, el aguijón del deseo.

En este día de Navidad imagino un dios que se ha enamorado de su obra, que no ha podido soportar la salida del tiempo y el regreso a su antigua condición. Arquitecto de universos que se bastaba a sí mismo, reniega ahora de su condición. Devorado por la nostalgia, quiere ser efímero y cambiante, incluso si eso supone sufrimiento. Porque debemos estar por encima del dolor y la miseria de nuestra condición, saber que el milagro nos espera a cada instante donde menos se le espera, que el mundo rebosa de abundancia y luz si tenemos los ojos bien abiertos y algo del corazón de aquel rapaz asombrado que fuimos.

Gentile da Fabriano (1370-1427)

Yves Klein, Hafiz y un señor del Bierzo. (Un cuento de Navidad).

17 sábado Dic 2022

Posted by Salvador Perpiñá in Historias

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El 22 de Diciembre de 1986 un tren atraviesa de noche la distancia entre París y la frontera española. Hace un frío del demonio y un joven Perpiñá viaja en uno de aquellos viejos compartimentos de segunda con un par de desconocidos: un chaval navarro y tenue y un señor del Bierzo que se parece vagamente a Adolf Hitler. El joven Perpiñá regresa a casa por Navidad tras tres meses de estancia en Oxford, que él esperaba parecidos a una novela de Evelyn Waugh y resultaron más próximos a una película de Ken Loach. El joven Perpiñá se siente fracasado porque el viaje ha sido sexualmente estéril y no ha escrito ni una página de la novela que esperaba escribir, pero allí se ha aficionado a John Dowland, la Motown y a Ella Fitzgerald y eso que se lleva. El joven Perpiñá vuelve literalmente sin un duro y se muere de ganas de pisar el umbral de su casa, abrazar a sus padres y amigos, amar de nuevo lo acostumbrado, sentirse querido.

La noche será larga y en un mundo aún analógico habrá que conversar. El lánguido navarro resulta ser un tipo de lo más sofisticado y le enseña una monografía que le habrá costado un pastizal sobre Yves Klein, artista avantgardísimo que Perpiñá conocía por una foto que vio de niño en un libro de arte y que le turbó lo más grande; foto donde dos señoritas desnudas se embadurnaban de pintura mientras un trío de cuerda tocaba sabe dios qué y un público burgués ponía cara de póker. Al afectado navarro le encanta el enfáticamente llamado “azul Klein”, único pigmento del que constaba su obra y que a Perpiñá le recuerda al azulete de toda la vida, aunque se abstiene de decirlo para no quedar como un gañán. Mientras, mira con el rabillo del ojo al silencioso, plácido, relimpio señor del Bierzo, preguntándose qué estará pensando de los dos listillos que tiene enfrente. El delicuescente navarro sigue hablando con una voz muy bien modulada, esta vez sobre Hafiz, poeta báquico, místico y persa, que Perpiñá aún no ha leído pero conoce de oídas, gracias a dios, porque a Perpiñá le preocupa la opinión que el fatuo navarro se forme de él. Pero como a Perpiñá también le importa la opinión del señor del Bierzo, que va muy abrigadito, le saca un poquillo de conversación con que vaya biruji que hacía en París, ya que el tiempo es «lingua franca de la sociabilidad, se hablaba del tiempo a la sombra de los zigurats y en las lonjas de Núremberg, se habla del tiempo en el Vaticano, en Miami y en Puebla de Don Fadrique», como escribió años después un Perpiñá mucho menos joven, pero algo menos imbécil y que sigue sin haber escrito una novela.

No recuerdo cómo pasamos del biruji a ello, pero el hombre del Bierzo empezó a hablar sobre el amor y nos dijo, con una voz extrañamente inexpresiva, que era convenientísimo antes de escoger esposa, haberla conocido desde que era pequeña, haberla visto crecer, para así hacerse una idea cabal de sus cualidades. Al vaporoso navarro y a mí nos pareció entonces una opinión de enorme rusticidad y seguro que intercambiamos una discreta mirada de estupor e ironía. Pero ahora pienso, qué demonios, Hafiz hubiera hablado así, Dante hubiera hablado así.

¿Por qué me acuerdo del berciano hitleriano?, porque he estado estratosféricamente enamorado y mirar las fotos de la mujer amada en su niñez ―aquella cosita pequeña que tenía que ponerse de puntillas ante el lavabo para cepillarse los dientes, que ya era ella pero que aún no era ella― me hacía sentir una ternura insoportable y solo ahora, en la aflicción, entiendo que quizás tras aquella silvestre barbaridad del viajero, hablaba una dulzura antigua y cereal, más vieja y más perdurable que las ruinas de los desiertos.

Se acerca de nuevo la Navidad, hace frío, las muchachas desnudas de Klein no estarán para muchos trotes, el señor del Bierzo descansará a dos metros bajo tierra, como mis padres, el irisado navarro me juego lo que sea a que comisaría alguna exposición y yo que he incurrido en las hipérboles sentimentales del bueno de Hafiz y que ahora entiendo hasta qué punto su dolor no era retórico, me consiento regresar mentalmente a ese vagón vacío que sigue atravesando de noche, en algún universo paralelo, los paisajes de aquella Francia que solo conocía por las novelas que amaba e imagino, solo por un rato, que me quedo dormido en él, sin que me vea el revisor, arrullado por el traqueteo y los recuerdos de una vida tan distinta a la que entonces esperaba, sabiendo que no tengo ya dónde regresar, preguntándome en qué estación terminará mi viaje.

Un happening de Yves Klein, que ya hay que tener poder de convicción.

Hora de partir

11 domingo Dic 2022

Posted by Salvador Perpiñá in Examen de conciencia

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Ya el niño que aún eres ha llorado sus lágrimas de hombre. No cabe entregarse a la desesperación o al abatimiento, hay todavía tanto por hacer. Hay que desmontar el decorado, las altas torres de la hermosa ficción que construisteis, arrancar cada clavo y cada tabla del escenario donde se pronunciaron las palabras más dulces, las tiernas, un poco bobas palabras de los amantes. Que no se pierda una sola de ellas. Honrarlas como se merecen. Guardar cada pieza en cajas y clasificarlas en los vastos almacenes del recuerdo, enrollar las nubes y los cielos pintados, los jardines y las lluvias, apagar las luces, todo lo que nos deslumbró. Despedir a los músicos. Cubrir con una lona descolorida cada instante de felicidad, cada perfume, cada caricia dada. Los besos no, que abandonen el lugar en desbandada, porque es su condición ser libres.

Al final, terminada la tarea, no quedará nada en el lugar inhóspito donde se edificó el sueño, apenas un armazón desvencijado, el bastidor melancólico de todo lo que pudo ser, de todos los días que ya no, nada que haga pensar a un caminante en la alegría que se regalaron dos frágiles seres humanos. Quizás a la caída de la tarde un remolino de viento, como la vibración suspendida en el aire de una campana, como palabras susurradas al oído, un estremecimiento de luz. Todo lo demás lo llevas dentro, toda la felicidad que te fue dada, la risa y la zozobra, la cara que veneraste, la voz, aquella voz, todo aquello que te hizo mejor y debes proteger del olvido. Ser digno de lo que ocurrió. Abrigarte, seguir caminando a través de la tierra baldía, solo de nuevo, calentando tu corazón cansado con toda la gratitud que debes, porque el invierno está cerca.

Caspar David Friedrich

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