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El fotógrafo los soltaba en el campo, abrigadillos o con ropa de entretiempo, lo veraniego no estaba bien visto. Unos árboles al fondo y unas peñas daban variedad al conjunto y cada uno de los integrantes del grupo miraba a diferentes puntos situados en una indefinida altura ideal, imagen por cierto muy ilustrativa de los problemas de la izquierda. Así se concibieron innumerables portadas de discos del género.
Durante una década abundaron en platós y radiofórmulas, supusieron la segunda alternativa nacional ―junto a la Gran Garganta Levantina― al gusto por lo yeyé y quizás por eso el franquismo se mostró indulgente con sus sospechosísimos adeptos.
Cultivaban una estética inconfundible de estudiantes de letras. La trenca, la chiruca, la chaqueta tricotada, la pana y el jerselillo apretao eran los outfits de elección, evocando un mundo de asadores castellanos, vinazo y tabaco negro, destilados del anís, tabernas y asambleas. En sus apariciones televisivas los atrecistas sembraban los forillos con brocales y aperos de labranza. Ellos oscilaban entre el clon de Alfonso Guerra y el seminarista, sin excluir a tiarracos bien plantados de masculinidad berroqueña. Ellas encarnaban a la moza garrida, con cierta castidad cooperativa de camarada, capaz de doblarte bebiendo magnos con pepsi.
Descendientes de la tuna y de los pioneros del folk como Agapito Marazuela o el profesor García Matos (ese Alan Lomax español) oscilaban entre el compromiso ideológico y la balada romántica de consumo, pero en los nombres de aquellos grupos y en sus letras siempre se exaltaba lo elemental: el agua de la fuente, la leña recién partida, el heno, los trigales y el vino, el pan en el horno, los tedios y melancolías de la tarde dominical. A tal respecto, en una canción de Mocedades la esposa engañada describe el adulterio de su marido con un impagable, robusto «pues tu ropa huele a leña de otro hogar».
Nada de chicas, en sus canciones se hablaba de la mujer mujer y hasta de la Hembra, había en sus referencias amorosas un erotismo sin preliminares, un empotramiento machadiano, perentorio, de levantarse después del suelo sacudiéndose a manotazos las agujas de pino de las bragas.
La aparición de la Movida en los albores de los ochenta asestó el tiro de gracia a aquel universo. Su recio imaginario castellano fue barrido por una colorida horda de divertidos homosexuales, hedonistas, sofisticados tunantes y urbanitas. Fabio McNamara derrotó al ciprés de Silos. España necesitaba diversión. Y la tuvo.
Es irónico que aquel severo sonido solo sobreviva en el mundo de la publicidad, al que tuvieron que reconvertirse muchos de sus intérpretes. Pizzas humeantes, fragantes jabones, bollería tradicional, miel, cuajada y turrones que se zampa el hijo pródigo cuando regresa ―siempre en tren― al hogar en Navidad, aparecen bañados por sus rústicas melodías, asociadas irremediablemente a la idea de lo tradicional, pulsando el nervio nostálgico, crepuscular, de los que conocieron aquella era. La verdad es que da un poquito de pena.
