El adolescente desprecia al niño que fue. Al dar sus primeros pasos libre de tutela se enfrenta por igual a las figuras de autoridad, que le ponen límites, y a la dureza de un mundo en el que debe valerse por sí mismo.
Angustia y entusiasmo. Armado con un insuficiente conocimiento sobre los mecanismos de la realidad y una personalidad en construcción, se arroja a la intemperie más allá del círculo estrecho que le era familiar. Los padres, reyes benévolos, devienen figuras tiránicas y vagamente ridículas, indignas de su confianza y busca refugio y aceptación en sus iguales. El deseo comienza a morder su carne y le revela insólitas perspectivas de alegría y desespero, de afirmación e inseguridad.
Necesita forjarse un gusto y desprecia lo recibido, lo convencional. Le gusta lo nuevo, lo raro, lo oscuro, lo agresivo. En ocasiones la mera fealdad. Afirma su autonomía rechazando la vulgaridad del criterio común: las viejas leyes, los finales felices, la Navidad, las canciones sentimentales. Compartir la felicidad colectiva es una imperdonable debilidad.
Si, como parece, su rebeldía son las convulsiones de una metamorfosis, cabría preguntarse por qué la imagen de jóvenes en las grandes movilizaciones políticas prestigia cualquier movimiento. ¿Por qué la rebeldía juvenil es significativa, por qué vende? Porque envidiamos su limpia vitalidad, la gracia perdida ya para nosotros, su capacidad de entrega no contaminada por las mezquindades y rendiciones de la vida adulta; esa generosidad que es el desinterés del que nada tiene que perder porque nada tiene aún. Presa fácil de proyectos de ingeniería social, las tiranías han hecho buen uso de su combativa, irreflexiva inocencia. La juventud ha sido siempre carne de cañón.
Muchos prolongan toda su vida la pulsión destructiva adolescente, su pura negatividad. La aceptación del mundo sería para ellos una vergonzosa claudicación. Pero, así como hay una rebeldía que no nace del resentimiento, sino de una orgullosa afirmación de lo humano frente a la injusticia, hay un aceptar que no es conformidad, es celebración.
No conviene dar por descontado lo real. Lo real es extraño, lo material problemático, un caos organizándose sin descanso en busca de nuevas formas Tú y yo somos un enjambre de partículas subatómicas, estamos hechos de furia, vacío y tiempo. En las mismas páginas de un periódico donde te asalta la última mezquindad de quienes se disputan el poder, puedes encontrar ―escondido entre el agotador registro de lo banal― que «el mero espacio, el vacío, es el escenario donde todo ocurre; pero a escalas trillones y trillones de veces más pequeñas que las del átomo, puede tener una rica textura (…) cada “punto” en el espacio corriente podría, visto con ese aumento, revelarse como un origami firmemente plegado en diversas dimensiones extra». ¿Cómo no estremecerse?, ¿cómo no venerar?
Visto así, cada instante de nuestros días es un prodigio. Honrémoslo. Abunda lo bello, lo bueno y lo justo, la luz cunde y puede colmarnos en los lugares más inesperados. Aceptar es no perder esa capacidad de asombrarnos, no rendirse ante la conciencia de nuestra fragilidad y nuestra finitud, ser capaz de la curiosidad y de la risa, amar lo dado, perdonar. Perseverar en ello, frente a la adversidad y la vileza.

Wols