Ayer diluvió y me pilló en la calle. La curiosa jovialidad que desata un chaparrón inesperado. Por un instante irrumpe el caos y se suspende el curso ordinario de los asuntos, cualquier forma de solemnidad es arrastrada por las aguas. La carrera repentina, desmañada, en busca de refugio, la sensación elemental de sentirse empapado, el asombro reverencial ante el trueno, forma primera de la divinidad. Hombres y mujeres recuperan por un instante algo de aquella infancia que chapoteaba en los charcos (“los pajarillos cantan, las nubes se levantan”), el recuerdo de besos dados bajo la lluvia. Se intercambian palabras y bromas con desconocidos, los conductores de autobús más endurecidos detienen su vehículo y abren las puertas para dar refugio al rezagado, en una forma inmediata, irreflexiva, de piedad. Definitivamente necesitamos más diluvios.
(1-06-2014)
Adenda. Una lectora y amiga, Beti Mármol, me hace ver sin mala intención que los besos bajo la lluvia sólo se dan en las películas. Espantado ante la posibilidad de haber incurrido en un cliché, intento buscar en el recuerdo momentos que justifiquen esa caída en el lugar común. Y sí, he dado besos bajo la lluvia, pero compruebo avergonzado que los di porque lo había visto en las películas. Y porque llovía, claro.
Vivo desde hace unos meses en un barrio situado en la parte alta de la ciudad. Todavía sus empinadas cuestas conservan un trazado medieval; un pueblo incrustado en la ciudad moderna. Mientras caminas por ellas, la aparición frecuente como telón de fondo de un masivo y legendario monumento de la España musulmana confiere a todo, además, un aire de ensoñación y extrañeza. Así pues, cuando uno baja al centro de la ciudad, al descenso físico se une una sensación de viaje temporal, del pasado al presente. No es sólo un itinerario, es un tránsito.
La idea del camino está profundamente imbricada en nuestros esquemas de pensamiento. Nuestra visión de la Historia, nuestra idea del progreso, la novela decimonónica participan de él. La misma vida la percibimos como un camino y así se revelaba bellamente en aquel juego de la oca, puro inconsciente popular, festival de imaginería simbólica que es que parece que lo hubiera inventado Carl Gustav Jung.
Mi particular vía crucis ascendiendo y descendiendo la ruta que comunica mi barrio con la ciudad, va punteado por rincones cuya aparición sucesiva cada vez me resulta más familiar, pero también, y sobre todo, por músicos callejeros.
Hay violinistas que tocan a Bach bajo una puerta de acceso en la muralla, impregnando todo de un cómico aire de trascendencia las veces que acudo temprano al centro de salud. Hay jóvenes guitarristas extranjeros que tocan relamidos clásicos del exotismo alhambreño; a partir de la primavera las plazas son más de marchosas pachangas, todo sincretismo, hedonismo de botellines al mediodía y afables perretes. De todos ellos, con quien más suelo cruzarme en todas las estaciones es con un inhábil cantautor que hace tiempo superó los sesenta. Con tres o cuatro acordes mal encajados perpetra canciones de melodía desangelada que resumen todos los clichés temáticos del género a través de una voz rasposa, monótona y un vibrato a lo Serrat. En su cara enflaquecida -suerte de Quijote chungo y rapaz- se leen los estragos de una vida de medro y pillería. Suele entristecerme mucho su perseverancia, su voluntad mineral de superviviente.
Y todo esto para contaros que bajaba yo a la ciudad la mañanita del sábado y un sol espléndido lo endulzaba todo. Al lado del camino una muchacha tocaba una concertina. Sonreía de una manera deslumbrante, no había nada en esa sonrisa de servilismo hacia el respetable, simplemente era una consecuencia natural del sol y de la ondulada melodía que interpretaba con gracia antes de arrancar a cantar en lo que me pareció dialecto napolitano. Al rato proseguí mi camino a punto de entregarme a la levitación cuando me encontré a escasos metros al pertinaz cantautor.
Hace años, en un documental, unos publicitarios guays de París ensayaban un experimento en el que aplicaban ideas de marketing a la mendicidad, sustituyendo las truculencias habituales de llagas y mutilaciones por simpáticos recursos humorísticos que provocaban la empatía instantánea del viandante. Recaudaban un pastizal y demostraban que hay que reinventarse y todo eso.
En este caso era tan palmaria la desventaja de mi viejo bardo coñazo, su fracaso estrepitoso, irremediable, que sentí una pena desgarradora y a la vez un impulso insensato de arrancarle la guitarra de las manos, golpear el suelo con ella y saltar furioso sobre sus astillas.
Afortunadamente todo se quedó en la pura especulación. Llegué finalmente al centro, compré unos libros estupendos y el resto del día fue raro y feliz.
Franz Schubert. «Der Leiermann» (Winterreise, D.911)
No es el tipo de asuntos que se confiesan en público, pero una de las cosas que más me gustan en esta vida es acudir a los museos después de haberme fumado, si buenamente se puede, un porro ligero. El THC se presta maravillosamente a las experiencias visuales y confiere a lo ya conocido un bienvenido aire de novedad. A mí, además, me funciona como un estimulante cerebral, posibilitando imprevistas asociaciones de ideas. Así recorro los siglos por las galerías de viejos palacios con una sonrisa beatífica, sumergiéndome en los mundos abiertos tras cada marco, en un estado de ánimo a la vez analítico y exaltado, transformado en súbito y chapucero crítico de arte, elaborando peregrinas teorías que no resisten un análisis serio, pero que me entretienen como no os podéis imaginar.
Y siempre experimento algo así como un agradable calorcillo al llegar a las salas donde se exhibe la gran pintura holandesa. Uno viene agotado, saturado de las imágenes recurrentes de santos y vírgenes, de varones barbudos en túnica y sandalias, Cristos lacerados, arquitecturas celestiales, batallas, reyes y emperadores. Ocasionalmente la exhibición de un paganismo demasiado cerebral. De repente, te encuentras con unos tipos que empiezan a celebrarse a sí mismos, que encuentran digna de representación su vida privada. Y no sólo burgueses pimpantes, mercaderes o munícipes, en esos lienzos aparecen también alegres matronas, orgullosos panaderos, soldados fanfarrones que nos miran a los ojos y nos plantan cara. Los vemos emborracharse, reír y bailar en ruidosas francachelas, tocar instrumentos musicales, comer, rezar, echarse una siesta, galantear, jugar a las cartas, leer, escribir, contar monedas, manejar telescopios y sextantes, vemos los alimentos que les sacian, los humildes objetos del cada día, sus animales domésticos, hasta su propia orina recogida en frascos de vidrio y analizada por galenos.
A veces la obra no rebasa la categoría de lo pintoresco, otras veces se produce, como en una epifanía, la suspensión del tiempo en los sencillos rituales de lo doméstico, el descubrimiento de lo que –a falta de otra expresión mejor- llamaría la santidad de lo real.
Y pienso, más allá de la pintura, en un arte posible, bueno y rebosante como una fruta madura, luminoso y cordial, ferozmente humano, que no juzgue, que hable de cómo fuimos, de esos modestos goces transitorios que forman nuestra vida tan breve, de esa sucesión de trivialidades que lo son todo para nosotros, que haga perdurar el aquí y ahora.
Sería injusto si negara las horas de placer, comunicación y conocimiento que debo a las redes sociales, pero no puedo negar que el espectáculo de nuestros procesos de pensamiento expuestos a lo vivo ha acrecentado con frecuencia mi tristeza y mi escepticismo respecto a nuestra condición humana. El desprecio constante por la verdad (o, sea lo que sea la verdad, al menos su búsqueda), el fanatismo de la peor especie, el doble rasero constante según las faltas las cometan los nuestros o los otros, la negación de cualquier atisbo de decencia, inteligencia o mera humanidad al enemigo ideológico, la difusión consciente de falsedades, la puerilidad más absoluta en personas a las que se les supone una formación, la incapacidad de ceder lo más mínimo en las propias convicciones, de admitir aunque sea alguno de los argumentos del adversario, la chulería intelectual y una ridícula hipersensibilidad ante la crítica, el verte a ti mismo caer en ello, la magufería más flagrante, el que se preste crédito a las más toscas supersticiones y a las más delirantes teorías de la conspiración, el abuso absurdo de las metáforas, el uso impropio, banal, de las palabras designadas para nombrar el Mal, ese constante proyectar sobre el mundo tu propia infelicidad personal haciéndola pasar por la indignación de un alma bella… Semejante acumulación de extravíos ensombrece mis pensamientos cada mañana, pero se puede decir que ya estoy inmunizado y la aparición frecuente del ingenio, la dulzura, el asombro ante la belleza de lo real compensan los ataques de misantropía.
Sin embargo estos días he tocado fondo. Veo cómo hay gente –a veces personas que conozco, personas inteligentes y afables- que difunden y jalean la teoría de que en mayor o menor grado el brutal ataque terrorista contra la redacción de Charlie Hebdo fue un autoatentado, sin otra prueba que sus prejuicios, la ignorancia y un profundo, irracional odio al imperfecto sistema bajo cuya protección pueden escribir libremente las barbaridades que deseen desde su conexión a internet.
Un odio de tal calibre que es capaz de saltar por encima del más elemental sentido de la lógica, capaz de negar lo obvio, capaz de eximir al ejecutor de su culpa y desplazar ésta hacia la sociedad víctima de sus ataques. ¡Qué extrordinaria perversión de la razón! Cómo vamos a pensar que detrás del atentado esté una minoría de clérigos fanáticos cuyo lenguaje está cargado de llamamientos a una violencia de sentido ritual, cuya cosmovisión puramente agónica está basada en la lucha a sangre y fuego, deseosos de imponer un orden asfixiante, árido, irrespirable, que contradice cada uno de nuestros instintos; es mucho más sensato descubrir detrás de todo ello la mano ominosa de Barack Obama, ¿verdad? Pero es absurdo pedir explicaciones, al fin y al cabo el antiamericanismo es una religión. Es imposible combatir los sentimientos.
Uno cree que a la indudable sobrevaloración del movimiento dadá no es ajeno el mágico atractivo del seudónimo Tristán Tzara -lo de llamarse Hugo Ball tampoco estaba nada mal- y el soberbio nombre de su local favorito de maquinaciones y gamberradas, el Cabaret Voltaire. Si respectivamente se hubieran llamado Gerardo Hinojosa y Taberna Los Cuñaos, como hay dios que el dadaísmo no figura hoy en los planes de estudio.
El Cabaret Voltaire fue muy frecuentado durante la Primera Guerra Mundial por estudiantes, revolucionarios, turistas, estafadores internacionales, mucho espía y una asombrosa representación de miembros de la intelligentsia europea, por algún motivo u otro residentes en Zúrich; entre ellos un discreto señor ruso con exóticos rasgos de mongol. Aunque se dice que llegó a recitar algunos textos humorísticos de Chéjov en una performance que tuvo lugar el 5 de febrero de 1916, la noche de la inauguración, («a un señor bajito con muy buena pinta, al Sr. Dolgaleff (sic) lo aplaudieron incluso antes de subir al escenario») lo cierto es que era hombre de gustos conservadores en materia artística y solía limitarse a jugar al ajedrez en una esquina, sin inmiscuirse demasiado en la intensa vida del local.
Una mañana uno de los parroquianos del café se presentó muy agitado blandiendo un periódico que anunciaba que en Rusia se había liado parda, “mirad, mirad, sale en portada nuestro amigo el calvo…”. Tristán Tzara respondió que no le extrañaba nada porque el calvo siempre le ganaba al ajedrez. Un irlandés que malvivía de dar clases y que respondía al nombre de James Joyce se limitó a asentir porque tampoco era de mucho hablar. El calvo era Vladímir Ilich Uliánov. Lenin, para entendernos.
Este año nos reunimos un grupo muy pequeño para celebrar la Nochevieja. A las doce menos cuarto, mientras disponíamos las uvas del ritual, una amiga llamaba a su compañero, que había preferido pasar el año tranquilamente en el domicilio común, en otra ciudad. Le extrañó que no cogiera el teléfono. A las doce y cuarto lo que todos empezamos a temer se confirmó. El hombre con el que había compartido su vida en los últimos años, de cuyos planes y proyectos que empezaban a cuajar hablábamos durante la cena, había muerto de manera inesperada, fulminante. Se suele insistir en el carácter arbitrario, puramente convencional, de esa cesura entre un año y otro. En este caso el límite adquirió un grado de realidad insoportable, gozne sobre el que pasamos de la normalidad a la catástrofe, a lo irreversible.
Mientras en la pantalla de televisión se sucedían anuncios, humoristas sin gracia y cantantes sin talento, asistíamos con una sensación de irrealidad al hundimiento indescriptible de alguien que lo ha perdido todo (“dime que no es verdad”, rogaba a su interlocutor al otro lado del teléfono), ligeramente avergonzados de salir indemnes de esa noche, las copas de cava medio vacías. Abrazamos a nuestra amiga, la consolamos, la aconsejamos. Un vaso de whisky y un valium llegaron hasta donde las palabras y la buena voluntad no pueden llegar. La química es una bendición, la fórmula del diazepam es un logro humano no inferior a la música de Mozart. Ella se quedó a dormir en la casa de nuestros anfitriones y ojalá el sueño le fuera misericordioso. Yo me marché con un amigo a la calle, queríamos beber. Los locales estaban abarrotados, la música alta, había mujeres muy guapas y temperaturas de invernadero. Pero en realidad no estábamos allí y creo que se nos notaba, cada uno de los dos pensaba en su propia muerte y en la del otro, pero no nos lo decíamos. Nos despedimos con un abrazo en una madrugada helada. Al llegar a mi casa mi ropa colgaba todavía del tendedero agitada por el viento desde el año pasado. Si esa noche me hubiera tocado a mí, esas mangas flotando en el aire hubieran adquirido un incómodo carácter metafórico.
He pensado mucho sobre esa noche. No es malo pensar en la muerte, ayuda a poner las cosas en perspectiva. Uno decide entonces no malgastar un solo minuto del tiempo que le haya sido fijado. Se propone ingenuamente abandonar hábitos malsanos, pero sobre todo se propone reír más, acariciar más, besar más, no seguir postergando nada. Uno desea dejar hechos sus deberes, desea cumplir. He vuelto a tener presente que camina a mi lado y lo hace desde el día en que nací. No tengo ninguna prisa por que me muestre su rostro, pero no quiero tenerle miedo. La acepto tanto como la desprecio. Vieja puta, alimaña sin ojos, ceniza sin voz.