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Por mis pecados me habré mudado unas doce veces a lo largo de la vida. Experiencia siempre agotadora, pero que nos enseña mucho acerca de la transitoriedad de las cosas.
Mudanza es una bella, antigua palabra que evoca por igual el cambio y la inconstancia. Uno recuerda aquellas primeras mudanzas, cuando apenas se posee nada. Sufridos amigos que echan una mano, cuerpos aún jóvenes capaces de subir bultos pesadísimos por las escaleras angostas de pisos baratos y cañas en los bares del nuevo barrio -un mundo por descubrir- para celebrarlo. Pasan los años y, cada cual según su inclinación, acumulamos objetos. Algunos, que no hemos sabido desprendernos de lo accesorio, arrastramos con nosotros, como un remordimiento o un viejo cansancio, cantidades imprudentes de libros, discos y enseres. Recurrimos entonces a los servicios de profesionales, gente de gran dureza, con ese vigor de los héroes tunantes de las mitologías. Ante la energía y el robusto humor que despliegan uno se siente como un cervatillo cojo y medicado con diazepam.
Al principio de la cuenta atrás se compra cinta de embalar y vamos llenando cajas metódicamente, rotuladas y clasificadas con precisión. Un inventario de uno mismo, un intento vano de imponer una razón en lo que es de suyo indómito. No importa que con los años vayas adquiriendo cierta destreza, finalmente el tiempo apremia y acabas volcando a lo loco el contenido entero de cajones que ya de por sí eran basureros del azar, multiplicando culpablemente el desorden en el mundo, antes del momento en que la cuadrilla entra en tu casa y te los arranca literalmente de las manos. Nunca terminas del todo, acabas dejando siempre un rastro inútil de chatarra y papeles, restos muertos de nuestro paso por el tiempo. Luego esa zozobra de ver tus muebles desplegados en la acera, tu propia vida abierta en canal, expuesta a la luz pública, profanada.
En el nuevo domicilio hay que recomponer las piezas, adaptar lo que uno era a otros espacios, imaginando posibles futuros entre otras paredes durante semanas con algo de naufragio. Hay un nuevo decorado por construir, mientras se intenta rescatar lo imprescindible de entre las torres de paquetes donde se vive una vida ascética, limitada, esencial.
Casas donde hemos vivido. A veces vuelves a pasar por esa calle y levantas la vista y ves las ventanas encendidas, donde otros como tú viven vidas que podrían haber sido la tuya.
Y está ese momento emocionante en el que damos un último repaso a la casa vacía antes de entregar las llaves. Despojadas de lo que les dio sentido, ligeramente insignificantes, se suceden las habitaciones donde vivimos. Las recorremos sabiendo que jamás volveremos y que cuanto ocurrió en cada una de ellas no se repetirá. Quieres pensar que entre el polvo que bulle suspendido en la luz, como un acorde transparente incapaz de apagarse, permanecerá algo de la alegría que allí te fue dada.
Cristobal Toral. «La mudanza» (2000)