Abrimos los ojos en un lugar del mundo que no hemos elegido. Los primeros años del hombre transcurrían junto a la curva de un río, frente a una cadena de montañas, bañados en el sonido de una lengua familiar, reconociendo el paso de las estaciones en los cambios de un paisaje saturado de afectos. La necesidad, el peligro o la búsqueda de fortuna lo llevaban a alejarse de su limitado mundo. Si sobrevivía a las aventuras que le saldrían al paso, alguna vez emprendía el regreso y debía conocer el camino de vuelta. Las abejas saben volver a sus colmenas desde grandes distancias, los pájaros atraviesan mares y continentes. El hombre hubo de aprender. Los accidentes del terreno marcaban los hitos de la travesía, la posición de las estrellas señalaba el rumbo ―en 1968 el astronauta Lovell utilizó un sextante para pilotar el Apolo 8 cuando perdieron provisionalmente el contacto con la Tierra― y así fue tejiendo a lo largo de la superficie del planeta una red de caminos que ampliaba las posibilidades de la experiencia.
Los niños se pierden con facilidad, todavía los periódicos nos devuelven la alegría antigua de alguna cría humana extraviada en los montes y encontrada por cuadrillas nocturnas e insomnes. Todos hemos conocido la angustia de sentirse perdido, desesperación que nos visita de nuevo en sueños, donde damos vueltas por calles que se vuelven irreconocibles. Incluso los más avezados viajeros se desorientaban en las vastas monotonías del mar, los desiertos o los hielos, en la oscuridad palpitante de bosques y selvas, en los arrabales de ciudades desconocidas. El laberinto, poderosa construcción mítica, representa elegantemente esas perplejidades y terrores. Si la literatura occidental arranca con la aventura de un hombre que tardará años en encontrar el camino de vuelta a su hogar, la tradición judaica se articula en torno a la idea del éxodo, de un pueblo que deambula por el desierto, conducido por una figura legendaria. El caminante perdido es también metáfora de un estado del alma, las grandes construcciones doctrinales pretenden ser una guía de perplejos, un mapa de orientación en el caos esencial del mundo.
Es tan fácil perderse. A veces volvemos a ser ese niño asustado que de repente no reconoce cuanto le rodea. Aquello en lo que creíamos, aquello a lo que fiábamos esperanza o consuelo ya no nos sirve. Sin nada a lo que se puedan aferrar nuestras manos desnudas, las turbulencias de una realidad desencantada, privada de sentido, nos agitan como a una hoja muerta. En el soberbio final de No es país para viejos, de Cormac McCarthy, el protagonista sueña con la figura silenciosa del padre, que le adelanta en plena noche cabalgando por un desfiladero: «Llevaba una manta sobre los hombros y la cabeza gacha y al adelantarme yo veía que llevaba fuego en un cuerno tal y como solía hacer entonces la gente y yo podía ver el cuerno por la luz que había dentro. De un color como de luna. Y en el sueño yo sabía que él tomaba la delantera para preparar una gran fogata en alguna parte de aquella oscuridad y aquél frío y yo sabía que cuando llegara él estaría allí esperando».
En mis sueños mis padres aparecen débiles y desorientados, privados de poder alguno, uno siente que la corriente de las horas le arrastra y espera en vano el parpadeo distante de un faro o el bullicio de las aves, señalando la cercanía de tierra firme. Ser adulto era también esto.
