La muy analógica orla universitaria constituye un pintoresco anacronismo en la época de Instagram o Snapchat. Decimonónica y pomposa, abundante en volutas, todo en ella tiene algo de decorado teatral, empezando por las fraudulentas mucetas de atrezo. Hemos visto muchas a lo largo de una vida; desde la nuestra, en la que un desconocido que se nos parece nos mira desde un pasado deprimente, hasta las que adornaban consultas de médicos y abogados.
Siempre me llamó la atención el aspecto que los estudiantes tenían en las antiguas orlas del desarrollismo, costaba imaginar que aquellas caras avejentadas correspondieran a jóvenes de apenas veinte años. Un aire decididamente casto, sénior, patriarcal. Los hombres se parecían invariablemente a Arias Navarro y las mujeres a Paloma Gómez Borrero. En especial siempre me llamaron la atención las orejas, poderosas orejas de soplillo cuya rica irrigación debía refrigerar no poco los duros veranos sin aire acondicionado, orejas hechas para escuchar largos discursos, acaso extendidas desde la infancia por tirones pedagógicos. Se diría que una enérgica batida podría hacer levitar al español medio en momentos de exaltación patriótica. Para mí esas orejas eran el franquismo, ya no hay orejas así.
Personas que no lo vivieron y, lo que es peor, personas que sí lo vivieron insisten en que vivimos en una especie de prolongación de aquel régimen que, como pocos, ha combinado lo malvado y lo ridículo. Y no es que el paisaje presente sea seductor. Existen grandes corrupciones y venalidades, reaparecen las viejas formas del miedo y se extiende la convicción de que conviene castigar muchísimo. Al tradicional halcón conservador, partidario de soluciones viriles y mano dura, le han salido por la izquierda curiosos compañeros de viaje prohibicionistas. Pero yo no veo las orejas.
La comparación del presente con el franquismo no deja de ser una hipérbole superficial y una pataleta, pero hablando en serio ¿podemos estar seguros de que no es posible un retorno del fervor totalitario?
A priori parece que no. Cuando se cae en lamentaciones del tipo ¿en qué mundo vivimos?, ¿cómo estamos educando a nuestros hijos?, evocando tiempos más humanos en los que reinaba la sencillez y la bonhomía, se tiende a olvidar que jóvenes educados en viejos valores, sentimentales, noblotes, idealistas, se evisceraron por millones en los campos de batalla de Europa a lo largo de un siglo espeluznante.
La melancolía de derechas deplora nuestro hedonismo, nuestra incapacidad para el sacrificio. La épica no es ya nuestro género, la música militar ya no nos hace latir el corazón. La melancolía de izquierdas nos escupe a la cara la vieja acusación sesentayochista: la apacible burguesía es aburrida, espiritualmente estéril, entregada a los goces del consumo, ignora la belleza convulsa y el riesgo. No creo que de las sociedades de este milenio pueda surgir nada parecido al fascismo, movimiento de malos estetas insomnes.
¿O quizá sí? Apagado el recuerdo de las feroces dictaduras del siglo pasado, nuevas generaciones han desarrollado una intolerancia patológica a la frustración de tener que vérselas con opiniones discrepantes (ese ridículo, sobreprotector concepto del safety room en los campus americanos). En la cultura popular se emplean tecnologías deslumbrantes y presupuestos fabulosos para narrar con mala caligrafía las hazañas de superhéroes, seres dotados de poderes ilimitados. La misma magia, la suspensión de las leyes de lo real por la fuerza del sentimiento está en el corazón de grandes sagas épicas y éxitos editoriales para niños y adolescentes. Creer que el mero deseo puede modificar inmediatamente la historia forma parte del zeitgeist y eso me inquieta un poco.
Porque los desastres no son inevitables pero a veces son imprevisibles. Pueden ocurrir inesperadas perturbaciones, anomalías, fruto del azar o manifestaciones de procesos que se llevan fraguando durante años sin ser percibidos sino por unos pocos aguafiestas. La civilizadísima Cataluña ha elegido a un residuo inexplicable de lo peor del siglo XIX como presidente. La hipertecnificación va a traer una progresiva depauperación del mercado laboral. Estamos aprendiendo a convivir con crueles estallidos de violencia aleatoria. Inseguridad, volatilidad de lo que creíamos permanente. Miedo, humanísimo miedo. En casos como estos es cuando en la historia se producen reacciones en cadena, búsqueda de refugio en ideologías salvíficas, funestos movimientos de acción y respuesta. Quizás no debamos dar por sentado el triunfo de lo justo y lo razonable.
Así que usemos nuestras pequeñas, delicadas, no franquistas orejas de humanos tardíos, sepamos reconocer el sonido inconfundible de la mentira, la mentira que apela a los sentimientos, a los más bajos y también a los más nobles. No toleremos la injusticia, pero huyamos de la rabia y el rencor, no idealicemos lo fallido ni culpemos al pasado de nuestras aflicciones presentes. No prestemos oídos a las voces farsantes de salvadores del mundo y vendedores de amaneceres, porque ellos nos abrirán la puerta de las pesadillas.
