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Desesperación y Risa

~ el blog de Salvador Perpiñá

Desesperación y Risa

Archivos mensuales: julio 2016

La caída del salvaje Oeste

27 miércoles Jul 2016

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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Etiquetas

amantes, desierto, Oeste, Tabernas

«I wanna live
with a cinnamon girl
I could be happy
the rest of my life
With a cinnamon girl.

A dreamer of pictures
I run in the night
You see us together,
chasing the moonlight,
My cinnamon girl»

 Neil Young

 En el desierto de Tabernas, allá por los sesenta, empezaron a rodarse westerns italianos o españoles de escaso presupuesto, forzosamente revisionistas, destinados a un público popular sin pretensiones. Frente al casto y enjabonado ethos de los clásicos del género aportaron brutalidad, vileza, sudor y mugre e influyeron no poco en la posterior mirada del mismo Hollywood.

Todo aquello pasó. Hubo, sí, un breve epílogo bufo en forma de comedias de mamporros, pero se acabó por dejar de producir allí, coincidiendo con la misma extinción del western como gran género. Los viejos decorados fueron reconvertidos en parques temáticos donde en la actualidad niños criados en otros imaginarios asisten al despliegue de una mitología que no forma parte de sus sueños. Hace un año y por motivos de trabajo estuve visitando esas instalaciones.

La primera impresión resulta decepcionante. Sucesivos repintados para paliar el abandono acentúan el artificio. Pero, aunque chillón e imperfecto, no deja de ser un espacio simbólico y al rato empieza a hacer su efecto. Uno deambula en un estado de ensoñación –al que la reverberación blanca del sol no es ajena- por La Ciudad Platónica del Oeste, donde cada rincón, cada perspectiva, cada establecimiento están saturados de un catálogo fantasmal de tipos humanos y rituales de violencia. Historias de heroísmo, codicia, orgullos desaforados, conmovedora decencia, caídas, cobardías y redenciones.

Él estaba rodeado de niños que querían ver un caballo de cerca. Mientras acariciaba su montura intentaba despertar el interés de su auditorio. Acababa de participar en uno de esos espectáculos circenses donde cada día se escenifican persecuciones a caballo, duelos, tiroteos, saltos incruentos desde ventanas. Estaba todavía cansado y cubierto de polvo, la melena rizada sobre los hombros de un gabán que caía hasta las espuelas, pañuelo al cuello, sombrero y dos pistolas al cinto. Se sentía cómodo dentro de sus ropas, esa alegría de cuando eres niño y llevas un disfraz chulo, ese goce que tan bien conocen los actores. Se dirigió a nosotros cordial y saludador. No era la untuosa solicitud del pícaro, había en su bonhomía un deje de gratitud tranquila que he visto a veces en hombres que han estado muy perdidos. Al despedirse se ofreció a ayudarnos en lo que hiciera falta. “Yo lo controlo todo aquí”, nos guiñó mientras mostraba su placa de sheriff.

En el porche a la entrada del saloon, unas chicas del pueblo, vestidas de bailarinas, se echaban un cigarrito al sol, comentando los sucesos del pasado fin de semana. En el interior, híbrido entre lugar de perdición y merendero, daba comienzo un pequeño show ante un reducido grupo de chavales. Acompañada por un risueño guitarrista con chaleco y bombín, ella cantaba al banjo viejas canciones del oeste antes de que los especialistas comenzaran a partirse la crisma en una coreográfica pelea de bar. Ataviada con un corpiño y sin que faltara el detalle procaz de un lunar postizo, encarnaba a la mujer pecadora pero con un corazón de oro que en el western tradicional ha de morir para que el protagonista comparta el resto de su vida un lecho sobrio con la maestra del pueblo. La mezcla de una lograda picardía propia del personaje y un inocente encanto dirigido a una audiencia infantil resultaba como mínimo desconcertante. El interés de los niños era moderado, la mayoría esperaba en realidad que llegara el momento de las hostias, los listillos se daban codazos mientras le miraban el escote. Esto lo hacía dos veces al día.

Los volví a ver en el parking, todavía caliente al atardecer. Salían del escenario en el que transcurrían sus días e ingresaban de nuevo en el mundo real, con esa noble, fatigada ligereza de quienes han terminado la jornada. Ella iba cogida de su brazo, el pelo rubio de guiri ahora suelto, menuda pero de huesos fuertes, un vestido estampado con flores flotando sobre sus miembros de un color tostado y unas escuetas sandalias. Una pulsera ceñía uno de sus tobillos.

Él se había despojado de los atributos de su poder, sin el gabán parecía mucho menos corpulento, vulnerable, feliz. Nos despidió de lejos con un gesto. Caminaron contándose algo que los hacía reír hasta una furgoneta con polvo y años encima. En su interior se adivinaba la sillita de un niño. Ella se puso al volante y se lío un cigarro antes de arrancar. Nuestros vehículos salieron juntos de allí. Al rato nuestros caminos se separaron y vi cómo su furgoneta se perdía por la carretera que serpenteaba entre el desierto y un cielo inmenso, desnudo, que pronto se cubriría de estrellas.

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Qué malafollá

06 miércoles Jul 2016

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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Granada, malafollá, moralidades

Aviso desde el principio que esta entrada es de un interés puramente local. Aclararé al curioso lector que “malafollá” es la palabra que, aquí en Granada, se utiliza para definir cierta forma de grosería y desabrimiento característica del lugar. Los amantes de las quintaesencias del terruño la consideran algo regocijante, excelente, versión trascendental del wit o del esprit, gracia definitiva del espíritu que ha descendido como un don sobre nuestras frentes meridionales. No hay granadino de pro que no haya incurrido alguna vez en laboriosas, desgastadas, cansadísimas exégesis. Yo mismo no puedo sustraerme a hacerlo aunque, como ya habréis adivinado, no comparto ese entusiasmo generalizado.

No la encuentro divertida, al contrario, me parece una desgracia de la que algún día espero que nos libremos. La arrogante complacencia en un fracaso, una sed de parálisis, un agujero negro que absorbe las energías y los sueños de una sociedad.

El hecho de que en ocasiones se practique con ingenio no quita para que se trate de un hábito despreciable, mezcla de soberbia, aridez del alma, ignorancia, mala fe y sentimiento de clase. La malafollá es algo que siempre se ejerce desde el sentido de pertenencia a un grupo. Mediante ella se marcan distancias, se pone en su sitio al recién llegado, se alecciona al extraño en un catecismo de nihilismo tosco. Se trata de matar toda señal de entusiasmo antes de que nazca, se trata de recordar siempre que (en palabras de Lorca, el no malafollá por excelencia y una de sus víctimas más célebres) «la vida no es noble, ni buena, ni sagrada». ¿Dónde vas, imbécil?, ¿de qué te ríes, de qué te alegras?, ese es el bordoneo miserable que resuena siempre detrás, ¡qué bien la conozco desde la infancia!, ronca liturgia de la mediocridad, misa negra de la impotencia.

Vicio de mala gente, incapacidad para la ternura y la alegría compartida, para la generosidad y la caricia, esclerosis del corazón aprendida tras siglos de madres duras y padres distantes y tristes, achaque moral de viejos prematuros que sólo halla consuelo en la derrota colectiva. Desalmado matonismo de clase media, siempre ejercido contra el débil, el tímido, el ingenuo. Nada bueno cabe esperar de quienes humillan y ridiculizan al ingenuo.

Sí, la malafollá, esa sal.

Los_Chinchillas

Francisco de Goya. «Los Chinchillas»

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