«I wanna live
with a cinnamon girl
I could be happy
the rest of my life
With a cinnamon girl.
A dreamer of pictures
I run in the night
You see us together,
chasing the moonlight,
My cinnamon girl»
Neil Young
En el desierto de Tabernas, allá por los sesenta, empezaron a rodarse westerns italianos o españoles de escaso presupuesto, forzosamente revisionistas, destinados a un público popular sin pretensiones. Frente al casto y enjabonado ethos de los clásicos del género aportaron brutalidad, vileza, sudor y mugre e influyeron no poco en la posterior mirada del mismo Hollywood.
Todo aquello pasó. Hubo, sí, un breve epílogo bufo en forma de comedias de mamporros, pero se acabó por dejar de producir allí, coincidiendo con la misma extinción del western como gran género. Los viejos decorados fueron reconvertidos en parques temáticos donde en la actualidad niños criados en otros imaginarios asisten al despliegue de una mitología que no forma parte de sus sueños. Hace un año y por motivos de trabajo estuve visitando esas instalaciones.
La primera impresión resulta decepcionante. Sucesivos repintados para paliar el abandono acentúan el artificio. Pero, aunque chillón e imperfecto, no deja de ser un espacio simbólico y al rato empieza a hacer su efecto. Uno deambula en un estado de ensoñación –al que la reverberación blanca del sol no es ajena- por La Ciudad Platónica del Oeste, donde cada rincón, cada perspectiva, cada establecimiento están saturados de un catálogo fantasmal de tipos humanos y rituales de violencia. Historias de heroísmo, codicia, orgullos desaforados, conmovedora decencia, caídas, cobardías y redenciones.
Él estaba rodeado de niños que querían ver un caballo de cerca. Mientras acariciaba su montura intentaba despertar el interés de su auditorio. Acababa de participar en uno de esos espectáculos circenses donde cada día se escenifican persecuciones a caballo, duelos, tiroteos, saltos incruentos desde ventanas. Estaba todavía cansado y cubierto de polvo, la melena rizada sobre los hombros de un gabán que caía hasta las espuelas, pañuelo al cuello, sombrero y dos pistolas al cinto. Se sentía cómodo dentro de sus ropas, esa alegría de cuando eres niño y llevas un disfraz chulo, ese goce que tan bien conocen los actores. Se dirigió a nosotros cordial y saludador. No era la untuosa solicitud del pícaro, había en su bonhomía un deje de gratitud tranquila que he visto a veces en hombres que han estado muy perdidos. Al despedirse se ofreció a ayudarnos en lo que hiciera falta. “Yo lo controlo todo aquí”, nos guiñó mientras mostraba su placa de sheriff.
En el porche a la entrada del saloon, unas chicas del pueblo, vestidas de bailarinas, se echaban un cigarrito al sol, comentando los sucesos del pasado fin de semana. En el interior, híbrido entre lugar de perdición y merendero, daba comienzo un pequeño show ante un reducido grupo de chavales. Acompañada por un risueño guitarrista con chaleco y bombín, ella cantaba al banjo viejas canciones del oeste antes de que los especialistas comenzaran a partirse la crisma en una coreográfica pelea de bar. Ataviada con un corpiño y sin que faltara el detalle procaz de un lunar postizo, encarnaba a la mujer pecadora pero con un corazón de oro que en el western tradicional ha de morir para que el protagonista comparta el resto de su vida un lecho sobrio con la maestra del pueblo. La mezcla de una lograda picardía propia del personaje y un inocente encanto dirigido a una audiencia infantil resultaba como mínimo desconcertante. El interés de los niños era moderado, la mayoría esperaba en realidad que llegara el momento de las hostias, los listillos se daban codazos mientras le miraban el escote. Esto lo hacía dos veces al día.
Los volví a ver en el parking, todavía caliente al atardecer. Salían del escenario en el que transcurrían sus días e ingresaban de nuevo en el mundo real, con esa noble, fatigada ligereza de quienes han terminado la jornada. Ella iba cogida de su brazo, el pelo rubio de guiri ahora suelto, menuda pero de huesos fuertes, un vestido estampado con flores flotando sobre sus miembros de un color tostado y unas escuetas sandalias. Una pulsera ceñía uno de sus tobillos.
Él se había despojado de los atributos de su poder, sin el gabán parecía mucho menos corpulento, vulnerable, feliz. Nos despidió de lejos con un gesto. Caminaron contándose algo que los hacía reír hasta una furgoneta con polvo y años encima. En su interior se adivinaba la sillita de un niño. Ella se puso al volante y se lío un cigarro antes de arrancar. Nuestros vehículos salieron juntos de allí. Al rato nuestros caminos se separaron y vi cómo su furgoneta se perdía por la carretera que serpenteaba entre el desierto y un cielo inmenso, desnudo, que pronto se cubriría de estrellas.