Con apenas veintitrés años y no teniendo cosa mejor que hacer, conseguí un poco de dinero y me fui a Inglaterra, entonces en la recta final del thatcherismo, a intentar hacerme con el idioma. Equipado con una ignorancia portentosa de las cosas del mundo y un gusto literario fundamentalmente snob, viví unos meses en Oxford, pero no debéis imaginarme dando de comer a las ardillas y recitando a Lucrecio en el decorado aristocratizante de Brideshead Revisited. Fregué platos, limpié oficinas, grandes almacenes y hasta la planta de pintura de una fábrica de coches, siniestra catedral estajanovista surcada por ríos subterráneos de productos tóxicos cuyo olor corrosivo todavía no he olvidado.
Me alojaba en un barrio llamado Blackbird Leys que, pese a su nombre tan evocador, era una extensión de casas prefabricadas directamente sacada de las películas de Ken Loach y que en los primeros noventa se volvió especialmente conflictivo. Hice el viaje en compañía de mi amigo Antonio, pequeño, desmesurado, irreverente y bufonesco, mimado por el azar y las mujeres. Encarnaba hasta tal punto el arquetipo del donjuanismo latino que a su lado todos parecíamos un finlandés experto en lenguas muertas.
Ocupábamos una habitación en la casa de una pareja. La casa era decente pero de una fragilidad extrema. Como en los cuentos uno podría derribar de un soplido aquellos tabiques que parecían de cartón. Chris trabajaba de enterrador y June, no sin cierta coherencia, en una floristería. Tenían un crío de unos dos años que se lo pasaba en grande con nosotros e inmediatamente fue bautizado por Antonio como “cabeza buque”. Por dios, qué cabeza tenía aquel niño. Ella era sarcástica y desabrida, él un atolondrado rubio que casi la doblaba en estatura. Recuerdo el sonido de sus pasos afelpados sobre la moqueta de las escaleras mientras canturreaba el “Kiss” de Prince, ubicuo aquel año:
«You don’t have to be rich to be my girl,
you don’t have to be cool, to rule my world…»
Chris era un tipo afable y aficionado a darnos consejos. La verdad es que todo el mundo nos daba consejos, aún no sé si era debido a nuestra juventud o a peculiaridades culturales. Aquí en el sur el consejo no solicitado es algo terriblemente mal visto. A la luz de una lámpara sobre la mesa de la cocina, ante un vaso de agua –nunca cerveza- y un plato de carne sumergida en gravy, esa viscosa desolación marrón, hablaba muy despacio, gesticulando para que le entendiéramos. Tras la ventana de esa cocina siempre llovía sobre el verde de los descampados y las casas idénticas. Usaba un tono grave que entonces me parecía ridículamente impostado pero que ahora sé que provenía de una amarga consciencia del fracaso personal, de lo ya irremediable. Qué gracioso nos parecía que intentara vendernos la enésima versión de la fábula de la cigarra y la hormiga, tan irrefutable como cansina. Podéis imaginar a quién atribuía el papel de cigarra y a quién el de hormiga. Miraba a mi amigo Antonio y le prevenía contra una vida de crápula y “plenty señoritas” en contraposición a la hacendosa hormiga que, a base de esfuerzo y tenacidad, disfrutaría en su madurez de serenos goces y “plenty peseto” (sic).
La llegada de unos amigos cuarentones de Antonio aportó un toque de astracanada a aquellas jornadas. Empresarios nocturnos, con camisas de un salmón pálido y embalsamados en gomina, planeaban un improbable negocio de exportación de aguacates y recurrieron a él como intérprete. En cuanto se enteró, Chris se ofreció entusiasmado a presentarles a algunos conocidos que trabajaban en el mercado de abastos. Semejante troupe recorrió los pubs hablando con todo tipo de listillos. El mundo bulle a cada instante en esa agitación de los hombres persiguiendo el negocio, no tan diferente del ritual del apareamiento. La fantasía del dinero fácil o el alcohol provocaron un cambio en Chris que, al llegar la noche, decidió seguir con Antonio y conmigo. Entonces se sinceró y en un inglés apenas inteligible se declaró harto de su vida sin alicientes. Finalmente se despidió de nosotros para volver a casa.
Un par de horas después nos lo encontramos bailando desaforado en un after, donde intentó presentarnos a unas chicas. Ingratos, hicimos lo posible por perderle de vista y lo conseguimos. Pasamos buena parte de la velada en la barra, hablando con una camarera de feroz aspecto (cresta de mohicano y toda una ferretería colgando de sus orejas y fosas nasales) a la que tradujimos unas conmovedoras cartas de su novio español, que hacía la mili y en las frías noches de guardia se acordaba de ella.
Cuando muertos de risa regresamos a casa llovía. Esperábamos, como de costumbre, subir sigilosamente en la oscuridad la escalera hasta el dormitorio, pero la puerta de la calle estaba abierta y las luces encendidas. En el umbral, una pareja de amigos de la familia con expresión preocupada nos lanzó una mirada feroz. June, en el salón, hablaba por teléfono con alguien. «Desde hace ocho años» repitió un par de veces. Creo que nos hicimos un lío intentando explicar dónde habíamos visto a Chris por última vez. Cuando finalmente apareció, cariñoso pero hablando a voces y tambaleándose con sus casi dos metros, decidimos que había llegado el momento de retirarnos a nuestro cuarto. Aunque nunca se volvió a mencionar el asunto, a la semana siguiente nos cambiamos de casa.
Ahora, con las primeras lluvias del otoño, me he acordado de todos ellos. Mi amigo Antonio acabó autodestruyéndose en el sureste asiático en la búsqueda alucinada de un éxito fulgurante. De aquella familia no he vuelto a saber nada. No sé si Chris y June siguen juntos, ni siquiera si viven aún. “Cabeza buque” puede ser un delincuente o bien haber diseñado una válvula cardiaca que igual hasta me salva la vida dentro de unos años. Yo, que he sido una pésima hormiga, ni esforzada ni tenaz, estoy vivo y recuerdo y lo cuento.