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Desesperación y Risa

~ el blog de Salvador Perpiñá

Desesperación y Risa

Archivos mensuales: enero 2019

Exaltación y misterio del grifo

21 lunes Ene 2019

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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agua, grifos

Apenas siete años separan la invención del grifo de rosca por Thomas Gyll en 1800 de la publicación de la “Fenomenología del Espíritu” de Hegel. Un año después un triunfal acorde en Do Mayor cierra la Quinta Sinfonía de Beethoven. Tres hazañas del espíritu humano. Con el grifo transcendemos definitivamente nuestra condición animal. Mediante un mecanismo admirable cada mañana se nos brinda para nuestras abluciones el fluido milagroso que hace posible la vida; la más simple de las moléculas, que buscamos bajo las extensiones de Marte y que constituye el 60% de lo que somos.

El agua asciende en silenciosas columnas invisibles desde las cegadoras extensiones del mar y los deltas sofocantes, se condensa en las nubes, delicia del pintor y de los exiliados del mundo, desciende de nuevo en las grandes, lentas lluvias que emocionan a los hombres de letras. Una red de acueductos, pozos y depósitos, una vasta, secreta circulación sanguínea la lleva hasta nuestros cubículos donde los grifos cantan la música inaugural de la jornada, anuncio de los prodigios de la vigilia.

Mi padre vendía grifos. De pequeño he ojeado aquellos severos catálogos ―Buades, Ramón Soler, Tres, Jacob Delafon― donde aparecían sus elegantes, esbeltas superficies, que combinaban la esterilidad del laboratorio con las blancuras y simetrías del altar, presidiendo las enigmáticas oscuridades del desagüe, imagen cierta de la muerte.

El agua donde se cocinan nuestros alimentos, que lava las heridas y los tiernos cuerpos de las muchachas, el agua que ríe al recorrer la nuca, las rodillas y los dedos de los pies de aquella en la que piensas, que baña a los niños y a los cadáveres. Grifos en todas partes, imagen de lo humano, en hospitales y mataderos, dispensando el agua amarga de los hoteles, en cárceles, bares y cuarteles, en las casas de nuestras amantes ―y a veces me han emocionado las humildes, gastadas pastillas de jabón fragante junto a grifos que sabes que no volverás a abrir―, los grifos nunca olvidados de la infancia bajo los que las firmes manos de los adultos se enjuagaban los restos de espuma.

Todos los días el sol sale sobre la línea de horizonte y los grifos nos ofrecen el don del agua, de ahí lo perturbador del corte del suministro, cuando oímos un agónico gemido en las cañerías. Hay algo que va más allá de la mera incomodidad, es la aprensión intelectual que nos producen esos grifos de los decorados que nunca funcionan, es la inminencia de algo malo, primera señal de las guerras y las grandes catástrofes.

En el reino de los muertos, los grifos guardan silencio.

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Exégesis de “Yo también necesito amar”

12 sábado Ene 2019

Posted by Salvador Perpiñá in música

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Ana y Johnny, la Transición, sexo

Óyeme, ahora vamos a conversar,
yo sé que tú necesitas también amar.

Hay dos maneras de entender esta balada omnipresente en la radio de 1976, de abrumadora cursilería e intensas resonancias heavy. Interpretada en su sentido recto, como un alegato coyuntural a favor de la liberación sexual, este tema de Ana Sánchez y Juan Enrique Dapena (Ana & Johnny) siempre ha sido una obra maestra del humorismo involuntario. Si, por el contrario, la imaginamos como la transcripción fidedigna de un posible diálogo, en la habitación de un hotel en Lloret de Mar, entre un hippy espabilao de Calasparra yendo a por todas y una señorita de Valladolid, sentimental y de clase media, de dicción perfecta y con cierta tendencia a la sobreactuación, no tiene precio.

Y ahora estás aquí, mirándome sin hablar.
Y ahora estás aquí, entre mis brazos.

Ana y Johnny —vendida como «la pareja romántica del pop español»— tenían una relación en la vida real, como Nicole Kidman y Tom Cruise en Eyes Wide Shut, lo que añadía una dimensión morbosa a su performance. El sexo del que se hablaba en la canción era real. Nada de fingimiento. Fuera de los escenarios, Ana follaba con Johnny y Johnny follaba con Ana. Se querían, no había más que verlos. Y eso era bonito.

Lo petaron, hicieron giras por Sudamérica e Italia. Antes de cumplir los treinta años abandonan el espectáculo, sus giras y sus servidumbres. Johnny Dapena se dedica a producir al grupo Coz (para el que compone, sí, aquel «Más sexy»), la pareja tiene dos hijos y abre un negocio de importación de instrumentos musicales de países del Este, no les fue mal. Luego se separaron. Las vidas son así. Imagino el embarazo de sus hijos al escuchar en la adolescencia a sus padres cantando eso y a una Ana Sánchez, pasados los sesenta años, oyendo a su fogoso avatar por la megafonía de un Mercadona, mientras introduce en su carro de la compra doscientos cincuenta gramos de jamón york calidad extra.

Y yo también necesito amar.

Johnny. La masculinidad de los 70 se movía en torno a dos polos. La escuela élfica, encarnada por David Cassidy o Leif Garrett, era la hegemónica en las carpetas de las adolescentes. Sin embargo, las verdaderamente iniciadas apostaban por tupidos machos alfa y Burt Reynolds o Tom Jones colgaban de las paredes de sus dormitorios. Esta variedad da espléndidos ejemplares de varón en la España del momento, con figuras como Sancho Gracia, Máximo Valverde o Juan Luis Galiardo, que exhibían una rocosa virilidad de patilla y pelo en pecho. Mención especial merece la subespecie cantautoral, que se cubría con jerséis abrigados de lana, gustaba de decir «hembra» en sus canciones y cultivaba un erotismo barbudo y machadiano de desván y leña en el hogar.

Johnny reunía lo mejor de ambos mundos. De aspecto angélico, parece Michi Panero pero la sangre de un Patxi Andión corre por sus venas y luce un recio vozarrón con el punto justo de lo que podríamos llamar afonía italiana.

Ana. Tantas mujeres convergían en Ana: hermana mayor, camarada de la célula del partido, vocalista de grupo folk, vecina hippy dentro de un orden que estudia farmacia. Ana, moderna pero formal, ofrecía una alternativa a la señorita de abriguillo, bolso y pelo cardado o la racial coplera jacarandosa. Era como una María Schneider ibérica, de la estirpe de aquellas grandes diosas primordiales de los setenta —el prototipo de maciza de barrio inmortalizado por Óscar en sus tiras cómicas del profesor Cojonciano para El Jueves— de recios huesos, que fumaban Rex y gastaban vastos toisones selváticos, como gatos acostados.

Cualquier inspector de la Brigada Político-Social le hubiera pedido la documentación, pero había en ella algo que tranquilizaba a las madres de España. Ana no era una lagarta, igual te liaba un porro que te hacía una tortillica liada. Mucho follar, pero durante todo el playback lo suyo era un padecer, se mordía los labios y agachaba la cabeza pudorosamente, con un santamariagorettismo que hasta un obispo hubiera aprobado.

Es verdad, siento los golpes del corazón.
Estoy feliz, tiemblan mis manos por la emoción.

Porque, y no sé si se habrán ya percatado, de lo que habla esta canción es de la Primera Vez, de esa mitología de la pérdida de la virginidad (en aquella época todavía llamada desfloración) que arrancaba a los varones conservadores acentos de inefable poesía y rijosidad, plasmada en subproductos como «Experiencia prematrimonial» de Pedro Masó o más tardíamente «Lo mejor de tu vida» de Julio Iglesias.

Ella no va a lo loco y por eso un insistente Johnny, empalmado pero pedagógico, debe debilitar sus resistencias con un mansplaining de órdago, que constituye el cuerpo y el sentido de la canción. Pero el ansiado acoplamiento no ocurrirá sin contradicciones internas. De ahí el temblor de manos.

De tenerte así, estar oyendo tu voz.
Y ahora estoy aquí, entre tus brazos.

Mientras los intérpretes adoptan una actitud compungida el vozarrón de Johnny susurra sabe Dios qué verriondas ternezas al oído de Ana, en plan ven aquí tonta que no te voy a hacer nada, mientras ella esconde, púdica, su rostro en el pecho del galán. Casi resulta incómodo de ver.

Intermedio.

Hay una nueva declaración de intenciones y la pareja comenzaría a desvestirse a los acordes de un solo fetén de guitarra a lo Brian May, cortesía de Armando de Castro, futuro guitarrista de Barón Rojo.

Mírame, no sientas vergüenza ya.
Acuéstate, disfruta tu libertad.
Para descubrir, un cielo de realidad.
Para descubrir, que sigues viviendo.

Seguimos. Ya está todo el pescado vendido. Johnny, sobradísimo, perentorio, le da la orden de encamamiento y tiene un alto concepto sobre sus habilidades amatorias. «Disfruta tu libertad» nos puede parecer oportunista, pero conviene situarnos en el momento histórico. No es que antes de la Transición no se follara en España, pero un espasmo dionisiaco sacudió al país tras la desaparición de la figura anorgásmica del abuelo castrador. Los castos lomos de El libro de la vida sexual de López-Ibor son remplazados por El informe Hite, si no salías en bolas en Interviú no eras nadie, los burgueses se escandalizaban en las películas porque había ¡unas escenitas!, el español medio se tragaba cine tocho del Este porque podía entrever una teta o se agenciaba ediciones cutres de El Decamerón pensando que aquello iba a ser un no parar. Como decía la publicidad de un best seller del Círculo de Lectores: «este libro contiene descripciones gráficas de relaciones sexuales que ruborizarán al tímido y encolerizarán al intransigente».

No hay que reírse. Un país entero también necesitaba amar. Por eso, cuando Ana Sánchez berrea por fin, marcando bien las sílabas

Tómame, li-bé-ra-me del pudor
y muéstrame tu cielo confortador

entre una cascada de guitarras, con una voz capaz de romper vidrieras, la canción trasciende y se eleva a alturas incomparables. No es ya una señorita cursi declarando que quiere sentirse una perra, es España toda, con sus piedras venerables, sus mesetas y sus lonjas, sus silos y sus bancos de atunes, la que suplica follar a modo, es un secarral de Castilla recibiendo a gritos la lluvia, es la catedral de Burgos a cuatro patas, es Unamuno mirando para Cuenca, el Caballero de la mano en el pecho haciéndose una gayola. Grandeza, joder, grandeza.

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06 domingo Ene 2019

Posted by Salvador Perpiñá in Historias

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infancia, reyes magos, traumas

Tras unos meses malos, los padres están en el salón, disponiendo entre susurros los regalos de reyes. Son entonces asaltados por una alegría y una ternura alarmantes. Se miran a los ojos en ese silencio. Habían estado a punto de perderse, de perder esa dicha que ahora les colma. Sienten necesidad de besarse y acaban haciendo el amor sobre la alfombra, entre los juguetes a medio envolver. Su hijo se ha desvelado y los sorprende.

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Mis últimos reyes magos

06 domingo Ene 2019

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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infancia, padres, reyes magos

En la noche de reyes ―y no es la menor de sus bellezas― el amor toma la forma de una mentira, una tierna impostura. Los niños y los adultos necesitamos ser engañados para soportar la aspereza del mundo. Nuestros mismos sentidos mienten, no son ventanas, son filtros; percibimos solo la pequeña parte de la realidad que podemos soportar.

Para mí era una noche larga, agitada, no exenta de terrores. Al fin y al cabo unos desconocidos venidos de un Oriente tórrido, misterioso, con el poder de obrar prodigios, entraban por los balcones y deambulaban por la casa en la oscuridad. Pero finalmente abrías los ojos y era de día y entonces la alegría de los juguetes dispuestos sobre el sofá del salón, conservando como un rocío el brillo de su origen mágico. Nunca eran los que uno había pedido en aquella carta que tus manos depositaban en un buzón mientras unos brazos te alzaban. Siempre eran menos y un poco más modestos, pero qué poco importaba ante la certeza del milagro. Pienso en mis padres, con qué cariño dispondrían las inocentes evidencias ―las zapatillas y los platos con agua y arroz para los camellos, irrefutablemente vacíos al alba― volviendo por una noche a la infancia que habían perdido.

No recuerdo el momento en que dejamos de creernos la fábula legendaria. Sé que hubo un tiempo en que mi hermano y yo fingíamos no saber porque a ellos les hacía felices y a nosotros también. Vivimos un par de años fraudulentos porque lo necesitábamos, hasta que la farsa se hizo ya insostenible y así cuando por última vez nos encontramos con regalos en el sofá, de acuerdo con la vieja escenografía, mis padres se permitieron bromear con la idea de que había sido cosa de los reyes. Nos hicieron el homenaje de la ironía, la lengua de los adultos.

Por aquel entonces empezamos a descubrir a los Beatles. Mis padres lo sabían y nos regalaron el famoso doble azul, que les mostraba en la portada hechos unos melenudos y asomados al hueco de la escalera de la antigua sede de EMI, evocando la icónica fotografía de su primer LP. Mis padres, pobrecitos, no tenían demasiada idea, pero aquel disco recopilaba las canciones del periodo 1967-1970, el que menos habíamos explorado. Conocer el origen terrenal del regalo no nos hizo menos felices que el olor a madera de los viejos fuertes del Oeste y aquella mañana, deslumbrados, a veces desconcertados, escuchamos Strawberry Fields Forever y Penny Lane, Lucy in the sky with diamonds y A Day in the Life, expuestos por vez primera a las seducciones de la psicodelia. En aquellas primeras horas del día nos iniciamos en una sensibilidad nueva, algo excitante y prohibido. Empezábamos a abandonar la infancia. Sin que lo supieran, arrancaba un largo viaje, el mismo que ellos hicieron. Un viaje sin una estrella que nos guíe, que nos aleja de los padres hasta transformarlos en unos extraños para finalmente regresar a ellos cuando ni toda la magia de Oriente nos podrá devolver su voz y su figura que solo en sueños, como melancólicas sombras, nos es dado recuperar.

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