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Desesperación y Risa

~ el blog de Salvador Perpiñá

Desesperación y Risa

Archivos mensuales: febrero 2018

Naipes

24 sábado Feb 2018

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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azar, costumbres, naipes

Allá por los años 80, el cachondo de Luis Alberto de Cuenca tuvo la genial ocurrencia de deslizar una estimable pieza de su propia mano como un coliambo de Persio en una antología de la poesía latina que confeccionó para Alianza. Entre otros versos sospechosísimos («Soy el viento sin colegiar, la muerte de las aves. Atardecí. La magia de los números, el profético naipe o la tristeza de las viejas plegarias a los dioses») la mención a esos trocitos de cartulina, que introdujeron en Europa los cruzados, no solo grita ¡Borges! sino que viene estupendamente para empezar a hablar de ese escandaloso, bello anacronismo que es la baraja de naipes.

Su pervivencia a lo largo de los siglos se podría explicar por su versatilidad. Sistema de signos de amplísimas posibilidades combinatorias, la baraja es una lengua con una amplia literatura. Cientos de juegos y variedades locales, desde formas de gran refinamiento como el mus o el bridge hasta sencillas variedades domésticas como la brisca, el siete y medio o el hijoputa.

Pero sospecho que también tiene algo que ver su inmensa potencia simbólica.

Permanentemente asociadas a la figura del adivino. Su origen oriental, la capacidad de sugestión de sus figuras, su puesta en escena del azar lo hacían ideal para operaciones mánticas. En las ferias de los pueblos, en salones y cortes, dudosos personajes no carentes de talento han improvisado fábulas sobre su futuro a indolentes, desesperados y amantes. Todavía nosotros hemos conocido a esa amiga adolescente que te echaba las cartas, adoptando una tierna expresión de gravedad que uno ahora recuerda con una sonrisa.

El naipe también va asociado a grandes dramas. En puertos, caravanas, posadas, patios y guarniciones, generalmente de noche, se jugaban haciendas y destinos fiados a los favores de la fortuna y a la propia sangre fría durante los graves lances del juego. La hoja desnuda siempre dispuesta. Sótanos y casinos han ampliado el imaginario con edificantes historias sobre el albur y el infortunio. Incalculables cantidades de capital han circulado a lo largo del planeta, como una deep web.

También ha conocido la respetabilidad. La baraja llena eternidades de tedio burgués y lluvia tras la ventana. ¡Hasta los curas se entregaron a sus letárgicos encantos! A los niños, así tenían uso de razón, se les iniciaba en el conocimiento de sus reglas.

Todo eso viene empaquetado en ese aspecto sedoso, neto, en esa frescura irresistible de la baraja nueva, antes de que el hábito y el roce la desgasten. En la baraja francesa queda reducido a una serie de elegantes ideogramas a los que las aventuras de Alicia y su uso frecuente por los magos siguen dotando de una cualidad irracional, hipnótica.

Aquí vamos más a lo vivo. Las panoplias y alegorías de don Heraclio Fournier evocan los antiguos tarots. Severos monarcas, gallardos caballeros y jacarandosos pajes manejan con desenvoltura espadones, cálices, monedas como soles y unas mazas de espanto. Saturadas de una vetusta ideología carolingia han permanecido impermeables a Hobbes, a Rousseau y a Marx. No sé yo si a Freud.

Leo en la servicial Wikipedia que el negocio de fabricación de naipes se mantiene próspero. He lamentado en estas páginas el desuso de zambombas, monedas y carteros, por eso el que los dedos de nuestra especie sigan acariciando naipes, esa bomba de azar desafiantemente analógica, cuya simbología entendería un sumerio, me hace sentir una pequeña, reaccionaria, satisfacción.

BARRY

«Barry Lyndon» (Stanley Kubrick, 1975)

Confesiones de un pequeño ludópata

19 lunes Feb 2018

Posted by Salvador Perpiñá in Lugares

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infancia, pinball

Flipper, pinball, petaco, máquinas de las bolas. Yo conocí con vosotras la felicidad. Allá por los setenta no se concebía un bar sin ellas, hasta el más modesto cedía buena parte de sus estrechuras a aquellos mamotretos analógicos, amasijo de cables, bobinas y relés, cuya forma parecía fruto de la unión contra natura del piano de cola y el mueble bar.

Todo ráfagas de luz, colores chillones, brillos y tintineos, trepidaciones y estridencias. Simulacros de lujo para niños y pobres de espíritu, tenían un abigarramiento de retablo o de códice azteca. Parientes horteras, charros, de la Capilla Sixtina o de la exhibición de exvotos, su diseño, como el de la cartelería del XIX, funcionaba por acumulación, lejos de la fluida, exenta elegancia de lo digital. Sus resplandecientes superficies miniadas evocaban un imaginario juvenil, hedonista y vagamente cosmopolita. Chicas yeyés en la Costa Azul, surf, carreras de coches, boleras, camaradería y romance en estaciones de esquí. Le Man, Saint-Tropez, Chamonix, Black Jack, Grand Prix, nombres así.

Como los pájaros sobre los árboles, alrededor de ellas se arracimaban los niños. Unos jugaban y otros miraban y había un placer vicario, disminuido, en mirar el juego ajeno. Los machos alfa adolescentes espantaban las bandadas de críos para sus competiciones, pero sobre todo temíamos a aquellos adultos que pedían cambio en la barra y monopolizaban la maquina durante una eternidad, con un juego reconcentrado, preciso, el cubalibre apoyado en el cristal.

Yo a veces jugaba solo, me lo pasaba en grande, el tiempo se suspendía. Lo hacía incluso en bares horrendos y en billares.  Los billares, rotulados con el burocrático eufemismo de «Recreativos», eran en las fantasías de padres severos o timoratos lugares muy poco recomendables, cuyos sótanos oscurecidos por el humo del tabaco e inconcretos peligros, eran frecuentados por adolescentes, macarras y pederastas.  Entre mis ingenuos sueños estaba el poseer una de esas máquinas para jugar a mi antojo, anhelo pueril que solo cumplen en la edad adulta estrellas del AOR adictas a las drogas de farmacia o gentes como Donald Trump.

¿Qué es lo que nos encandilaba de tal manera? La postura del jugador evocaba la actitud del timonel. Los mandos obedecían dócilmente, se tenía una sensación ilusoria de dominio. No por otra cosa accionabas los mandos, haciendo batir las aletas aun antes de que llegara la bola.

Menudo drama se representaba. Una esfera metálica, mercurial, era lanzada mediante un resorte y atravesaba un largo pasillo, como el canal del parto, hasta ser arrojada a un escenario cegador. A partir de ese momento todo iba de retrasar la inevitable caída final. La bola hacía su entrada a lo grande, veloz, nerviosa, pujante. Se demoraba en la zona superior, un empíreo refulgente, abundante en laberintos, perplejidades y violencias. Rebotaba frenética, zarandeada de aquí para allá, hasta que tarde o temprano iba perdiendo el impulso y descendía rampa abajo hacia la zona de peligro, más despojada, donde solo algunos obstáculos podían de nuevo imprimir momento a la bola y todo dependía de la precisión de tus movimientos y tu sangre fría para rescatarla del abismo y lanzarla de nuevo al rompeolas del norte y allí aturdirla y hacerla perderse en agujeros y misteriosos recorridos subterráneos, de los que emergía de un salto triunfal.

El azar y la pericia podían prolongar el juego en el tiempo. Aplazamientos del destino como la bola extra o la partida eran anunciados con un latigazo seco, un sonido inmensamente gratificante, que te hacía segregar no menos serotonina que el like de las redes sociales.

No importa cuánto duraran tus momentos de gloria ni la magra reserva de monedas en tus bolsillos, fatalmente llegaba el momento en que la última bola,  descendía majestuosa y, mientras las aletas se agitaban impotentes en el aire, desaparecía en las fauces de un oscuro averno mecánico hasta que otras manos infantiles, con monedas sustraídas de modestos encargos domésticos, la harían renacer.

Game over. Las luces se apagaban. Los mandos ya no respondían. Uno recogía la cartera y el abrigo y volvía a casa arruinado, con una melancólica sensación de derrota no muy diferente de las inminentes primeras decepciones del amor. Ahora veo aquellos instantes como una excelente iniciación en los duros misterios de lo irreversible y de la pérdida que conforman la vida adulta.

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Todo por el arte

08 jueves Feb 2018

Posted by Salvador Perpiñá in Retratos

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escritura, personajes

Carente de imaginación, fue siempre incapaz de inventar una historia interesante. A cambio puede presumir de una mirada sutil, compasiva, poética. Como escritor sabe extraer oro de la realidad. Su vida, inventario de ridículos y decepciones, desfile de personajes fallidos y seductores, se le ofrece como un material de primer orden, pero un viejo escrúpulo, un pudor de tradición católica le impide recurrir a él. Le horroriza que amigos, conocidos y familiares se reconozcan bajo una luz poco favorecedora, mostrar a las claras sus manías, sus pequeños vicios, sus renuncias.

Había olvidado a aquel hombre, pero cuando se lo encuentra en una cola de la administración todos los recuerdos afloran.  Envejecido y sin afeitar, es la viva imagen del naufragio. Cuando lo conoció trabajaba como auxiliar judicial. Entre sus funciones la de comparecer en los lanzamientos que siguen a un desahucio. Aquella condición de colaboracionista iba corroyendo su vida. Testigo avergonzado de dramas inapelables, se sentía vil, fumaba mucho y bebía coñac. Una voz muy hermosa, timbrada, con cuerpo, le permitió alguna vez trabajar en la radio. Por entonces se sacaba un dinerillo extra grabando ocasionales locuciones para modestos trabajos en video. Se dicen que tienen que verse y se despide de él deseando no volver a encontrárselo. No es que desconozca la compasión, al contrario, una empatía extrema le hace padecer horriblemente ante esas vidas desarboladas.

Ya en casa se da cuenta de que tiene ante sí algo valioso. De manera natural le sale del tirón un cuento melancólico sobre un pecador arrepentido, un despreciable publicano con una voz bellísima. Por primera vez se admira a sí mismo. Sabe el valor de lo que acaba de concluir, pero también que si lo publica el hombre lo acabará leyendo, ¿qué pensará al reconocerse? Los intentos de cambiar su profesión o alguno de sus rasgos para camuflarlo le parecen una vana mojigatería. Lo quiere puro, tal y como es, sin mentiras, con la belleza amarga de lo verdadero. Quiere construir algo perdurable sobre las ruinas. No soporta imaginar cuánto daño puede hacerle, pero no puede dejar escondido en un archivo lo mejor que ha escrito hasta que su personaje, desapareciendo del mundo, alcance la paz, se libere y le libere a él mismo.

Puede que nadie comprenda su comportamiento, pero nadie podrá negarle un insobornable compromiso estético y moral. Tras mucho pensarlo queda con él en un lugar apartado y, en consecuencia, hace lo que tiene que hacer. Así empezó todo.

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Pajaricos

02 viernes Feb 2018

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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pájaros

Desde que tengo gatos raras veces se aventuran por mi patio y los echo de menos. Me gustaba ver cómo se guarecían de la lluvia bajo las gruesas hojas de un níspero o detenían su vuelo para demorarse en la terraza, curioseando sin saberse observados.

Delicia de los poetas, las antiguas, tiernas palabras con que los hemos nombrado atraviesan con un rumor de alas la historia de la literatura. El gorrión en las manos de Lesbia, la avecilla que alegraba las horas del prisionero y que un mal ballestero mató, el ruiseñor platónico de Keats, la buena golondrina muerta a los pies de la estatua ciega de un príncipe compasivo. Objeto de apasionado estudio por mentes sutiles, Saint-John Perse no desdeña la mirada del ornitólogo en su último poema, Olivier Messiaen compone para el piano un monumental e intimidante Catalogue d’oiseaux.

Su voz proclama el principio y el fin del día, el cese de las tormentas. Su presencia en el cielo y sus gritos anunciaban al navegante la proximidad de la tierra y de la salvación, sus migraciones escandían el paso de las estaciones, eran aliados de los hombres en los cuentos infantiles.

Frecuentan las fuentes, los árboles, los cables, los tejados y los campanarios, sobrevuelan ciudades, bosques y ruinas. Nuestra especie violenta y cruel los ha amado porque su reino son los espacios sin caminos del aire que nos han sido prohibidos, en esa insensata felicidad del vuelo que solo nos consentimos en sueños. Aullidos, rugidos, ladridos, relinchos, la mecánica inhumana del grillo; entre el clamor de lo inarticulado el canto del pájaro resplandece como una celebración, nos recuerda la palabra y en él quizá halló su origen la música.

Me gustan sobre todo los más pequeños, los pajaricos, su humilde, ligera tibieza de animal niño, una bola de plumas envolviendo un corazón nervioso. Qué bien nos caen cuando los muy tunantes, dando saltitos, les disputan las migajas a las torpes palomas neuróticas.

Leo que en Bristol han colocado púas en los árboles para evitar que pongan perdidos los coches. La imagen de esas ramas erizadas parece una siniestra obra conceptual, de una ferocidad apocalíptica, desalmada, aún más cruel que el espantapájaros de las pesadillas, porque nos sugiere la inquietante posibilidad de un mundo sin pájaros.

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