Etiquetas
Allá por los años 80, el cachondo de Luis Alberto de Cuenca tuvo la genial ocurrencia de deslizar una estimable pieza de su propia mano como un coliambo de Persio en una antología de la poesía latina que confeccionó para Alianza. Entre otros versos sospechosísimos («Soy el viento sin colegiar, la muerte de las aves. Atardecí. La magia de los números, el profético naipe o la tristeza de las viejas plegarias a los dioses») la mención a esos trocitos de cartulina, que introdujeron en Europa los cruzados, no solo grita ¡Borges! sino que viene estupendamente para empezar a hablar de ese escandaloso, bello anacronismo que es la baraja de naipes.
Su pervivencia a lo largo de los siglos se podría explicar por su versatilidad. Sistema de signos de amplísimas posibilidades combinatorias, la baraja es una lengua con una amplia literatura. Cientos de juegos y variedades locales, desde formas de gran refinamiento como el mus o el bridge hasta sencillas variedades domésticas como la brisca, el siete y medio o el hijoputa.
Pero sospecho que también tiene algo que ver su inmensa potencia simbólica.
Permanentemente asociadas a la figura del adivino. Su origen oriental, la capacidad de sugestión de sus figuras, su puesta en escena del azar lo hacían ideal para operaciones mánticas. En las ferias de los pueblos, en salones y cortes, dudosos personajes no carentes de talento han improvisado fábulas sobre su futuro a indolentes, desesperados y amantes. Todavía nosotros hemos conocido a esa amiga adolescente que te echaba las cartas, adoptando una tierna expresión de gravedad que uno ahora recuerda con una sonrisa.
El naipe también va asociado a grandes dramas. En puertos, caravanas, posadas, patios y guarniciones, generalmente de noche, se jugaban haciendas y destinos fiados a los favores de la fortuna y a la propia sangre fría durante los graves lances del juego. La hoja desnuda siempre dispuesta. Sótanos y casinos han ampliado el imaginario con edificantes historias sobre el albur y el infortunio. Incalculables cantidades de capital han circulado a lo largo del planeta, como una deep web.
También ha conocido la respetabilidad. La baraja llena eternidades de tedio burgués y lluvia tras la ventana. ¡Hasta los curas se entregaron a sus letárgicos encantos! A los niños, así tenían uso de razón, se les iniciaba en el conocimiento de sus reglas.
Todo eso viene empaquetado en ese aspecto sedoso, neto, en esa frescura irresistible de la baraja nueva, antes de que el hábito y el roce la desgasten. En la baraja francesa queda reducido a una serie de elegantes ideogramas a los que las aventuras de Alicia y su uso frecuente por los magos siguen dotando de una cualidad irracional, hipnótica.
Aquí vamos más a lo vivo. Las panoplias y alegorías de don Heraclio Fournier evocan los antiguos tarots. Severos monarcas, gallardos caballeros y jacarandosos pajes manejan con desenvoltura espadones, cálices, monedas como soles y unas mazas de espanto. Saturadas de una vetusta ideología carolingia han permanecido impermeables a Hobbes, a Rousseau y a Marx. No sé yo si a Freud.
Leo en la servicial Wikipedia que el negocio de fabricación de naipes se mantiene próspero. He lamentado en estas páginas el desuso de zambombas, monedas y carteros, por eso el que los dedos de nuestra especie sigan acariciando naipes, esa bomba de azar desafiantemente analógica, cuya simbología entendería un sumerio, me hace sentir una pequeña, reaccionaria, satisfacción.
«Barry Lyndon» (Stanley Kubrick, 1975)