El artista adolescente desprecia los finales felices. Ya no quiere que le sigan hablando como a un niño y los considera ridículos, fraudulentos. Las obras de juventud abundan en finales desinhibidamente trágicos. Nihilismo que no deja de sorprender teniendo en cuenta que el artista adolescente no tiene idea alguna de lo que le espera, de cuánto tendrá que luchar y cuánto tendrá que perder.
Como el lector ya sabe, la vida es esencialmente conflicto. Y va en serio. Una mala decisión tiene consecuencias incalculables, lo que nos causa placer nos puede matar a la larga, a veces perdemos lo que amamos o –aún peor- hacemos daño a quien amamos. Ante las abrumadoras cargas, responsabilidades y decepciones cada uno hace lo que puede. La mayoría planta cara, aguanta el tipo y sigue adelante, en un valeroso silencio. Algunos pataleamos y lo sobrellevamos torpemente, entre el agotamiento y la insensibilidad. Hay quien en un permanente enfrentamiento encuentra su fuerza y su alegría. Otros están tocados por una secreta vocación de desastre.
En el mundo hay procesos que crean sentido y orden y procesos de disgregación. El segundo principio de la termodinámica, el origen de toda tragedia, decreta quien vencerá en ese combate. Nada dura para siempre y la maldición de lo irreversible ejerce su señorío. A partir de cierta edad, tras asistir a los tremendos crepúsculos de los padres, nos vamos enterando.
Pero a veces hay victorias contra esa dura ley, por mucho que sean necesariamente provisionales. La curación es una de ellas, cambio de estado que supone una inversión del orden fatal de las cosas. El tiempo, el olvido o la química obran el prodigio. Un día la herida se cierra, los huesos se sueldan, órganos y miembros recuperan su función, el dolor desaparece, el recuerdo ya no es una aflicción.
Otras formas de esa felicidad son los nacimientos, el fin de una guerra, las buenas cosechas, la caída del tirano, los actos de justicia o de temerario sacrificio, la victoria de lo humano ante la hostilidad todopoderosa de lo real. El corazón en esos momentos recupera la frescura de los comienzos, la vida merece de nuevo ser vivida. A veces quiero pensar que en esos instantes luminosos está el mismo origen del canto, puede que el arte fuera en sus primeras manifestaciones una celebración, un acuerdo.
Vistos desde esa luz, los finales felices -los ejecutados de buena ley- no son o no sólo son una cobardía fruto del cálculo mercantil. También pueden entenderse como una exigencia moral, una voluntad de reparación ante la iniquidad, el azar adverso y la decadencia. Hace mucho que ya no me río de los finales felices.