Etiquetas
Los niños encerrados en la cueva de Tailandia han visto finalmente la luz del día. Los hombres, capaces de perseguir y aniquilar con saña a sus hermanos, también pueden desplegar una voluntad temeraria, insensata, para rescatar a unos niños, pueden arriesgar y perder su vida por salvar la de desconocidos. Ceñudos moralistas están difundiendo un mezquino tweet en que se nos reprocha -pobres incautos que aún no hemos despertado– que nos consintamos esa elemental emoción mientras nos resulta indiferente la muerte en las aguas del Mediterráneo de otros niños que huyen de la guerra y la miseria. Son los mismos que nos afeaban nuestra compasión por los muertos en los atentados de Barcelona, Niza o París. ¿Es que unas vidas valen más que las otras?, claman severos.
No es que estos virtuosos ciudadanos tengan una capacidad para la empatía ilimitada. No iría tan lejos como para sostener que en el fondo les importan un bledo ambas tragedias, pero sí que utilizan esos cadáveres -como utilizan incendios, catástrofes, asesinatos, violaciones o suicidios- como armas arrojadizas para proyectar su descontento, su disgusto o su rabia contra el gobierno de turno, el imperio, Occidente o el sistema. La pesadilla tailandesa forzosamente les tiene que resultar incómoda, es fruto de una combinación de azar, fenómenos naturales e irresponsabilidad, ¡no se puede culpar a los sospechosos habituales! Yo no veo ahí virtud, veo odio, esa suciedad.
«Pregúntate quién está programando tus emociones», sostiene el tweet, como si desde un despacho alguien hubiera dado órdenes a todos los medios para magnificar ese caso y así olvidar los otros. Hay quien ve al ser humano como una material fácilmente manipulable. Suelen pensar que cambios en el lenguaje pueden modificar las conciencias (cuando el proceso es exactamente el inverso). Creyentes en la viabilidad de vastos proyectos de ingeniería social, no es de extrañar su convicción de que nuestros sentimientos son planificados.
Cómo hablarles de que si la historia de los niños perdidos en la cueva ha capturado la imaginación de millones de personas es por su inmensa potencia simbólica. Como en los más arcaicos mitos alguien ha sido arrastrado al inframundo, al reino de los muertos, al lugar sin luz del que nunca se regresa. Un héroe resuelto desciende hasta allí y, desafiando la ley implacable del mundo, devuelve al desventurado al sol y a las estrellas tras pasar grandes peligros por una vía áspera y estrecha como el canal del parto. Me temo -y con cuánto dolor digo esto- que una parte importante de la izquierda hace gala de un desconocimiento abrumador de nuestra naturaleza.
No es fácil defender la alegría. El tiempo nos deshace, los sueños no se cumplen, la ignorancia y la crueldad estarán siempre con nosotros, pero hoy esos padres podrán abrazar a sus hijos y nosotros, como en las viejas historias, celebraremos que por un instante el mal haya sido vencido y el daño reparado, sentiremos que algo de ese milagro también nos toca, que al igual que a esos niños se nos ha regalado el privilegio de vivir de nuevo. Ya están salvados, ahora duermen tranquilos. Ojalá agradezcan con sus actos futuros tanta generosidad, ojalá sus días sean dignos de esa inmensa gracia de lo humano, derramada a manos llenas sobre sus pequeñas cabezas.