Con dos de sus libros ardiendo en las plazas, proscrito en varios estados, achacoso y hundido en un delirio persecutorio[1], Jean-Jacques Rousseau invierte seis años de su vida en la redacción de sus masivas memorias, bautizadas a la manera de San Agustín como Las Confesiones. Le movía la urgente necesidad de asegurarse unos ingresos, pero también otros propósitos que a lo largo del texto mantienen una relación conflictiva.
Una vindicación del ciudadano Rousseau. Rousseau el alma bella, el pedagogo, el novelista sentimental, el polemista, el compositor de una ópera de éxito, el rebelde. «No estoy hecho como ninguno de cuantos he visto; me atrevo a creer que no estoy hecho como ninguno de cuantos existen. Si no valgo más al menos soy distinto».
Un exasperante catálogo de agravios. A Jean-Jacques no le han reconocido sus méritos, la mayoría de los hombres (y de las mujeres) no han correspondido a sus afectos. Tiene muy buena memoria a la hora de ajustar cuentas, no se le pasa una. De una susceptibilidad extrema, llega a asegurar que cierta injusticia le afectó hasta el punto de provocarle una hernia.
Un asombroso desnudamiento de sus miserias privadas, del que no sale muy bien parado. En un acto de valor inaudito no vacila en mostrarnos al pequeño cleptómano, el pajillero, el masoquista, el ingrato, el exhibicionista, el disperso y el ocioso, entre los vicios declarados. También está un Rousseau que se adivina entre líneas, el vanidoso, el hipocondríaco y el paranoico, el hipócrita y el gazmoño, el pequeño snob que se jacta de la calidad de sus amistades. Y, por encima de todos, como permanente piedra del escándalo, Rousseau, el padre desnaturalizado.
El autor de Emilio, o De la educación, el hombre que años mas tarde, vestido a la armenia, hace labores de cordoncillo con sus vecinas a la puerta de su casa en el exilio, labores que regala a sus amigas exhortándolas a amamantar ellas mismas a sus hijos, tiene un formidable borrón en su biografía.
A los treinta y tres años Rousseau se vincula sentimentalmente a Thérèse Levasseur, una mujer muy sencilla, prácticamente analfabeta, con la que convivirá el resto de su vida, permitiéndose ocasionales y apasionados enamoramientos estrictamente platónicos con damas de la aristocracia.
Cuando tuvieron su primer hijo, Rousseau la convenció para que entregara al recién nacido a la Mansion d’Enfants Trouvés, un hospicio. Brillante polemista, Diderot aseguraba que «su discurso toma por asalto a todo el mundo». Tuvo que ser muy persuasivo, ya que la operación se repitió con cada uno de los cinco hijos habidos durante su vida en común. Las posibilidades de supervivencia en aquellos centros eran escasas, pero la imaginación se dispara especialmente cuando uno piensa en Thérèse, en los densos silencios conyugales de años venideros, hechos de devoción y rencor.
A Rousseau los remordimientos le van a perseguir de por vida. Casi podríamos leer sus memorias como una gigantesca escenografía para arropar la exhibición del pecado central de su vida, al que acaba aplicando un tratamiento habitual en él: se acusa de manera implacable para a continuación defenderse con tal brillantez que no cabe sino la absolución. «Al entregar a mis hijos a la educación pública por no poder educarlos yo mismo, al destinarlos a convertirse en campesinos y obreros antes que aventureros y cazadores de fortuna, creí hacer un acto de ciudadano y de padre, y me consideré como un miembro de la República de Platón».

Rousseau echando un ratico en el campo.
De un modo muy calvinista Rousseau siente que la inocencia no está en las obras sino en la pureza del corazón y en consecuencia no escatima recursos para convencernos de la ternura que anida en el suyo. No creo que haya libro en que se derramen tantas lágrimas. Jean-Jacques llora cuando ama, llora cuando es rechazado, llora ante las montañas y los lagos, llora de gratitud, llora de júbilo, llora de saberse tan bueno. Llora solo, llora a dúo, llora en grupo. Sus lágrimas ginebrinas se derraman incesantes sobre manos, regazos perfumados, pechos, pañuelos de encaje. El llanto como una nueva voluptuosidad.
Pero haríamos mal en creerle un pusilánime. Rousseau es combativo, su capacidad para perder amigos y ganarse la hostilidad de sus contemporáneos es formidable. Poseedor de esa arrogancia de algunos tímidos, su vida puede seguirse como una sucesión de decisiones impulsivas de consecuencias catastróficas.
Durante sus primeros años en París y tras la revelación que supusieron las representaciones de la troupe itinerante de Eustacchio Bambini, tiene lugar la Querelle des Bouffons, polémica en la que se enfrentan los partidarios de la ópera francesa, rígida, ritualizada y aristocratizante, contra los entusiastas de la ópera italiana, vital, efusiva, cantabile, abrazando desenvuelta lo cotidiano, muy al gusto de la nueva burguesía. Rousseau que pretendía hacerse una carrera como músico, a pesar de una deficiente formación autodidacta, ha logrado tras no pocos tropiezos un gran éxito con su ópera en un acto Le Devin du Village. Como no podía ser menos, toma partido apasionadamente a favor de la ópera italiana, contra el gran Rameau y el establishment musical del momento. En su Carta sobre la música francesa lo podemos ver haciendo amigos:
«Creo haber demostrado que no hay ni compás ni melodía en la música francesa, porque la lengua no es susceptible de ellos, porque el canto francés no es más que un continuo ladrido, insoportable para cualquier oído no preparado; que su armonía es bruta, sin expresión (…) que los aires franceses no son aires, que el recitativo francés no es recitativo. De donde concluyo que los franceses no tienen música y no pueden tenerla; o que si alguna vez tienen una será peor para ellos».
Los años no lo hacen más prudente. En 1762, ya caído en desgracia e instalado provisionalmente en el principado de Neuchâtel, se permite mandarle una carta llena de consejos y exhortaciones a Federico el Grande. «Me ha reñido mucho», fue el irónico comentario del monarca prusiano al mariscal George Keith, uno de sus hombres de confianza.
Y sin embargo… cómo no querer a Rousseau, a alguien hecho como nosotros de esperanzas y desengaños, que a pesar de su autoindulgencia ha osado como nunca nadie antes que él mostrarse por completo ante sus lectores, con los que siglos después establece una intimidad única. Rousseau, el hombre que confiesa no haber podido ser feliz, que reconoce el abismo que separa sus sueños de la vida que le ha tocado en suerte. El adolescente vagabundo que recorre Europa a pie como un siglo después haría Rimbaud, caminando entre viñedos y bosques, embriagado por visiones de felicidad, franco y libre, durmiendo bajo las estrellas y en graneros, sin una moneda en el bolsillo, desgastando su ingenuidad en contacto con la maldad del mundo. Pero también conociendo la generosidad de cuantos, ricos y pobres, le acogieron y auxiliaron, ese amor posible incluso en un siglo cruel que fue testigo de la espantosa ejecución del frustrado regicida Damiens.
Jean-Jacques, el tímido que se codeó con los más grandes hombres de su tiempo, pero que en realidad sólo deseó que el mundo se olvidara de él y le permitiera entregarse a sus ocios, sus ensoñaciones, sus íntimos goces, a su necesidad de amar y ser amado. Febril e indolente, incapaz de soportar la rutina, rechazando toda forma de servidumbre y dispuesto siempre a lanzarse a la aventura. Podemos sentir su orgullo, su determinación y su temblor de piernas el día que tuvo la osadía de asistir al estreno de su ópera en el castillo de Fontainebleau, ante el rey y su corte, ataviado con ropajes modestos, sin afeitar, con una peluca descuidada, rechazando días después la oferta real de una pensión vitalicia.
Imposible no amarlo porque somos Rousseau. Su influencia es incalculable, él es el big bang del Romanticismo, bajo cuyo sistema de creencias (el culto a las emociones y a la autenticidad, la devoción por lo natural) vivimos todavía. De él viene lo mejor de la izquierda[2](un proyecto emancipador del hombre, una idea de fraternidad, un eros revolucionario de igualdad y justicia) junto a lo peor (dificultades a la hora de conciliar los sentimientos y la realidad, fantasías de conspiración). Freud ha quedado tan sólo como el respetado creador de una epopeya literaria de lo intangible, Nietzsche o Darwin ofrecen una intemperie problemática a la hora de proporcionar consuelo, ni siquiera me atrevería a predecir una vigencia de Marx a largo plazo, pero no me cabe la menor duda de que al contradictorio, admirable e insoportable hippy ginebrino cabe aún augurarle un largo futuro.
JEAN-JACQUES ROUSSEAU. “Las Confesiones”. El libro de bolsillo. Alianza Editorial. (Traducción, prólogo y notas de Mauro Armiño).
[1] «El cielorraso bajo el que estoy tiene ojos, las paredes que me rodean tienen oídos, rodeado de espías y vigilantes malévolos y avizores, inquieto y distraído pongo apresuradamente sobre el papel algunas palabras interrumpidas que apenas tengo tiempo de releer y menos de corregir.» (Libro VII)
[2] Bertrand Russell no tiene tan buen concepto de él. En 1946, en su Historia de la Filosofía Occidental asegura: «En nuestros días Hitler ha sido consecuencia de Rousseau; Roosevelt y Churchill de Locke.”