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Desesperación y Risa

~ el blog de Salvador Perpiñá

Desesperación y Risa

Archivos mensuales: abril 2016

Bang Bang

25 lunes Abr 2016

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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armas, juegos, niños

Hoy tengo una mala noticia para las almas bellas. Los niños adoran las armas. Pequeños y vulnerables, súbditos de obediencia permanente, no es de extrañar que pistolas, fusiles, ametralladoras y espadas inocuas les otorguen por unos instantes una rara ilusión de poder.

Buena parte de la diversión en la infancia consiste en la representación ritualizada de las guerras adultas. Aún cerca del principio, la muerte como juego.

Están las armas que matan a distancia y las del cuerpo a cuerpo. Desde 1977, con la irrupción en el imaginario de la cargante mitología de George Lucas, a las nacidas del fuego y la forja se añade la abstracta espada láser. Pero sin duda preferíamos las armas de fuego. La espada estaba confinada a juegos a dos. Las luchas multitudinarias, esas coreografías de los Tres Mosqueteros o las películas de piratas, tenían algo ligeramente torpe y confuso, como de orgía de armas blancas.

El chas chas de las espadas, el zumbido de las armas láser, el bang bang de las armas de fuego (que ha ido mutando por décadas, conforme cambian las inclinaciones de los técnicos de sonido en las películas), el tatatatá de la metralleta… esos sonidos que, como pájaros enloquecidos, emiten la crías humanas donde quiera que el espacio permite sus encuentros tumultuosos.

Toda la guerra está en esos juegos. La emboscada, la tensión del ataque, saltar obstáculos, correr expuesto bajo el fuego enemigo, el corazón golpeando en la garganta. Todo menos el miedo. Nada es irreversible aún, nada puede hacerte daño, caes rodando a la tierra dura sin romperte los huesos. A veces ese diálogo que sería tan hermoso oír en las guerras de verdad, las de la sangre y la carne quemada:

-No vale, te he dado.

-No, no me has dado.

-Anda que no.

-Bueno, venga.

Y tocaba entonces morir. Morir es algo que a los niños les encanta simular. Uno se llevaba la mano al corazón y emitía un gemido teatral, daba unos pasos vacilantes hasta caer al suelo. Allí te arrastrabas todavía un poco más, un bel morire, fingiendo una cara crispada por un dolor imaginario, extendiendo el brazo hacia delante mientras tus compañeros disparaban las veces que hicieran falta hasta que tu sobreactuación llegaba necesariamente a su fin y quedabas tumbado sobre la hierba o sobre el polvo amargo, los ojos cerrados de muertecito. También morir mirando las nubes moverse lentamente sobre el cielo.

Y entonces el milagro tantas veces repetido en mañanas de primavera como esta de hoy, entre el zumbido de los insectos y el escándalo de las flores abiertas, cuando como en los sueños nos levantábamos sin asombro de entre los muertos y volvíamos a correr, gritando de excitación, los ojos brillantes de deseo, amos del tiempo.

Todos los gatos son japoneses

20 miércoles Abr 2016

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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gatos

Lo tengo aquí, al lado del ordenador, con esa compostura egipciaca que tan bien les sale. Nos miramos. Hace más de un año pagué a un veterinario para que le extirpara los testículos y pienso en lo fácil que le resultaría matarme si tuviera el tamaño de un perro grande. Es una criatura desconcertante.

Nos hablamos, pero no nos entendemos. Sé muy poco de él. Es acentuadamente bipolar, alterna largas horas de sueño con estallidos de actividad maniaca, me sigue a todas partes como los pequeños gansos de Konrad Lorenz o me ignora con desdén de archiduquesa.

Le gustan las cavidades, inspeccionar las bolsas de la compra, los hilillos de agua -que mana de un tubo plateado tras un gesto taumatúrgico de mi mano-,  hacer girar los rollos de papel higiénico hasta formar una montaña de celulosa, perseguir de manera absurda su propio rabo y, por encima de todo, arañar y rasgar tapicerías. Él sabe que detesto esa manía y yo sé que no dejará de hacerlo hasta que el sofá parezca el de un vendedor de metanfetamina al menudeo. Odia las puertas, a Wagner, ser cogido en brazos y cualquier intento de ponerle límites.

Serpentea sin miedo entre mis piernas de tyrannosaurus rex y muerde mis tobillos mientras bajo las escaleras, pero cuando lo sacas de su zona de seguridad se comporta con una cobardía lamentable, víctima de un pánico como el que sentiríamos al despertar una mañana dentro del traje de un astronauta, en pleno paseo espacial.

Cauteloso, desconfiado, para él el universo tiene las dimensiones de mi casa y mi patio, donde a veces lo suelto para que desfogue, como el prisionero de Spandau. Allí crece un níspero que en esta época se llena de pájaros. Poco a poco aprendió a trepar y ahora es una delicia ver su cabecilla entre las hojas más altas espejeando al sol, mientras los pájaros se dan a la fuga en un rumoroso revuelo despavorido.

No puedo evitar percibirle a veces algo como una melancolía de niño, un desvalimiento, puede que sólo sea un efecto similar al de la sonrisa permanente del delfín. No creo que para él existan la alegría o la tristeza, me estremece su júbilo feroz cuando retoza, simulando una depredación violenta. Tuve antes una gata muy mansa, pero a Rilke, ese delincuente juvenil, le encanta pelear conmigo. Mis brazos y piernas muestran señales de esos juegos rudos. No tiene sentido intentar aprehenderlo con categorías humanas.

A veces condesciende a mi mano afectuosa, depone su ferocidad y me busca, se echa sobre mi regazo o mi pecho, encima del corazón, me hace el regalo de una inmensa dulzura. Al rato se cansa, me muerde y se lanza a sus inimaginables, alucinatorias correrías nocturnas donde ve y oye cosas que yo no percibo, pero que están ahí, como en un cuadro de Miró. No vivimos en el mismo mundo.

Testigo silencioso de mis amoríos y mis abatimientos, mis grandes planes y mis fracasos, mis buenos propósitos y mis flaquezas, no sabe que va a morir. Mi locuelo de voz pequeña, mi botarate, a la vez mi gato y todos los gatos que han sido. Con una perfección de música encarnada, qué precarios, provisionales, parecemos a su lado, puro goce del ahora, mientras juega y baila en los dominios de la eternidad, como hacían los dioses.

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Rilke en una resultona foto cortesía de Manuel M. Mateo.

Elogio de la peluquería de caballeros

11 lunes Abr 2016

Posted by Salvador Perpiñá in Lugares

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biografía, peluquerías

¿Te acuerdas de la primera vez? Aquel sillón era un trono y tú tan pequeño que tenían que añadir un suplemento para que tu cabeza alcanzara el gran espejo donde el mundo se duplica.

Investido con un trozo de tela entre el babero y la muceta del juez. Asombrado, sumiso. Ante ti un arsenal de toallas, lociones de olores enérgicos, cuencos con espuma blanca, el brillo de instrumentos de muerte violenta. El suelo se va cubriendo de mechones entre el sonido narcótico de las tijeras, mordiendo el aire en torno a tus oídos. Por unos instantes tu cara se desdibuja, se arruina, hasta que alguien nuevo va emergiendo al otro lado del espejo.

Finalmente el delicioso cosquilleo del filo de la navaja a contrapelo de la nuca erizada. Una pasada más de peine, una nube de talco y la última mirada a tu reflejo. Eres tú, eres otro. Tan arreglado, tan bonico. Pero hay como una merma, una vergüenza de animal domesticado.

Los niños saben esas cosas, las huelen, por eso al día siguiente, en el colegio, la vejación ritual del manotazo.

Y uno empieza a frecuentar toda una vida esos lugares, con algo de clínica, con algo de taberna. Hojeando revistas mientras espera su turno entre  funcionarios, viajantes chistosos, viejos de voz ronca, taurina, con los bronquios destrozados, en una calma mentolada de babuinos despiojándose al sol.

En sitios así leí tebeos bélicos, delirantes cómics de terror, vi unas fotos borrosas, fraudulentas, del cadáver crionizado de Kennedy, me apiadé de una pareja en Pensacola, que moría haciendo el amor en una habitación con las ventanas cerradas. También las primeras fotografías de mujeres desnudas. Hubo una época, a finales de los setenta, en que los revisteros junto a las macetas con plantas de plástico rebosaban de contenidos sexuales. Durante la transición los españoles tenían erecciones de manera regular en las peluquerías de caballeros.

Uno exploró en la adolescencia otras alternativas. Por una temporada los amigos acudíamos a una peluquería que unas chicas abrieron en el barrio porque una de ellas, aunque siempre con una humillante expresión de desdén, te lavaba el pelo con una suavidad lenta que nos encantaba. Aquel año llevamos el pelo cortísimo.

Se va envejeciendo en los espejos de las peluquerías, en ellos vamos dejando un rastro de nuestro paso por el tiempo. De noche, cerrado el negocio, nuestra biografía reverbera en el silencio de sus grandes lunas ciegas. Nunca sabemos cuántos cortes de pelo nos quedan, haced el cálculo, no son tantos.

Pienso en los peluqueros que he conocido, lenguaraces, discretos, diestros sin excepción. Siempre hay algo que queda sin conocer de ellos, algo que se te escapa. Algunos estarán muertos, al otro lado del espejo. Otros, ya jubilados, podarán setos melancólicamente, visitando en sueños los locales donde ha transcurrido su vida, invadidos por mechones que ya nadie barre. Su oficio perdurará, hay una arcaica intimidad en ese humilde servicio que nos prestan, algo que difícilmente puede ser mecanizado. Es mucho lo que nos dan. Te dejan guapo -a veces has logrado besar a la mujer que te gustaba tras pasar por sus manos-, te ofrecen unos minutos de paz. Hay algo sacramental, un modesto remedo de resurrección, esa frase hecha mientras te cepillan los hombros: vaya peso que me has quitado de encima. Pagas y sales como nuevo a la bulla y a la luz de las calles, ligero, jovial, con ganas de silbar, el fresquete en la cara limpia, mirándote en los cristales de los escaparates, creyendo en la posibilidad de la alegría y en las segundas oportunidades.

floid

Un figura

02 sábado Abr 2016

Posted by Salvador Perpiñá in Retratos

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Bach, Haendel, John Taylor, matasanos, milagros

«Chevalier» John Taylor (1703–1772), cirujano, mujeriego y autoproclamado “Ophthalmiater Royal” (sic), recorrió durante años los pueblos y ciudades de Europa, pomposo y novelesco, a bordo de un carruaje decorado con imágenes de ojos y un lema escrito en un latín asilvestrado: “Qui dat videre dat vivere”.

Maestro de la autopromoción, «In Optics, Expertissimus!», se jactaba de haber tratado al rey Jorge II, al Papa y a Edward Gibbon, entre otros ilustres contemporáneos[1]. El siglo abundó en ese tipo de viajeros tunantes que, precedidos por su fama, ponían en movimiento a policías e informadores en cada ciudad que los veía aparecer.

Fueron célebres sus alardes oratorios antes de cada operación. La cirugía no era entonces un acto íntimo. John Taylor introducía leznas en los ojos de sus clientes en presencia de un público ávido, de estómagos fuertes. Más allá de la publicidad veo en esos recursos de actor una argucia hipnótica para insensibilizar a los presentes y al propio paciente, para introducirlos al espectáculo atroz que seguiría. También una manera de darse ánimos.

Una anónima ópera bufa , The Operator (1740), le ridiculizó y Samuel Johnson le dedica unas palabras poco amables: «an instance of how far impudence will carry ignorance». A pesar de publicar en su juventud un libro sobre su especialidad, John Taylor no ha pasado a la historia de la medicina pero sí a la de la torpeza y la infamia. Si se le recuerda hoy es por ser el matasanos que dejó ciegos a Bach y a Haendel.

A Bach lo operó de cataratas y pese a lo que sostiene en sus memorias –“I have, at Leipsick (Leipzig), seen a celebrated master of music… who received his sight by my hands”- una segunda operación para enmendar el desastre de la primera lo dejó completamente ciego y el buen Kantor no volvió a levantar cabeza. El Contrapunctus XIV  de El Arte de la Fuga se quedó sin terminar, para siempre varado en cuatro notas que deletreaban su nombre.

Una poesía publicada en el London Chonicle es uno de las pocas pruebas de que disponemos de su encuentro con Haendel. En ella Euterpe convoca a Apolo y a Esculapio “to help the blind Handel”, pero Apolo dice que no hace falta que aparezca Esculapio ya que Taylor se encargará del asunto. Creo que podemos abrigar alguna sospecha sobre quién pudo estar tras la publicación de tan cuca efusión lírica. Haendel tuvo más suerte, ninguna infección acabó con él y pudo arrastrar su ceguera durante ocho años.

Todo esto es muy llamativo, pero se queda en un guiño anecdótico del azar cuando uno piensa en los abismos de una vida así.

John Taylor viajaba y operaba ojos. Hay algo esencialmente siniestro en ello, algo que lo emparenta con el Hombre de Arena de E.T.A. Hoffmann y su saco repleto de globos oculares. Estrabismo, cataratas y defectos del párpado, todo lo solucionaba con igual desparpajo.

Para las cataratas el Chevalier era un decidido defensor de una antiquísima técnica que él habría llevado a las más altas cotas de excelencia. Aunque ya la técnica extracapsular del francés Daviel empezaba a imponerse, él siguió cultivando la vieja tradición. En tiempos previos a la anestesia, una copa de vino, láudano y correas de sujeción permiten al diestro cirujano hacer una incisión en la córnea, desgarrar la catarata y esconder los pedazos en el humor vítreo, lejos del eje de la pupila. Luego se aplicará sobre el ojo bálsamo del Perú rebajado, antes de cubrir con vendas. Según los casos recomendaría cataplasmas de cassia, fomentos de alheña, sangre de pichón, azúcar molido, sal tostada, pequeñas dosis de mercurio… El procedimiento no carecía de sentido pero los ojos acababan sucumbiendo a tremendas infecciones, aunque para entonces él ya estaba lejos, en busca de nuevos enfermos. En sus memorias confiesa haber dejado ciegos a cientos de pacientes, como parte de su aprendizaje juvenil.

Representación, carnicería y fuga. Esa es toda la huella de su paso por el mundo, una mezcla de ridículo y espanto, un vértigo de vanidad y vileza. Se dice, bien podría ser un añadido moralizante, que pasó los últimos años de su vida en medio de una ceguera total. Luego el olvido.

 the-eye-doctor-bach-haendel

[1] Su biografía se anuncia profusamente como “History of the Travels and Adventures of the Chevalier John Taylor, Ophthalmiater; Pontifical-Imperial and Royal–The Kings of Poland, Denmark, Sweden, The Electors of the Holy Empire– The Princes of Saxegotha, Mecklenberg, Anspach, Brunswick, Parme, Modena, Zerbst, Loraine, Saxony, Hesse Cassel, Holstein, Salsborg, Baviere, Liege, Bareith, Georgia, &c. Pr. in Opt. C. of Rom. M.D.-C.D.–Author of 45 Works in different languages: the produce of upwards of thirty Years, of the greatest Practice in the Cure of distempered Eyes, of any in the Age we live–Who has been in every Court, Kingdom, Province, State, City, and Town of the least Consideration in all Europe, without exception. Written by Himself. Introduced by an humble Appeal, of the Author to the Sovereigns of Europe. Addressed to his only Son.

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