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Desesperación y Risa

~ el blog de Salvador Perpiñá

Desesperación y Risa

Archivos mensuales: abril 2021

Ovación y réquiem

25 domingo Abr 2021

Posted by Salvador Perpiñá in Examen de conciencia

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decadencia, hippies, melancolía

Los barrios pintorescos ―y yo vivo en uno que lo es en el mayor grado― atraen a todo tipo de personajes excéntricos. Yo defiendo, en parte por provocar, en parte por convicción, lo que el adolescente desdeña como personas grises, por las que siento una gran simpatía. Del probo funcionario a aquel que llega deslomado a su casa, ve la tele y a dormir; gente que atraviesa indemne los riesgos iniciáticos de la juventud y luego dedica su vida a negociar con el principio de placer, sacar adelante una familia y cumplir lo mejor que puede con lo que la comunidad les exige. Celebran bodas, bautizos y comuniones, visitan a los enfermos y acuden a los funerales, aceptan de buen grado, sin fanatismo y sin desdén, los rituales y convenciones de su cultura. En los mejores casos, suelen ser personalidades complejas, admirables, con sus pasiones secretas, sus íntimas extravagancias y sus peculiares humores. Hay en ellos tesoros de ternura e ironía de los que no hacen alarde y que no pretenden transformar en fama y dinero. La gente que se mueve en los márgenes, convencida de su carácter único, autoproclamados artistas, okupas y quinquis, suelen ser salvo honrosas excepciones unos vivales previsibles, gente obtusa, trivial y coñazo. Las condiciones extremas de supervivencia envilecen. Nada hay más carente de interés que el canallita. Y hablo con un riguroso conocimiento de causa, fruto del trabajo de campo.

Los anodinos barrios burgueses, los feos barrios obreros planificados se me aparecen así como los últimos reductos de la razón y el pensamiento ilustrado. Mi barrio, poético laberinto de calles blancas, como una ciudad medieval derrotada por la primavera, abundante en jardines interiores y altos cipreses, no solo soporta la invasión del turista sino que ha visto cómo se ha abatido sobre él la internacional magufa. Los veo caminar con sus bicicletas y sus rastas, sus perretes, sus ropas holgadas y sus hábitos de vegetarianismo e infusión, de flamenquito y palo de lluvia, sus rostros entre El Greco y Zurbarán, su parla alelada de almas de cántaro. Yo los miro de soslayo, con un ruin malhumor de Mr. Scrooge.

Hace unas semanas, que hacía bueno, en un patio cerca de mi casa se impartía al aire libre algún taller que combinaba neciamente lo actoral y lo bioenergético. Durante horas, a partir de las cinco de la tarde, los alumnos proyectaban su voz desde el diafragma, haciendo brotar de sus entrañas un bordoneo grave y tibetano, capaz de abrir chacras, despertar kundalinis y desatar fantasías de exterminio en un maniático señor de mediana edad como el que os escribe estas líneas. Finalmente, porque hasta Franco se murió en la cama, el taller terminó y hubo una especie de ceremonia de despedida que pude escuchar mientras tendía mi colada al sol, arrebatado proustianamente por el olorcillo a jabón de Marsella. Parece que la profesora iba pasando lista y cada participante recibía un cálido y entusiasta aplauso de sus compañeros. Y he aquí que yo, pobre pecador, con unos calzoncillos en la mano y una pinza de madera en la otra, sentí una tristeza inmensa al oír sus risas y su vitalidad capaz de saltar como un ladrón por encima del muro que confina mi patio, entre el verde de las hojas y ese incomparable azul Quattrocento que se gasta el cielo en abril.

Eran felices, eran absurda, conmovedoramente felices esos hijos de puta, porque para ellos ese taller irrisorio era importante, porque pensaban todavía que su vida estaría llena de aventura y descubrimiento, porque sus cuerpos jóvenes podían ser deseados y no había nada que no pudieran hacer con ellos y sentí pena de mí mismo, que también acudí a cursos y talleres inútiles convencido de que me desvelarían los secretos de mi oficio y me abrirían un camino breve y fácil a la gloria, de mí, que en tantas cosas me equivoqué, que gasté dinero público en cortometrajes de mierda, que tanto tardé en aprenderlo todo, que tanto esperaba de la vida y resulta que cuando me quise dar cuenta ya pasó y, sí, allí estaba con unos calzoncillos y una pinza de la ropa en las manos, ya digo, con mi cuerpo falstaffiano que he maltratado hasta lo indecible, habiendo fracasado durante años en cuanto emprendí por más que algo parecido a un modesto éxito pueda llegarme ahora que ya todo me da igual, envidiando su ingenuidad, deseando ser atolondrado, bienaventurado y ligeramente imbécil, como ellos. Al diablo con todo cuanto haya podido aprender, al diablo con la destreza en mi oficio. Yo no quiero sabiduría, no quiero recuerdos, no quiero un pasado, quiero retozar como un animal, ciego hasta las trancas, dichoso y aturdido, con una de esas chicas todavía llenas de luz cuyas ideas detesto y a quien Dios bendiga.

Y tras ese momento de melodrama interior, seguí tendiendo mi ropa y pensando que mira qué bien, ya tenía algo para escribir en el blog. Qué caramba.

Poder y ficción

19 lunes Abr 2021

Posted by Salvador Perpiñá in Mi oficio

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ficción, guionistas, poder

Soy una persona de clase media con una experiencia limitada del mundo y sin embargo tengo el atrevimiento de dedicarme a escribir. En literatura eso no tiene por qué suponer un problema ya que el escritor puede ―y debe― encontrar oro en los márgenes estrechos de lo habitual. Cosa diferente es el trabajo del guionista, donde con frecuencia debes sumergirte en mundos muy diferentes a aquellos que conoces de primera mano. El otro día me sentía incómodo al escribir una secuencia que tenía que ver con el mundo de los grandes negocios, esa dimensión paralela que transcurre en lugares refrigerados, enmoquetados y secretos y donde se decide sobre nuestras vidas entre ácaros y flujos de dinero. Los flujos de dinero son no menos importantes que la circulación de las ideas, échenle un vistazo al activismo desaforado de la publicidad actual y entenderán lo que digo. Como tantas otras veces, me enfrentaba a la representación convincente de un medio que desconozco por completo, labor para la que solo dispongo de una serie de imágenes tópicas del cine y los anuncios o, por inducción, el recuerdo de la actitud desenvuelta y descreída de los pocos abogados de éxito que uno ha conocido.

Siempre me ha dado que pensar la torpeza con la que el audiovisual español ―no se me ofendan, hay excepciones― suele retratar el poder, sea económico o político. En los productos de la industria americana, de The West Wing a Margin Call esos ámbitos se muestran de un modo convincente. No digo veraz, porque carezco del criterio para comprobarlo; lo importante no es que realmente sean así, es que uno crea que pueden ser así. Como imagino que sus guionistas no serán todos alumnos de Yale, se impone buscar otra explicación que vaya más allá del peso de lo vivido.

Dos explicaciones surgen a bote pronto. La primera es puro materialismo marxista. El escritor de ficción americano cobra más y se puede permitir más tiempo para documentarse, sus departamentos de arte disponen de un mayor presupuesto para que el lujo y el tronío luzcan en pantalla. La segunda sería que el sustrato cultural sobre el que crecen los guionistas anglosajones (incluso aquellos cuya dieta no va más allá de Star Wars o Marvel) está basado, aun lejanamente, en Shakespeare y el Antiguo Testamento, donde el poder (y la gloria) encontraron una voz elocuente. Pero creo que hay algo más sobre lo que ya habré escrito por aquí. Existe la convicción de que un sobrio realismo sería el género por excelencia de una España poco amiga de la fantasía. Yo niego la mayor. Pueblo de moralistas como somos, la objetividad, ese espejo ante el camino del que hablaba Stendhal, nos resulta ajena y hasta sospechosa. Cuando narramos, juzgamos. Por eso nuestros ricos y poderosos de la ficción ―y esto va dirigido también a los actores― no se parecen a lo que los ricos y poderosos realmente son, sino a la imagen distorsionada y moralizante que tenemos de ellos. ¿Para qué investigar sobre sus costumbres, para qué intentar meterte en su mente si YA sabes que son unos hijos de puta? No son personajes, son emblemas, seres de maldad bidimensional que podamos oponer a la virtud republicana de nuestros héroes en las parábolas, género de predicadores, que tanto nos gustan.

En estos tiempos de revival guerracivilista, de polarización y simplificación extremas, uno no puede dejar de pensar melancólicamente que la superación del conmigo o contra mí ―esa dialéctica amigo/enemigo, esa ética de patio de colegio―, que emprenderla a martillazos con los putos espejos deformantes del callejón del Gato, no solo haría del nuestro un país más habitable, sino que nos traería mejor literatura y elevaría considerablemente el nivel de nuestra ficción. Si no podemos evitar una guerra civil, que al menos nuestras series molen.

Il divo. Paolo Sorrentino (2008)

Una voz

05 lunes Abr 2021

Posted by Salvador Perpiñá in Retratos

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guerra civil, infancia, voz humana

Aunque algunos se comportan como si todavía no hubiera terminado, lo cierto es que la guerra civil española llegó a su fin el 1 de abril de 1939. Con motivo del reciente aniversario me topé con un audio que recogía el parte final, leído por el actor Fernando Fernández de Córdoba. En 37 segundos una voz con un timbre estudiadamente heroico ―cierta cualidad metálica de tenor era considerada en aquellos años el colmo de la virilidad y desde joven y con dos copas imito ese timbre con soltura, para solaz y entretenimiento de amigos― hace caer el telón sobre un drama de años. Al escucharla detecto nuevos matices: arrogancia, un principio de afonía y de cazalla, chulería bronca y cuartelera, muy adecuados para todo aquello a lo que aquel fin daba un comienzo. Si para media España esas palabras suponían la llegada de una paz largamente deseada, para otra mitad no fueron sino los acordes iniciales de una serie ininterrumpida de desgracias y terrores, ya que el general Franco fue ajeno a la virtud cristiana de la piedad. No hubo clemencia con los vencidos. Ese mensaje, que abre un paréntesis anómalo en nuestra historia, está así cargado de resonancias siniestras.

Fernando Fernández de Córdoba, que apellido de anarquista no tenía, la verdad, fue un militar por tradición familiar que descubrió de joven las seducciones del teatro y cuya doble condición castrense y farandulera facilitó su elección para leer en la recién fundada Radio Nacional de España los partes de guerra, entre ellos el que famosamente terminaba con ella, rechazando la idea inicial de que la atiplada voz del Caudillo se encargara de hacerlo. Es chocante que un militar vocacional decidiera en un momento de su vida encarnar otros personajes. El joven sargento conoció el placer del desdoblamiento y sin duda soñó con una fama que le llegaría de una manera muy diferente a la que imaginaba. A pesar de que el sonido institucional de su voz fue conocido en todos los hogares de España ―o quizás precisamente por eso― su carrera no llegó a despegar. Su rostro algo genérico de galán senior puede rastrearse en una serie de papeles sin brillo, pero no gozó de un reconocimiento masivo. En los años sesenta, tras su retirada profesional, ocupó algunos puestos relacionados con la docencia y que intuimos una recompensa por los servicios prestados; entre otros la dirección de la Real Escuela de Arte Dramático. Los métodos y las enseñanzas de este Lee Strasberg de derechas me inspiran cierta curiosidad y algo me dice que aquellos jóvenes actores a los que dio clases igual no fueron muy naturales, pero seguro que vocalizaban como dios.

Lo llegué a conocer o al menos eso creo. Se trata de recuerdos imprecisos, pues todos los recuerdos de la infancia son reelaboraciones donde lo fantaseado y lo apócrifo conviven con pequeños rastros de lo que acaso ocurrió. Fue cierto que aquel verano lo pasé en Ribadesella, el pueblo de mi madre. Fue cierto que las noticias las copaba el escándalo Watergate, que aprendí a utilizar lombrices vivas como cebo de pesca, que vi mi primera película violenta en un pequeño cine y que era de Sergio Leone y que mi padre me consideró lo suficientemente adulto como para que supiera que el anciano tembloroso que abría los telediarios se había hartado de firmar sentencias de muerte. Del resto no estoy tan seguro. Era una tarde de lluvia y bajaba las escaleras de madera desgastada de la casa de un pariente. En la oscuridad de un portal que olía a humedad marina y a carbón nos cruzamos con un pulcro anciano que venía de la calle con gabardina y que nos saludó con una digna cortesía antigua. Mis padres me dijeron que aquel hombre atildado era el que había leído aquello de «cautivo y desarmado el Ejército Rojo…».  Eso es todo, no sé si ese encuentro en el portal es una licencia de mi imaginación, ni siquiera si mis padres fantaseaban también y el Fernández de Córdoba real jamás veraneó en aquella villa de mi infancia. Lo que me interesa es que aquel actor mediocre que fue un símbolo odiado, que fue la Historia que te pasa por encima, también fue un viejo afable del que quizás algún nieto recuerde el tacto de su mano y una fragancia anticuada, una letra relamida en un puñado de cartas. Muy pronto su nombre no dirá nada sino a unos pocos especialistas. Me hubiera gustado saber si durante la guerra se comportó como un hombre justo y no incurrió en vileza porque me siguen conmoviendo los rasgos de decencia individual en las grandes matanzas. Solo puedo imaginar que, como todos, vivió, se equivocó, se enamoró, hizo el mal sin saberlo y el bien sin buscarlo, conoció la felicidad y la alegría de la amistad, también el sabor sucio de la humillación y la decadencia de su cuerpo y ―mientras yo siga vivo, que tampoco van a ser tantos años― aún seguirá subiendo esas escaleras con algo de lluvia sobre sus hombros, agarrándose al pasamanos, ligeramente encorvado, desde la oscuridad del portal hasta una claridad que inunda los pisos superiores.

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