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Los barrios pintorescos ―y yo vivo en uno que lo es en el mayor grado― atraen a todo tipo de personajes excéntricos. Yo defiendo, en parte por provocar, en parte por convicción, lo que el adolescente desdeña como personas grises, por las que siento una gran simpatía. Del probo funcionario a aquel que llega deslomado a su casa, ve la tele y a dormir; gente que atraviesa indemne los riesgos iniciáticos de la juventud y luego dedica su vida a negociar con el principio de placer, sacar adelante una familia y cumplir lo mejor que puede con lo que la comunidad les exige. Celebran bodas, bautizos y comuniones, visitan a los enfermos y acuden a los funerales, aceptan de buen grado, sin fanatismo y sin desdén, los rituales y convenciones de su cultura. En los mejores casos, suelen ser personalidades complejas, admirables, con sus pasiones secretas, sus íntimas extravagancias y sus peculiares humores. Hay en ellos tesoros de ternura e ironía de los que no hacen alarde y que no pretenden transformar en fama y dinero. La gente que se mueve en los márgenes, convencida de su carácter único, autoproclamados artistas, okupas y quinquis, suelen ser salvo honrosas excepciones unos vivales previsibles, gente obtusa, trivial y coñazo. Las condiciones extremas de supervivencia envilecen. Nada hay más carente de interés que el canallita. Y hablo con un riguroso conocimiento de causa, fruto del trabajo de campo.
Los anodinos barrios burgueses, los feos barrios obreros planificados se me aparecen así como los últimos reductos de la razón y el pensamiento ilustrado. Mi barrio, poético laberinto de calles blancas, como una ciudad medieval derrotada por la primavera, abundante en jardines interiores y altos cipreses, no solo soporta la invasión del turista sino que ha visto cómo se ha abatido sobre él la internacional magufa. Los veo caminar con sus bicicletas y sus rastas, sus perretes, sus ropas holgadas y sus hábitos de vegetarianismo e infusión, de flamenquito y palo de lluvia, sus rostros entre El Greco y Zurbarán, su parla alelada de almas de cántaro. Yo los miro de soslayo, con un ruin malhumor de Mr. Scrooge.
Hace unas semanas, que hacía bueno, en un patio cerca de mi casa se impartía al aire libre algún taller que combinaba neciamente lo actoral y lo bioenergético. Durante horas, a partir de las cinco de la tarde, los alumnos proyectaban su voz desde el diafragma, haciendo brotar de sus entrañas un bordoneo grave y tibetano, capaz de abrir chacras, despertar kundalinis y desatar fantasías de exterminio en un maniático señor de mediana edad como el que os escribe estas líneas. Finalmente, porque hasta Franco se murió en la cama, el taller terminó y hubo una especie de ceremonia de despedida que pude escuchar mientras tendía mi colada al sol, arrebatado proustianamente por el olorcillo a jabón de Marsella. Parece que la profesora iba pasando lista y cada participante recibía un cálido y entusiasta aplauso de sus compañeros. Y he aquí que yo, pobre pecador, con unos calzoncillos en la mano y una pinza de madera en la otra, sentí una tristeza inmensa al oír sus risas y su vitalidad capaz de saltar como un ladrón por encima del muro que confina mi patio, entre el verde de las hojas y ese incomparable azul Quattrocento que se gasta el cielo en abril.
Eran felices, eran absurda, conmovedoramente felices esos hijos de puta, porque para ellos ese taller irrisorio era importante, porque pensaban todavía que su vida estaría llena de aventura y descubrimiento, porque sus cuerpos jóvenes podían ser deseados y no había nada que no pudieran hacer con ellos y sentí pena de mí mismo, que también acudí a cursos y talleres inútiles convencido de que me desvelarían los secretos de mi oficio y me abrirían un camino breve y fácil a la gloria, de mí, que en tantas cosas me equivoqué, que gasté dinero público en cortometrajes de mierda, que tanto tardé en aprenderlo todo, que tanto esperaba de la vida y resulta que cuando me quise dar cuenta ya pasó y, sí, allí estaba con unos calzoncillos y una pinza de la ropa en las manos, ya digo, con mi cuerpo falstaffiano que he maltratado hasta lo indecible, habiendo fracasado durante años en cuanto emprendí por más que algo parecido a un modesto éxito pueda llegarme ahora que ya todo me da igual, envidiando su ingenuidad, deseando ser atolondrado, bienaventurado y ligeramente imbécil, como ellos. Al diablo con todo cuanto haya podido aprender, al diablo con la destreza en mi oficio. Yo no quiero sabiduría, no quiero recuerdos, no quiero un pasado, quiero retozar como un animal, ciego hasta las trancas, dichoso y aturdido, con una de esas chicas todavía llenas de luz cuyas ideas detesto y a quien Dios bendiga.
Y tras ese momento de melodrama interior, seguí tendiendo mi ropa y pensando que mira qué bien, ya tenía algo para escribir en el blog. Qué caramba.
