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Desesperación y Risa

~ el blog de Salvador Perpiñá

Desesperación y Risa

Archivos mensuales: agosto 2015

Fin de Agosto

25 martes Ago 2015

Posted by Salvador Perpiñá in Examen de conciencia

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escritura, fiestas, futuro, verano

A veces se corre el riesgo de malgastar la vida. Entonces una decisión un poco torpe tomada en un impulso lo cambia todo en un abrir y cerrar de ojos. De repente te ves librado a tus propios medios, enfrentado a una realidad que es a la vez una intemperie y una promesa, en un estado entre la euforia y el pánico. Así las cosas nada mejor que escaparme un par de días a una cita con un grupo masivo de amigos que cada año se reúnen al final del verano en Válor un pueblo de la Alpujarra nororiental. Música en directo y un cultivo tranquilo pero contumaz del exceso han formado siempre parte de un peregrinaje cuya repetición nos conforta con la idea de un tiempo detenido.

Este año me he alojado en un hotel que por el mismo precio me ha permitido dormir la juerga y viajar al pasado. La inapelable castidad del mueble castellano y una jineta disecada en el rellano de la escalera te transportan a la España del desarrollismo. Sus habitaciones son anafrodisiacas, uno se siente en ellas un seminarista o un viajante zamorano de insecticidas. Tumbado en la cama no es difícil imaginar un Renault 8 azul marino esperándote bajo la ventana o un melancólico ejemplar de “Los cipreses creen en Dios” olvidado por alguien en la mesita de noche.

Allí me han despertado sonidos tan reconfortantes como las campanas de una iglesia, el fluir de rebaños de cabras volviendo de los pastos de verano y la furgoneta del tío los melones. Pude hablar un rato con uno de los hijos de la familia que lo regenta y su madre. Me parecieron de una delicadeza de carácter verdaderamente excepcional. A su lado parecemos gángsters.

Nada más dejar mis cosas en la habitación me reuní con los que ya habían llegado en la terraza de la piscina municipal. Empezaba a caer la noche mientras un grupo de chicas –un grupo extraordinario– que iba a tocar después estaba haciendo la prueba de sonido. Detrás de ellas se extendía una sucesión de valles y montañas que se van dejando caer hacia un mar invisible algunos kilómetros más allá. Mi amigo Ángel me decía los nombres de esos cerros, los conoce, del mismo modo que conoce los nombres de los árboles y arbustos que los cubren.

Caída ya la noche otro amigo señaló al cielo. Lo que parecía un punto fijo de luz, un planeta, se movía de manera apenas perceptible. Nos explicó que se trataba de la estación espacial internacional, tres personas estaban durmiendo allí en ese momento, suspendidas sobre nuestra redondez inmensa. Anunció que en cinco minutos entraría en la zona de sombra y dejaríamos de verla. Y así fue, en el momento anunciado la luz se apagó como si alguien hubiera soplado sobre ella.

Eso me hizo pensar. Me di cuenta de que soy de esa clase de personas que no saben exactamente por donde sale y se pone el sol, incapaz de recordar el color de ojos que he mirado durante años. Hay cosas que mi vista no detecta y mi memoria no retiene, el mundo se queda con frecuencia en un decorado para mis fantasías. Esta incompetencia mía para lo concreto, esta inclinación al solipsismo y a lo difuso no me impide (quizás es la condición necesaria) encontrar conexiones imprevistas entre las cosas o comprender ocasionalmente las contradictorias emociones que nos mueven y nos paralizan. Hallar un equilibrio entre mis límites y mis destrezas es la tarea nada desdeñable que tengo por delante.

Solo añadir que esa noche fue memorable y que aquí estamos, ya repuestos, incorporados de nuevo a los engranajes de lo real, que esta vez se presenta como una apuesta aventurada, de resultado incierto. Deseadme suerte, la voy a necesitar. El resto depende únicamente de mí.

Sentimentalidad y consumo (o El Aniversario o Turn turn, turn!)

17 lunes Ago 2015

Posted by Salvador Perpiñá in Aventuras de un señor de mediana edad

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amor, cumpleaños, recuerdo, Supermercados

Un amiguete perteneciente a lo que podríamos llamar la izquierda byroniana considera los grandes supermercados como el lugar del mal. Exaltado, cree ver en las parejas que recorren sus pasillos sin historia y sin alma no sólo el paradigma de las demoníacas seducciones del capital sino el símbolo de la renuncia a las pasiones de la juventud.

A mí, por el contrario y ya lo he cascado por aquí, me agradan. El adormecimiento que induce la ordenada disposición de luces y colores, esa abundancia seriada, procura una eficaz evasión a aquellos aquejados frecuentemente de melancolía. Todos son esencialmente el mismo, semejantes a un laberinto, puro presente refrigerado donde la idea no ya de la muerte sino del mero devenir queda abolida. Una escenografía para una ópera bonachona, vagamente siniestra y que no tendrá fin sobre los pequeños, intranscendentes goces de la vida privada.

Suelen poseer para mí un embarazoso valor sentimental. He tenido vida en común con dos mujeres que me dieron mucho. No me faltan recuerdos: conversaciones inocentes caminando en la oscuridad, gatos, la desnudez ante el mar, callejones de ciudades desconocidas, adversidades y consuelos, locuras, risas y ebriedad, bosques y lluvias, estaciones de tren, ¡hasta pirámides, si a eso vamos! Y sin embargo reaparecen en la memoria las horas transcurridas con ellas en esos templos del filisteísmo. Allí conocí las modestas, conmovedoras compras de las jóvenes parejas sin dinero, también hubo un tiempo de abundancia donde todo parecía estar en su sitio y olvidabas mirar el precio de las cosas como olvidabas que un buen día todo puede desmoronarse.

Qué extraño encontrármela allí hace unos días, entre una góndola con comida para mascotas y otra con protectores solares. Es una mujer extraordinaria, fuimos amigos. Durante unos años estuve muy enamorado de ella, con esa intensidad siempre renovada del deseo no cumplido. Las parejas odian –y con motivo- esas presencias fantasmales, intocadas por el tiempo y la familiaridad.

Yo estaba mal dormido tras una noche de licencia, aunque llena de buenas cosas, que me había dejado una mezcla de resaca y serenidad. Eso confería a toda la escena algo de aparición. Fue muy cariñosa, siempre lo ha sido. Me abrazó, me llevó junto al hombre al que quiere y me enseñó a su hijo, que había crecido un montón. Él es un hombre cabal, se merecen el uno al otro. Al lado de ellos y haciéndole cucamonas al niño me percibí por un instante como un crápula extravagante. Menuda cara tenía que tener, la alegría del encuentro se mezclaba con la vertiginosa certeza de cuanto separa nuestras vidas. Vivir es separarte de tantas cosas que quisiste. Dijimos que teníamos que llamarnos.

Cuando miré hacia atrás ella desapareció en el pasillo de la caja como si cruzara la pasarela de un barco. Puede que no nos volvamos a ver.

Hace ya dos párrafos fue medianoche y he cumplido una cantidad poco recomendable de años. Con imprudente franqueza no negaré que me siento ligeramente miserable, descontento – ¡y mucho! – de mí mismo. Y sin embargo todavía amo esta vida mía ligeramente desastrosa y bufa, como un vodevil escrito por Cioran que a veces exhibo sin pudor por aquí. Si algo me atrevería a pedir en este melancólico aniversario sería no dejar de amar lo que perdí o dilapidé, amar todo el bien recibido, mis errores y mis desvaríos. Amar a los que formáis parte de ella y los que entraréis haciendo destrozos, amar insensatamente las ruinas de mis sueños y la temeraria extensión de mi esperanza, el oro humilde de mis días, mi suerte y mi fortuna.

El monstruo

10 lunes Ago 2015

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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crímenes, horror, monstruo

Es curioso cómo negociamos con la existencia del horror, cómo ejerce sobre nosotros una fascinación inagotable. El mal satura nuestras ficciones, otra cosa nos parecería de una ingenuidad risible, pero rezamos para que no nos alcance y para no descubrir su feo rostro, ¡sorpresa!, dentro de nosotros.

Con todo y a pesar de la familiaridad, ocurren de tanto en tanto crímenes donde nos ciega un relámpago de puro espanto, crímenes que apartan irremediablemente a sus autores de la comunidad humana. Hace unos días un agente inmobilario adquirió en una ferretería una sierra radial. Al día siguiente, pocas horas antes de devolver sus dos hijas de cuatro y nueve años a su ex mujer para que pasaran las vacaciones con ella, llamó a ésta para anunciarle lo que iba a hacer y a continuación lo hizo. Los medios se han encargado de difundir cada uno de los atroces pormenores, de los cuales impresiona especialmente que el primer policía municipal que entró en la casa no pudiera contener el llanto.

Las ondas concéntricas de la atrocidad. Cómo no pensar en esa mujer a la que se lo han arrebatado todo y que aún tiene la entereza de pedir calma, viviendo en una ausencia insoportable que no podemos ni imaginar, bajo el peso de una fatalidad carente de todo sentido. Cuántas veces pensará en el día en que lo conoció. Algo había en ese hombre de lo que una mujer podía enamorarse, a lo mejor bailaba bien. Se dirían las viejas y dulces y un poco tontas palabras que se dicen los amantes, descansarían juntos al llegar la noche. No sé si su madre vive aún, ella lo llevó en su vientre, escuchó sus primeras palabras balbuceadas, lo consoló en las grandes, tiernas aflicciones de la niñez.

Su rastro se extiende aún más allá de ese círculo inmediato de vidas arrasadas. No habrá uno solo de aquellos con los que haya tenido alguna forma de familiaridad que no haya añadido a sus noches un enigma y un asco.

Condenado de por vida a la soledad y al aislamiento por su propia seguridad, no hay redención posible para él. Durante años de rutina y vacío volverá una y otra vez a ese día funesto, en cuyo recuerdo fermentará su alma. El infierno no debe ser algo muy diferente.

Entreacto

03 lunes Ago 2015

Posted by Salvador Perpiñá in Este blog

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paternidad, personajes, verano

Por motivos que sería prolijo explicar a veces me ocurre que durante el verano me quedo en la ciudad. Los primeros días de agosto adquieren así una tonalidad afantasmada, es como si el tiempo se vaciara. La violencia del verano nos ha desarbolado y en ese estado nos enfrentamos a otro mes de lo mismo en un mundo decididamente hostil, donde los lugares que nos acogían están cerrados y los amigos lejos. No puedes evitar sentirte un réprobo.

Falto de energía para emprender nada, uno tiende a la divagación, el pensamiento se dispersa, las emociones se congelan. Hasta la ligera disciplina de encontrar un tema sobre el que escribir una entrada semanal para este blog resulta ya gravosa.

Pero no basta con esta confesión para salir del paso y como tengo que daros algo no me va a quedar más remedio que, sin que sirva de precedente, presentaros de un modo informal, abocetado, a Álvaro, uno de los personajes de la historia que me va a tener ocupado durante mucho tiempo.

Una mañana de verano de 1976, un sábado. Un vigoroso y bronceado ingeniero contempla lleno de sentimientos panteístas el amanecer mientras hace ejercicios de yoga en la terraza de su chalet, donde no hay rincón que no haya sido construido según su visión. Mientras los pájaros revolotean sobre el cuidado jardín y el huertecillo del que se siente legítimamente orgulloso, le da sus buenos cuarenta largos a la piscina. A continuación inspecciona los frutales y recoge cerezas y melocotones.

Mientras todos duermen se prepara un café cargadísimo y se sienta en su despacho, presidido por los dos únicos cuadros que pintó hace diez años cuando se puso a ello. Un autorretrato ante una biblioteca y una tabla de buen tamaño que representa en un estilo arcaizante una crucifixión llena de detalles de gran crudeza, fruto del interés que por aquel entonces sentía por los aspectos forenses de la ejecución más famosa de la historia. No hay visitante de la casa que no haya escuchado sus teorías al respecto.

Se sienta ante una robusta olivetti, se coloca unas gruesas gafas de pasta negra y trabaja durante una hora en una novela histórica sobre el faraón Amenofis IV, a continuación edita un artículo para una revista universitaria. Finalmente escribe una carta de puntualización al periódico local y otra muy cortés a un colega de la facultad en la que, aparentando en todo momento lo contrario, desacredita a otro colega.

Su segunda esposa –una antigua alumna mucho más joven que él- despierta cuando vuelve al dormitorio. La toma entre sus brazos y la posee de un modo atlético. A lo largo del día los abundantes espermatozoides de un esperma de óptima calidad recorrerán su camino hasta acabar fecundándola por segunda vez. En unas horas llegarán un grupo de amigos, tres parejas con niños a pasar el día y bañarse.

Hacen juntos una lista de lo que falta por comprar y se dispone sacar el coche para recoger a su hijo en la estación de tren y enviar las cartas.

Se trata del hijo habido con su primera esposa, fallecida hace años. Un adolescente de 17 años al que ha metido interno en Campillos porque su rendimiento en el instituto no estaba a la altura de lo esperado. Mientras se ducha prepara mentalmente la charla motivacional que tendrá con él durante el trayecto. Álvaro no considera incompatible la ternura paterna con la exigencia.

Llevaba tiempo sin ver a su hijo y, como en la imagen del recuerdo había omitido el acné y su aire general de desamparo, su aspecto al bajar al anden le decepciona. Aun así lo abraza calurosamente. Su hijo detesta que su padre lo toque. Mientras conduce de regreso y suena una cassette con la séptima de Beethoven, Álvaro le habla de Karajan –el muchacho no le escucha, en ese momento está pensando en la primera vez que vio llorar a su madre y en besar a su novia- e intenta que no le ponga de mal humor su actitud hostil, da gracias al buen dios por el sol que alegra la mañana y piensa que con toda seguridad va a ser un día perfecto. Un perrazo cruza la carretera.

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