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Desesperación y Risa

~ el blog de Salvador Perpiñá

Desesperación y Risa

Archivos mensuales: septiembre 2014

Menos Cuarto

29 lunes Sep 2014

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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calles, historia, invierno, niños

Los mecanismos del recuerdo, sus trampas, sus engaños. La otra noche escuchaba yo por azar un vetusto tema –“If you leave me now”, de Chicago, un clásico del AOR de fama planetaria allá por 1976- que invariablemente me hace evocar una situación determinada de mi niñez. He vacilado antes de intentar transcribirla, no me gustaría transformarme en uno de esos escritores oficiales dados a refocilarse, complacientes, en los jirones de su pasado. Memoria lo llaman, como quien menciona una palabra santa que dignifica y les absuelve del pecado de nostalgia -tan humana, ay-; vicio imperdonable, vicio de viejos al que intento resistirme sin éxito por una tonta coquetería. Pequeñas, triviales impresiones de las que apenas queda una débil huella en mi cabeza y que desaparecerán conmigo. Rescatarlas, reconstruirlas y falsearlas con invenciones y autoengaños, darles de nuevo una vida efímera, quizás no sea ocupación indigna. Al fin y al cabo en el mapa de palabras que el lector de este blog encontrará abajo, la infancia aparece con un tamaño alarmante. No te niegues a ti mismo, Salvador.

Mis padres tenían un modesto chalet en el barrio de Bellavista, una especie de anexo de Cájar, un pueblo de las afueras de Granada. A lo largo de sus empinadas cuestas sin asfaltar se extendían casas de obreros. Corrales, establos, pocilgas, hormigoneras, feos coches de los setenta regados a manguerazos, tocadiscos reproduciendo canciones de Roberto Carlos mientras en grandes calderos hervía la sangre de las matanzas, gatos tuertos, sofás de escay donde veías con otros niños series de ovnis a la hora de la siesta, cardos y amapolas en los descampados, mujeres de una bondad fabulosa amamantando a sus hijos, hombres que llegaban borrachos a sus casas y golpeaban a sus esposas, otros que morían en el andamio, como el padre de un amigo mío, a escasas semanas de haber vuelto de su Alemania de emigrante. Yo fui libre y feliz en aquellas calles donde tantas veces me dejé las rodillas.

Me gustaba especialmente el invierno. Había al final de la calle un bar cuyo nombre no recuerdo pero que era conocido por todos como el “Menos Cuarto” por motivos que ignoro. Fue en él que oí por vez primera la palabra “cubalibre” o su forma rural de “cacharro”. También servían comidas robustas. Muchos sábados me mandaban allí a comprar bebidas. Me encantaba bajar con la bicicleta dando saltos sobre el terreno embarrado, respirando el olor de la leña de olivo quemada, cruzándome con perrazos vagabundos por los que sentía una mezcla de miedo y piedad. Apartaba la cortina antimoscas e ingresaba en la penumbra del bar, franqueaba la barra y me deslizaba en la cocina. En mi recuerdo siempre suena en una radio “If you leave me now” y allí ofician dos mujeres entre los fogones, las grandes ollas y una chimenea encendida. La matriarca de la familia, de unos cincuenta, termina de matar a un conejo y le despoja de su piel mientras una muchacha joven agita vigorosamente una sartén donde fríe ajos. Ella tendría unos veinte años, insólitamente rubia y pecosa, el pelo recogido en una trenza, un jersey grueso de lana, concentrada en su trabajo con una especial seriedad. Estudiaba alguna carrera, pero seguía ayudando a sus padres en el negocio.

Meses antes, el 22 de noviembre de 1975, estábamos comiendo en una salita al fondo de aquel local. En la televisión se informaba sobre la coronación de Juan Carlos I. Las imágenes intentaban reproducir la grandeza de los cuadros antiguos y yo sentía una infantil fascinación histórica. Éramos los únicos clientes en ese momento y cuando aquella muchacha trajo unas fuentes con patatas a lo pobre y una carne de cordero de un sabor montaraz, surgió una informal conversación sobre el acontecimiento del día. Un par de comentarios discretos fueron suficientes para que mis padres y ella se quitaran la careta y en voz baja se atrevieran a decir lo que verdaderamente pensaban. Yo era un crío y fue la primera vez que les escuché confesando en público el que hasta entonces era para mí era el Gran Secreto: la vileza y crueldad de aquel anciano que nos había gobernado. Se preguntaban si las cosas iban a cambiar o seguiríamos así siempre. La muchacha nos hablaba de su pertenencia al partido, de algunos de sus miedos, de interrogatorios brutales a compañeros. El miedo a una repetición eterna de lo idéntico se confundía con radiantes, desmedidas esperanzas de un futuro distinto. Me pareció en ese momento una mujer maravillosa y ahora, cuando hace mucho tiempo que no soy comunista, me lo sigue pareciendo, donde quiera que esté.

En “La Cartuja de Parma”, Stendhal tiene la genial intuición de que el joven Fabrizio del Dongo asista a la batalla de Waterloo y no se dé cuenta. Para mí la restauración de la monarquía y todo lo que vendría después, transformado en Historia, es simplemente una chimenea encendida en un día frío de noviembre, el sabor fuerte de la carne de cordero y una muchacha valerosa de huesos sólidos, con una trenza casi pelirroja, que me gustaba con locura.

Buen pensamiento matinal

23 martes Sep 2014

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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arenas movedizas, metafísica, multiverso, recuerdos

Anoche emergió un recuerdo perdido. Un recuerdo de hace décadas. De algún modo que se me escapa se ha mantenido oculto hasta ayer en esa extraña máquina de tejido y fluidos alojada en la futura calavera y que contiene el universo: nuestro yo, lenguas, música, medidas y distancias, atardeceres, ecuaciones, los rostros de los amigos, puertos, una peculiaridad de un cuerpo que amaste, el muelle de un bolígrafo agazapado durante años en el fondo de un cajón, la voz de tu madre, los olores de las calles en abril, el casto rostro de José Luis Uribarri, la araña que una tarde de tu infancia asomó tras una maceta, la atmósfera de un bar de carretera en el que desperdiciaste diez minutos de tu vida.

Recordé una escena de una película de ciencia ficción de los años cincuenta que pasaban por la televisión siendo yo un crío: un hombre se hundía en unas arenas movedizas situadas mentirosamente en la Luna. Las arenas movedizas, esa idea que a todo niño alguna vez ha espantado. Su mano, enfundada en esos guantes gordezuelos que llevan los astronautas, sobreactuaba crispada mientras lentamente se hundía en las arenas grises. Mis padres -no sé si percibieron o anticiparon mi angustia- improvisaron una conmovedora teoría para consolarme: bajo el suelo de la luna habitaba una comunidad de científicos que acogerían a aquel colega llegado de manera tan extravagante y lo harían uno de los suyos, así podría dedicar el resto de su vida a la investigación, que era al fin y al cabo lo que al hombre le gustaba. Ahora que lo pienso el relato de consolación no dejaba de ser algo deprimente. No era tan niño como para no darme cuenta de que película solo había una y seguía a su bola sin que nadie volviera a acordarse del pobre Dr. Smith, pero decidí creerme esa historia paralela. Quería creerla.

Y así luego todo. Ante lo poco que nos gusta el final de todo esto, los consuelos que nos ofrece la religión resultan poco creíbles y aun así ligeramente siniestros. A nadie le apetece una eternidad de luz y perfección, queremos este aire y esta vida. Por eso al despertarme hoy, aún soñoliento mientras los pájaros, criaturicas, empezaban a celebrar la salida del sol, me resultó extrañamente consoladora la descomunal teoría de los universos paralelos. Entre el juego y la embriaguez nuestra vida admitiría innumerables variaciones. ¡Nada se pierde y todo es posible! Este principio de éxtasis se me viene abajo cuando pienso en que por la misma regla de tres en mis otras existencias paralelas la cosa podría ir francamente mal. Por no hablar de un multiverso agravado por una infinita serie de permutaciones de Mariano Rajoy Brey. Creo que es hora de que me tome un café.

(29-4-14)

Comentario al margen

20 sábado Sep 2014

Posted by Salvador Perpiñá in política

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calles, niños, poder, política, sentimiento

No hace mucho un amigo colgó en el facebook un fragmento de “El Gran Dictador” de Chaplin, en concreto el excesivo y conmovedor discurso final. «We feel too little and we think too much» es una de las frases clave y en ese momento me pregunté si lo cierto no sería precisamente lo contrario, «we think too little and we feel too much».

A casi todos los efectos, seguimos viviendo en las coordenadas mentales definidas por Jean-Jacques Rousseau y la chavalada del Romanticismo alemán: sacralización de la naturaleza y de la figura del artista, exaltación del amor, el sentimiento y la espontaneidad, culto a la pasión y a lo extraordinario. Nos seducen el entusiasmo, la embriaguez, el desorden.

No voy a desprestigiar los sentimientos, no se me malinterprete, aquí uno siente como el que más. Cualquiera que vea el aspecto deplorable de mi mesa de trabajo entenderá que no soy un individuo precisamente cartesiano. Simplemente creo que la cantidad e intensidad de las emociones que suscita no es un indicador de la bondad de una idea. Ni siquiera el entusiasmo de la juventud o de los artistas, una panda de narcisistas irresponsables como todo el mundo sabe, la garantiza. El fervor del número, la energía prodigiosa que emana de las multitudes no tiene un valor moral en sí. Suelen acompañar los grandes procesos emancipadores, pero también las grandes carnicerías. Conviene distinguir.

Las banderas dan bien en las fotos, son de mucho emocionar. Hay una serie de motivos que se repiten en las crónicas de grandes actos de afirmación, porque son muy icónicos y resultones: niños en la manifestación con sus padres entre el flamear de las enseñas, chicas guapas pasándoselo en grande, ancianos rejuvenecidos por el entusiasmo. Si además el tiempo acompaña y hace solecito, nadie que no sea un desalmado rehusaría unirse a la alegría colectiva. No me gusta que los niños sean utilizados para embellecer un mensaje; hasta una foto de unos nenes en un prado florido, vestidos con sus pequeños uniformes del KKK, podría ser simpática.

Cuando del discurso de un tribuno alguien me dice que ha sido emocionante se me dispara una alarma interior. El fascismo, por ejemplo, fue la apoteosis de lo sentimental en política, toda su retórica, todos sus dispositivos de propaganda estaban destinados a despertar emociones. Hace poco leía viejas portadas de prensa del primer franquismo. Los editoriales, escritos en una prosa hiperbólica, convulsa, absurdamente cargada de imágenes, intentaban conmover a voces al lector haciendo gala de una cursilería insufrible. Llorar a moco y baba suele ser el preludio a los fusilamientos en las tapias de las afueras.

No digo yo de no entregarse cuando sea menester, para algo tenemos corazón, pero teniendo siempre a mano una pequeña, valiosa reserva de fría desconfianza. Por si acaso.

Carencias

17 miércoles Sep 2014

Posted by Salvador Perpiñá in Este blog, Examen de conciencia

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ego, ignorancia, realidad

Es imposible complacer a todo el mundo y por eso este blog de breve andadura ha contado con cálidos apoyos, pero también con su ración de críticas. En una de ellas se me reprocha el escribir demasiado sobre mí mismo. No lo negaré, no es de extrañar que escriba sobre mí, al fin y al cabo es el tema que mejor conozco. Y con reservas.

Por lo demás mi saber no va mucho más allá: algunos libros, música, pinturas, películas… y pare usted de contar. El vasto catálogo de mi desconocimiento es abrumador. Ignoro la posición en el cielo de la mayoría de estrellas y planetas, no soy capaz de distinguir el canto de los pájaros o reconocer los vientos y sus costumbres (cómo envidio esos escritores capaces de escribir durante páginas sobre las diferentes transparencias del aire según el viento que sopla), los nombres benévolos y antiguos de las plantas no siempre los asocio a una imagen clara (sé distinguir un ciprés de un limonero, pero no me pidáis mucho más), ignoro el nombre y la función de velas y aparejos, las reglas del béisbol y las sagas de los héroes deportivos, el mecanismo del motor de explosión y los abismales secretos de la física cuántica, los laberintos conceptuales de Heidegger, Wittgenstein o Lacan, ignoro los pormenores de la teoría de cuerdas, la prosa prolija y coñazo de Javier Marías o la sentimental discografía de Serrat, no sé distinguir los palos del flamenco, desconozco a lo largo y a lo ancho las filmografías de Kiarostami o Manuel de Oliveira, las costumbres y tradiciones profundas de la misma ciudad donde habito, una lista nada despreciable de series de televisión, la estimulante desnudez de Anne Hathaway, ignoro cómo rellenar una declaración de Hacienda, las rutas de las ballenas en mar abierto y las sutilezas de los ritmos internos de la prosa, ignoro las diferencias entre las versiones de las óperas wagnerianas, la mayoría de los idiomas en que los hombres no se entienden, cientos de ciudades, ríos y montañas, el aspecto de tu rostro si alguna vez me cruzo contigo, ignoro el momento y la manera en que abandonaré este escenario.

Ignoro finalmente qué clase de beneficio puede suponer para cualquiera la lectura de un blog escrito por alguien de tamaña ignorancia.

Pozo Alcón

14 domingo Sep 2014

Posted by Salvador Perpiñá in Aventuras de un señor de mediana edad

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maestros, niños, pueblos

Ayer estuve dando una charla en un instituto en Pozo Alcón. Pozo Alcón es un pueblo de Jaén, que forma parte del Parque Natural de la Sierra de Cazorla. Con unos 5.000 habitantes, situado cerca de la frontera con Granada, es decir lejos, muy lejos de casi todo. Hay un embalse cerca, el de La Bolera, olivos, almendros y esa tierra roja de los primeros recuerdos. Mentiría si dijera que es uno de los pueblos más bonitos que haya visto. El instituto tiene sus años, celebraban con antelación su feria del libro. Uno nunca puede evitar un estremecimiento cuando entra a un colegio o un instituto, se da cuenta de que no hace tanto ese mundo, ese orden cerrado, era el suyo. A veces sospecho que nunca acabas de salir del todo de allí. El olor de la tiza, carteles hechos con letras recortadas y pegadas, los mismos muebles cuyo diseño apenas ha cambiado. Pero también eso que los que no tenemos hijos habíamos olvidado, la limpia y estruendosa euforia adolescente, esos rostros y miradas sin pasado, puro deseo de ser proyectado hacia un futuro todavía sin límites.

Hubo un pequeño acto antes de mi intervención. Se proyectó un pequeño montaje sobre el ciclo de películas que organizaba el centro, elegidas con buen criterio. El muchacho encargado del montaje y la sonorización nos atronaba ufano y feliz con el “Highway to Hell” de AC/DC y atendía, serio, la pantalla del ordenador mientras sus pies no podían dejar de marcar el ritmo, a punto de olvidarse de donde estaba y entregarse a una exhibición de air guitar. Luego un trío de chavales (violín, teclados y guitarra) acompañaba una lectura de poemas de Lorca y Machado, recitados con delicada, irresistible torpeza por unas niñas. Los mismos músicos arroparon a una adolescente, la hija de la mujer que limpia el instituto y echa una mano en la cantina, que cantaba sentada, por pura timidez. Llevaba una blusa blanca ligeramente pasada de moda y una ortodoncia corregía la belleza despejada de su cara. ¿Recordáis “Zombie”, aquel tema de The Cranberries que no paraba de sonar en los noventa? Nunca fue una de mis canciones favoritas, pero la chica la clavó. Su voz frágil, cargada de sentimiento (“With their tanks and their bombs and their bombs and their guns. In your head, in your head, they are dying…”) y el sobrio arreglo, me conmovieron. Pasé lo mío para disimular un inoportuno brote emotivo.

Devorado por los nervios, lo admito, no estaba en mi mejor forma, pero creo que salí airoso. Lo tenía fácil, no iba a hablar de las aplicaciones industriales del wolframio sino del oficio de guionista. Recurrí a los cuatro chascarrillos que nunca fallan para meterse al público en el bolsillo. Fui escuchado con respeto y curiosidad, me hicieron muchas preguntas bastante interesantes, pero en el fondo sé que podría haberlo hecho mejor y que ellos merecían más.

Todo era obra en especial de una pareja de profesores, Pepa y José Manuel, que llevan en el pueblo cerca de veinticinco años. Decidieron quedarse allí, educar a sus hijos (ahora desperdigados, literalmente, por el mundo) en aquel remoto paraje. Aplicaron ideas nuevas sobre educación cuando nadie las apoyaba. Siguen con el mismo entusiasmo, organizan actividades de logística agotadora, no paran. El instituto de Pozo Alcón aparece con frecuencia en los rankings de rendimiento académico. Han consagrado su vida a ello, se les nota orgullosos pero sin jactancia. Ya tienen una edad pero no les veo rendidos, si acaso con un suave escepticismo que el fervor de sus actos contradice y con ese cansancio satisfecho del que llega a casa de noche, el trabajo cumplido.

Compartí mesa y botellas de vino con ellos, con otros profesores y con el médico del pueblo. Hablaban de su labor sin darse demasiada importancia. Una profesora contaba su experiencia en otros pueblos. Su ex marido era médico y no era infrecuente que mientras él atendía en mitad de la noche a mujeres que habían sido víctimas de la brutalidad de sus maridos, ella les diera colacao con galletas a los niños asustados. Tenía siempre reservas de ambas cosas para ese auxilio inmediato, necesario, casi sacramental. Un colacao con galletas es algo que siempre da paz y seguridad a un niño. No son pueblos idílicos, hay problemas de desestructuración familiar, la crisis les ha golpeado como a todos. Por eso es más admirable aún lo que cada día consiguen en el instituto.

Volviendo a Granada, entre las carreteras flanqueadas de olivos y almendros en flor en el aire transparente de la tarde, sentí una emoción que solo podría definir como republicana. Sentí el valor y la dignidad de lo público, de eso que algunos, intoxicados por los vapores de la gomina y por lecturas mal digeridas de Hayek o Schumpeter, pretenden desmantelar. También pensé en aquellos que desde las redes sociales, tan calentitos en su casa, proyectan hacia el mundo sus rencores personales, diciendo que vivimos en el peor de los mundos posibles y que esto es una espantosa dictadura (¿qué sabrán ellos lo que es una espantosa dictadura?, bueno, algunos lo saben, la han conocido, peor todavía, qué poca memoria tienen) pidiendo a gritos guillotina, fuego y sangre mientras otros hacen cosas, cambian cada día el mundo que les rodea, silenciosamente, sin que se conozca su labor, sin gloria.

Los maestros me hablaban de cómo aún reciben cartas de algunos alumnos, a veces muy lejos, a miles de kilómetros de distancia, que no les han olvidado. Los maestros. Resulta repugnante saber que durante la guerra civil fue uno de los colectivos más represaliados por el bando golpista. Yo ahora quiero brindar por ellos, por maestros, por médicos, por todos aquellos que en los lugares más escondidos, hacen este mundo un poco más habitable, porque ellos, verdaderamente, son la sal de la tierra.

(5/04/2014)

 

Él

11 jueves Sep 2014

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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amistad, médicos, niños, venganza

La enseñanza suele ser víctima de las modas del momento. A lo largo de mis años de escuela cambiaron de nombre los conceptos básicos del mundo físico y los constituyentes sintácticos, nos sobrecargaron de manera absurda con teoría de conjuntos y pillamos los últimos coletazos de la obsesión sesentera por los tests psicotécnicos. Con doce años se nos sometió a uno, particularmente extenso y minucioso que, entre otras cosas, detectó en mí vocación y aptitudes para el difuso concepto “música y espectáculos”. En su momento me vi vestido de cabaretera y con una boa de plumas, pero ahora entiendo que no iban nada desencaminados, ¡cuántos rodeos absurdos me hubiera ahorrado de haberles hecho caso!

Una de las partes más crueles del test era la que medía la aceptación entre tus compañeros de aula. Lo normal era recibir cuatro o cinco rechazos, lo que me parece hasta saludable, no le puedes caer bien a todo el mundo. Había excepciones. Algunos lloraron porque aquel índice iba más allá de lo tolerable. Luego hay que vivir toda una vida con eso. (Y me acuerdo ahora del pobre A. , desgarbado y asustadizo, combinación irremediable de tristeza y microcefalia. Una tarde sumergió su cabeza repetidas veces en las aguas turbias de una acequia proclamando a gritos que se iba a quitar la vida, entre las risas del respetable. La infancia es una época llena de dramas extraordinarios.)

Yo fui otra excepción. Registré un rechazo. Uno solo. No comento esto para encarecer mi encanto personal. Si tienes cinco rechazos no te paras demasiado a pensarlo, pero cuando tienes nada más que uno la pregunta se impone por sí misma: ¿quién es? Cada mañana que entraba a clase estudiaba las caras de mis camaradas en busca de indicios. Uno de ellos me detestaba, ¡y no podía saber cuál! Con los años aumenta el número de personas que no te soportan, no nos faltan oportunidades de hacer méritos, pero no he olvidado esa antipatía precoz, elemental, de una pureza no contaminada aún por los conflictos de intereses o el desacuerdo ideológico.

A veces he fantaseado con qué será de mi secreto enemigo. Vivo en una ciudad pequeña, no es extraño que me cruce con él por las calles sin saberlo; así, cuando está a punto de olvidarme vuelve a ver mi rostro y el viejo odio se aviva. No descarto que mi presencia inquiete sus sueños. Lo imagino ejerciendo profesiones diversas y maquinando males contra mí, desatando una inspección fiscal, rechazando mis proyectos en comisiones que deciden a quien subvencionar, deteniéndome quizás por consumo de estupefacientes. De estallar una guerra civil, y si él tuviera algún poder, mi nombre no tardaría en figurar en esas listas que circulan en secreto. Entre todas estas fantasías me complace particularmente una en que algún accidente pone en peligro mi vida. Llevado a urgencias, atravieso los pasillos del hospital tumbado en una camilla con ruedas; las luces del techo se suceden una tras otra mientras la esperanza de sobrevivir va ganándome. En una suerte de éxtasis agradecido acepto mi indefensión, vulnerable como un recién nacido me dejo llevar, estoy en buenas manos. Soy ingresado en el quirófano, preparan mi cuerpo desnudo y vulnerado, siento el fluido anestésico ardiendo en mis venas, un gran sol suspendido sobre mis ojos. En ese mismo momento, a punto de saltar a la oscuridad y al olvido, cuando todo el mundo empieza a desvanecerse, el rostro del cirujano se inclina sobre mí, se despoja de su mascarilla y lo reconozco. «Sí, era yo», son las últimas palabras que escucho.

Puede también que a estas alturas no respire el mismo aire que nosotros, puede que tan sólo viva ya en mi interior, para siempre sin rostro, juzgándome. Puede que durante toda mi vida no haya hecho otra cosa que buscar de manera patética su aprobación y su perdón

Supercalifrágilistico

08 lunes Sep 2014

Posted by Salvador Perpiñá in Cine

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Inglaterra, Mary Poppins, niños, política, prodigios

chimneysweeps dancing

“Up where the smoke is all billowed and curled
‘Tween pavement and stars
Is the chimney sweep world
When there’s hardly no day
Nor hardly no night
There’s things half in shadow
And halfway in light
On the rooftops of London
Coo, what a sight”

Mary Poppins  es un film dirigido en 1964 por Robert Stevenson que, antes de transformarse en el realizador de la casa en amables producciones Disney, nos regaló una extraordinaria versión de Jane Eyre (aquí bautizada caprichosamente como “Alma Rebelde”), protagonizada por Orson Welles y Jean Fontaine; una delicia gótica que recomiendo calurosamente. La película que nos ocupa parece más antigua que lo que su fecha indica. No es ya la candorosa torpeza de algunos efectos especiales, ni esos interiores sobreiluminados, me refiero a resabios decimonónicos del viejo musical, como que por ejemplo la euforia matinal se represente a ritmo de desfile  militar,  conmovedor residuo de una época en la que la muchachada occidental se alistaba enfervorizada, dispuesta a regar con su sangre los campos de labor de la vieja Europa.

Pero eso no debe engañarnos. Vamos a analizar un poco. La historia de Mary Poppins, adaptación de los libros de Pamela Lyndon Travers[1], recicla hábilmente elementos de Dickens, Lewis Carroll o J.M Barrie y será así mismo revisitada con frecuencia en el futuro (recordemos esa Mary Poppins sueca y yeyé llamada Pippi Långstrump). En el hogar de los Banks (ojo al apellido) todo es minuciosamente planificado por el señor Banks, paradigma del hombre conservador, ordenado y aburrido, que ahoga su sexualidad y sus facultades imaginativas a través del metódico trabajo en un banco. El loco de David Cooper hablaba de la “mirada anorgásmica” del presidente Richard Nixon; bien, puedo asegurarles que, al lado de Mr.Banks, Nixon es como Jim Morrison. Su mujer sublima también su sexualidad insatisfecha mediante un sufragismo militante que se evapora en el preciso momento en que su prosaico maridito entra en casa. Los niños practican una rebeldía en off y queda claro que todo asomo de espontaneidad ha sido concienzudamente reprimido entre esas cuatro paredes. Y es en ese momento cuando desciende de los cielos, en medio de una imaginería muy Magritte, la misteriosa, frígida y pizpireta Mary Poppins (Julie Andrews), «practically perfect in every way».

Con una pasmosa seguridad en sí misma, Mary Poppins introduce un soplo de caos en el número 17 de Cherry Tree Lane. Cuenta para ello con un aliado inseparable, Bert (Dick Van Dyke), desinhibido one-man-band, pintor callejero y deshollinador ocasional; despreocupado, irreverente y libre, dado al carpe diem y a los números bailables, un hippy de manual, vamos. Ambos outsiders inculcarán en las cabecitas infantiles de sus pupilos el desprecio por el orden establecido y las convenciones, enseñándoles que un amable dejarse llevar por los impulsos del momento es la llave de la felicidad. Así pues guiarán a los niños a través de una serie de experiencias, incluyendo una iniciación cuasi psicodélica mediante la inmersión en los dibujos de tiza de Bert, puerta de entrada a una realidad paralela, suerte de encarnación de esa idealizada Merrie Olde England, cuya larga sombra abarca desde los autores victorianos hasta The Beatles. Allí, ambos harán mofa y befa de la venerable institución de la caza del zorro y Mary Poppins se entregará a desenfrenados bailes sicalípticos.

El señor Banks ve todo esto con lógica preocupación, pero sus intentos de llamar al orden a la feroz anarca que se le ha colado en casa son zanjados con un “nunca doy explicaciones” de la enigmática institutriz. Su esposa y las mujeres del servicio se adhieren con entusiasmo a los métodos de esa mujer que ilumina con el brillo de lo inesperado sus antes tediosas jornadas. El señor Banks viendo que las mujeres conspiran para acabar con las virtudes viriles que se practicaban en sus dominios, decide in extremis llevar a sus hijos al templo del dinero donde él trabaja y sacrifica sus días, a ver si van aprendiendo lo que es la vida. Allí, en una escena que no hubieran desdeñado firmar los Monty Python, el Banquero Supremo, indeciblemente anciano, y sus hijos acólitos reclaman a los niños sus modestos dos peniques con avidez libidinosa, glosando en una siniestra canción la excelencia de los balances bancarios a la hora de llevar Inglaterra a la gloria y la prosperidad. Los niños, unos sentimentales, son insensibles a dichos argumentos y a los encantos de un interés módico, ellos prefieren dar sus dos peniques a una anciana que vende comida para pájaros. Cuando el abyecto prócer intenta arrebatar las monedas a uno de los pequeños, éste comienza a exigir a gritos que le devuelvan su dinero, liándola parda y provocando un pánico bancario en toda regla.

Tras esa jornada catastrófica Mr.Banks regresa a casa melancólico y exhausto, para encontrarla invadida por un enjambre de desenfadados y enérgicos proletarios hiperactivos, capitaneados por Bert, que llenan su salón de hollín y anarquía. Esa misma noche Mr.Banks es llamado al banco, donde en una siniestra ceremonia con ecos de la degradación del capitán Dreyfuss, es despedido, poniendo fin a una prometedora carrera. Mr.Banks experimenta entonces una epifanía y tras contar un chiste malo vuelve a su casa dispuesto a cambiar su vida. Lo primero que hace es besar a su mujer en la boca, ante el regocijo del servicio, beso que –dados los antecedentes- resulta tan incómodo para el espectador como si se sacara la chorra. A continuación se irá a volar cometas con sus hijos, como está mandado. Intuímos que en lo sucesivo en esa familia se jugará más y se follará más. Y nos parece bien, ¡qué demonios! Mary Poppins, cumplida su misión y tras una conversación claramente alucinatoria con su propio paraguas, se va volando a subvertir futuros hogares británicos.

¿Para qué cuento todo esto? Es queja común entre la izquierda –la izquierda, ay, tan instalada en la queja- que los mass media nos bombardean constantemente con estupidizantes mensajes reaccionarios. Mi tesis es justamente la contraria. Todos aquellos nacidos después de la década de los sesenta hemos sido expuestos desde pequeños a bienintencionados mensajes progresistas, escritos por guionistas americanos, que son todos –como nadie ignora- unos liberales de mucho cuidado, en el sentido que allí se le da a ese noble término, enturbiado aquí por personajes de la calaña de Esperanza Aguirre. Lo cual explica que un gauchismo genérico sea la ideología default de la gran mayoría de los ciudadanos, incluyendo votantes conservadores (salvo casos donde confluyen una intensa influencia familiar, intereses de clase, alergia al pago de impuestos o factores fisiológicos diversos).

Así que me permitiré aventurar, sin asomo de ironía, que nuestra revoltosa y casta institutriz está claramente detrás de la actual pujanza de Podemos.

[1] Murió casi centenaria en 1996. Según sus nietos “she died loving no one and with no one loving her.»

Los límites de la piedad

05 viernes Sep 2014

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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ceguera, compasión, odio, perros

Estaba una mañana sentado en un vagón de metro, sumido como todos los pasajeros en un estado entre la modorra y la tristeza, cuando en una de las estaciones apareció un hombre alto, corpulento y en gabardina, que atrajo todas las miradas. Era un ciego, acompañado por su perro lazarillo. La irrupción de un ciego en un vagón de metro provoca lo más parecido a un estremecimiento de horror sagrado a que podemos hoy aspirar. En la ceguera siempre hay algo intensamente anacrónico.

Era una de las líneas que discurren a mayor profundidad, así que al verle era difícil no pensar en el imposible descenso por un laberinto de pasillos y escaleras, en medio de una tiniebla que, de una manera especial, se derramaba desde él hacia nosotros. Ese incómodo sentimiento quedaba suavizado por la mirada del perro guía, un buen perro sin duda, un pastor alemán adorable, todo fuerza, afabilidad, abnegación, la lengua sonrosada colgando simpática de su boca abierta. No tardaron en cederle un asiento y el tren se puso en marcha, el ciego en su oscuridad y nosotros en la nuestra.

Los sonidos chirriantes del metro incomodaban ligeramente al perro, que llegado un momento se agitó y empezó a gemir. El ciego dio un brusco tirón a la correa que sostenía el arnés y gritó: “¡calla ya!”. No sé por qué uno espera de los ciegos que tengan una voz suave y dulce, a lo Nat King Cole, pero no era el caso. Más próxima al graznido que al susurro, inapelablemente antipática, fue imposible ignorar esa voz, por mucho que lo intentáramos. Un cierto malestar empezó tomar forma. El pobre animal no podía reprimir su nerviosismo y se agitaba y emitía ligeros aullidos asmáticos; el ciego volvió a pegar un violento tirón de su arnés y a levantar la voz. Aquella incómoda compasión del principio empezó a virar hacia la hostilidad. Cuando el hombre levantó la mano y le dio una colleja a su acompañante, una chica no pudo contenerse y con una incandescente mirada de odio gritó: “ya está bien”. El perro, sabiéndose quizás apoyado incondicionalmente por todos, levanto los ojos al cielo con una mirada doliente capaz de apaciguar tormentas y prorrumpió en un crescendo de gañidos inarticulados que su dueño, incapaz a estas alturas de dominar, intentaba sofocar torpemente a base de tirones y manotazos en el lomo. Podía imaginarme cómo, desde la soledad resonante de su mundo de sombras, aquel desdichado sentía que el universo se había puesto en contra de él. Cuando llegué a mi destino y me bajé del vagón no quise mirar atrás, tenía miedo de ver a los pasajeros apaleando al ciego y al perro lamiendo agradecido las manitas frías de hermosas muchachas de buen corazón.

(25-11-2013)

Septiembre

02 martes Sep 2014

Posted by Salvador Perpiñá in Examen de conciencia

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felicidad, futuro, oración, otoño

Es el mes de los prodigios y las segundas oportunidades, cuando madura la uva y el peso de los membrillos vence las ramas. Algunos pájaros se dejan ver de nuevo y proclaman en las plazas el fin de la tiranía de un astro cruel. Todo comienza de nuevo. Desde el corazón de las montañas y los océanos una frescura amable se derrama sobre el mundo renovado, limpiando el aire de las calles. El gato recupera su compostura, las ciudades se pueblan de nuevo. Regresan los amigos, los gritos y risas de los niños en los patios de los colegios, la belleza sagrada de lo habitual. Saltando por tejados, veletas y chimeneas nos acecha un presentimiento de lluvia en el rostro, copas de vino y fuegos encendidos. Y es en este mes tan querido y en esta estación de mi vida que hago votos de una secreta, desafiante alegría, que ni el tiempo ni la adversidad puedan arrebatarme. Alejar de mí el miedo y la sumisión, tener las fuerzas y el coraje de hacer lo que debo hacer y hacerlo de la mejor manera posible, no ceder en esto. No perder la curiosidad, ni el asombro ante el mundo y sus humildes prodigios –la luz, ahora, desterrando lentamente las sombras del patio-, no perder nunca la capacidad de admirar a otros, no pecar de ingratitud con lo que me ha sido dado, no dejar de buscar. Todo lo demás – frutos, arrobamientos, futuros placeres y dulzuras- vendrá por añadidura. Éste es el desmedido deseo que mis labios se atreven a pronunciar en el inicio mismo del día.

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