Como muchos otros han descrito mucho mejor que yo, pasear por las calles ya conocidas de tu propia ciudad es una experiencia torrencial. Determinadas condiciones de luz te transportan a un estado que aúna la efusión cordial y la mirada analítica. A lo largo de esas calles familiares, el decorado de tus días, conviven todos los estratos de ti mismo. Los muchos que fuiste, el que ahora eres y aquello que serás, todos van dejando una estela por las aceras y un fantasma múltiple en los cristales de los escaparates. El paseo se presta también a una disposición antropológica, la atenta consideración de lo que cambia y lo que permanece: los rituales de la adolescencia, los vicios de carácter de tus conciudadanos, transmitidos de padres a hijos, la eternidad luminosa en la que vive el niño… Asistir en definitiva al funcionamiento de ese extenso organismo que es una ciudad, lo que en ella es irreductible a ordenanzas y planificaciones.
En ese estado de ánimo pasaba de buena mañana cerca de un kiosco de prensa, anclado en la misma esquina desde que yo tenga recuerdo. En su interior una muchacha veía discurrir las horas, la mejilla apoyada en la mano, la mirada ausente, inserta en una triste mandorla de escasez. En los tiempos predigitales los kioscos eran lugares concurridísimos, hiperactivos, abigarrados bodegones con mesas supletorias que desbordaban casi la acera: prensa nacional e internacional, toda clase de revistas, colecciones de miniaturas, discos y libros. En los kioscos del final del milenio uno podía adquirir la Historia de las Religiones de Mircea Eliade, la Anábasis de Jenofonte, el Ulises de Joyce, Jara y Sedal, los últimos cuartetos de Beethoven y una revista de porno fino y alejarse silbando. Como tantas otras profesiones, la de kiosquero experimenta una decadencia cierta, tristísima, irreversible.
He percibido en las redes sociales una abierta sorna ante quienes miran con inquietud los avances de la inteligencia artificial. El horror a caer en un feo conservadurismo —el conservadurismo no es sexy, eso lo saben perfectamente los creativos publicitarios— celebra la aniquilación de un mundo y lleva a confesos izquierdistas a apostar por «soluciones creativas y eficientes», tanto en lo tecnológico como en lo moral, de un modo que hubiera alarmado hasta a Milton Friedman. A veces me parece que el no parecer conservadores (signifique eso lo que signifique) es hoy la única señal distintiva de la izquierda.
Puede resultar truculento hablar de la aniquilación de un mundo, lo admito; pero cómo no ver que esa tecnología destruirá de nuevo oficios y modos de ganarse la vida para beneficiar a una élite ambiciosa, como ocurrió durante la primera oleada digital. Entonces dio comienzo la demolición de la prensa y la industria discográfica, aplaudida por los mismos, los que sostenían que no se pueden poner puertas al campo.
El progreso no es una flecha hacia delante, a veces el tiempo supone un fracaso. El melancólico paseante ve también cómo los centros de las ciudades están ocupados ahora por franquicias. Apenas quedan negocios de particulares, ineficientes e incapaces de adaptarse, según el fervor del economista liberal. Esto no solo lleva a la uniformización de las ciudades, no es tan solo una cuestión estética; también tiene sus implicaciones políticas: aquellos negocios, eran una extensión de la personalidad de sus propietarios, ciudadanos libres. El franquiciado no deja de ser un asalariado, un súbdito.
Claro está que confundimos la decadencia del mundo con la nuestra, pero sin incurrir en la jeremiada (pecado de vejez desde que el mundo es mundo) mantengamos una rebeldía interior, especialmente ante las franquicias ideológicas, las que no permiten el menor disenso. Pero de eso hablaremos otro día.

Martin Lewis (1881-1962)