No tendría más de seis años cuando aprendí el significado de lo irreversible. Desde las grandes mitologías al mismo lenguaje, el fracaso suele adoptar la figura de una caída. Para mí se encarna en un impulso de ascensión. Intentaré explicarme.
En Granada se celebraba el Corpus y me llevaron a la feria, a “los columpios”, como se decía entonces. Muy lejos de la eficiencia planificada del parque de atracciones actual, un descampado era tomado durante unos días por la bulliciosa tribu de los feriantes, que construían un precario decorado de luz, metal, estruendo y fritanga. Laberintos de espejos, sórdidas exhibiciones de freaks (los de mi edad aún conocieron espectáculos como “La mujer salvaje”), coches de choque, pasadizos del terror y el modesto vértigo proporcionado por las atracciones. ¡Qué fácil es sumir al niño en un estado de encantamiento! Aquella calle mágica que terminaba en el templo de lona del circo, aquella geografía onírica era para los ojos del niño una prefiguración de las delicias del Paraíso. No veíamos la tristeza, deslumbrados por las bombillas y focos de colores, aturdidos por la música, intoxicados por las nubes de algodón rosa. Todavía me encantan las pequeñas verbenas de los pueblos, con su vulgaridad Rimbaud y el olor inconfundible de los pinchos morunos forma parte de mi arsenal de magdalenas de Proust.
Con esa sensación infantil de haber vivido el mejor día de mi vida, fui detrás de mis padres a una terraza próxima, donde se reunieron con amigos. A mi hermano y a mí nos había comprado un globo de helio. Acostumbrados al globo común, el que hinchas con el aire purísimo de tus pulmoncillos de criatura y que evoca la amable ingravidez lunar, aquel globo resultaba un animal completamente distinto. Mis padres hablaban con otros adultos de sus asuntos de adultos ―quién sabe si en esas conversaciones ininteligibles para nosotros estaban las claves que nos hubieran permitido entenderlos en los años de la adolescencia, los años del desprecio― y yo paseaba con un pueril orgullo mi nueva propiedad. No sé qué torpeza cometí, pero el globo se desprendió de mi mano y, siguiendo su naturaleza, empezó a elevarse. Por un instante pensé que era un contratiempo al que podría poner remedio y miré hacia la mesa de mis padres, pero entonces, de una manera fulgurante que no he olvidado, entendí que ni siquiera ellos en su omnipotencia serían capaces de recuperarlo. Supe que el globo jamás se dignaría a descender y así lo vi perderse en el cielo nocturno, rumbo a una luna gordezuela y serena, su hermana mayor, a la que poco le importaba mi llanto.
Desde entonces han sido muchos los momentos de pérdida. Uno acumula naufragios donde a la desdicha se suma con frecuencia el ridículo y entonces siempre vuelve el recuerdo de aquel globo ascendente, desastre fundacional, kilómetro cero de la decepción, e imagino que en la cara oculta de la luna existe un silencioso Mar del Desencanto, colmado por todos los globos que los niños han perdido.
