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Desesperación y Risa

~ el blog de Salvador Perpiñá

Desesperación y Risa

Archivos mensuales: septiembre 2022

Desencanto y helio

26 lunes Sep 2022

Posted by Salvador Perpiñá in Historias

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No tendría más de seis años cuando aprendí el significado de lo irreversible. Desde las grandes mitologías al mismo lenguaje, el fracaso suele adoptar la figura de una caída. Para mí se encarna en un impulso de ascensión. Intentaré explicarme.

En Granada se celebraba el Corpus y me llevaron a la feria, a “los columpios”, como se decía entonces. Muy lejos de la eficiencia planificada del parque de atracciones actual, un descampado era tomado durante unos días por la bulliciosa tribu de los feriantes, que construían un precario decorado de luz, metal, estruendo y fritanga. Laberintos de espejos, sórdidas exhibiciones de freaks (los de mi edad aún conocieron espectáculos como “La mujer salvaje”), coches de choque, pasadizos del terror y el modesto vértigo proporcionado por las atracciones. ¡Qué fácil es sumir al niño en un estado de encantamiento! Aquella calle mágica que terminaba en el templo de lona del circo, aquella geografía onírica era para los ojos del niño una prefiguración de las delicias del Paraíso. No veíamos la tristeza, deslumbrados por las bombillas y focos de colores, aturdidos por la música, intoxicados por las nubes de algodón rosa. Todavía me encantan las pequeñas verbenas de los pueblos, con su vulgaridad Rimbaud y el olor inconfundible de los pinchos morunos forma parte de mi arsenal de magdalenas de Proust.

Con esa sensación infantil de haber vivido el mejor día de mi vida, fui detrás de mis padres a una terraza próxima, donde se reunieron con amigos. A mi hermano y a mí nos había comprado un globo de helio. Acostumbrados al globo común, el que hinchas con el aire purísimo de tus pulmoncillos de criatura y que evoca la amable ingravidez lunar, aquel globo resultaba un animal completamente distinto. Mis padres hablaban con otros adultos de sus asuntos de adultos ―quién sabe si en esas conversaciones ininteligibles para nosotros estaban las claves que nos hubieran permitido entenderlos en los años de la adolescencia, los años del desprecio― y yo paseaba con un pueril orgullo mi nueva propiedad. No sé qué torpeza cometí, pero el globo se desprendió de mi mano y, siguiendo su naturaleza, empezó a elevarse. Por un instante pensé que era un contratiempo al que podría poner remedio y miré hacia la mesa de mis padres, pero entonces, de una manera fulgurante que no he olvidado, entendí que ni siquiera ellos en su omnipotencia serían capaces de recuperarlo. Supe que el globo jamás se dignaría a descender y así lo vi perderse en el cielo nocturno, rumbo a una luna gordezuela y serena, su hermana mayor, a la que poco le importaba mi llanto.

Desde entonces han sido muchos los momentos de pérdida. Uno acumula naufragios donde a la desdicha se suma con frecuencia el ridículo y entonces siempre vuelve el recuerdo de aquel globo ascendente, desastre fundacional, kilómetro cero de la decepción, e imagino que en la cara oculta de la luna existe un silencioso Mar del Desencanto, colmado por todos los globos que los niños han perdido.

Vituperio y elogio de la puesta de sol

09 viernes Sep 2022

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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El artista adolescente desprecia las puestas de sol como una forma de sublimidad para clases medias. El crepúsculo es el AOR del paisajismo, carne de redes sociales, belleza nacionalizada, inapelablemente democrática. A todos gusta y a todos se ofrece a diario, impregnando con la grandeza intemporal de las ruinas y los desiertos a polígonos industriales y tejados con antenas. El artista adolescente está demasiado preocupado por construir un yo como para abrirse a los módicos milagros del mundo y le lleva una vida empezar a abrir los ojos. Algunos jamás lo consiguen.

Lo que nos une suele ser más interesante que lo que nos singulariza. El paso del día a la noche, como el fuego o como las olas, es algo muy serio y abunda en efectos dramáticos. Las máquinas se paran, los pájaros se entregan a una última agitación antes de la calma, hay un relevo de los sonidos apenas perceptible de tan lento, premonición de silencio que anuncia el cambio de escenario. ¡Y qué cambio! Un planeta da la espalda al sol y se enfrenta a las vastedades heladas de un universo inhóspito. Desaparecido el cielo azul, pura refracción, decorado tranquilizador, se nos revela la verdad desnuda, eternidades de vacío sin propósito. La noche de la ciudad moderna tiene una hiperrealidad insomne de set de televisión, pero basta con alejarse un poco para que incluso en las calles de los pueblos podamos todavía percibir el misterio de aquellas horas antiguas en que los hombres se entregaban a las perplejidades del sueño, las punzadas del remordimiento o las clandestinidades del amor, la conspiración y el crimen. Espíritus y depredadores campan a sus anchas por galerías, caminos y bosques.

Socorrida metáfora del fin de la vida, trivializada por empresas de pompas fúnebres y poetas con estatua en plaza pública, nos resistimos a creer que el sol desaparecerá para siempre, ningún crepúsculo es el último y todos llevan en sí la promesa especular del amanecer.

Ya el niño deja volar su imaginación ante esos cielos encendidos, poblados de formas cambiantes, entre cuyas incandescencias flotan islas de azules imposibles y turquesas efímeros. Siempre el mismo, siempre otro. Ni siquiera las decepciones de la edad adulta son capaces de atenuar su seducción. A la hora del crepúsculo no hay lugar en la tierra donde a alguien cansado del trabajo no le pille por sorpresa, mire agradecido por la ventanilla del coche y recupere por un instante el asombro primero. Sin saberlo, conserva ese incendio en su corazón cuando se deja caer fatigado y a oscuras en la cama, confiado en que la noche no durará para siempre.

Edward Hopper

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