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Desesperación y Risa

~ el blog de Salvador Perpiñá

Desesperación y Risa

Archivos mensuales: septiembre 2020

Papel, tijeras, pegamento

23 miércoles Sep 2020

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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infancia, manualidades

El mundo se empezó a joder cuando algún solemne imbécil decidió que la asignatura antes conocida como “trabajos manuales” debía pasar a llamarse “pretecnológicas”. “Trabajos manuales” era un concepto dignísimo, de gran precisión, en el que resonaban Hesíodo y Marx, que abarcaba gremios y mandiles, menestrales y talleres en un imaginario emocionante de sastres, talabarteros y luthiers; “pretecnológicas” es una árida pedantería, una esdrújula pomposa, remilgada, casta.

Todo aquel que abra un tubo del producto inventado por el simpático Gregorio Imedio ―un señor de Calzada de Calatrava que se pasó la infancia empalmando bobinas de película en el cine de verano de su familia y rompiendo vajillas para sus experimentos― sentirá, además de un breve mareo reminiscente de los transportes del popper, un magdalenazo a lo Proust que lo enviará directamente a una tarde de su niñez, con una lluvia machadiana tras los cristales y todo el atrezzo. Los humanos por lo general amamos los recuerdos de la infancia, convenientemente desinfectados para borrar el miedo, el remordimiento y el tedio, que también enseñaban su fea cara, y los amamos porque la realidad no había iniciado el proceso de desencantamiento y porque los recuerdos son quizás la definitiva propiedad privada, lo único que nadie, salvo el accidente vascular o el alzhéimer nos puede arrebatar.

Los maestros nos encargaban una labor determinada ―la irremediable cursilería de unas vidrieras, unos cuadros hechos con bolitas de papel de seda o un mapa de España aparatosamente analógico en el que una bombillita pálida se encendía cuando adivinabas que el acueducto de Segovia se encontraba en Segovia― y en los días siguientes las papelerías de los barrios se inundaban de niños comprando charol, fieltro, papel de seda, cartulinas, celofán de colores, toda una industria inocente que imagino extinguida.

Yo era del tipo desastre y mis obras, ambiciosas pero irrisorias, jamás tuvieron un acabado pulcro ni elegante. Algunos niños dominaban la materia, que se sometía sin problemas ante sus dedos hábiles que tal pareciera que nunca se mancharan con pintura o pegamento. Héroes por un día, sus producciones tersas, equilibradas, netas, eran celebradas por el profesor como ejemplo de probidad, perseverancia y buen hacer. Algunos compañeros cabrones gustaban de esperarlos a la salida y pisotear con saña el logro de sus desvelos (o el de sus padres, que fraude también lo había) con esa simplicidad genial que a veces adopta el mal. Aquellos alumnos mañosos no estaban necesariamente dotados de creatividad o alguna otra aptitud específica, pero ninguno de ellos ha acabado metiéndose jaco en el local abandonado de un bingo en Ciudad Lineal. Si yo realizará entrevistas de trabajo exigiría a los candidatos que trajeran alguna manualidad de su infancia: si todas las bolas de papel de seda tienen el mismo tamaño, contrátalo.

Ha pasado mucho tiempo desde entonces, un siglo concretamente, y cada vez que escribo, cada vez que ensamblo las historias de los guiones por los que me pagan, siento que sigo recortando y pegando trocitos de papel un domingo por la tarde, con su melancolía y su ansiedad. Ya no me pongo perdidas las manos con pegamento, pero construyo de nuevo una jaula frágil hecha de celofán, frases, cartón y recuerdos imaginados, efímera ―bien lo sé― pero suficiente para protegerme de la lluvia ahí fuera y para que finalmente me digan: bien hecho, Perpiñá. Y me den una palmadita en el hombro, héroe por un día.

Tempus Fugit

15 martes Sep 2020

Posted by Salvador Perpiñá in Examen de conciencia

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berrinche, tiempo

Antes de que el mundo y sus habitantes se nos transformaran en una bufonada santurrona e irracional, es decir, antes de que el siglo XXI empezara a mostrar su rostro bifronte ―roussoniano con esteroides y darwinista sonriente― es decir, antes de que empezáramos a envejecer y a tener miedo de caer en la irrelevancia, el enemigo era la clase media, aquella pequeña burguesía filistea, nuestros padres, vamos. Ridiculizábamos su moral pacata de tergal y braslip Ocean, su cubertería para los invitados y la trivialidad de sus gustos artísticos, puro kitsch acomodaticio. Después de una vida marcada por la guerra y por la estrechez, se conformaban con el plato de sopa en la mesa, la meriendilla y el orden conyugal, tan abrigadito, cuando nosotros exigíamos el absoluto, los fastos de la embriaguez y la aniquilación, ¡valientes cobardes nuestros padres!

Tengo algo que deciros, el kitsch ha muerto. En el kitsch (palabra que ―como leitmotiv― se suele utilizar mal, de momento no significa hortera o al menos no solo hortera) siempre hay una imitación barata de los prestigios del pasado. El pasado como referencia, la mera idea de prestigio, hace tiempo que ha perdido su peso asfixiante y solo provoca el bostezo y la impaciencia. La pura novedad, la “tendencia”, se erige como valor absoluto. La banalidad como victoria paradójica de las vanguardias.

Eran muy del gusto de la pequeña burguesía unos relojes de pared que imitaban la idea del lujo doméstico decimonónico. A su maquinaria, lo puramente analógico en sí, se le daba cuerda tirando de unas pesas colgadas con cadenas, unas campanas tubulares atronaban la casa a cada hora con un toque big-ben. Una leyenda en letras eduardianas rezaba: Tempus Fugit. A la clase media de antaño no le molestaba ese recordatorio de la entropía. Para nosotros la mera idea de disminución, de pérdida, la idea del límite, resulta inaceptable. La plenitud extática de un presente lleno de posibilidades de elección es la única forma imaginable de estar en el mundo. No solo no podemos creer en dios, es que la idea de una eternidad invariable nos parece la peor de las pesadillas. Hijos de la abundancia, necesitamos la variedad de las grandes superficies comerciales y las plataformas audiovisuales, reclamamos una escatología de tenderos.

Estaba hace un par de días escuchando viejos discos de rock americano de finales de los sesenta. Por un momento pensé en aquellos años que no viví. Cuánta música, cuántos acontecimientos, cuántos cambios y experiencias, cuánto tiempo inagotable. Una era. Reparé entonces en que una estimación optimista fijaría el periodo del hippismo entre 1966 y 1972, cuando ya se puede decir que «the dream is over». Seis años apenas. Uno mira los recuerdos de su Facebook de hace seis años y se ve a sí mismo comiendo una paella en un ayer sangrante de puro próximo o haciendo un chiste que aún nos parece reciente. Nada ha ocurrido desde entonces.

Es normal, ya estamos hechos, desgraciadamente no cabe esperar grandes mejoras en ese producto acabado e imperfecto que hemos llegado a ser y esa ausencia de cambios significativos hace que el tiempo sea uniforme, escasamente significativo, deleznable. Su curso parece acelerarse como el agua en las proximidades del sumidero, como los mundos cerca del horizonte de sucesos. Hay respiros en esta carrera enloquecida, claro. Esta mañana el cielo estaba lavado tras la lluvia de anoche y las nubes se desplazaban con una graciosa lentitud, el tiempo parecía detenido, abismado en sí, bueno y generoso. Pero que yo, teniendo en cuenta las dimensiones desaforadas de mis sueños de juventud, me tenga que conformar con esto, qué queréis que os diga. Porque yo quería otra cosa, «porque esta perra insatisfacción del alma no se aplaca, / como ellos pretenden, con cuatro bicocas», como decía Rafael Berrio, experto en derrotas.

Y sin embargo acabo aceptando y conformándome y ese aceptar es una rendición y poco a poco me transformo en la sombra de mis buenos padres, que me visitan en sueños en un estado precario y desvalido y, rayos, no me da la gana. Joven Perpiñá que fuiste, tú, que tanto deseabas y tanto ignorabas, alma de cántaro, no me abandones, socórreme.

 Yves Tanguy. «Le mobilier du temps», 1939

El buen mago

08 martes Sep 2020

Posted by Salvador Perpiñá in Retratos

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familias, mago, verano

La terraza domina un valle subtropical que evoca parajes de una Indochina imaginaria en ese balance perfecto entre luz y frescura de un amable sábado de septiembre. En una sobremesa de amigos cuentan la historia de un conocido común, alguien que ha hecho algo malo, algo estúpido e inexplicable que ha arruinado su vida y la de cuantos lo rodean, porque las malas obras dejan un rastro vil de saña, tristeza y vergüenza y ruego mentalmente que un impulso irreflexivo o una obsesión de la que no me sepa librar no me haga caer en el número de las almas perdidas sin remisión.

Horas después, con otros amigos y bajo un cielo nocturno, vuelve a mi recuerdo tras muchísimos años una persona muy distinta. Era el padre de una novia de mi hermano, una familia muy peculiar con seis hijas y un hijo mayor. Flaco, afable, ligeramente encorvado, con unas gafas de pasta que caían sobre unas grandes narices aguileñas. Un hombre que contenía en sí su caricatura. Tenía el hablar suave y una gentileza de maneras no infrecuente entre quienes trabajan en esos despachos enmoquetados, refrigerados por sórdidos laberintos de tubos, donde zumba el neón y el dinero circula y cunde. El trato frecuente con los sueños de fortuna y las íntimas catástrofes de las grandes ruinas no lo envileció, sus actos hablaban en voz baja de alguien esencialmente bueno.

Practicaba la prestidigitación en sus ratos libres, pertenecía a una de esas asociaciones de magos aficionados, esos adultos aún niños que perseveran en el asombro pese a conocer mejor que nadie que en toda magia hay un truco, un resorte, alguna forma de engaño.

Sus hijas me contaban cómo desde pequeñas estaban acostumbradas a que su padre las metiera en cajas decoradas con motivos chinescos y las partiera en dos con una sierra ante el asombro de otros niños, que aplaudían con los ojos bien abiertos al verlas suspendidas en el aire con la cabeza apoyada en el respaldo de una silla o regurgitando monedas y pañuelos de colores.

Las seis hermanas abarcaban en estaturas crecientes todas las variedades de la feminidad dentro de una común bonhomía, esa salud fundamental de quienes se han criado compartiéndolo todo. El hermano mayor, delgado como el padre pero de una altura desmañada, asumía con una tranquila resignación su condición anómala en aquel gineceo presidido por una madre norteña de una dulzura totémica.

El matrimonio y su nutrida familia tenían una casa en la playa, un chalecito no demasiado grande con un ficus centenario de aspecto jurásico en un pequeño jardín compartido, las ventanas del salón abiertas en verano a los cuatro puntos de la brújula y a los novios de sus hijas y a los amigos de los novios de sus hijas. Aquel salón era un campamento de refugiados durmiendo en sacos de dormir y cada mañana aquel hombre se paseaba por ese mundo, plácido y feliz, intentando no pisarnos, indiferente al bullicioso desorden.

Lo recuerdo una vez abstraído, sentado en bañador en un rincón de la terraza. Tallaba algo con una navaja, de vez en cuando se colocaba con el índice las gafas cuando descendían nariz abajo. Silbaba y sonreía, concentrado en lo suyo. Me acerqué y vi como terminaba de modelar una patata, de la que había extraído una figurita de aspecto femenino, un kolossoi con sus brazos, sus piernecillas, una coqueta melena y unos alegres pechos triangulares. Cuando estuvo satisfecho se levantó con una risa traviesa y me hizo una señal para que lo siguiera. Entró en la cocina sin parar de silbar y encendió la freidora, en cuya cesta depositó aquella muñecaja y la sumergió en aceite hirviendo hasta que la tiilla quedó perfectamente frita. La dejó escurrir y entonces se volvió hacia mí y me guiñó un ojo.

No he vuelto a saber nada de él ni de su familia. Entonces tenía la edad que yo tengo ahora, así que es muy probable que haya muerto y que aquella casa jaranera haya sido derribada para construir bloques de apartamentos. Me gusta imaginar que aquellas hermanas han tenido una abundante descendencia donde el par cromosómico 23 siempre fue XX y que sus casas están llenas de novios gorrones que al levantarse con unas resacas tremendas saquean unos frigoríficos atestados de alimentos en envase familiar.

Le doy vueltas a aquella chiquillada, aquel ritual paródico y ahora me pregunto si aquella maquinación doméstica con un figura humana tallada en un tubérculo no sería una operación mágica. En las vastas escalas cósmicas, concentraciones inimaginables de energía en un único punto pueden crear una vía de escape hacía un pequeño universo paralelo, un universo recién nacido. Puede que el buen mago hubiera creado un lugar de la mente donde cualquier hombre de su edad, cansado, experto en decepciones, pudiera encontrar siempre un refugio contra la desesperación y así no ingresar en el número de las almas perdidas, un lugar abierto a todos los que sepan llegar, un lugar donde siempre tienes veinte años, un salón ni muy grande ni demasiado pequeño, donde todos los vientos del mar mueven las cortinas y dejan ver el azul del cielo y nos llega desde fuera la risa de muchachas jugando entre la espuma y la llamada de las aves marinas. Muy cerca un árbol, que es el primer árbol, hunde sus raíces en el suelo y en un rincón unas gafas de pasta y una diosa titular, que es una patata frita con unos simpatiquísimos pechos triangulares, velan por nosotros.

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