Hace no tanto, desde las ya insufribles páginas del que fue el periódico insignia de la España de la rabia y de la idea, un pintoresco vivillo o un pobre majadero ―probablemente ambas cosas― se consternaba a voces ante la presencia de cosificantes desnudos femeninos en nuestros museos. Es inevitable recordar el tan citado párrafo de Baudelaire: «Todos los imbéciles de la burguesía que pronuncian las palabras: inmoralidad, moralidad en el arte y demás tonterías me recuerdan a Louise Villedieu, una puta de a cinco francos, que una vez me acompañó al Louvre donde ella nunca había estado y empezó a sonrojarse y a taparse la cara. Tirándome a cada momento de la manga, me preguntaba ante las estatuas y cuadros inmortales cómo podían exhibirse públicamente semejantes indecencias». Filisteos burgueses, reguladores de redes sociales o justice warriors; cambian las máscaras, pero las caras detrás son las mismas. No ver esto siempre me ha parecido síntoma de falta de finura intelectual.
A los hombres ―¡y a algunas mujeres!― les complace la visión de una mujer desnuda y esa imagen ocupa en ocasiones sus pensamientos. Qué atrocidad. Uno recuerda con una sonrisa la obsesión del adolescente por ese cuerpo posible con el que se fantaseaba, porque, amigas mías, imaginar la desnudez de nuestra interlocutora es algo que hemos hecho y alguna vez seguimos haciendo aunque, con la merma del entusiasmo venéreo, tenga ya más de melancólico ejercicio especulativo. No es algo de lo que arrepentirse, no es una violencia fruto de una mirada impura, tiene que ver con el mismo impulso que desata el delirio de la floración en los campos, que está detrás de los versos de Garcilaso y las arias de Mozart. El eros, la pulsión de la realidad por perpetuarse.
En el mito hebreo, una de las consecuencias de la transgresión de Adán y Eva es avergonzarse de estar desnudos. Eso quiere decir que en cada lugar y en cada ocasión en que dos amantes se ofrecen su mutua desnudez, regresan de algún modo al Paraíso. Porque el desnudo también nos revela vulnerables, imperfectos, tal y como realmente somos. Cómo no emocionarse cuando la amante se nos muestra en ese estado de indefensión y radical veracidad.
Su cuerpo, que es hermoso porque es un cuerpo de mujer y porque en ese instante es el cuerpo de ella, porque participa de lo general y de lo que es en ella específico: su mirada, su sonrisa y su voz van con él. Su cuerpo, que se nos aparece como un Jardín del Edén tangible, presente, una geografía de afectos, un paisaje que se camina con las manos y con los labios. Todo en él es digno de reverencia: la doble mudez orgullosa del pecho, la serenidad lunar de las nalgas, las piernas y su ternura de cierva, el valle tibio, dulce de ese ombligo donde es tan grato reclinar la cabeza, la llamarada fragante del vello púbico, la frágil, incomparable elegancia de las clavículas, los misterios umbríos de la axila, la suavidad de los hombros y la nuca, la gracia del cuello, la inocencia del pie descalzo… esos parajes que uno tanto ha amado en diversas encarnaciones y cuyo recuerdo nos acompañará como una luz en los últimos instantes. ¿Cómo no invocarlos, cómo no pintarlos, fotografiarlos, proclamarlos? Oasis de puro júbilo entre los frecuentes espantos y rendiciones del tiempo, qué corrompido por el dogma, qué íntimamente aburrido, qué fundamentalmente imbécil hay que ser para negarlos, para ver el mal en esa imagen absoluta del bien, una de las formas en que el mundo a veces se apiada de nosotros y derrama sus dones.

Yoshiyuki Iwase