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Desesperación y Risa

~ el blog de Salvador Perpiñá

Desesperación y Risa

Publicaciones de la categoría: música

Perales

14 jueves Abr 2022

Posted by Salvador Perpiñá in música, Retratos

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La clase media no tenía quién la cantara. Sus goces sencillos, sosegados, su melancolía abrigadita, sin pasarse, su aceptación de lo dado, no encontraban su bardo, porque nadie veía épica ahí. Y entonces apareció José Luis Perales. José Luis Perales es de Cuenca, es un buen tipo y un hombre tranquilo. También es el autor del ¿Por qué te vas? de Jeanette. Ojo cuidado.

Perales tiene el carisma de un funcionario de esos que a las nueve y media de la mañana de un día lluvioso te soluciona un marrón y hasta te hace las fotocopias porque es muy apañado. Esa ausencia total de lo que los críticos americanos gustan de llamar braggadocio es su súper arma secreta. Hay que tener una humildad franciscana y unos cojones berroqueños para que tu nombre artístico contenga el apellido Perales.

Unos publicistas de los sesenta crearon la frase «¿Dejaría que su hija saliera con uno de los Stones?», que quitó el sueño a muchos padres de orden y que unos años más adelante mutó en «¿Dejaría que su hijo saliera con David Bowie?» que algún que otro ictus debió causar. A un hipotético «¿Dejaría que su hija saliera con José Luis Perales?» los padres de toda una generación ―¡y las madres!― hubieran respondido con un sí más satisfactorio que un buen seguro de automóvil, porque Perales es el yerno de platino iridiado que se conserva en la Oficina Internacional de Pesos y Medidas de París.

Nos hemos cachondeado mucho de Perales cuando éramos jóvenes y malos. Era tan fácil. Encarnaba sin embarazo lo conservador, lo seguro, hasta las guitarras eléctricas en sus arreglos sonaban a concesión fraudulenta. A sus letras les perdía una tendencia a la obviedad y al ripio. Llamar a un LP Tiempo de otoño es como llamarlo Qué bonito es el amor, es algo así como nostalgia embotellada, spleen de marca blanca. Olvidábamos que Perales es, hablando con propiedad, un cantautor y no solo por su imaginario de leños ardiendo en el hogar, sino porque ante todo es compositor de considerable talento melódico. Su paso a la interpretación fue azaroso, una serendipia del brillantísimo productor Rafael Trabucchelli. A estas alturas, muchas de sus canciones son standards del cancionero español.

Lo volcánico, las grandes desesperaciones, lo turbio, están ausentes de su imaginario. Hay adulterios, sí, pero adulterios castos. Tal parece que esos amantes clandestinos se limitaran a comer en Paradores de Turismo o pasear cogidos de la mano por alamedas, en vez de follar, que es algo un poco montaraz.

Recuerdo allá por los ochenta ver a una pareja de chavales caminando por Magdalen St. en Oxford. Reconocí que eran españoles por su aspecto de cayetanos y porque iban cantando a grito pelao Un velero llamado libertad. A mí me dio mucha risa porque pensaba que la libertad de ese jit de Perales era una libertad desnatada, por la que nadie empuñaría las armas, pero para esas dos almas de cántaro, en una extraña ebriedad matinal, significaba mucho.

Las canciones de este Bruce Springsteen de las clases medias son ya piezas de museo. En un tiempo en que los niños se complacen en la estética del cártel de Cali ―no nos rasguemos las vestiduras, los niños adoran el lumpen, los piratas de nuestra infancia eran en realidad la gentuza más infame que haya navegado los mares― sus voluntariosas expresiones de una felicidad supernumeraria y dominical, sus melancolías de buen alumno que ha aprobado los exámenes, su eros y su poética de opositor, su esencial bonhomía, parecen condenadas al olvido. Lo que inevitablemente me lo hace simpático.

Y así lo escucho ahora, con cierta distancia, imaginando un pasado que no es el mío, una vida ordenada y cumplida, sintiéndome un poco aquel narrador del Perfect Day de Lou Reed: «I thought I was someone else, someone good».

Lo cual pudiera ser una forma sofisticada de perversión. No te digo yo que no.

Que me gusta a mí un otoño.

Tres cuartetos

19 lunes Jul 2021

Posted by Salvador Perpiñá in Examen de conciencia, música

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Cuatro hombres aún jóvenes, vestidos de negro, toman asiento en el patio de un antiguo hospital renacentista en una noche de verano. Los miembros del Jerusalem Quartet llevan veinticinco años tocando juntos. A los profanos nos resulta difícil comprender el grado de íntimo entendimiento, casi telepático, entre ellos. Tras un intercambio de miradas, la música que escribieron hombres muertos hace siglos abre sus alas de nuevo ante nosotros.

En el cuarteto de cuerdas no se puede recurrir a los efectos de color de la orquesta y el pensamiento musical adquiere su máxima desnudez y abstracción. También la máxima capacidad de confidencia, como una arquitectura de la emoción. Mozart, Beethoven y Schubert, el programa podría considerarse una reflexión sobre tradición, autoridad y emulación. Schubert intenta medirse con Beethoven, Beethoven no intenta superar a Mozart ―que aún no era la figura mítica que hoy es para nosotros― pero ambos intentan trascender la figura inmensa de Haydn, el gran maestro y el hombre que dio su forma definitiva al cuarteto. Cada uno a su manera, lleva hasta límites insospechados las posibilidades de un género relativamente nuevo.

Y esa música sigue hablando a nuestro entendimiento y a nuestro corazón. Sigue estando viva. Los músicos hacían surgir borbotones de verdad, bondad y belleza que resonaba en los muros de un viejo edificio que fue albergue de sifilíticos y locos en siglos especialmente feroces. Los capiteles corintios del patio nos dicen que los hombres que lo construyeron a su vez rindieron homenaje a una antigüedad grecolatina que apelaba a sus instintos y a su intelecto. Una antigüedad idealizada, porque el pasado es impuro. Tras cada columna hay una idea del orden, también del Estado y de la violencia. No hay columna que no esté hecha de kitsch y sangre. La más profunda emoción llegó con el adagio del cuarteto “La Muerte y la Doncella”, compuesto por un Schubert que presiente su próxima muerte y una de las cimas del romanticismo alemán. Pero es precisamente ese turbulento pathos el que alimentará las más oscuras pulsiones del siglo XX. Hay una correspondencia entre la belleza y el espanto, entre el mal y una idea de la felicidad posible. Aceptar tal cosa es aceptar nuestra condición humana, es abrazar incondicionalmente nuestra imperfección, es creer en la inocencia de lo real. Vivimos un tiempo extraño en que una minoría de epilépticos morales pretende higienizar las huellas de aquellos que nos precedieron. En nombre del bien y desde una arrogancia infinita, pretenden juzgar y abolir la historia, pretenden dictar qué nos debe hacer reír, qué debemos escribir y cómo debemos hablar. En especial quién debe ser silenciado. No deja de entristecerme como semejante delirio ha logrado seducir a tantos, hasta transformarse en una suerte de pensamiento hegemónico.

Sé que veremos cambios asombrosos en el mundo, sé que quizás muchos de nosotros quedaremos a un lado, incapaces de adaptarnos. Anoche me sentía lejos de esta fiebre de pureza mientras encontraba refugio y consuelo en la voz de un crápula irresponsable, de un enfermo crónico que tras creer en las utopías del siglo se hizo un misántropo y de un desdichado incel destruido por la sífilis. Cuando la nueva religión sea capaz de producir obras que me hablen con una voz semejante, le tendré algún respeto. No creo ya en casi nada, creo que hay ciertas jerarquías estéticas y morales, creo que hay unas pocas cosas que merecen la pena, creo que todo hombre sabe en lo íntimo de su ser lo que está bien y lo que está mal, creo que todos podemos perdernos y por eso solo muy pocos actos no merecen nuestro perdón. Para los que dictan muertes civiles, para los que condenan sin apelación desde un neurótico narcisismo adolescente, para los virtuosos de la queja y la victimización, incapaces de devolver solo una pequeña parte de todo el bien que han recibido, para ellos, aunque acaben haciéndose con el mundo, solo tengo un melancólico desprecio.

Pablo Picasso, 1921, Nous autres musiciens

Armonías Vocales Mesetarias

28 domingo Jun 2020

Posted by Salvador Perpiñá in música

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cantautores, grupos vocales

El fotógrafo los soltaba en el campo, abrigadillos o con ropa de entretiempo, lo veraniego no estaba bien visto. Unos árboles al fondo y unas peñas daban variedad al conjunto y cada uno de los integrantes del grupo miraba a diferentes puntos situados en una indefinida altura ideal, imagen por cierto muy ilustrativa de los problemas de la izquierda. Así se concibieron innumerables portadas de discos del género.

Durante una década abundaron en platós y radiofórmulas, supusieron la segunda alternativa nacional ―junto a la Gran Garganta Levantina― al gusto por lo yeyé y quizás por eso el franquismo se mostró indulgente con sus sospechosísimos adeptos.

Cultivaban una estética inconfundible de estudiantes de letras. La trenca, la chiruca, la chaqueta tricotada, la pana y el jerselillo apretao eran los outfits de elección, evocando un mundo de asadores castellanos, vinazo y tabaco negro, destilados del anís, tabernas y asambleas. En sus apariciones televisivas los atrecistas sembraban los forillos con brocales y aperos de labranza. Ellos oscilaban entre el clon de Alfonso Guerra y el seminarista, sin excluir a tiarracos bien plantados de masculinidad berroqueña. Ellas encarnaban a la moza garrida, con cierta castidad cooperativa de camarada, capaz de doblarte bebiendo magnos con pepsi.

Descendientes de la tuna y de los pioneros del folk como Agapito Marazuela o el profesor García Matos (ese Alan Lomax español) oscilaban entre el compromiso ideológico y la balada romántica de consumo, pero en los nombres de aquellos grupos y en sus letras siempre se exaltaba lo elemental: el agua de la fuente, la leña recién partida, el heno, los trigales y el vino, el pan en el horno, los tedios y melancolías de la tarde dominical. A tal respecto, en una canción de Mocedades la esposa engañada describe el adulterio de su marido con un impagable, robusto «pues tu ropa huele a leña de otro hogar».

Nada de chicas, en sus canciones se hablaba de la mujer mujer y hasta de la Hembra, había en sus referencias amorosas un erotismo sin preliminares, un empotramiento machadiano, perentorio, de levantarse después del suelo sacudiéndose a manotazos las agujas de pino de las bragas.

La aparición de la Movida en los albores de los ochenta asestó el tiro de gracia a aquel universo. Su recio imaginario castellano fue barrido por una colorida horda de divertidos homosexuales, hedonistas, sofisticados tunantes y urbanitas. Fabio McNamara derrotó al ciprés de Silos. España necesitaba diversión. Y la tuvo.

Es irónico que aquel severo sonido solo sobreviva en el mundo de la publicidad, al que tuvieron que reconvertirse muchos de sus intérpretes. Pizzas humeantes, fragantes jabones, bollería tradicional, miel, cuajada y turrones que se zampa el hijo pródigo cuando regresa ―siempre en tren― al hogar en Navidad, aparecen bañados por sus rústicas melodías, asociadas irremediablemente a la idea de lo tradicional, pulsando el nervio nostálgico, crepuscular, de los que conocieron aquella era. La verdad es que da un poquito de pena.

Rafael Berrio

12 martes Mar 2019

Posted by Salvador Perpiñá in música

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Rafael Berrio

«Querido diario: en el día de hoy, san Eulogio, con inmensa pereza, sin esperanza ninguna, inicio el proceso de composición de un futuro nuevo disco, cuya escritura me llevará vete tú a saber cuántos meses de asco y aburrimiento». (RB)

Rafael Berrio acaba de publicar “Niño Futuro” y de nuevo hay que alegrarse y descubrirse. Que Rafael Berrio es un artista soberano es algo que sabe cualquiera que conozca sus discos, pero no es sino al escucharlo en vivo cuando uno descubre la magnitud de su talento.

La vida no siempre es buena y alguien de su estatura no puede permitirse el lujo de girar con un grupo. Así que las dos ocasiones en que he tenido la suerte de verlo ha sido en formatos espartanos, ante audiencias de no más de treinta personas. La primera vez luchó por su repertorio con una guitarra eléctrica sabiamente utilizada, la segunda ―sabe dios por qué azares del viajero― con una pequeña guitarra que le prestaron, un requinto. No dudo de que sería capaz de defenderlo con una zambomba y salir airoso. Con las trazas de un Houellebecq frágil, lennoniano, parapetado tras unas gafas de sol que hablan más de timidez que de desafío y un histrionismo de bajo perfil con pequeñas truculencias como beber vino a morro (tal que el guitarrista de Paganini del que Baudelaire nos habló), empieza el pase y se produce el encantamiento. Y ahí nos tienes a todos en un silencio admirativo, mientras se suceden las canciones que conocíamos en los arreglos entre la chanson y el pop barroco de “1971” y “Diarios” o con la electricidad seca, neta, de “Paradoja”; despojadas ahora de todo, sostenidas en el aire únicamente por un peculiar fraseo y un inusual sentido del matiz, en toda su solidez literaria y su sabiduría compositiva.

«Filosóficamente pensemos en la paradoja de nuestro bello oficio y en lo endemoniadamente difícil y trabajoso que es escribir una mala canción y su correspondencia: la rotunda simplicidad con que se lleva a cabo la canción inmejorable. Seamos estoicos».  (RB)

Rafael Berrio es un intempestivo. No recuerdo quién dijo que todos los grupos de rock que merecen la pena han sido influidos por la Velvet Underground, banda que notoriamente debe haber formado parte de su educación sentimental. Es una excelente credencial, pero son otros muchos sus intereses musicales y eso se nota. Hombre de vastas lecturas, en absoluto concernido por la devoción trivial a la actualidad, su curiosidad pasa de Larra a Horacio, de Schopenhauer a Baroja. Y eso también se nota. ¿Quieren hacerse una idea de a qué demonios se parece Rafael Berrio? Piensen en una imposible síntesis entre la chulería dolorosa de Lou Reed y el pathos estoico de Quevedo.

Ha escrito algunas de las más desarmantes canciones de amor que pueda recordar (“Como iba yo a saber”, “El mundo pende un hilo” o “Tu nombre”), pero sus letras están muy alejadas de la mitología adolescente del rock. Nos hablan de los pequeños objetos que nos sobrevivirán, de «el vino que acostumbramos, la pausa en el suplicio… el vino que invoca la musa y el que trae la mala idea», de lo irreversible, de «que no hay una vida en serio y otra vida de licencia», de la diversidad inmensa de la experiencia ―«todo lo he visto, de todo me acuerdo» ―, nos hablan de la santidad del toxicómano, de la desesperación del tiempo transcurrido, del ennui y sus abismos. Puede ser irónico, con el cinismo de aquel que no conoce ilusión que no haya sido derrotada ― “Y en fin, niño futuro, niño en agraz, usted que lo vea” o “Y reíamos y reíamos, porque la risa se contagia. Pero el truco era un resorte, ahora lo sé y se acabó la magia» ― o ya ferozmente:

«Así pues cállense todos los poetas lelos,
y todos los panegiristas de las pequeñas cosas,
porque esta perra insatisfacción del alma no se aplaca
como ellos pretenden con cuatro bicocas.
Ah… las pequeñas cosas.
Oh… su encanto inefable».

Y, sin embargo, su voz no es ajena a la compasión, la gratitud o la piedad y sus labios se atreven a abrir su última obra con una plegaria.

«El signo variable de las intemperies.
El vagar errante y solitario.
El alma elevada en los alcoholes fuertes.
La fiereza en los ojos deslumbrados.
El pasar con nada, el mendrugo de pan.
La indolencia a orillas del río.
Dadme al clarear lo que es mío:
La hermosa vida que amo».
 

Lujo de nuestra música, poeta cabal. Sabedlo, somos contemporáneos de un maestro secreto y su nombre es Rafael Berrio.

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Fotografía: Mario Zamora

 

Exégesis de “Yo también necesito amar”

12 sábado Ene 2019

Posted by Salvador Perpiñá in música

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Ana y Johnny, la Transición, sexo

Óyeme, ahora vamos a conversar,
yo sé que tú necesitas también amar.

Hay dos maneras de entender esta balada omnipresente en la radio de 1976, de abrumadora cursilería e intensas resonancias heavy. Interpretada en su sentido recto, como un alegato coyuntural a favor de la liberación sexual, este tema de Ana Sánchez y Juan Enrique Dapena (Ana & Johnny) siempre ha sido una obra maestra del humorismo involuntario. Si, por el contrario, la imaginamos como la transcripción fidedigna de un posible diálogo, en la habitación de un hotel en Lloret de Mar, entre un hippy espabilao de Calasparra yendo a por todas y una señorita de Valladolid, sentimental y de clase media, de dicción perfecta y con cierta tendencia a la sobreactuación, no tiene precio.

Y ahora estás aquí, mirándome sin hablar.
Y ahora estás aquí, entre mis brazos.

Ana y Johnny —vendida como «la pareja romántica del pop español»— tenían una relación en la vida real, como Nicole Kidman y Tom Cruise en Eyes Wide Shut, lo que añadía una dimensión morbosa a su performance. El sexo del que se hablaba en la canción era real. Nada de fingimiento. Fuera de los escenarios, Ana follaba con Johnny y Johnny follaba con Ana. Se querían, no había más que verlos. Y eso era bonito.

Lo petaron, hicieron giras por Sudamérica e Italia. Antes de cumplir los treinta años abandonan el espectáculo, sus giras y sus servidumbres. Johnny Dapena se dedica a producir al grupo Coz (para el que compone, sí, aquel «Más sexy»), la pareja tiene dos hijos y abre un negocio de importación de instrumentos musicales de países del Este, no les fue mal. Luego se separaron. Las vidas son así. Imagino el embarazo de sus hijos al escuchar en la adolescencia a sus padres cantando eso y a una Ana Sánchez, pasados los sesenta años, oyendo a su fogoso avatar por la megafonía de un Mercadona, mientras introduce en su carro de la compra doscientos cincuenta gramos de jamón york calidad extra.

Y yo también necesito amar.

Johnny. La masculinidad de los 70 se movía en torno a dos polos. La escuela élfica, encarnada por David Cassidy o Leif Garrett, era la hegemónica en las carpetas de las adolescentes. Sin embargo, las verdaderamente iniciadas apostaban por tupidos machos alfa y Burt Reynolds o Tom Jones colgaban de las paredes de sus dormitorios. Esta variedad da espléndidos ejemplares de varón en la España del momento, con figuras como Sancho Gracia, Máximo Valverde o Juan Luis Galiardo, que exhibían una rocosa virilidad de patilla y pelo en pecho. Mención especial merece la subespecie cantautoral, que se cubría con jerséis abrigados de lana, gustaba de decir «hembra» en sus canciones y cultivaba un erotismo barbudo y machadiano de desván y leña en el hogar.

Johnny reunía lo mejor de ambos mundos. De aspecto angélico, parece Michi Panero pero la sangre de un Patxi Andión corre por sus venas y luce un recio vozarrón con el punto justo de lo que podríamos llamar afonía italiana.

Ana. Tantas mujeres convergían en Ana: hermana mayor, camarada de la célula del partido, vocalista de grupo folk, vecina hippy dentro de un orden que estudia farmacia. Ana, moderna pero formal, ofrecía una alternativa a la señorita de abriguillo, bolso y pelo cardado o la racial coplera jacarandosa. Era como una María Schneider ibérica, de la estirpe de aquellas grandes diosas primordiales de los setenta —el prototipo de maciza de barrio inmortalizado por Óscar en sus tiras cómicas del profesor Cojonciano para El Jueves— de recios huesos, que fumaban Rex y gastaban vastos toisones selváticos, como gatos acostados.

Cualquier inspector de la Brigada Político-Social le hubiera pedido la documentación, pero había en ella algo que tranquilizaba a las madres de España. Ana no era una lagarta, igual te liaba un porro que te hacía una tortillica liada. Mucho follar, pero durante todo el playback lo suyo era un padecer, se mordía los labios y agachaba la cabeza pudorosamente, con un santamariagorettismo que hasta un obispo hubiera aprobado.

Es verdad, siento los golpes del corazón.
Estoy feliz, tiemblan mis manos por la emoción.

Porque, y no sé si se habrán ya percatado, de lo que habla esta canción es de la Primera Vez, de esa mitología de la pérdida de la virginidad (en aquella época todavía llamada desfloración) que arrancaba a los varones conservadores acentos de inefable poesía y rijosidad, plasmada en subproductos como «Experiencia prematrimonial» de Pedro Masó o más tardíamente «Lo mejor de tu vida» de Julio Iglesias.

Ella no va a lo loco y por eso un insistente Johnny, empalmado pero pedagógico, debe debilitar sus resistencias con un mansplaining de órdago, que constituye el cuerpo y el sentido de la canción. Pero el ansiado acoplamiento no ocurrirá sin contradicciones internas. De ahí el temblor de manos.

De tenerte así, estar oyendo tu voz.
Y ahora estoy aquí, entre tus brazos.

Mientras los intérpretes adoptan una actitud compungida el vozarrón de Johnny susurra sabe Dios qué verriondas ternezas al oído de Ana, en plan ven aquí tonta que no te voy a hacer nada, mientras ella esconde, púdica, su rostro en el pecho del galán. Casi resulta incómodo de ver.

Intermedio.

Hay una nueva declaración de intenciones y la pareja comenzaría a desvestirse a los acordes de un solo fetén de guitarra a lo Brian May, cortesía de Armando de Castro, futuro guitarrista de Barón Rojo.

Mírame, no sientas vergüenza ya.
Acuéstate, disfruta tu libertad.
Para descubrir, un cielo de realidad.
Para descubrir, que sigues viviendo.

Seguimos. Ya está todo el pescado vendido. Johnny, sobradísimo, perentorio, le da la orden de encamamiento y tiene un alto concepto sobre sus habilidades amatorias. «Disfruta tu libertad» nos puede parecer oportunista, pero conviene situarnos en el momento histórico. No es que antes de la Transición no se follara en España, pero un espasmo dionisiaco sacudió al país tras la desaparición de la figura anorgásmica del abuelo castrador. Los castos lomos de El libro de la vida sexual de López-Ibor son remplazados por El informe Hite, si no salías en bolas en Interviú no eras nadie, los burgueses se escandalizaban en las películas porque había ¡unas escenitas!, el español medio se tragaba cine tocho del Este porque podía entrever una teta o se agenciaba ediciones cutres de El Decamerón pensando que aquello iba a ser un no parar. Como decía la publicidad de un best seller del Círculo de Lectores: «este libro contiene descripciones gráficas de relaciones sexuales que ruborizarán al tímido y encolerizarán al intransigente».

No hay que reírse. Un país entero también necesitaba amar. Por eso, cuando Ana Sánchez berrea por fin, marcando bien las sílabas

Tómame, li-bé-ra-me del pudor
y muéstrame tu cielo confortador

entre una cascada de guitarras, con una voz capaz de romper vidrieras, la canción trasciende y se eleva a alturas incomparables. No es ya una señorita cursi declarando que quiere sentirse una perra, es España toda, con sus piedras venerables, sus mesetas y sus lonjas, sus silos y sus bancos de atunes, la que suplica follar a modo, es un secarral de Castilla recibiendo a gritos la lluvia, es la catedral de Burgos a cuatro patas, es Unamuno mirando para Cuenca, el Caballero de la mano en el pecho haciéndose una gayola. Grandeza, joder, grandeza.

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Exégesis de “El Jardín Prohibido”

24 jueves Nov 2016

Posted by Salvador Perpiñá in música

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adolescencia, balada italiana, Sandro Giacobbe

Durante los veranos de finales de los setenta y primeros ochenta impusieron una suerte de hegemonía sexual. Invadían las playas como una maldición bíblica de los que nosotros, desangelados adolescentes, fuimos víctimas y testigos. Se llevaban a las chicas de calle. Eran más guapos, vestían mejor, tenían todos fantásticos nombres: Guido, Paolo, Giancarlo, Francesco, que evocaban un imaginario imbatible de masculinidad, elegancia y desenvoltura.

Las radios y las listas de éxitos estaban saturadas de intensas baladas heteropatriarcales cantadas en castellano por intérpretes italianos. Las detestábamos, eran la voz del enemigo. Un principio de afonía los unía a todos, desde una ronquera encanallada de ragazzo pasoliniano al terciopelo marrullero de quien te susurra mentiras al oído. ¿Es que en Italia desconocían la socorrida Juanola, el balsámico Pictolín?

Me gustaría hablar hoy de una de estas baladas, una cima de la desfachatez sentimental que en su momento sacudió como pocas el sistema hormonal de cientos de miles de muchachas y que ha sido varias veces versioneada a lo largo de los años. Compuesta a seis manos por Sandro Giacobbe, Daniele Pace y Oscar Avogadro (con la colaboración inapreciable del anónimo traductor que la volcó a la lengua de Garcilaso), la interpretaba el mismo Sandro Giacobbe. ¡Menudo nombre! Déjense llevar por las asociaciones de ideas que esas sílabas desatan. A continuación pronuncien con lento énfasis: José Luis Perales. ¿Entienden lo que quiero decir?

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 Sandro. Viril, pastoral, cercano.

 El mismo título ya tenía lo suyo. “El Jardín Prohibido”. La idea de la sexualidad como un jardín de acceso reservado era una vieja y cursi metáfora que los sacerdotes católicos utilizaban para ilustrar las excelencias de la castidad. En un jardín sin muros todo el mundo acaba entrando, pisotea las flores y aquello se vuelve un sindiós y una tristeza. La canción documenta el instante en que un hombre notifica a su amada el coito que tuvo lugar entre él y la mejor amiga de esta. La canción no explica qué mueve a nuestro infiel y canoro protagonista a esa insensata confesión.

Arrancamos con un poco de captatio benevolentiae. Sandro Giacobbe, -al que, para abreviar, nos referiremos en adelante como Sandro- pone carita y se presenta con voz exangüe y probablemente un simpático mechoncillo cayendo coqueto sobre su frente.

 Esta tarde vengo triste y tengo que decirte,

que tu mejor amiga ha estado entre mis brazos…

Y no nos parece mal el eufemismo, caramba, hay circunstancias donde cierto tacto es de rigor. Pero la empatía que nos podía causar ese prometedor arranque se dilapida en la segunda estrofa, cuando Sandro, ese vivillo, se exculpa cobardemente. Al parecer todo fue debido a la extraordinaria expresividad de la mejor amiga de su novia.

Sus ojos me llamaban pidiendo mis caricias,

su cuerpo me rogaba que le diera vida.

 “Que le diera vida”. Sandro desde luego tenía un concepto altísimo de sí mismo y su solvencia como amante. Pero sigamos.

 Comí del fruto prohibido, dejando el vestido colgado de nuestra inconsciencia.

 Lo de comer del fruto prohibido oscila entre el cliché ñoño de estampita y la cerdada. De nuevo tenemos un poco de moralina autojustificatoria y una imagen –el vestido colgado- que supone un entrar en detalles que a mí me parece cruel, la verdad. Prosigue, contrito.

 Mi cuerpo fue gozo durante un minuto, mi mente lloraba tu ausencia.

 Bueno, bueno, bueno… hombre, un minuto. Los tres versos constituyen una notoria exageración. Tan sólo imagino al hiperactivo Don Manuel Fraga culminando el acto en un minuto por ahorrar tiempo. Sandro abraza con entusiasmo cierto dualismo. Su cuerpo responde a las exigencias fisiológicas de la situación, pero su alma se desgarra. No lo rebatiremos filosóficamente, pero no nos podemos callar ante un hecho: miente, miente como un bellaco. Y entonces nos preguntamos, ¿será capaz de llegar aún más lejos? Decididamente sí.

 No lo volveré a hacer más, no lo volveré a hacer más.

 Y lo repite dos veces. Lee mis labios, amor: no-lo-vol-ve-ré-a-ha-cer-más. Y no contento con ello:

 Pues mi alma volaba a tu lado y mis ojos decían cansados que eras tú, que eras tú, que siempre serás tú.

 Esto es ya decididamente escandaloso. Ahora resulta que era necesario pasar por esto para llegar a descubrir cuánto te amo. «Oh, Jeanne, pour aller jusqu’à toi, quel drôle de chemin il m’a fallu prendre»… Anda y tira palante, Sandro. Y encima tiene la indelicadeza de hablar de ojos cansados.

Si a estas alturas no te han arreado una buena hostia es cuando ya te creces y sueltas la antológica frase que ha garantizado la inmortalidad de esta insignificante cancioncilla:

 Lo siento mucho, la vida es así. No la he inventado yo.

 Aquí uno se levanta y aplaude exaltado, ¡qué cuajo!, ¡qué tablas! Lo suelta impávido, sin que le entre la risa. Qué no daríamos por observar la expresión facial de su interlocutora en ese momento.

 El placer me ha mirado a los ojos y cogido por mano,

 (“Cogido por mano”. Ay, señor. Sin duda, la subida de testosterona le hace incurrir en solecismos.)

 y yo me he dejado llevar por mi cuerpo y me he comportado como un ser humano.

Un arbitrario Sandro, antes dualista cual campesino medieval, se muestra ahora partidario del conductismo, negando el libre albedrío y anticipando los entusiasmos de la neurociencia del siglo XXI. Y vuelve a insistir, colocando bien el mensaje.

 Lo siento mucho, la vida es así, no la he inventado yo.

 Tras un bonito pasaje instrumental para que ella medite, la canción empieza a perder fuelle. Admitamos que era difícil superarse.

 Sus besos no me permitieron repetir tu nombre y el suyo sí. Por eso cuando la abrazaba me acorde de ti.

El nivel baja. Insiste sobre una idea ya desarrollada antes y lo hace con una explicación ligeramente confusa. Realmente no sabemos qué es lo que pretende con esto. Ni nos interesa, a estas alturas. Sandro se da cuenta y por eso opta por reciclar los versos anteriores hasta el final de la canción y nosotros, ligeramente asqueados, nos alejamos lentamente de la escena, mientras se repite una y otra vez el pasaje instrumental ya mencionado,

Sería un error ceder a la nostalgia y dejarnos arrullar por la eficacia melódica de esta abominación, evocando las dulzuras del amor. No, amigos, este tema es la bandera pirata de todos aquellos que nos levantaron a las mujeres que amamos, es la banda sonora de nuestras derrotas y su recordatorio permanente. Jamás te lo perdonaremos, Sandro.

Blackstar

22 viernes Ene 2016

Posted by Salvador Perpiñá in música

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Bowie, música

Siguiendo una de esas queridas rutinas un poco ingenuas que miden y alegran el paso de los años, me hice el pasado ocho de enero con Blackstar, el disco recién publicado de David Bowie y, como tantas otras veces, lo escuché del tirón, experimentando ese feliz acuerdo entre lo familiar y lo nuevo que recompensa al fan recalcitrante. Ninguno de sus discos entregaba todos sus secretos a la primera, podían incluso decepcionar, pero con cuánta atención eran estudiados esa primera vez, con qué oído afectuoso rastreaba sus triquiñuelas de embaucador, intentaba entender sus decisiones a veces desconcertantes, descubría los guiños a su propio pasado o agradecía sus golpes de genio, esos momentos en los que el consumado profesional desplegaba su magia. Puedo recordar perfectamente cada uno de esos primeros encuentros, en torno a cada álbum podría recomponer la memoria de épocas perdidas de mi vida. Es algo que ya no volverá a pasar, algo que he perdido.

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La caja del cd sigue todavía encima de una mesa en el salón de mi casa. Si antes me parecía misteriosa y elegante, ahora la estrella negra ha adquirido una dimensión funesta, se ha transformado en un objeto perturbador, irradia mortalidad.

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La muerte, que solía planear como recurso melodramático sobre las canciones de Bowie, se hace ya omnipresente en su etapa de madurez. Desde la tontuna accionista del por lo demás magnífico Outside, hasta los climas sombríos de Heathen o The Next Day, pasando por aquel memento mori, Bring me the disco king, que cerraba el álbum Reality:

Close me in the dark, let me disappear
Soon there’ll be nothing left of me
Nothing left to release

Hay una diferencia esencial en el caso de Blackstar, la muerte no aparece ya como una mera posibilidad, sino como una certeza. Gustav Mahler documentó a lo largo de sus tres últimas obras el proceso entero de su acabamiento. Bowie, maestro constante de la autorepresentación, no podía dejar de poner en escena su propia agonía. Todos de este modo nos hemos visto obligados a hacer en el intervalo de unos pocos días dos lecturas sucesivas de su último disco. En una un Bowie en plena forma explora nuevas posibilidades sonoras, anticipando futuras sorpresas, en la otra alguien al límite de sus fuerzas nos ofrece una sucinta despedida que pasa del espanto a la serenidad final. No recuerdo un caso semejante.

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Hace no tanto estuve comparando dos conciertos suyos, separados por veinte años. El uno perteneciente al Serious Moonlight Tour del año 1983, el segundo al A Reality Tour de 2003, la última gira antes de que una enfermedad coronaria lo retirara de los escenarios y de la atención pública. Hay mucho que reprochar a la reencarnación de Bowie en la época de Let’s Dance, resumen de todos los errores éticos y estéticos de los ochenta. Unos arreglos –aunque vigorosos- que gritan AOR, una colorida, deportiva, banalidad, una escenografía ciertamente kitsch con ecos de Las Vegas, ¡ese pelo rubio cardado! Y sin embargo, a esas alturas su carisma de estrella seguía intacto. Conservaba aún algo remoto, extraño, disfuncional. El Bowie del 2004 es la evolución final de un proceso iniciado en ese 1983; ya no es Bowie sino David Jones, un veterano entertainer, cercano, profesional, deseoso de caer bien. La serie de personajes conocida por Bowie en los setenta (elfo, furcia sideral, vampyr, replicante) jamás se hubiera planteado caer bien. No se esforzaba por molar, simplemente molaba. No siendo de este mundo, poseía grandes reservas de misterio, había una frialdad y una amenaza.

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Es lugar común entre la crítica que a partir de 1980 y Scary Monsters Bowie ya ha dicho cuanto tenía que decir y que el resto de su producción es significativamente inferior, irrelevante. No es una acusación del todo justa. No puedes ser tremendamente influyente toda tu vida. No puedes estar siempre encontrando la vena del espíritu del tiempo. Ni Picasso, ni Stravinsky pudieron, no le pidan tanto a una simple rock star.

The Next Day no puede volverte la cabeza del revés como lo hizo Aladdin Sane porque desde entonces han ocurrido muchísimas cosas en el mundo del espectáculo, entre ellas el paso de David Bowie. El Bowie de los vestiditos, probablemente uno de los modelos masculinos más fotografiados de la historia, no deja de ser uno de los fundadores del orden hipervisual, del puro artificio de buena parte de la cultura popular del momento.

Objetivamente, Bowie siguió componiendo excelentes canciones hasta el final, pero las del repertorio clásico vienen impregnadas de recuerdos de aquellos años de descubrimiento, de los grandes afectos de la juventud. Tener dieciocho años y escuchar el Low, supera eso. Los temas actuales no tienen relato, no hay una mitología personal.

Sin confesárnoslo no le perdonamos que, como nosotros, se hubiera hecho mayor. Nosotros habíamos cambiado también, de repente nos parecía menos fascinante y un poco menos genial de lo que creíamos. Ahora veíamos a un señor encantador –lo digo sin ironía, lo era- pero ligeramente snob. Un millonario del SoHo, una fashion victim dada a frecuentar con igual denuedo las portadas del Hello! y las galerías de arte.

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¿Por qué lo quisimos tanto, “some brave Apollo”? ¿Qué era aquello?, ¿cuál era la naturaleza de aquel secreto que creíamos compartir unos happy few, el culto a una figura frágil, andrógina, de voz doble?, ¿por qué nos conmueve el recuerdo de aquella idolatría? Había en nosotros una tierna arrogancia, sabernos devotos de una música rara y extraordinaria, también la desesperada huída adolescente ante la realidad. Nos educó el gusto con cierta sofisticada perversidad, nos hizo hedonistas y a la vez nos hizo adorar lo complejo, nos abrió puertas, el placer por el artificio nos volvió suavemente escépticos, mejores. Amamos un icono que era siempre el mismo y siempre otro, como una promesa de que todo podríamos hacerlo y lo haríamos de la manera más bella, de que no había que elegir, que la vida sería larga y legendaria. Y ahora, en pleno invierno, toca decirle adiós a todo eso.

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