Durante los veranos de finales de los setenta y primeros ochenta impusieron una suerte de hegemonía sexual. Invadían las playas como una maldición bíblica de los que nosotros, desangelados adolescentes, fuimos víctimas y testigos. Se llevaban a las chicas de calle. Eran más guapos, vestían mejor, tenían todos fantásticos nombres: Guido, Paolo, Giancarlo, Francesco, que evocaban un imaginario imbatible de masculinidad, elegancia y desenvoltura.
Las radios y las listas de éxitos estaban saturadas de intensas baladas heteropatriarcales cantadas en castellano por intérpretes italianos. Las detestábamos, eran la voz del enemigo. Un principio de afonía los unía a todos, desde una ronquera encanallada de ragazzo pasoliniano al terciopelo marrullero de quien te susurra mentiras al oído. ¿Es que en Italia desconocían la socorrida Juanola, el balsámico Pictolín?
Me gustaría hablar hoy de una de estas baladas, una cima de la desfachatez sentimental que en su momento sacudió como pocas el sistema hormonal de cientos de miles de muchachas y que ha sido varias veces versioneada a lo largo de los años. Compuesta a seis manos por Sandro Giacobbe, Daniele Pace y Oscar Avogadro (con la colaboración inapreciable del anónimo traductor que la volcó a la lengua de Garcilaso), la interpretaba el mismo Sandro Giacobbe. ¡Menudo nombre! Déjense llevar por las asociaciones de ideas que esas sílabas desatan. A continuación pronuncien con lento énfasis: José Luis Perales. ¿Entienden lo que quiero decir?

Sandro. Viril, pastoral, cercano.
El mismo título ya tenía lo suyo. “El Jardín Prohibido”. La idea de la sexualidad como un jardín de acceso reservado era una vieja y cursi metáfora que los sacerdotes católicos utilizaban para ilustrar las excelencias de la castidad. En un jardín sin muros todo el mundo acaba entrando, pisotea las flores y aquello se vuelve un sindiós y una tristeza. La canción documenta el instante en que un hombre notifica a su amada el coito que tuvo lugar entre él y la mejor amiga de esta. La canción no explica qué mueve a nuestro infiel y canoro protagonista a esa insensata confesión.
Arrancamos con un poco de captatio benevolentiae. Sandro Giacobbe, -al que, para abreviar, nos referiremos en adelante como Sandro- pone carita y se presenta con voz exangüe y probablemente un simpático mechoncillo cayendo coqueto sobre su frente.
Esta tarde vengo triste y tengo que decirte,
que tu mejor amiga ha estado entre mis brazos…
Y no nos parece mal el eufemismo, caramba, hay circunstancias donde cierto tacto es de rigor. Pero la empatía que nos podía causar ese prometedor arranque se dilapida en la segunda estrofa, cuando Sandro, ese vivillo, se exculpa cobardemente. Al parecer todo fue debido a la extraordinaria expresividad de la mejor amiga de su novia.
Sus ojos me llamaban pidiendo mis caricias,
su cuerpo me rogaba que le diera vida.
“Que le diera vida”. Sandro desde luego tenía un concepto altísimo de sí mismo y su solvencia como amante. Pero sigamos.
Comí del fruto prohibido, dejando el vestido colgado de nuestra inconsciencia.
Lo de comer del fruto prohibido oscila entre el cliché ñoño de estampita y la cerdada. De nuevo tenemos un poco de moralina autojustificatoria y una imagen –el vestido colgado- que supone un entrar en detalles que a mí me parece cruel, la verdad. Prosigue, contrito.
Mi cuerpo fue gozo durante un minuto, mi mente lloraba tu ausencia.
Bueno, bueno, bueno… hombre, un minuto. Los tres versos constituyen una notoria exageración. Tan sólo imagino al hiperactivo Don Manuel Fraga culminando el acto en un minuto por ahorrar tiempo. Sandro abraza con entusiasmo cierto dualismo. Su cuerpo responde a las exigencias fisiológicas de la situación, pero su alma se desgarra. No lo rebatiremos filosóficamente, pero no nos podemos callar ante un hecho: miente, miente como un bellaco. Y entonces nos preguntamos, ¿será capaz de llegar aún más lejos? Decididamente sí.
No lo volveré a hacer más, no lo volveré a hacer más.
Y lo repite dos veces. Lee mis labios, amor: no-lo-vol-ve-ré-a-ha-cer-más. Y no contento con ello:
Pues mi alma volaba a tu lado y mis ojos decían cansados que eras tú, que eras tú, que siempre serás tú.
Esto es ya decididamente escandaloso. Ahora resulta que era necesario pasar por esto para llegar a descubrir cuánto te amo. «Oh, Jeanne, pour aller jusqu’à toi, quel drôle de chemin il m’a fallu prendre»… Anda y tira palante, Sandro. Y encima tiene la indelicadeza de hablar de ojos cansados.
Si a estas alturas no te han arreado una buena hostia es cuando ya te creces y sueltas la antológica frase que ha garantizado la inmortalidad de esta insignificante cancioncilla:
Lo siento mucho, la vida es así. No la he inventado yo.
Aquí uno se levanta y aplaude exaltado, ¡qué cuajo!, ¡qué tablas! Lo suelta impávido, sin que le entre la risa. Qué no daríamos por observar la expresión facial de su interlocutora en ese momento.
El placer me ha mirado a los ojos y cogido por mano,
(“Cogido por mano”. Ay, señor. Sin duda, la subida de testosterona le hace incurrir en solecismos.)
y yo me he dejado llevar por mi cuerpo y me he comportado como un ser humano.
Un arbitrario Sandro, antes dualista cual campesino medieval, se muestra ahora partidario del conductismo, negando el libre albedrío y anticipando los entusiasmos de la neurociencia del siglo XXI. Y vuelve a insistir, colocando bien el mensaje.
Lo siento mucho, la vida es así, no la he inventado yo.
Tras un bonito pasaje instrumental para que ella medite, la canción empieza a perder fuelle. Admitamos que era difícil superarse.
Sus besos no me permitieron repetir tu nombre y el suyo sí. Por eso cuando la abrazaba me acorde de ti.
El nivel baja. Insiste sobre una idea ya desarrollada antes y lo hace con una explicación ligeramente confusa. Realmente no sabemos qué es lo que pretende con esto. Ni nos interesa, a estas alturas. Sandro se da cuenta y por eso opta por reciclar los versos anteriores hasta el final de la canción y nosotros, ligeramente asqueados, nos alejamos lentamente de la escena, mientras se repite una y otra vez el pasaje instrumental ya mencionado,
Sería un error ceder a la nostalgia y dejarnos arrullar por la eficacia melódica de esta abominación, evocando las dulzuras del amor. No, amigos, este tema es la bandera pirata de todos aquellos que nos levantaron a las mujeres que amamos, es la banda sonora de nuestras derrotas y su recordatorio permanente. Jamás te lo perdonaremos, Sandro.