La clase media no tenía quién la cantara. Sus goces sencillos, sosegados, su melancolía abrigadita, sin pasarse, su aceptación de lo dado, no encontraban su bardo, porque nadie veía épica ahí. Y entonces apareció José Luis Perales. José Luis Perales es de Cuenca, es un buen tipo y un hombre tranquilo. También es el autor del ¿Por qué te vas? de Jeanette. Ojo cuidado.
Perales tiene el carisma de un funcionario de esos que a las nueve y media de la mañana de un día lluvioso te soluciona un marrón y hasta te hace las fotocopias porque es muy apañado. Esa ausencia total de lo que los críticos americanos gustan de llamar braggadocio es su súper arma secreta. Hay que tener una humildad franciscana y unos cojones berroqueños para que tu nombre artístico contenga el apellido Perales.
Unos publicistas de los sesenta crearon la frase «¿Dejaría que su hija saliera con uno de los Stones?», que quitó el sueño a muchos padres de orden y que unos años más adelante mutó en «¿Dejaría que su hijo saliera con David Bowie?» que algún que otro ictus debió causar. A un hipotético «¿Dejaría que su hija saliera con José Luis Perales?» los padres de toda una generación ―¡y las madres!― hubieran respondido con un sí más satisfactorio que un buen seguro de automóvil, porque Perales es el yerno de platino iridiado que se conserva en la Oficina Internacional de Pesos y Medidas de París.
Nos hemos cachondeado mucho de Perales cuando éramos jóvenes y malos. Era tan fácil. Encarnaba sin embarazo lo conservador, lo seguro, hasta las guitarras eléctricas en sus arreglos sonaban a concesión fraudulenta. A sus letras les perdía una tendencia a la obviedad y al ripio. Llamar a un LP Tiempo de otoño es como llamarlo Qué bonito es el amor, es algo así como nostalgia embotellada, spleen de marca blanca. Olvidábamos que Perales es, hablando con propiedad, un cantautor y no solo por su imaginario de leños ardiendo en el hogar, sino porque ante todo es compositor de considerable talento melódico. Su paso a la interpretación fue azaroso, una serendipia del brillantísimo productor Rafael Trabucchelli. A estas alturas, muchas de sus canciones son standards del cancionero español.
Lo volcánico, las grandes desesperaciones, lo turbio, están ausentes de su imaginario. Hay adulterios, sí, pero adulterios castos. Tal parece que esos amantes clandestinos se limitaran a comer en Paradores de Turismo o pasear cogidos de la mano por alamedas, en vez de follar, que es algo un poco montaraz.
Recuerdo allá por los ochenta ver a una pareja de chavales caminando por Magdalen St. en Oxford. Reconocí que eran españoles por su aspecto de cayetanos y porque iban cantando a grito pelao Un velero llamado libertad. A mí me dio mucha risa porque pensaba que la libertad de ese jit de Perales era una libertad desnatada, por la que nadie empuñaría las armas, pero para esas dos almas de cántaro, en una extraña ebriedad matinal, significaba mucho.
Las canciones de este Bruce Springsteen de las clases medias son ya piezas de museo. En un tiempo en que los niños se complacen en la estética del cártel de Cali ―no nos rasguemos las vestiduras, los niños adoran el lumpen, los piratas de nuestra infancia eran en realidad la gentuza más infame que haya navegado los mares― sus voluntariosas expresiones de una felicidad supernumeraria y dominical, sus melancolías de buen alumno que ha aprobado los exámenes, su eros y su poética de opositor, su esencial bonhomía, parecen condenadas al olvido. Lo que inevitablemente me lo hace simpático.
Y así lo escucho ahora, con cierta distancia, imaginando un pasado que no es el mío, una vida ordenada y cumplida, sintiéndome un poco aquel narrador del Perfect Day de Lou Reed: «I thought I was someone else, someone good».
Lo cual pudiera ser una forma sofisticada de perversión. No te digo yo que no.

Que me gusta a mí un otoño.