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Desesperación y Risa

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Desesperación y Risa

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Loving Pla

15 sábado Dic 2018

Posted by Salvador Perpiñá in Libros

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Josep Pla

Cuando era más niñato que ahora y con la desenvoltura que dan el prejuicio y la ignorancia, consideraba a Josep Pla un gañán reticente y sentencioso, dado a fumar tabaco de hebra y a perorar sobre la frescura del salmonete. Gran error, porque esa figura de payés socarrón, epicúreo y antirretórico fue una de las máscaras ―como la del pequeño burgués sensual, prosaico― tras la que se escondió un espíritu tan pudoroso como refinado, un gigante. Su deliberada ironía de aldeano, su regodeo en una aurea mediocritas hecha de trivialidades de casino comarcal son en él una provocación y un refugio y uno de los rasgos que pueden echar para atrás al lector del siglo XXI. Del mismo modo que rechazó una vida de acción o las turbulencias de la pasión, del mismo modo que tras una juventud viajera decide esconderse en los abismos de la provincia interior, Pla opta por negarse a toda forma de sentimentalismo o énfasis, empezando por borrase a sí mismo hasta devenir observador puro, el memorialista por excelencia.

Pla es lo que los anglosajones denominan un acquired taste, no es autor para todas las sensibilidades y, si me apuran, diría que el gusto por sus textos es una alarmante señal de que se dejó atrás la juventud. Que nadie espere encontrar en sus páginas historias “que enganchen”, ni las seducciones de lo excepcional, ni malditismo alguno. Él es un escéptico, un conservador en la tradición de los grandes autores reaccionarios. Su mundo es la tranquila, irónica disección de lo humilde y lo pasajero, el dulce hábito del desencanto, que es una forma de felicidad. Su obra extensa, inagotable, no es otra cosa que un prodigioso dispositivo verbal destinado a reconstruir los misterios del instante, a la redención del tiempo.

Pla ve, oye, percibe como nadie. Poseedor de una vasta cultura de la que muy raras veces alardea, lector de The New Yorker o Le Monde, Pla sabe además de todo lo esencial: conoce todos los vientos, todos los pájaros, todos los frutos terrestres, las fiestas del país, los hábitos del campesino, del pescador, del artesano y del sol, las tiernas minucias de un viejo mundo que desaparece ante sus ojos tras los espantos bélicos del siglo. No se cansa jamás ―ni nos cansa― de levantar ante nuestros ojos asombrados, con una delicadeza, una intensidad sensorial y un grado de detalle alucinatorios, vastos paisajes y tramas de olores, de grandes lentitudes, de ilimitados matices de la luz. La eternidad en los misterios del alumbrado nocturno, el silencio de las habitaciones y el apacible tedio rural. Una mitología que necesariamente resultará atroz a los entusiastas del postureo.

Josep Pla es uno de los secretos mejor guardados de nuestra literatura (no veo por qué no habría de considerar nuestra la literatura catalana), es nuestro Montaigne, nuestro gran escritor taoísta. Al lado de su escritura todos los que lo intentamos somos unos bárbaros balbucientes, unos cursis, unos mediocres. Tal es su virtud.

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El caso Rousseau

02 miércoles Sep 2015

Posted by Salvador Perpiñá in Libros

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memorias, Rousseau

Con dos de sus libros ardiendo en las plazas, proscrito en varios estados, achacoso y hundido en un delirio persecutorio[1], Jean-Jacques Rousseau invierte seis años de su vida en la redacción de sus masivas memorias, bautizadas a la manera de San Agustín como Las Confesiones. Le movía la urgente necesidad de asegurarse unos ingresos, pero también otros propósitos que a lo largo del texto mantienen una relación conflictiva.

Una vindicación del ciudadano Rousseau. Rousseau el alma bella, el pedagogo, el novelista sentimental, el polemista, el compositor de una ópera de éxito, el rebelde. «No estoy hecho como ninguno de cuantos he visto; me atrevo a creer que no estoy hecho como ninguno de cuantos existen. Si no valgo más al menos soy distinto».

Un exasperante catálogo de agravios. A Jean-Jacques no le han reconocido sus méritos, la mayoría de los hombres (y de las mujeres) no han correspondido a sus afectos. Tiene muy buena memoria a la hora de ajustar cuentas, no se le pasa una. De una susceptibilidad extrema, llega a asegurar que cierta injusticia le afectó hasta el punto de provocarle una hernia.

Un asombroso desnudamiento de sus miserias privadas, del que no sale muy bien parado. En un acto de valor inaudito no vacila en mostrarnos al pequeño cleptómano, el pajillero, el masoquista, el ingrato, el exhibicionista, el disperso y el ocioso, entre los vicios declarados. También está un Rousseau que se adivina entre líneas, el vanidoso, el hipocondríaco y el paranoico, el hipócrita y el gazmoño, el pequeño snob que se jacta de la calidad de sus amistades. Y, por encima de todos, como permanente piedra del escándalo, Rousseau, el padre desnaturalizado.

El autor de Emilio, o De la educación, el hombre que años mas tarde, vestido a la armenia, hace labores de cordoncillo con sus vecinas a la puerta de su casa en el exilio, labores que regala a sus amigas exhortándolas a amamantar ellas mismas a sus hijos, tiene un formidable borrón en su biografía.

A los treinta y tres años Rousseau se vincula sentimentalmente a Thérèse Levasseur, una mujer muy sencilla, prácticamente analfabeta, con la que convivirá el resto de su vida, permitiéndose ocasionales y apasionados enamoramientos estrictamente platónicos con damas de la aristocracia.

Cuando tuvieron su primer hijo, Rousseau la convenció para que entregara al recién nacido a la Mansion d’Enfants Trouvés, un hospicio. Brillante polemista, Diderot aseguraba que «su discurso toma por asalto a todo el mundo». Tuvo que ser muy persuasivo, ya que la operación se repitió con cada uno de los cinco hijos habidos durante su vida en común. Las posibilidades de supervivencia en aquellos centros eran escasas, pero la imaginación se dispara especialmente cuando uno piensa en Thérèse, en los densos silencios conyugales de años venideros, hechos de devoción y rencor.

A Rousseau los remordimientos le van a perseguir de por vida. Casi podríamos leer sus memorias como una gigantesca escenografía para arropar la exhibición del pecado central de su vida, al que acaba aplicando un tratamiento habitual en él: se acusa de manera implacable para a continuación defenderse con tal brillantez que no cabe sino la absolución. «Al entregar a mis hijos a la educación pública por no poder educarlos yo mismo, al destinarlos a convertirse en campesinos y obreros antes que aventureros y cazadores de fortuna, creí hacer un acto de ciudadano y de padre, y me consideré como un miembro de la República de Platón».

Rousseau echando un ratico en el campo.

Rousseau echando un ratico en el campo.

De un modo muy calvinista Rousseau siente que la inocencia no está en las obras sino en la pureza del corazón y en consecuencia no escatima recursos para convencernos de la ternura que anida en el suyo. No creo que haya libro en que se derramen tantas lágrimas. Jean-Jacques llora cuando ama, llora cuando es rechazado, llora ante las montañas y los lagos, llora de gratitud, llora de júbilo, llora de saberse tan bueno. Llora solo, llora a dúo, llora en grupo. Sus lágrimas ginebrinas se derraman incesantes sobre manos, regazos perfumados, pechos, pañuelos de encaje. El llanto como una nueva voluptuosidad.

Pero haríamos mal en creerle un pusilánime. Rousseau es combativo, su capacidad para perder amigos y ganarse la hostilidad de sus contemporáneos es formidable. Poseedor de esa arrogancia de algunos tímidos, su vida puede seguirse como una sucesión de decisiones impulsivas de consecuencias catastróficas.

Durante sus primeros años en París y tras la revelación que supusieron las representaciones de la troupe itinerante de Eustacchio Bambini, tiene lugar la Querelle des Bouffons, polémica en la que se enfrentan los partidarios de la ópera francesa, rígida, ritualizada y aristocratizante, contra los entusiastas de la ópera italiana, vital, efusiva, cantabile, abrazando desenvuelta lo cotidiano, muy al gusto de la nueva burguesía. Rousseau que pretendía hacerse una carrera como músico, a pesar de una deficiente formación autodidacta, ha logrado tras no pocos tropiezos un gran éxito con su ópera en un acto Le Devin du Village. Como no podía ser menos, toma partido apasionadamente a favor de la ópera italiana, contra el gran Rameau y el establishment musical del momento. En su Carta sobre la música francesa lo podemos ver haciendo amigos:

«Creo haber demostrado que no hay ni compás ni melodía en la música francesa, porque la lengua no es susceptible de ellos, porque el canto francés no es más que un continuo ladrido, insoportable para cualquier oído no preparado; que su armonía es bruta, sin expresión (…) que los aires franceses no son aires, que el recitativo francés no es recitativo. De donde concluyo que los franceses no tienen música y no pueden tenerla; o que si alguna vez tienen una será peor para ellos».

Los años no lo hacen más prudente. En 1762, ya caído en desgracia e instalado provisionalmente en el principado de Neuchâtel, se permite mandarle una carta llena de consejos y exhortaciones a Federico el Grande. «Me ha reñido mucho», fue el irónico comentario del monarca prusiano al mariscal George Keith, uno de sus hombres de confianza.

Y sin embargo… cómo no querer a Rousseau, a alguien hecho como nosotros de esperanzas y desengaños, que a pesar de su autoindulgencia ha osado como nunca nadie antes que él mostrarse por completo ante sus lectores, con los que siglos después establece una intimidad única. Rousseau, el hombre que confiesa no haber podido ser feliz, que reconoce el abismo que separa sus sueños de la vida que le ha tocado en suerte. El adolescente vagabundo que recorre Europa a pie como un siglo después haría Rimbaud, caminando entre viñedos y bosques, embriagado por visiones de felicidad, franco y libre, durmiendo bajo las estrellas y en graneros, sin una moneda en el bolsillo, desgastando su ingenuidad en contacto con la maldad del mundo. Pero también conociendo la generosidad de cuantos, ricos y pobres, le acogieron y auxiliaron, ese amor posible incluso en un siglo cruel que fue testigo de la espantosa ejecución del frustrado regicida Damiens.

Jean-Jacques, el tímido que se codeó con los más grandes hombres de su tiempo, pero que en realidad sólo deseó que el mundo se olvidara de él y le permitiera entregarse a sus ocios, sus ensoñaciones, sus íntimos goces, a su necesidad de amar y ser amado. Febril e indolente, incapaz de soportar la rutina, rechazando toda forma de servidumbre y dispuesto siempre a lanzarse a la aventura. Podemos sentir su orgullo, su determinación y su temblor de piernas el día que tuvo la osadía de asistir al estreno de su ópera en el castillo de Fontainebleau, ante el rey y su corte, ataviado con ropajes modestos, sin afeitar, con una peluca descuidada, rechazando días después la oferta real de una pensión vitalicia.

Imposible no amarlo porque somos Rousseau. Su influencia es incalculable, él es el big bang del Romanticismo, bajo cuyo sistema de creencias (el culto a las emociones y a la autenticidad, la devoción por lo natural) vivimos todavía. De él viene lo mejor de la izquierda[2](un proyecto emancipador del hombre, una idea de fraternidad, un eros revolucionario de igualdad y justicia) junto a lo peor (dificultades a la hora de conciliar los sentimientos y la realidad, fantasías de conspiración). Freud ha quedado tan sólo como el respetado creador de una epopeya literaria de lo intangible, Nietzsche o Darwin ofrecen una intemperie problemática a la hora de proporcionar consuelo, ni siquiera me atrevería a predecir una vigencia de Marx a largo plazo, pero no me cabe la menor duda de que al contradictorio, admirable e insoportable hippy ginebrino cabe aún augurarle un largo futuro.

JEAN-JACQUES ROUSSEAU. “Las Confesiones”. El libro de bolsillo. Alianza Editorial. (Traducción, prólogo y notas de Mauro Armiño).

Las_confesiones-Rousseau_JeanJacques-9788420608358[1] «El cielorraso bajo el que estoy tiene ojos, las paredes que me rodean tienen oídos, rodeado de espías y vigilantes malévolos y avizores, inquieto y distraído pongo apresuradamente sobre el papel algunas palabras interrumpidas que apenas tengo tiempo de releer y menos de corregir.» (Libro VII)

[2] Bertrand Russell no tiene tan buen concepto de él. En 1946, en su Historia de la Filosofía Occidental asegura: «En nuestros días Hitler ha sido consecuencia de Rousseau; Roosevelt y Churchill de Locke.”

Sumisión

10 domingo May 2015

Posted by Salvador Perpiñá in Libros

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distopía, Houellebecq, islamismo

Michel Houellebecq ha escrito el mismo libro de siempre y esta vez lo ha hecho con cierta dejadez. No hay que ser demasiado severo, todo autor tiene sus caídas. Algunos momentos alucinatorios de “La Posibilidad de una Isla” y una inmersión en universos domésticos a lo Simenon en la segunda parte de “El Mapa y el Territorio” apuntaban hacia posibles variaciones de su imaginario. Esta vez, sin embargo, ha decidido seguir el impulso que Hitchcock denominaba “run for cover” y ha regresado a territorio familiar. Esa suma de reiteración y desaliño acaba por hacer molestas sus particularidades. Lo que antes defendíamos como personalidad se nos aparece ahora como una serie de tics: el sempiterno protagonismo de su alter ego -antihéroe existencialista, depresivo y rijoso-, diálogos discurso cuya irrealidad se intenta maquillar con el minucioso conteo de las delicatessen que François ingiere y las copas que mientras tanto se pimpla, el hábito de organizar toda una novela en torno a una idea fuerza de desafiante incorrección política. Houellebecq es un escritor de ideas.

-Oiga, joven. ¿Qué escribe ese tal Houellebecq?

-Novelas de tesis.

-¡Coño, como Gironella!

Su mala leche sigue intacta y al lector devoto le esperan algunas carcajadas. Hay fulgores: un estudio comparado de videos en YouPorn, una perturbadora imagen de devastación en una gasolinera, una magnífica escena final. Aun en las ocasiones en que resulta fallido no puede dejar de ser interesante. Houellebcq no se hace ilusiones y le trae sin cuidado que le consideremos un alma bella, lo cual le dota de un ojo penetrante para captar el espíritu del tiempo. En ese sentido no hay queja. La propuesta de su novela –no desvelo nada si recuerdo que especula con la posibilidad de una islamización de la República Francesa- es provocadora y sugestiva, la descripción de los mecanismos sociológicos, políticos y culturales que harían posible semejante mutación tiene la brillantez habitual. Sin embargo, entusiasmado por el brío del discurso, ha descuidado la carpintería exigente y modesta de la verosimilitud. En este caso, además, su misoginia le ha jugado una mala pasada. Al obviar por completo la reacción de las mujeres ante un proceso de semejante calado, asesta un golpe mortal a la credibilidad del relato, que entonces deviene parábola y hasta chiste privado.

Pese a lo que podría imaginarse, “Sumisión” no es un libro islamófobo. Al contrario, jamás había leído argumentos a favor de la religión islámica más persuasivos que los pronunciados por algunos de sus personajes.

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Siete versiones del realismo sucio

26 miércoles Nov 2014

Posted by Salvador Perpiñá in Cine, Libros

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cine, literatura, realismo sucio

«Style is the answer to everything».
Charles Bukowski

En una reciente entrevista, Richard Ford sostenía que lo de Realismo Sucio, fue un “inocente truco publicitario”. Ya ese vistoso y tan poco académico “dirty” proclama a voces su condición promocional, como sugiriendo emociones fuertes y momentos escabrosos a un público ávido. La denominación se suele ampliar más allá de los escritores incluidos en 1983 en el número veraniego de la revista Granta, donde Bill Buford acuñó el término.

¿Cómo ha sido su relación con las pantallas? En cierta manera se podría decir que casi todo el cine americano que ha merecido la pena desde los setenta sigue de algún modo el credo estético del realismo sucio. Películas como The Last Picture Show (Peter Bogdanovich, 1971), Fat City (1972) y Wise Blood (1979) de John Huston o Dog Day Afternoon (1975, Sidney Lumet), aun bebiendo de otras fuentes literarias, son probablemente más representativas de la poética del movimiento que algunas de las que vamos a repasar. En todo caso, la corriente ha dado para al menos tres obras maestras, que no es poco.

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Fight Club (David Fincher, 1999)
La adaptación de la novela homónima de Chuck Palahniuk se transformó en una película de culto tras su aparición en DVD, pero su paso por las pantallas fue discreto. La propuesta de un camino de perfección que parte del insomnio y las sesiones de autoayuda para pacientes con cáncer testicular y culmina en una vasta sociedad secreta que ejerce un terrorismo chic, pasando por rituales de virilidad y pugilato, con ribetes fascistas y homoeróticos, no es el tipo de historias que llena las salas. Nuestra crítica nacional se despachó a gusto. Carlos Boyero llego a calificarla de “pretenciosa gilipollez” y desde las páginas de El País se la tachaba de “puro despropósito »

Sin embargo Fight Club es irresistible. Faltona, desesperada, macabra y en ocasiones hilarante, sigue resistiendo el paso del tiempo aunque las estrategias de choque de Palahniuk hayan acabado por cansarnos en sus siguientes novelas.

La adaptación, basada en un guión de Jim Uhls, es modélica. Todo el libro está en ella, su humor negro, su nihilismo radical y su abandono destructor, su tono de letanía hipnótica. Edward Norton y Brad Pitt, en una inspirada jugada de casting, son capaces de construir personajes creíbles y vibrantes, que en otras manos no hubieran trascendido la condición de cartoon. Habrá quien desdeñe a David Fincher por su pasado de realizador publicitario y de videoclips, sus manierismos y esa mezcla de meticulosa sordidez y un acabado extremadamente pulido marca de la casa, pero créanme, hace falta un pulso extraordinariamente firme y un sentido asombroso de la medida para que el enfebrecido material de Palahniuk no se te vaya de las manos, para que podamos aceptar lo que se nos está contando sin que la sombra del ridículo sobrevuele la operación.

Fight Club es de esas películas que encarnan el zeitgeist con precisión. El asombroso plano final en que los dos protagonistas cogidos de la mano ven derrumbarse los rascacielos sobre el skyline nocturno, mientras suena el “Where is my mind?” de The Pixies, adquiere una perturbadora cualidad profética a la luz de los hechos que tendrían lugar dos años después, un 11 de septiembre.

Ask the Dust

Ask the Dust (Robert Towne, 2006)
Escrita y dirigida por Robert Towne, el reputado guionista de Chinatown, la adaptación cinematográfica de la tercera y más popular de las novelas de John Fante es un desastre sin paliativos. Ask the Dust en ocasiones parece una primera película, sus torpezas de dirección resaltan más aún en medio de la opulenta fotografía de Caleb Deschanel y la notable reconstrucción de época. La película incurre en un error estético común que ya detectó Borges en ciertos admiradores del Quijote. En la novela de Fante, publicada en 1939, su alter ego, el joven Arturo Bandini, llega a la mítica ciudad de Los Ángeles para darse de bruces con la realidad presente, fea y común. La película no puede evitar la tentación de glamourizar una época y un lugar concretos, estrategia que culmina con la elección de Salma Hayek como protagonista femenina, transformando así el personaje triste, frágil y desconcertante de Camila, en un digesto de todos los clichés en torno a la mujer latina.

Pero más asombrosas resultan las debilidades del guión empezando por un uso machacón y pomposo de la voz en off, recordándonos a cada instante que estamos ante la adaptación de una Gran Novela Americana. Los desencuentros del jovencísimo Bandini (Colin Farrell), aspirante a escritor, virgen, inexperto y arrogante, con la imprevisible y salvaje Camila, jamás resultan convincentes. Finalmente, lo que es una novela de aprendizaje, una crónica irónica pero llena de profunda piedad, se pretende transformar llegado un punto en una épica historia de amor e incomprensión racial con ecos de La Dama de las Camelias. Y hasta ahí podíamos llegar, decididamente John Fante merece otra cosa.

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Reflections in a Golden Eye (John Huston, 1967)
Puede resultar curioso ver en una misma lista la sutileza de Carson McCullers junto al tono vocinglero de Chuck Palahniuk, pero hay que admitir que en 1941, la fecha de su publicación, Reflections in a Golden Eye no resultaba menos escandalosa que las febriles fantasías del autor de Fight Club: el ejército americano como hervidero de pulsiones homosexuales, adulterios, soldados que cabalgan desnudos, voyeurismo, mujeres neuróticas que se mutilan los pezones con tijeras de podar… Paradójicamente, con un material tan incendiario la adaptación de John Huston, escrita por el novelista escocés Chapman Mortimer, abundante en diálogos explicativos y enfáticos, acaba resultando distante, extrañamente fría y, lo que es peor, tediosa.

En la breve novela de McCullers, lo que mantiene en pie una historia semejante, donde los personajes parten de extremos tan acusados que difícilmente puede apreciarse en ellos algo parecido a una evolución, es la voz y la mirada de su autora, un inconfesado aliento poético pudorosamente agazapado en cada línea. John Huston, director mucho más cerebral y refinado que lo que imagen popular de varón cazador dado a los grandes cigarros nos haría creer, intenta imprimir un estilo propio a su versión. Rodada en 1967, en pleno ocaso del Código Hays y en el año del Summer of Love californiano y la popularización de la psicodelia, la película se lanza gozosamente a desafiar los límites de lo permitido en una pantalla y a explorar interesantes posibilidades de puesta en escena, entre ellas un fascinante uso del color, cortesía del operador Aldo Tonti.

Elizabeth Taylor, aunque ligeramente unidimensional, compone uno de esos personajes de mujer vulgar y sensual que sabe hacer con los ojos cerrados. Marlon Brando toma constantemente decisiones actorales fascinantes pero fallidas, consiguiendo que el torturado personaje del mayor Penderton sea devorado por su propia marlonidad. Curiosamente, John Huston siempre la consideró una de sus obras más conseguidas.

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This Boy’s Life (Michael Caton-Jones, 1993)
Versión de la novela autobiográfica de Tobias Wolff , escrita por Robert Getchell, el guionista de Alice Doesn’t Live Here Anymore (Martin Scorsese, 1974) con la que tiene varias cosas en común. Demasiadas, añadiría, porque una sensación aplastante de déjà vu invade todo el metraje. Michael Caton-Jones dirige de manera solvente e impersonal y This Boy’s Life acaba ofreciendo una mirada decididamente Hollywood sobre el material literario de partida.

Esa mirada Hollywood consiste en la aplicación sistemática de determinadas figuras narrativas que ciertos analistas de guión gustan de considerar arquetípicas, implica el uso de canciones de los cincuenta como evocación afectuosa y también porque, ¡que demonios!, dan algo de marchita, implica que la banda sonora en todo momento nos dicta qué es lo que debemos sentir. La complejidad moral de las memorias de juventud de Tobias Wolff, la aguda escisión entre sus fantasías, su autoconciencia y la realidad, son laminadas para contar una historia de superación y lucha por la libertad mil veces vista. Sin duda que hay elementos de notable dureza, pero quedan diluidos en la blandura de un discurso estandarizado.

Ellen Barkin clava su papel de madre a la deriva, pero simpática y decidida, un debutante Leo DiCaprio, revelando que ya era un actor extraordinario y una presencia a veces irritante, compone un matizado personaje de adolescente conflictivo pero simpático y decidido. Un señor muy parecido a Robert de Niro parece pasárselo en grande sobreactuando como némesis de la simpática y decidida pareja protagonista.

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Short Cuts (Robert Altman, 1993)
Del encuentro entre Raymond Carver y Robert Altman surge la que sin duda sea la obra maestra de éste último, en el sentido de ser la más equilibrada, aquella en que la tendencia a las fugas de tono, a la dispersión y a cierta complacencia, características del maestro de Kansas City, se ve atemperada por la necesidad de manejar un material temático rico y complejo.

La película adapta nueve relatos de Raymond Carver -uno de ellos, la historia de la cantante protagonizada por Annie Ross, creado especialmente para la ocasión- y uno de sus poemas. Robert Altman despliega todo su virtuosismo a la hora de construir grandes frescos corales. La adaptación del mismo Altman y Frank Barhydt, sabe entrelazar brillantemente los diferentes relatos y los cerca de veintidós personajes, componiendo una especie de estructura tridimensional mayor que la suma de sus partes.

Ambiciosa, libre como una improvisación de jazz, de una cínica franqueza realmente refrescante en el cine americano –ese inolvidable desnudo frontal de Julianne Moore- Short Cuts nos graba en la memoria una América a la vez familiar y a contrapelo.

La influencia de Short Cuts ha sido considerable en directores jóvenes como Paul Thomas Anderson. Es imposible no ver en Magnolia (1999) una personal revisión del clásico de Altman, incluyendo la lluvia final de ranas que ejerce la misma función catártica que el terremoto que cierra éste. Y sí, es la obra maestra que la crítica asegura.

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Tales of Ordinary Madness (Marco Ferreri, 1981)
Adaptación libre de algunos de las historias y situaciones contenidas en el libro de relatos “Erections, Ejaculations, Exhibitions, and General Tales of Ordinary Madness”, de Charles Bukowski, en especial el cuento “The Most Beautiful Woman in Town”.

Marco Ferreri nunca se distinguió especialmente por su sutileza, ni en el terreno ideológico (fue un director dado a expresarse mediante parábolas) ni en el de la puesta en escena. Tales of Ordinary Madness no es una excepción, sin embargo ese estilo tan desmañado y visceral que llega a parecer un no estilo, se adapta perfectamente a la poética de Bukowski.

Ben Gazzara, encarnando a Charles Serking, variación del habitual Henri Chinaski, proyección hipertrofiada del ego del autor, parece a veces descolocado pero con frecuencia queda absolutamente poseído por su personaje. A diferencia de otras versiones del personaje más pirotécnicas, como la de Mickey Rourke en Barfly (Barbet Schoreder, 1987), la actitud de Ben Gazzara es de una notable contención, sin alardes ni gran guiñol. El paisaje urbano de L.A. rehuye la imaginería habitual y se nos muestra con una irresistible fealdad.

La película es en ocasiones decididamente grotesca, la estructura en bloques episódicos resulta arrítmica y sin embargo, no se puede negar que, de un modo especial, Tales of Ordinary Madness es inolvidable.

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No Country for Old Men (Joel & Ethan Coen, 2007)
Probablemente la mejor película de los hermanos Coen. La intensidad seca y alucinatoria de la prosa de Cormac McCarthy los empuja a su apuesta más radical, que es a la vez su obra más contenida. McCarthy inspira mucho respeto.

Los Coen siempre han sido unos guionistas muy literarios -¿qué otros autores empezarían una de sus películas con aquel “Way out west there was this fella… fella I wanna tell ya about. Fella by the name of Jeff Lebowski.”– y la adaptación es extraordinariamente respetuosa con el fondo y la forma de la novela. Se limitan a aplicar sabios ajustes estructurales y, eso sí, se permiten hacer más lacónico a un Anton Chigurh, que en la novela parece curiosamente proclive al sermón existencialista.

A la hora de dirigir toman una serie de arriesgadas decisiones formales: la renuncia casi absoluta al uso de la música, el empleo de actores no demasiado conocidos como Josh Brolin, Kelly MacDonald o Javier Bardem (aún un relativo recién llegado a la industria americana), reservándose la figura ya icónica de Tommy Lee Jones para el protagonista y narrador, el empleo de bruscas elipsis en momentos clave y, la más importante de todas, una renuncia expresa a mucho de sus estilemas habituales, consiguiendo una narración de enorme transparencia que, sin llamar la atención sobre sí misma, ofrece alguno de los momentos de más deslumbrante pureza cinematográfica en toda su obra.

En el último cine de los hermanos Coen – A Serious Guy (2007) sería otro caso- empieza a asomar ocasionalmente el dios feroz e irracional del Antiguo Testamento, cuya presencia –o su ausencia habría que decir- impregna cada frase dicha y no dicha en la novela.

Decir que la adaptación de los Coen hace justicia al inmenso poder de la voz de Cormac McCarthy es el mejor cumplido que se me ocurre para su trabajo.

(Artículo publicado en septiembre de 2013, en el número 358 de la revista de literatura Quimera)

Nemo

28 lunes Jul 2014

Posted by Salvador Perpiñá in Libros

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aventuras, islas, Julio Verne, mar, venganza

A primera vista Julio Verne se nos aparece como un plácido burguesazo, dado a entusiasmos algo gimnásticos ante los avances de la ciencia, optimista, diurno, racional. Sin embargo, su vida y su obra no están exentas de zonas de sombra. Problemas digestivos y una dolorosa parálisis facial lo perseguirán toda su vida, un sobrino le sale al encuentro en un camino rural y le dispara dos veces, dejándole una cojera de la que no se repondrá, la relación con su hijo podríamos calificarla de conflictiva en el mejor de los casos y sus últimas obras –Ante la Bandera o Los 500 millones de la Begún– profetizan algunos de los aspectos más siniestros del siglo venidero. Sí, el típico protagonista de sus libros es un hombre de acción sólido, equilibrado, vigoroso, pero el autor no puede ocultar su fascinación por las personalidades oscuras: el Robur de Dueño del mundo, el Capitán Hatteras recluido en una institución mental y caminando eternamente en dirección hacia el norte y, por encima de todos, el Capitán Nemo.

Parece que 20.000 Leguas de Viaje Submarino inspiró a Rimbaud el alumbramiento de Le Bateau Ivre. Al fin y al cabo se trata de un descenso hacia un mundo desconocido: lo que se esconde bajo la superficie del mar y lo que se esconde bajo la actividad mental consciente eran por entonces misterios impenetrables. El material reprimido almacenado en el inconsciente decimonónico es de tal calibre que su irrupción en el siglo XX provocará millones de muertos.

Y ahí tenemos al sombrío Nemo, el hombre que nunca ríe, monarca absoluto de unos dominios lejos de las leyes de los hombres. Nemo es un maldito, un personaje de estirpe byroniana, pasado por Poe, no muy distante de aquel reclusivo Des Esseintes del Au Rebours de Huysmans. Por supuesto que está el Nemo del credo positivista, ingeniero que ha hecho de la ciencia su religión, poseedor de una inagotable curiosidad ante los fenómenos del mundo; su Nautilus es una embarcación y una fortaleza, pero es ante todo un museo que contiene obras de arte, cientos de libros y maravillas de la naturaleza (el siglo XIX concibe la realidad como un museo). No faltan los lujos: Nemo no se priva de refinados banquetes en un comedor de lo más cuco con sus aparadores y su porcelana china y en su biblioteca encontramos unos cómodos sofás donde suponemos que el profesor Aronnax se echaría unas siestas de órdago tras fumar esos excelentes cigarros confeccionados con algas.

Hasta ahí llega lo tranquilizador. El resto no lo es tanto. Verne dota a Nemo de un pasado imperdonablemente exótico y desaforadamente trágico. Decidido a separarse para siempre del resto de la especie humana, recluta a un grupo reducido de fieles para formar un falansterio subacuático de hombres castos y silenciosos. Bajo el lema Mobilis in mobili sublima su desdicha en forma de sed de conocimiento y ánimo de venganza. A veces, en los momentos de íntima desesperación llora y toca el órgano. El mundo bajo las aguas le proporciona libertad ilimitada pero también es una cárcel atroz, un reino privado de luz, donde en un silencio de espanto los monstruos marinos se deslizan entre corales de sangre, tesoros de galeones españoles y ruinas de antiguas civilizaciones sumergidas bajo aguas del color de la absenta.

En un momento de genio no carente de crueldad, Verne hace aparecer al personaje en otra de sus novelas, La Isla Misteriosa. Nemo ha envejecido, uno a uno han muerto los hombres que le acompañaban en su experimento comunal. Tras enterrar al último de ellos en su cementerio submarino, Nemo emprende un viaje sin retorno hasta quedar atrapado en las entrañas de una isla volcánica donde encuentra la paz y la redención ayudando a un grupo de náufragos americanos del ejército de la Unión. Lo que omite y merecería ser contado es ese último viaje del Nautilus: el anciano Nemo atravesando por última vez su mundo, sin futuro posible, sin remordimientos, cumplida su misión, deambulando en una soledad inimaginable por los corredores de su nave, iluminados por los resplandores venenosos del sodio, recordando quizás la luz del sol, la lluvia empapando la tierra y el cuerpo amado de una mujer. Agarrándose a la frágil esperanza de recuperarlos.

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The Innocents. El lugar de lo indecible

19 sábado Jul 2014

Posted by Salvador Perpiñá in Cine, Libros

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Henry James, Jack Clayton, literatura, metafísica, miedo, niños

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-Su casa, donde usted vivía, ¿era una casa grande también?
-No, debo admitir que era muy pequeña.
-¿Cómo de pequeña?
-Muy, muy pequeña
-¿Demasiado pequeña para tener secretos?

The Innocents (1961)

Desde su aparición por entregas en la revista Collier’s Weekly en 1898, la novella de Henry James Otra vuelta de tuerca (The Turn of the Screw) ha gozado de una singular fortuna, generando un ingente corpus de material crítico e interpretativo, una ópera de Benjamin Britten sobrecogedoramente hermosa y diversas adaptaciones para la pequeña y gran pantalla, incluyendo una provocadora lectura homoerótica por parte de nuestro Eloy de la Iglesia. De entre todas ellas destaca a altura incomparable The Innocents (1961), bautizada aquí en un arrebato de arbitraria estupidez como ¡Suspense!, sin duda con la esperanza de arrastrar enfervorizadas masas ávidas de emociones fuertes a las salas de cine.

The Innocents fue producida y dirigida por Jack Clayton, un interesantísimo director relegado a los márgenes del canon cinematográfico. A la hora de enfrentarse a la obra de James, Clayton se las arregla para reunir un equipo excepcional. Truman Capote escribe un guión basado en la adaptación teatral de William Archibald, con colaboraciones no acreditadas de Harold Pinter y John Mortimer, la música es obra de Georges Auric (miembro de Les Six, el grupo francés de músicos apadrinado en los años veinte por Cocteau y Satie) y Freddie Francis crea un mundo barroco e hipersensualizado en blanco y negro, inundando cada mañana de luz incandescente los estudios Shepperton, hasta el punto de que, entre toma y toma, Deborah Kerr se ve obligada a añadir unas gafas de sol a su caracterización de institutriz victoriana.

Deborah Kerr, paradigma de esa contención británica admirada por las clases medias europeas antes del trascendental giro en las costumbres de los años sesenta, gustaba de hacer añicos su casta imagen de marca en melodramas sobre neurosis sexual -la intoxicante Black Narcissus de Powell y Pressburger- o dando rienda suelta a una intensa y tórrida sensualidad en su papel de esposa adúltera de un militar en From Here to Eternity, de Fred Zinnemann. ¿Quién podría encarnar mejor esa ambigüedad que es la esencia misma de Otra vuelta de Tuerca?

La historia de una pareja de espectros que sigue ejerciendo su influencia corruptora sobre los dos niños antes a su cargo, le fue referida al novelista por el arzobispo de Canterbury. A partir de esa anécdota medio recordada, Henry James construye años después un sofisticado dispositivo que trasciende los límites de la habitual ghost story. Es interesante ver como sus aportaciones al género son traducidas en la adaptación cinematográfica.

La más notoria de ellas, que ha dado lugar a inagotables y, en ocasiones, entretenidas lecturas psicoanalíticas, es que James –maestro del punto de vista al fin y al cabo- utiliza como narradora a la institutriz de los niños, cuyo nombre no se nos dice, sin que podamos asegurar nunca si la amenaza sobrenatural de la que intenta defenderlos es real o se trata de elaboraciones de su propio inconsciente reprimido. La manera en que la protagonista interpreta los hechos, sus omisiones, sus rodeos y eufemismos, ¡su propia sintaxis!, hacen que no nos resulte un narrador de confianza. Pero, astutamente, el autor evita que nos pronunciemos del todo, ya que el ama de llaves, Mrs.Grose, reconoce los rasgos del difunto mayordomo Quint en la precisa descripción que la institutriz hace de uno de los fantasmas.

El guión de Truman Capote se inclina con más claridad por la sospecha de meras proyecciones alucinatorias. Así la ahora llamada Miss Giddens ve un retrato de Quint antes de que éste se le aparezca y, a diferencia de lo que ocurre en la novela, Mrs.Grose acaba cuestionando su versión de los hechos. Jack Clayton por su parte, no sin elegancia, muestra las apariciones siempre desde el punto de vista de Miss Giddens, regla que sólo rompe en sendas ocasiones, ante el espectro de Miss Jessel. Durante su crucial segunda aparición en el pantano el contenido del plano incluye y pone en relación a la presencia fantasmal, la institutriz y la niña. En otra aparición en la biblioteca de la casa las lágrimas sobre el escritorio son reales, Miss Giddens puede tocarlas con sus dedos. Un perturbador soplo de inquietud se apodera así de lo que podría ser la mera exposición de un caso de histeria.

The Turn of the Screw debe parte de su reputación entre los amantes de la literatura fantástica a que las apariciones son descritas con una minuciosa precisión clínica, que nos hace pensar en el tipo de experiencias recogidas en Las variedades de la experiencia religiosa (1) por su hermano William James, creador de la psicología funcional y filósofo, investigador de procesos subliminales de la conciencia que, según propia confesión, llegó a entender plenamente a Hegel tras una experiencia psicoactiva con óxido nitroso. Es sorprendente como Jack Clayton a veces se atiene escrupulosamente a las descripciones de la novela, como en la primera aparición de Quint en lo alto de la torre, recogiendo ese silencio y suspensión de toda actividad previos a la aparición del fantasma. Hay un intraducible término inglés, uncanny, para definir el horror sobrenatural. Pocas películas han rozado ese estremecimiento como The Innocents. Clayton y su director de fotografía Freddie Francis, a la hora de materializar los espectros, se deben haber inspirado en el abundante material fotográfico espiritista de la era victoriana, con resultados difíciles de olvidar.

Una película como ésta es un rotundo triunfo de la atmósfera. Los alrededores de la mansión de Bly abundan en esculturas con resonancias paganas, evocando el terror pánico a la luz del día de las ficciones de Arthur Machen (ese insecto saliendo de la boca de una cabeza de piedra). El interior nocturno de la casa se nos aparece como un personaje en sí mismo, un laberinto de habitaciones vacías -«ojalá hubiera una manera de dormir en todas las habitaciones a la vez», confiesa la pequeña Flora-, ventanas abiertas y cortinajes agitándose en la oscuridad, un mundo inconsciente lleno de oscuros ecos y secretas resonancias, el lugar de lo indecible.

La tercera vuelta de tuerca de Henry James a la narración fantástica clásica serían las relaciones entre el Mal y la infancia, objeto de un tratamiento ampliado en la siguiente obra maestra de Clayton, Our Mother’s House. Para un caballero victoriano como Henry James, el Mal se encarna en la corrupción de la infancia a través del sexo. Quint y Miss Jessel daban rienda a su pasión sin importarles ser vistos por los niños, ambos quizás fueron iniciadores de Miles y Flora respectivamente. Miles pudo haber sido expulsado del internado por experiencias homosexuales y a veces parece que intenta seducir a su guapa institutriz, pero nada de esto se nos dice abiertamente. Henry James es demasiado inteligente para abrumarnos con despavoridos escrúpulos sacristanescos -no olvidemos que se trata de situaciones que años después y en países de cultura católica no desentonarían en un relato de educación sentimental- y recurre al horror de lo apenas mencionado, a la perversidad de lo elidido.

Jack Clayton tiene una brillante idea que desde los primeros segundos del film nos sumerge en ese clima de densa inquietud. Antes incluso de la aparición del logo de 20th Century Fox, empezamos a escuchar sobre negro la voz de Flora cantando una canción infantil:

We lay my love and I beneath the weeping willow.
A broken heart have I. Oh willow I die, oh willow I die…

La mezcla de lo siniestro y lo melancólico en esta sencilla canción resulta casi insoportable y lo prodigioso es que esa sensación no deje por un instante de impregnar el resto del film. La película añade ligeros toques de mórbida crueldad: Flora contemplando cómo una araña se dispone a devorar una mariposa, Miles escondiendo bajo su almohada una paloma muerta con el cuello partido, un trozo de gelatina obscenamente tembloroso tras ser rozado por sus dedos… Pero nada comparable a uno de los finales más abiertamente subversivos de la historia del cine: el beso de Miss Giddens sobre los labios sin vida del niño puso los pelos de punta a los ejecutivos de la Fox e incluso hoy en día sigue resultando profundamente perturbador. No cabe imaginar un desenlace más radical para uno de los clásicos indiscutibles del fantástico y una de las más modélicas adaptaciones literarias de las que tenga noticia.

(Artículo publicado en junio del 2013, en el número 355 de la revista de literatura Quimera)

(1) William James fue uno de los fundadores de la American Society for Psychical Research, asociación dedicada al estudio científico de fenómenos paranormales. No nos debería extrañar ese gusto por lo fantástico de ambos hermanos si tenemos en cuenta que su padre era un ferviente lector de Swedenborg.

 

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