«Style is the answer to everything».
Charles Bukowski
En una reciente entrevista, Richard Ford sostenía que lo de Realismo Sucio, fue un “inocente truco publicitario”. Ya ese vistoso y tan poco académico “dirty” proclama a voces su condición promocional, como sugiriendo emociones fuertes y momentos escabrosos a un público ávido. La denominación se suele ampliar más allá de los escritores incluidos en 1983 en el número veraniego de la revista Granta, donde Bill Buford acuñó el término.
¿Cómo ha sido su relación con las pantallas? En cierta manera se podría decir que casi todo el cine americano que ha merecido la pena desde los setenta sigue de algún modo el credo estético del realismo sucio. Películas como The Last Picture Show (Peter Bogdanovich, 1971), Fat City (1972) y Wise Blood (1979) de John Huston o Dog Day Afternoon (1975, Sidney Lumet), aun bebiendo de otras fuentes literarias, son probablemente más representativas de la poética del movimiento que algunas de las que vamos a repasar. En todo caso, la corriente ha dado para al menos tres obras maestras, que no es poco.

Fight Club (David Fincher, 1999)
La adaptación de la novela homónima de Chuck Palahniuk se transformó en una película de culto tras su aparición en DVD, pero su paso por las pantallas fue discreto. La propuesta de un camino de perfección que parte del insomnio y las sesiones de autoayuda para pacientes con cáncer testicular y culmina en una vasta sociedad secreta que ejerce un terrorismo chic, pasando por rituales de virilidad y pugilato, con ribetes fascistas y homoeróticos, no es el tipo de historias que llena las salas. Nuestra crítica nacional se despachó a gusto. Carlos Boyero llego a calificarla de “pretenciosa gilipollez” y desde las páginas de El País se la tachaba de “puro despropósito »
Sin embargo Fight Club es irresistible. Faltona, desesperada, macabra y en ocasiones hilarante, sigue resistiendo el paso del tiempo aunque las estrategias de choque de Palahniuk hayan acabado por cansarnos en sus siguientes novelas.
La adaptación, basada en un guión de Jim Uhls, es modélica. Todo el libro está en ella, su humor negro, su nihilismo radical y su abandono destructor, su tono de letanía hipnótica. Edward Norton y Brad Pitt, en una inspirada jugada de casting, son capaces de construir personajes creíbles y vibrantes, que en otras manos no hubieran trascendido la condición de cartoon. Habrá quien desdeñe a David Fincher por su pasado de realizador publicitario y de videoclips, sus manierismos y esa mezcla de meticulosa sordidez y un acabado extremadamente pulido marca de la casa, pero créanme, hace falta un pulso extraordinariamente firme y un sentido asombroso de la medida para que el enfebrecido material de Palahniuk no se te vaya de las manos, para que podamos aceptar lo que se nos está contando sin que la sombra del ridículo sobrevuele la operación.
Fight Club es de esas películas que encarnan el zeitgeist con precisión. El asombroso plano final en que los dos protagonistas cogidos de la mano ven derrumbarse los rascacielos sobre el skyline nocturno, mientras suena el “Where is my mind?” de The Pixies, adquiere una perturbadora cualidad profética a la luz de los hechos que tendrían lugar dos años después, un 11 de septiembre.

Ask the Dust (Robert Towne, 2006)
Escrita y dirigida por Robert Towne, el reputado guionista de Chinatown, la adaptación cinematográfica de la tercera y más popular de las novelas de John Fante es un desastre sin paliativos. Ask the Dust en ocasiones parece una primera película, sus torpezas de dirección resaltan más aún en medio de la opulenta fotografía de Caleb Deschanel y la notable reconstrucción de época. La película incurre en un error estético común que ya detectó Borges en ciertos admiradores del Quijote. En la novela de Fante, publicada en 1939, su alter ego, el joven Arturo Bandini, llega a la mítica ciudad de Los Ángeles para darse de bruces con la realidad presente, fea y común. La película no puede evitar la tentación de glamourizar una época y un lugar concretos, estrategia que culmina con la elección de Salma Hayek como protagonista femenina, transformando así el personaje triste, frágil y desconcertante de Camila, en un digesto de todos los clichés en torno a la mujer latina.
Pero más asombrosas resultan las debilidades del guión empezando por un uso machacón y pomposo de la voz en off, recordándonos a cada instante que estamos ante la adaptación de una Gran Novela Americana. Los desencuentros del jovencísimo Bandini (Colin Farrell), aspirante a escritor, virgen, inexperto y arrogante, con la imprevisible y salvaje Camila, jamás resultan convincentes. Finalmente, lo que es una novela de aprendizaje, una crónica irónica pero llena de profunda piedad, se pretende transformar llegado un punto en una épica historia de amor e incomprensión racial con ecos de La Dama de las Camelias. Y hasta ahí podíamos llegar, decididamente John Fante merece otra cosa.

Reflections in a Golden Eye (John Huston, 1967)
Puede resultar curioso ver en una misma lista la sutileza de Carson McCullers junto al tono vocinglero de Chuck Palahniuk, pero hay que admitir que en 1941, la fecha de su publicación, Reflections in a Golden Eye no resultaba menos escandalosa que las febriles fantasías del autor de Fight Club: el ejército americano como hervidero de pulsiones homosexuales, adulterios, soldados que cabalgan desnudos, voyeurismo, mujeres neuróticas que se mutilan los pezones con tijeras de podar… Paradójicamente, con un material tan incendiario la adaptación de John Huston, escrita por el novelista escocés Chapman Mortimer, abundante en diálogos explicativos y enfáticos, acaba resultando distante, extrañamente fría y, lo que es peor, tediosa.
En la breve novela de McCullers, lo que mantiene en pie una historia semejante, donde los personajes parten de extremos tan acusados que difícilmente puede apreciarse en ellos algo parecido a una evolución, es la voz y la mirada de su autora, un inconfesado aliento poético pudorosamente agazapado en cada línea. John Huston, director mucho más cerebral y refinado que lo que imagen popular de varón cazador dado a los grandes cigarros nos haría creer, intenta imprimir un estilo propio a su versión. Rodada en 1967, en pleno ocaso del Código Hays y en el año del Summer of Love californiano y la popularización de la psicodelia, la película se lanza gozosamente a desafiar los límites de lo permitido en una pantalla y a explorar interesantes posibilidades de puesta en escena, entre ellas un fascinante uso del color, cortesía del operador Aldo Tonti.
Elizabeth Taylor, aunque ligeramente unidimensional, compone uno de esos personajes de mujer vulgar y sensual que sabe hacer con los ojos cerrados. Marlon Brando toma constantemente decisiones actorales fascinantes pero fallidas, consiguiendo que el torturado personaje del mayor Penderton sea devorado por su propia marlonidad. Curiosamente, John Huston siempre la consideró una de sus obras más conseguidas.

This Boy’s Life (Michael Caton-Jones, 1993)
Versión de la novela autobiográfica de Tobias Wolff , escrita por Robert Getchell, el guionista de Alice Doesn’t Live Here Anymore (Martin Scorsese, 1974) con la que tiene varias cosas en común. Demasiadas, añadiría, porque una sensación aplastante de déjà vu invade todo el metraje. Michael Caton-Jones dirige de manera solvente e impersonal y This Boy’s Life acaba ofreciendo una mirada decididamente Hollywood sobre el material literario de partida.
Esa mirada Hollywood consiste en la aplicación sistemática de determinadas figuras narrativas que ciertos analistas de guión gustan de considerar arquetípicas, implica el uso de canciones de los cincuenta como evocación afectuosa y también porque, ¡que demonios!, dan algo de marchita, implica que la banda sonora en todo momento nos dicta qué es lo que debemos sentir. La complejidad moral de las memorias de juventud de Tobias Wolff, la aguda escisión entre sus fantasías, su autoconciencia y la realidad, son laminadas para contar una historia de superación y lucha por la libertad mil veces vista. Sin duda que hay elementos de notable dureza, pero quedan diluidos en la blandura de un discurso estandarizado.
Ellen Barkin clava su papel de madre a la deriva, pero simpática y decidida, un debutante Leo DiCaprio, revelando que ya era un actor extraordinario y una presencia a veces irritante, compone un matizado personaje de adolescente conflictivo pero simpático y decidido. Un señor muy parecido a Robert de Niro parece pasárselo en grande sobreactuando como némesis de la simpática y decidida pareja protagonista.

Short Cuts (Robert Altman, 1993)
Del encuentro entre Raymond Carver y Robert Altman surge la que sin duda sea la obra maestra de éste último, en el sentido de ser la más equilibrada, aquella en que la tendencia a las fugas de tono, a la dispersión y a cierta complacencia, características del maestro de Kansas City, se ve atemperada por la necesidad de manejar un material temático rico y complejo.
La película adapta nueve relatos de Raymond Carver -uno de ellos, la historia de la cantante protagonizada por Annie Ross, creado especialmente para la ocasión- y uno de sus poemas. Robert Altman despliega todo su virtuosismo a la hora de construir grandes frescos corales. La adaptación del mismo Altman y Frank Barhydt, sabe entrelazar brillantemente los diferentes relatos y los cerca de veintidós personajes, componiendo una especie de estructura tridimensional mayor que la suma de sus partes.
Ambiciosa, libre como una improvisación de jazz, de una cínica franqueza realmente refrescante en el cine americano –ese inolvidable desnudo frontal de Julianne Moore- Short Cuts nos graba en la memoria una América a la vez familiar y a contrapelo.
La influencia de Short Cuts ha sido considerable en directores jóvenes como Paul Thomas Anderson. Es imposible no ver en Magnolia (1999) una personal revisión del clásico de Altman, incluyendo la lluvia final de ranas que ejerce la misma función catártica que el terremoto que cierra éste. Y sí, es la obra maestra que la crítica asegura.

Tales of Ordinary Madness (Marco Ferreri, 1981)
Adaptación libre de algunos de las historias y situaciones contenidas en el libro de relatos “Erections, Ejaculations, Exhibitions, and General Tales of Ordinary Madness”, de Charles Bukowski, en especial el cuento “The Most Beautiful Woman in Town”.
Marco Ferreri nunca se distinguió especialmente por su sutileza, ni en el terreno ideológico (fue un director dado a expresarse mediante parábolas) ni en el de la puesta en escena. Tales of Ordinary Madness no es una excepción, sin embargo ese estilo tan desmañado y visceral que llega a parecer un no estilo, se adapta perfectamente a la poética de Bukowski.
Ben Gazzara, encarnando a Charles Serking, variación del habitual Henri Chinaski, proyección hipertrofiada del ego del autor, parece a veces descolocado pero con frecuencia queda absolutamente poseído por su personaje. A diferencia de otras versiones del personaje más pirotécnicas, como la de Mickey Rourke en Barfly (Barbet Schoreder, 1987), la actitud de Ben Gazzara es de una notable contención, sin alardes ni gran guiñol. El paisaje urbano de L.A. rehuye la imaginería habitual y se nos muestra con una irresistible fealdad.
La película es en ocasiones decididamente grotesca, la estructura en bloques episódicos resulta arrítmica y sin embargo, no se puede negar que, de un modo especial, Tales of Ordinary Madness es inolvidable.

No Country for Old Men (Joel & Ethan Coen, 2007)
Probablemente la mejor película de los hermanos Coen. La intensidad seca y alucinatoria de la prosa de Cormac McCarthy los empuja a su apuesta más radical, que es a la vez su obra más contenida. McCarthy inspira mucho respeto.
Los Coen siempre han sido unos guionistas muy literarios -¿qué otros autores empezarían una de sus películas con aquel “Way out west there was this fella… fella I wanna tell ya about. Fella by the name of Jeff Lebowski.”– y la adaptación es extraordinariamente respetuosa con el fondo y la forma de la novela. Se limitan a aplicar sabios ajustes estructurales y, eso sí, se permiten hacer más lacónico a un Anton Chigurh, que en la novela parece curiosamente proclive al sermón existencialista.
A la hora de dirigir toman una serie de arriesgadas decisiones formales: la renuncia casi absoluta al uso de la música, el empleo de actores no demasiado conocidos como Josh Brolin, Kelly MacDonald o Javier Bardem (aún un relativo recién llegado a la industria americana), reservándose la figura ya icónica de Tommy Lee Jones para el protagonista y narrador, el empleo de bruscas elipsis en momentos clave y, la más importante de todas, una renuncia expresa a mucho de sus estilemas habituales, consiguiendo una narración de enorme transparencia que, sin llamar la atención sobre sí misma, ofrece alguno de los momentos de más deslumbrante pureza cinematográfica en toda su obra.
En el último cine de los hermanos Coen – A Serious Guy (2007) sería otro caso- empieza a asomar ocasionalmente el dios feroz e irracional del Antiguo Testamento, cuya presencia –o su ausencia habría que decir- impregna cada frase dicha y no dicha en la novela.
Decir que la adaptación de los Coen hace justicia al inmenso poder de la voz de Cormac McCarthy es el mejor cumplido que se me ocurre para su trabajo.
(Artículo publicado en septiembre de 2013, en el número 358 de la revista de literatura Quimera)