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Desesperación y Risa

~ el blog de Salvador Perpiñá

Desesperación y Risa

Publicaciones de la categoría: Lugares

Cuadros de una exposición

28 jueves Abr 2022

Posted by Salvador Perpiñá in Lugares

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A menudo sueño con museos. Nada más lejos de la naturaleza magmática del sueño que esas grandes galerías civiles, proyecto ilustrado para imponer una apariencia de orden a los desbordamientos de la imaginación. Son sueños sin angustia, peculiarmente acogedores. No es de extrañar, he pasado en ellos horas deliciosas de todas las maneras posibles: sobrio, drogado y enamorado.

Evitando si se puede las aglomeraciones de visitantes, me gusta su silencio solo roto por susurros (a veces pienso en qué es lo que flota en el aire de las salas vacantes durante la noche), el lento deambular de uno a otro asombro.

En las antípodas de la compulsiva acumulación de imágenes en las redes, hay algo grato en esa lenta itinerancia, que crea una disposición benévola de las propias facultades de comprensión y emoción. El placer de encantarse ante algún detalle de una obra ante la que nadie se detiene ―una casa con las ventanas encendidas en una montaña del Paraíso, en la National Gallery― la conmoción casi física al enfrentarse a pinturas cuya reproducción gráfica no da la medida de su grandeza ―el descendimiento de Van der Weyden en El Prado―, el reencuentro amistoso con el cuadro que hace años que no visitábamos, siempre el mismo, siempre otro.

El buen anarca, de Duchamp a Thomas Bernhard, los desprecia roussonianamente como símbolo de lo establecido, de aquello que domestica las virtudes salvajes de la creación. Cada cuadro colgado de la pared, con su placa identificativa, es un milagro asesinado, evoca las mariposas clavadas con un alfiler en la muestra del entomólogo. Esterilidad de catálogo, mero residuo petrificado de lo que fue vivo, ligero, significativo.

No le falta razón, la acumulación de obras de arte tiene algo de heráldica del poder y sus grandes proyectos ideológicos. También las hace víctimas mercantilizadas de hordas de visitantes haciendo fotografías con sus móviles, en un fervor trivial peor que mil olvidos.

Pero cuánto consuelo hemos encontrado en sus salas, cuánto alimento para la imaginación, cuántas reservas de espíritu para las grandes, áridas travesías de la soledad. En tiempos de guerra se despliegan conmovedores esfuerzos para proteger sus tesoros, porque se está salvando la memoria de la especie. Ventanas prodigiosas hechas de pigmentos molidos, aceites, tablas y lienzos, por las que entran los vientos del tiempo, que nos explican qué fuimos y con qué soñamos. Cada museo que arde es como un ictus en nuestro cerebro colectivo.

Se me ocurre pensar que si ahora sueño con ellos es porque a partir de cierta edad nuestro pasado adquiere rasgos museísticos. Los recuerdos aparecen enmarcados, clasificados, interpretados, quizás de forma fraudulenta. El dolor o la vergüenza suavizan sus aristas y así paseamos complacidos a lo largo de nuestra vida, intentando todavía encontrar un sentido. Aceptando.

Hasta que mudos celadores de uniforme nos avisen de que ha caído la noche y van a cerrar.

Ferias

16 lunes Ago 2021

Posted by Salvador Perpiñá in Lugares

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Me gustan las ferias de los pueblos. Últimos vestigios de un mundo más inocente en que la feria era el cielo de los pobres. La noche es el momento del simulacro y las luces de colores ofrecían un módico remedo de los esplendores del paraíso. Nada que ver con la mecánica planificada, eficiente, de los parques de atracciones. En los descampados y en fechas señaladas, santificadas en lejanías medievales, una casta especial de nómadas erigía arquitecturas tan efímeras como la floración de las plantas. Ciudades transitorias hechas de bombillas y vulgaridad, abundantes en baratijas, velocidad y vértigo, risas y gritos, competiciones de fuerza y destreza, laberintos de espejos, la delicadeza azucarada de las nubes de algodón, globos de helio, megafonía y fritanga.

Los niños paseaban de asombro en asombro y las parejas de novios, en el límite de la vida adulta, recuperaban por un instante esa gratitud que aún no ve la tristeza y la melancolía tras el brillo de las fachadas.

Es fácil engañar al niño. El mundo aparece ante él en todo su esplendor y novedad, un mundo de pura embriaguez y descubrimiento, donde todo es posible, entre la seducción y el miedo. A los niños les contamos historias donde los malos nunca ganan, donde los animales nos hablan y donde el poder de la magia trasciende nuestra miseria terrenal, donde la palabra “para siempre” es una promesa y no una condena. Y es bueno que así sea antes de que hagan su trabajo la costumbre, la conciencia del fracaso, el conocimiento de la maldad de los otros y de la propia vileza y debilidad.

Recuerdo la primera vez que el amanecer me sorprendió en una feria. Tras una noche de francachela la luz empezó a filtrarse entre las cañas del techo de la caseta. Las luces se apagaron y la música cesó. Todo había terminado y nos echaron a la calle. Recuerdo filas de rezagados deambulando por la fealdad de las avenidas vacantes que, sin la retórica de los vatios, se revelaban en toda su deleznable fealdad. Nos movíamos como un ejército derrotado de fantasmas borrachos, mientras el viento levantaba torbellinos de polvo, como si estuviera a punto de arrancar del suelo aquellas estructuras calamitosas.

Hay ahí una escisión. Uno puede situarse del lado de esa realidad descolorida, implacable. Uno puede apostar por la verdad del engaño y el simulacro. Yo he elegido y, mientras se acerca el momento de cerrar, antes de que nos echen a la calle, con la obstinación del borracho, sigo intentando tender guirnaldas de luces que unan los puntos inconexos de mi vida, trampantojos de sentido, imitaciones baratas del viejo encantamiento, para defenderme de la luz despiadada que nos muestra en nuestra indefensa desnudez, antes de ser arrastrados por los torbellinos de polvo.

Harry Leith-Ross.»The Fair», (1958)

El marco incomparable

09 lunes Sep 2019

Posted by Salvador Perpiñá in Lugares

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alhambra, monumentos

Casi todas las ciudades conservan restos de su pasado. Sus habitantes los consideran algo especialmente valioso y digno de ser preservado, salvo durante las revoluciones y las grandes crisis de furia. La autoridad erige patíbulos y monumentos, pues tales son sus prerrogativas. Lugares donde el poder se administra, arcos que conmemoran la sangre joven derramada, templos y palacios, torres y paramentos. Tiranos y arquitectos los concibieron, generaciones de hombres se rompieron las espaldas entre poleas y andamios para elevar sus muros hasta las nubes. Vigías de la ciudad y vastos organismos de los que emanaba un aire de fuerza y permanencia. Las casas donde los hombres comunes engendran, comen y duermen son efímeras, pero en los grandes edificios (hoy meras cristalizaciones resplandecientes del dinero) había por el contrario una voluntad de inmortalidad.

Los niños los visitan desde pequeños y así un conjunto de cantos y argamasa queda investido del aire sagrado de los primeros recuerdos. La piedra de sus fachadas, dorada bajo la luz naranja del alumbrado público, formará parte del paisaje de nuestros sueños toda una vida. Los mercaderes del patriotismo conocen la fuerza movilizadora de las viejas ruinas.

En mi caso el marco incomparable que me tocó en suerte goza de cierta fama. Su nombre, Alhambra, cargado de insinuaciones de exotismo y lujo oriental, no era infrecuente en hoteles y clubs nocturnos de otros países en los años de entreguerras.

De pequeño, en las primeras visitas, la Alhambra era fiestas de la luz y del espacio al comienzo del día, era tiempo suspendido en atrios, columnas y galerías por donde volaban los pájaros, era huertos fragantes, estanques y la frescura del agua corriendo entre las flores. Una imagen justa del paraíso. Un orden sin simetría. Aquel carácter orgánico, acumulativo, imprevisible, la hacia adecuada al gusto del niño.

La Alhambra encarna varias paradojas. La primera de las cuales es el choque entre su radical otredad y su aire familiar. Cumbre refinadísima del arte de una cultura diferente, fortaleza y palacio del placer, fragmento de oriente, con sus insinuaciones de hedonismo y languideces, incrustado en una ciudad cristiana, árida y ferozmente conservadora. Una leyenda de intoxicante romanticismo, patrimonio de una burguesía prosaica y desprovista de entusiasmo. Un excelente resumen de las contradicciones de la ciudad. Recordatorio constante de un pasado esplendoroso y por tanto de un fracaso, nos hemos criado con la conciencia de una caída. Todo monumento, despojado del poder que en él residía es un cadáver, un decorado, y sin embargo aún puede irradiar.

Durante una época pensé que viviría y moriría en otra parte. Pero regresé. Y allí estaba de nuevo, el animal totémico de mi ciudad, encaramada sobre una colina, entre el dragón y el velero. Ahora vivo aún más cerca de ella que nunca. Prácticamente no pasa un día sin que la vea en el escandaloso esplendor de su vista frontal o a la vuelta de una esquina, asomada, tutelar, al fondo de una calle. Algunos afortunados la saludan cada mañana cuando despiertan, desde amplios balcones o a través de pequeños ventanucos. El tamaño de la vista no disminuye su poder.

Todo lo pensaba ayer en casa de una amiga, que también ha decidido abandonar su vida en una gran ciudad e instalarse bajo la advocación de esas piedras. Bebíamos vino, la tarde caía con las ventanas abiertas, por donde entraba el sonido de la lluvia y el frescor que exhalaban los jardines cercanos. Ante nosotros, lavada y borrosa, estaba ella, esperando la caída de la noche y la secreta comunicación entre sus salas y las estrellas. Siempre la misma, siempre otra. Entendí que nos sobrevivirá a ambos y hallé en esa idea un cierto consuelo.

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Miradores

05 viernes Jul 2019

Posted by Salvador Perpiñá in Lugares

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ciudades, miradores

El artista adolescente suele hacer mofa y befa de los gustos del burgués, no así de los de las clases populares, que considera de una robusta santidad. Al burgués le reprocha su codicia, su estrechez de miras, su cobardía vital; cuanto al burgués complace será considerado irrisorio. El mirador y sus amplias vistas aparece como uno de los sospechosos habituales. Poner los ojos en blanco ante esos marcos incomparables sería señal de una sensibilidad domesticada, que rehúsa lo convulso para solo hallar placer en lo pintoresco. Como siempre suele ocurrir, el artista adolescente, fascinado por su propia singularidad, subestima el alcance o la hondura de los gustos de sus mayores.

Rara es la población que no tenga su mirador. Si no se han transformado en objetivo turístico, son lugares donde acude el jubilado, fumadores de porros muy jóvenes o parejas de inclinación melancólica. Un lugar en alto, generalmente con alguna leyenda histórica asociada. Tu ciudad, tu pueblo, se extiende a tus pies. Allí se lleva a los niños, parajes así forman parte de la educación sentimental de cualquiera.

Mircea Eliade describe el paso de nuestros antepasados a la posición erguida como un «sentirse proyectado en medio de una extensión aparentemente ilimitada, desconocida, amenazante». La visión desde lo alto calma esa angustia. Como si unas manos amables nos hubieran alzado, nos consentimos una visión solo al alcance del pájaro. El mundo, suspendidos un instante por encima de su brutal prolijidad, parece tranquilizador, inteligible. Hemos prevalecido y lo hemos ocupado como un liquen o una modalidad fantástica de la termita. La fuerza enorme de las construcciones del pasado levantándose hacia el cielo, la trama de los campos de labor, los bosques y los jardines, terrazas y paramentos, las brumas tóxicas del polígono industrial, la curva del río, el trazado de las calles, que es una escritura.

Los sonidos de la ciudad ascienden hasta nosotros. El tráfico, las grúas y las campanas, los patios de los colegios, los muelles de carga, los muecines llamando a la misma hora a la oración, las sirenas, señal de desgracia. De noche todas las ciudades son interesantes, todo parece posible. La naturaleza desaparece por completo y solo es visible nuestra presencia, un delicado tejido de luces y colores nuevos, que nunca deja de extenderse.

Hay días de notable transparencia donde el mundo se dilata hasta grandes lejanías y el ojo cansado de la edad recupera el esplendor de la niñez. Y entiendes que el mundo, el amado mundo no nos necesita para que el sol siga saliendo cada mañana. Inagotable, inocente, un poco monstruoso. No de otra manera lo vería un dios que lo acabara de crear.

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Hombres en pijama

20 lunes May 2019

Posted by Salvador Perpiñá in Lugares

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hospitales

El hospital, como la cárcel o el cuartel, instaura una cruda intimidad entre desconocidos. Te abren una vía en las venas y te hacen entrega de un pijama. A partir de ese rito ya han tomado posesión de ti, ya estás dentro. Durante días compartes el tiempo suspendido, rígidamente pautado de la experiencia clínica. Vas a ser un habitante más del palacio del dolor y la piedad, ese laberinto gobernado por el conocimiento y la muerte. Aislado del discurrir de las cosas allá fuera, apenas ves a través de las ventanas de tu habitación otra cosa que las variaciones de la luz sobre patios angostos o fachadas de una inhumanidad monumental, egipciaca, sujeto a las pequeñas rutinas de cada día, la toma de temperatura y la presión arterial, la medicación, la llegada de bandejas con una comida ajena a toda idea del placer, la visita del médico, el cambio de las sábanas del lecho. Todos volvemos a la indefensión y la dependencia de la infancia, moviéndonos a pequeños pasitos, atendidos y cuidados por manos de mujer. A veces tienes que llevar un camisón con el que enseñas el culo.

La planta de cardiología es un lugar serio. Todos allí, afectados en el centro de su mismo ser, han recibido un recordatorio de su mortalidad. Los más jóvenes pasean por los pasillos, pálidos y con un aire de estupor, preguntándose por qué a ellos, por qué tan pronto. Hombres machacados por vidas de trabajo y renuncia o por los excesos de la crápula ―el vecino de cama que cuenta chistes y que sale a la entrada a fumarse un cigarrillo exhibiendo desafiante la sutura en el esternón que delata que le han abierto brutalmente el pecho, como en un sacrificio azteca― dejan pasar las horas vacías entre la ironía, el miedo o el embrutecimiento. Tienen todo el tiempo del mundo para pensar, para recordar y para arrepentirse. Hablan de cosas sencillas, las ciudades donde han vivido, las queridas costumbres del pasado, la sazón de las frutas, el precio de las habas. Algunos veteranos, módicos Virgilios, te informan del funcionamiento de ese orden al que ahora perteneces, de las peculiaridades y manías de médicos y enfermeros.

Uno comparte sus ronquidos nocturnos en noches inacabables, el sudor de las sábanas, el anhelo de escapar, ve sus botellas de orina en el baño y sus pies hinchados. A veces vuelves de una prueba y encuentras una cama vacía, imagen esperanzadora o funesta según el caso. Quise bromear con una enfermera que me llevaba a rayos X, preguntándole por las leyendas urbanas en torno a esos pasillos vacíos y silenciosos en la hora del sueño, me comentó sin énfasis ―están hechas a todo― que por esos mismos corredores igual que me empujaba a mí empujaba camillas con muertos.

Salimos del hospital, pero el recuerdo de sus insomnios yodados, del burbujeo de las máscaras de oxígeno está para siempre con nosotros, como una cicatriz o un remordimiento que ya no nos abandona. Qué grata esa agitación de autobuses y pájaros en las plazas públicas, el mundo que ha seguido su curso mientras no estabas. Uno de mis compañeros de habitación, con una infatigable sucesión de infartos a sus espaldas, no hacía más que fantasear con lo primero que haría al recibir el alta. Su sueño era atizarse un plato de migas con sardinas. Uno entiende la imponente seriedad de ese anhelo y yo, que ni siquiera sé cómo se llama, le deseo que se haya dado ese gustazo bajo el sol de Mayo y con una copa de vino. La vida es eso y poco más.

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María Safronova

Sobre la conquista de pequeñas ciudades en invierno

31 lunes Dic 2018

Posted by Salvador Perpiñá in Lugares

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ciudades, invierno, tiempo

Madrugar muchísimo en los solsticios con un deseo perentorio de luz y abandonar aún de noche las calles vacías de tu ciudad atravesadas por grupos de borrachos que esperan la dádiva del amor. Qué gran cosa es despedir el año haciendo kilómetros de carretera a través de paisajes benévolos hasta llegar a esa ciudad en la que uno nunca ha estado.

Todavía con los andrajos del sueño en los ojos romper los círculos de polígonos industriales, líneas de ferrocarril, estaciones, fábricas y bloques de viviendas que protegen el viejo corazón de la ciudad y arrebatarle sus secretos, acechar la sustancia del tiempo en los juegos de la luz sobre callejas, muros y tejados, el tono tan particular de otra posible vida, de otras posibles dulzuras y tediosas tardes en sus aceras y tras ventanas y visillos, pues no hay dos ciudades iguales. Ver estuarios, puertos y puentes, ríos y arenales donde se pudren las algas, policías a caballo por las playas, gaviotas y gabarras, puertos y mercados, comer bajo un sol cordial los alimentos que esa tierra da, de la manera en que allí es costumbre, escuchar a tu alrededor las amables inflexiones que adopta la lengua familiar, esa música del alma.

Recorrer luego, saciado y ebrio, la trama de sus misterios, templos, palacetes, plazas y parques públicos —los hombres llenan las ciudades de réplicas civiles del paraíso, los jardineros, ejército admirable de hombres justos, dan forma a sus setos, podan sus viejos árboles y siembran la tierra de rosas, palmeras y limones—  mientras las campanas convocan la tarde que opera su magia en una placidez ensimismada de gorriones, niños y lavanda. Tras los heroísmos panorámicos del atardecer las muchachas y los gatos desaparecen en los viejos portales que guardan patios ajedrezados en sombra y cuando las estrellas se despliegan uno siente que en definitiva todo eso estaba a ti destinado y que de un modo especial ya te pertenece y que, con todo, el mundo es bueno y merece perdurar.

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Melancolía y misterio de Almuradiel

08 sábado Dic 2018

Posted by Salvador Perpiñá in Lugares

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Casa Marcos, Madrid, viajes

Anoche soñé que volvía a Casa Marcos. Durante años los autobuses de línea que comunicaban Granada con Madrid hacían una pausa de media hora en un establecimiento a las afueras de Almuradiel, pequeña localidad de Ciudad Real. Situado apenas a unos kilómetros del truculento paisaje transilvano de Despeñaperros, límite entre Andalucía y Castilla, la llegada a la explanada que hacía las veces de parking, anunciada por la brusca megafonía del vehículo, era como doblar el Cabo de Hornos del viaje.

No conduzco, así que durante toda una vida me he trasladado a Madrid en autobús. Viajaba a Madrid cuando era muy joven, ávido de explorar sus vastas extensiones capitalinas y sus laberintos, deslumbrado por aquella mezcla de miseria valleinclanesca y esplendor ministerial. Los años del descubrimiento de sus mitologías nocturnas, un festín de museos,  conciertos y películas en versión original a la medida de un insaciable apetito. Luego llegó el tiempo en que Madrid fue para mí un lugar de trabajo y hasta un hogar. En sus calles me enamoré, me emborraché, gané mucho dinero y alimenté vanos sueños de éxito y reconocimiento. Daba igual, el tránsito de los confortables placeres provincianos al fervor de la metrópoli incluía invariablemente—como una descompresión—  una pausa obligatoria en ese no lugar.

Las calles de Almuradiel, incluso de día, aparecían siempre despojadas de toda presencia humana, como en un De Chirico, pero son las paradas nocturnas las que quiero recordar aquí. A esas horas el lugar adquiría una ominosa densidad metafísica. Los viajeros, en un torpor en el que todavía se desprendían de un sueño incómodo, salían por las puertas del autobús, el paso vacilante, con un fatalismo y un estupor inerme de víctimas. Opositores, emigrantes, novios, gente que iba a Madrid a correrse una juerga, a ver a su amante o a hacer sus modestos negocios, arrancados de la trama de afectos y costumbres que conformaban sus días, fumaban cigarrillos sin placer en la oscuridad del exterior, observando con aprensión la silueta de un asilo cercano, donde a esas horas dormían ancianos demenciados con la memoria devastada, en un deplorable último acto. Otros entraban en la cafetería: allí, igualados todos por la luz estéril consumían insípidas colaciones o evacuaban fluidos en unos aseos que olían a orina y a fresa sintética.

He sido testigo generación tras generación de cómo actores, escritores, directores de cine, compañeros míos, venidos de todos los rincones de España a comerse el mundo, han acabado consiguiéndolo, conquistando  esa ciudad que alguna vez fue para ellos una seductora desconocida. No puedo evitar pensar que es como si yo me hubiera quedado para siempre varado en Casa Marcos, en ese lugar sin historia, puro presente, viendo envejecer a sus inexpresivos camareros.

Hace años que los autobuses ya no paran allí y no es improbable que haya cerrado, alguna vez he pensado en la presente existencia fantasmal de ese lugar que nunca volveré a ver. Pero anoche regresé en sueños. Todo seguía igual. Reconocí las caras semiborradas de los camareros que me daban la bienvenida y sentí piedad por ellos. Entendía su cansancio. Sentado en una mesa, sin remordimientos y sin esperanzas, tomé una bebida humeante. En una pantalla de televisión en la esquina se sucedían escenas inarticuladas, rostros y lugares que alguna vez conocí y que había olvidado. Ya no significaban nada. Luego salí fuera, era de noche y las estrellas giraban lentamente sobre todos nosotros. Y hacía frío.

Almuradiel

Árboles

14 miércoles Mar 2018

Posted by Salvador Perpiñá in Lugares

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árboles

“Under the spreading chestnut tree I sold you and you sold me:
There lie they, and here lie we
Under the spreading chestnut tree.”

George Orwell, «1984»

Los árboles lo han visto todo. Durante millones de años nos precedieron en el mundo, haciendo el aire respirable. Sus ramas nos acogían en la infancia profunda de nuestra especie hasta que los abandonamos y nos erguimos, vulnerables bajo el cielo.

No los hemos olvidado. Silenciosos, protectores, perdurables, sus ramas tocan las nubes y sus raíces se adentran en la oscuridad. Fueron divinidades tutelares, nos resguardaban del sol y la tormenta, señalaban hitos al viajero en los grandes rumbos de un mundo despoblado. Bajo sus brazos extendidos se celebraban rituales, se administraba justicia. A su sombra se coronó a reyes y se los enterró. Pactos, juramentos y proclamaciones, en ocasiones la fruta amarga de los muertos colgando de sus ramas.

Aprendimos del rayo y empezamos a usar sus restos. Mordidos por hachas y sierras, su leña nos permitió sobrevivir a los inviernos. Los derribamos para construir nuestras casas y nuestros enseres. Lechos y mesas, patíbulos y laúdes, el madero en el que agonizó un dios compasivo. Sobre sus despojos hemos atravesado todos los mares. Poco a poco acabamos con los bosques donde vivían el ciervo y el fugitivo.

Los domesticamos. Ornato de avenidas y parques públicos, se les enganchan luces y banderitas en fechas solemnes. En los pueblos son una presencia familiar, refugio de pájaros y delicia de niños y gatos. A algunos se les daba un nombre, la gente se citaba junto a ellos. Los amantes los marcan porque saben que sus nombres les sobrevivirán.

Su ramaje nos recuerda el trazado de nuestras venas, la savia sube lenta por sus troncos. Ellos también respiran. Y mueren.

Me gusta cuando el viento acaricia la cabeza de los grandes árboles. Por un momento abandonan su solemne inmovilidad, las ramas más flexibles se cimbrean delicadamente, las hojas susurran, brillan y se estremecen allí arriba, como una risa que agradece la frescura. A veces es todo tan sencillo.

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Confesiones de un pequeño ludópata

19 lunes Feb 2018

Posted by Salvador Perpiñá in Lugares

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infancia, pinball

Flipper, pinball, petaco, máquinas de las bolas. Yo conocí con vosotras la felicidad. Allá por los setenta no se concebía un bar sin ellas, hasta el más modesto cedía buena parte de sus estrechuras a aquellos mamotretos analógicos, amasijo de cables, bobinas y relés, cuya forma parecía fruto de la unión contra natura del piano de cola y el mueble bar.

Todo ráfagas de luz, colores chillones, brillos y tintineos, trepidaciones y estridencias. Simulacros de lujo para niños y pobres de espíritu, tenían un abigarramiento de retablo o de códice azteca. Parientes horteras, charros, de la Capilla Sixtina o de la exhibición de exvotos, su diseño, como el de la cartelería del XIX, funcionaba por acumulación, lejos de la fluida, exenta elegancia de lo digital. Sus resplandecientes superficies miniadas evocaban un imaginario juvenil, hedonista y vagamente cosmopolita. Chicas yeyés en la Costa Azul, surf, carreras de coches, boleras, camaradería y romance en estaciones de esquí. Le Man, Saint-Tropez, Chamonix, Black Jack, Grand Prix, nombres así.

Como los pájaros sobre los árboles, alrededor de ellas se arracimaban los niños. Unos jugaban y otros miraban y había un placer vicario, disminuido, en mirar el juego ajeno. Los machos alfa adolescentes espantaban las bandadas de críos para sus competiciones, pero sobre todo temíamos a aquellos adultos que pedían cambio en la barra y monopolizaban la maquina durante una eternidad, con un juego reconcentrado, preciso, el cubalibre apoyado en el cristal.

Yo a veces jugaba solo, me lo pasaba en grande, el tiempo se suspendía. Lo hacía incluso en bares horrendos y en billares.  Los billares, rotulados con el burocrático eufemismo de «Recreativos», eran en las fantasías de padres severos o timoratos lugares muy poco recomendables, cuyos sótanos oscurecidos por el humo del tabaco e inconcretos peligros, eran frecuentados por adolescentes, macarras y pederastas.  Entre mis ingenuos sueños estaba el poseer una de esas máquinas para jugar a mi antojo, anhelo pueril que solo cumplen en la edad adulta estrellas del AOR adictas a las drogas de farmacia o gentes como Donald Trump.

¿Qué es lo que nos encandilaba de tal manera? La postura del jugador evocaba la actitud del timonel. Los mandos obedecían dócilmente, se tenía una sensación ilusoria de dominio. No por otra cosa accionabas los mandos, haciendo batir las aletas aun antes de que llegara la bola.

Menudo drama se representaba. Una esfera metálica, mercurial, era lanzada mediante un resorte y atravesaba un largo pasillo, como el canal del parto, hasta ser arrojada a un escenario cegador. A partir de ese momento todo iba de retrasar la inevitable caída final. La bola hacía su entrada a lo grande, veloz, nerviosa, pujante. Se demoraba en la zona superior, un empíreo refulgente, abundante en laberintos, perplejidades y violencias. Rebotaba frenética, zarandeada de aquí para allá, hasta que tarde o temprano iba perdiendo el impulso y descendía rampa abajo hacia la zona de peligro, más despojada, donde solo algunos obstáculos podían de nuevo imprimir momento a la bola y todo dependía de la precisión de tus movimientos y tu sangre fría para rescatarla del abismo y lanzarla de nuevo al rompeolas del norte y allí aturdirla y hacerla perderse en agujeros y misteriosos recorridos subterráneos, de los que emergía de un salto triunfal.

El azar y la pericia podían prolongar el juego en el tiempo. Aplazamientos del destino como la bola extra o la partida eran anunciados con un latigazo seco, un sonido inmensamente gratificante, que te hacía segregar no menos serotonina que el like de las redes sociales.

No importa cuánto duraran tus momentos de gloria ni la magra reserva de monedas en tus bolsillos, fatalmente llegaba el momento en que la última bola,  descendía majestuosa y, mientras las aletas se agitaban impotentes en el aire, desaparecía en las fauces de un oscuro averno mecánico hasta que otras manos infantiles, con monedas sustraídas de modestos encargos domésticos, la harían renacer.

Game over. Las luces se apagaban. Los mandos ya no respondían. Uno recogía la cartera y el abrigo y volvía a casa arruinado, con una melancólica sensación de derrota no muy diferente de las inminentes primeras decepciones del amor. Ahora veo aquellos instantes como una excelente iniciación en los duros misterios de lo irreversible y de la pérdida que conforman la vida adulta.

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Unidad del Sueño

12 martes Sep 2017

Posted by Salvador Perpiñá in Aventuras de un señor de mediana edad, Lugares

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hospitales, sueños, unidad del sueño

En un extremo del hospital, en unos pasillos vacíos ya a una hora de la noche en la que nada rompe el silencio -la clase de laberinto donde se materializan los aparecidos de las leyendas urbanas- abre sus puertas la Unidad del Sueño.

Vestida con una uniforme blanco y un nombre floral, una enfermera nos recibe con un largo discurso informativo, minucioso, sonriente. Lo borda, a uno le entra una confianza ciega en esta capitana rubia, menuda, de nuestra aventura nocturna. La seguimos. A cada uno de nosotros se le asigna un pequeño cubículo crudamente iluminado por fluorescentes. Una cama, una percha, una silla y una ventana que va a dar a un patio ciego. Un no lugar. Hay una cámara mirándonos desde una esquina. Allí nos vestimos con el pijama carcelario de los hospitales y aguardamos que llegue nuestro turno. No se oye nada y el tiempo se dilata, los pensamientos empiezan a deshilacharse y la realidad es sustituida por un tedio denso, impersonal. El infierno no debe ser un lugar muy diferente.

Cuando llega nuestro turno, la enfermera entra y comienza a cubrir nuestro cuerpo con cables, micrófonos y sensores. Unas últimas recomendaciones en voz baja antes de apagar la luz, susurrar un buenas noches y cerrar la puerta. A partir de ese momento y hasta que salga el sol no volveremos a verla y estaremos solos, a merced de nuestros sueños.

A oscuras quedamos, oyendo únicamente las sacudidas del aire acondicionado. La cámara recuerda que en algún lugar  -la cara iluminada por la luz de los monitores-  ella está pendiente de nosotros, de nuestras pulsaciones, del ritmo de nuestro aliento y la absurda agitación de nuestros movimientos de durmiente, como sólo nos han visto nuestros padres y nuestros amantes. Es un curioso trabajo. En el silencio subacuático de esa zona del hospital, cientos de caras con los ojos cerrados desfilando a lo largo de los meses en el baño espectral de los infrarrojos, un escenario de almas perdidas.  Justos y malvados, gordos y desmedrados, mundanos, violentos, distraídos, humoristas, mentirosos, quien cree con fuerza en algo, los que se visten maravillosamente, los que han hecho sacrificios heroicos, personas muy ordenadas, quien baila muy bien, atolondrados, mentirosos, señores de ideas conservadoras, melancólicos… todos iguales ahora, inocentes, vulnerables. Entre las formas inmemoriales de la abominación está matar al que duerme.

A la mañana siguiente ella, los ojos apagados, nos despierta y nos desconecta cuando el hospital se pone en marcha. Todo es distinto ahora, el misterio se disipa y la realidad irrumpe con la antipatía del diagnóstico. La conversación adopta un aire neutro, funcionarial. Nos despedimos apresuradamente de nuestros compañeros de noche, como si hubiéramos hecho algo ligeramente vergonzoso, deseosos de encontrarnos con la luz del día y la locura mañanera de los pájaros.

Ella llegará agotada a su casa, cansada por todos nosotros. Cuando otros empiezan su jornada ella se desvestirá y se meterá en la cama. Bajará las persianas. Dormirá sola y nadie la verá dormir salvo, en este momento, tú y yo, lector.

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Tim Eitel

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