A menudo sueño con museos. Nada más lejos de la naturaleza magmática del sueño que esas grandes galerías civiles, proyecto ilustrado para imponer una apariencia de orden a los desbordamientos de la imaginación. Son sueños sin angustia, peculiarmente acogedores. No es de extrañar, he pasado en ellos horas deliciosas de todas las maneras posibles: sobrio, drogado y enamorado.
Evitando si se puede las aglomeraciones de visitantes, me gusta su silencio solo roto por susurros (a veces pienso en qué es lo que flota en el aire de las salas vacantes durante la noche), el lento deambular de uno a otro asombro.
En las antípodas de la compulsiva acumulación de imágenes en las redes, hay algo grato en esa lenta itinerancia, que crea una disposición benévola de las propias facultades de comprensión y emoción. El placer de encantarse ante algún detalle de una obra ante la que nadie se detiene ―una casa con las ventanas encendidas en una montaña del Paraíso, en la National Gallery― la conmoción casi física al enfrentarse a pinturas cuya reproducción gráfica no da la medida de su grandeza ―el descendimiento de Van der Weyden en El Prado―, el reencuentro amistoso con el cuadro que hace años que no visitábamos, siempre el mismo, siempre otro.
El buen anarca, de Duchamp a Thomas Bernhard, los desprecia roussonianamente como símbolo de lo establecido, de aquello que domestica las virtudes salvajes de la creación. Cada cuadro colgado de la pared, con su placa identificativa, es un milagro asesinado, evoca las mariposas clavadas con un alfiler en la muestra del entomólogo. Esterilidad de catálogo, mero residuo petrificado de lo que fue vivo, ligero, significativo.
No le falta razón, la acumulación de obras de arte tiene algo de heráldica del poder y sus grandes proyectos ideológicos. También las hace víctimas mercantilizadas de hordas de visitantes haciendo fotografías con sus móviles, en un fervor trivial peor que mil olvidos.
Pero cuánto consuelo hemos encontrado en sus salas, cuánto alimento para la imaginación, cuántas reservas de espíritu para las grandes, áridas travesías de la soledad. En tiempos de guerra se despliegan conmovedores esfuerzos para proteger sus tesoros, porque se está salvando la memoria de la especie. Ventanas prodigiosas hechas de pigmentos molidos, aceites, tablas y lienzos, por las que entran los vientos del tiempo, que nos explican qué fuimos y con qué soñamos. Cada museo que arde es como un ictus en nuestro cerebro colectivo.
Se me ocurre pensar que si ahora sueño con ellos es porque a partir de cierta edad nuestro pasado adquiere rasgos museísticos. Los recuerdos aparecen enmarcados, clasificados, interpretados, quizás de forma fraudulenta. El dolor o la vergüenza suavizan sus aristas y así paseamos complacidos a lo largo de nuestra vida, intentando todavía encontrar un sentido. Aceptando.
Hasta que mudos celadores de uniforme nos avisen de que ha caído la noche y van a cerrar.
