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Desesperación y Risa

~ el blog de Salvador Perpiñá

Desesperación y Risa

Publicaciones de la categoría: Oficios

El trabajo del Rey Mago

06 jueves Ene 2022

Posted by Salvador Perpiñá in Oficios

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Como los espectros y los criminales, la noche es su dominio. Tras tantos siglos, tienen las pupilas dilatadas y han forjado una vieja amistad con los gatos.

Tienen vedado el paso a las casas de los solteros o los matrimonios sin hijos, pero conocen las demás como la palma de su mano. Te han visto dormir mientras recorren como un viento suave los pasillos a oscuras, entre susurros, porque la arena del desierto que arrojan a los ojos de los durmientes no siempre cumple su labor.

Siempre el miedo de que el alba, como a los vampiros, les sorprenda en su tarea. Qué agotador desplegar su magia. Se dan del todo y nada reciben a cambio, ni siquiera pueden ser testigos de la felicidad que deparan. Exhaustos, vacíos, duermen durante un año y de nuevo a su labor en esa noche que son innumerables noches, deambulando por las calles vacías, moviéndose como bailarines en las habitaciones sin luz.

A veces la tristeza de no volver a entrar en las casas de los niños que han muerto o aquellos que crecieron. Otras una melancolía pasajera, como cuando Melchor se quedó sentado a los pies de la cama de una joven madre dormida y pensó en dejarlo todo o cuando sorprendieron a Baltasar abrazado entre lágrimas al cuello de su camello, su fiel compañero, que no se tenía en pie de cansancio. Son humanos al fin y al cabo. Qué extraño destino, privados de la luz del día y del contacto con sus semejantes. A veces pelean entre ellos o se gastan bromas sobre los incidentes de la noche bajo las frías constelaciones del desierto, las luces de tantas ciudades en la distancia.

Apenas les quedan recuerdos de antes de aquella noche. Una juventud de placeres indolentes y una madurez consagrada a grimorios y a los graves estudios del misterio. No han olvidado sin embargo aquella vez que fueron convocados y siguieron el rastro de un cometa y se postraron ante aquel niño, un niño como todos los niños, pero que tras una eternidad ocupado en mareas y galaxias, en el vértigo del número en los vastos espacios entre los átomos, reía feliz al sentir la herida del tiempo y sus miserias, la aspereza de la paja, el cagarse encima, el calor del establo, la leche fluyendo del pecho de la madre, los ojos bondadosos del mulo y el buey, los rostros robustos de los pastores. Esa risa, la alegría de un dios. Y al evocar aquella noche saben que no hay otro destino comparable y que seguirán vivos mientras quede un solo niño sobre la superficie de esta tierra que aún crea en ellos.

Leonardo da Vinci «La Adoración de los Magos»

Loa y pervivencia del churro

02 lunes Sep 2019

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones, Oficios

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churros, domingos

Ya me habréis leído por aquí cómo siempre erramos en nuestra percepción del futuro. El churro era un residuo indigesto de la España profunda, como los tricornios, las bandurrias, el rostro del cejijunto y las monjitas, algo que la Unión Europea, la socialdemocracia y la expansión del universo digital borrarían del mapa. La obstinada, imprevista permanencia de la pequeña churrería en un mundo dominado por las franquicias debería alegrarnos.

El gusto por el churro se adquiere en la infancia. Como una impronta. Es, pues, un gusto conservador y sentimental. Churro del obrero y de las clases medias, churro de la juventud voraz y del anciano, churro transversal, civil. En las mañanas de los días de fiesta se forman colas en las churrerías. Padres, amantes, niños a los que mandan a comprar churros (la compra de churros es acaso el primer voto de confianza del adulto hacia la autonomía del niño). Casi nadie lleva ya la prensa bajo el brazo, que era un socorrido rasgo costumbrista, pero la clientela está ahí. Una serie de ciudadanos que un domingo cualquiera han sentido el capricho ligeramente pecaminoso de entregarse al churro. «Me comía yo ahora unos churros» dice la mujer amada aún medio dormida, con una sonrisa. Y ahí que va el tío.

Hablo del churro de mi tierra, no ese lacito afrancesado y pretencioso o esa oquedad estriada y fría, de una tristeza oficinesca, que consumen en las cafeterías de Madrid. El churrero meridional, a la luz de un tubo fluorescente, dibuja en una tina de aceite hirviendo una espiral ―la forma de los ciclones, las conchas y las galaxias― que una vez dorada rescata con la ayuda de dos diestras varillas para depositarla humeante y, como quien dice, recién parida sobre un papel basto donde la quebranta a tijeretazos. Te entregan un paquete áspero que llevas entre las manos con manchas delatoras de grasa. Su calorcillo es agradable en invierno y te entran ganas de silbar.

Suena un timbre y alguien se presenta con churros, se pone la mesa, los durmientes saltan de sus camas, surge una sencilla jovialidad. Cuando comes churros con alguien se caen las máscaras.

En los diccionarios lo definen graciosamente como fruta de sartén. Sacramento dominical, el agua y los trigales, olivos, girasoles y bombonas de butano lo hacen posible. Sus oficiantes suelen ser parejas, un hombre y una mujer que duermen juntos y comparten las sofocantes temperaturas y una angostura de sala de máquinas, las salpicaduras y el sacarse del pelo los olores de la fritanga. Uno ha conocido a veteranos del gremio y a jóvenes casados ataviados con mandiles blancos, que empiezan en un oficio no menos singular que dedicarse al circo. En el caso especial del churrero feriante, sus destinos están vinculados. Y permanecen y sobrevivirán al circo y a las salas de cine, sin interés como franquiciados, moviéndose en los intersticios, anacrónicos y libres.

Comamos churros de vez en cuando, aunque nos sienten como un tiro. Contra la uniformidad del mundo levantemos un muro de triglicéridos y dispepsia, porque cuando te das al churro no solo estás salvando al niño que hay en ti, estás salvando a los bondadosos churreros, a los que Borges no incluyó en su poema Los Justos porque era un poquito snob.

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Francesc Català–Roca

Dentistas

02 sábado Feb 2019

Posted by Salvador Perpiñá in Oficios

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dentistas

Los dentistas son la refutación viviente del aserto de Leibniz según el cual vivimos en el mejor de los mundos posibles. En lo tocante a los dientes y su fácil, dolorosísima corruptibilidad, dios se comportó con la imprevisión y la tacañería de un empresario del ladrillo.

Antes de ser investidos ― ¡odontólogos! ― con la dignidad de la profesión médica, fueron los viejos, locuaces sacamuelas, figuras habituales en la pintura de género, que te atormentaban trasteando el lugar de donde brotan las palabras. Frecuenté de pequeño un dentista prestigioso y truculento. Un rastro de gotas de sangre infamaba las escaleras de acceso a su consulta, cabezas de ciervos y jabalíes disecados decoraban las paredes de la sala de espera. Cicatero con la anestesia, tenía un ayudante joven de cara antigua que a mí hermano y a mí nos contaba chistes verdes.

Su arte combina de un modo meritorio la tortura con la orfebrería. Las antiguas prácticas ―dientes de oro, amalgamas de mercurio y plata― evocaban los manejos del alquimista y cómo no mencionar el hilarante óxido nitroso que permitía a William James, hermano del prolijo novelista, pillarse unos cegatines de órdago en uno los cuales la filosofía de Hegel se le reveló con toda claridad.

Desde entonces el escenario no ha cambiado demasiado. Una butaca móvil con algo de asiento de nave espacial, atracción de feria y altar de sacrificio, una luz de interrogatorio, una palangana para escupir fluidos ensangrentados, tornos, sondas y fresas. Allí te desplomas vencido de antemano, abres la boca y el dentista te abraza e introduce su mano dentro de ti. Le dejas hacer, tu cabeza contra su pecho, donde late un lento corazón de autómata.

Los dentistas son gente tranquila, paciente. Tienes que ser de una precisión extraordinaria en un espacio angosto, erizado de dificultades y terminaciones nerviosas, no es oficio para fuguillas. «Tus dientes son blancos como ovejas recién bañadas», exclama el autor del Cantar de los Cantares; el dentista no puede permitirse semejantes efusiones, ha visto las ciudades en ruinas ocultas tras nuestros labios, nos ha visto a todos sufrir, retorcernos mientras emitimos gemidos inarticulados, indefensos, indignos. Sabe demasiado de nosotros. Sería interesante conocer el destino de aquellos que cuidaron la mandíbula de Stalin, pero algo me dice que no acabaron bien.

Qué inacabables se nos han hecho esos momentos de nuestras vidas transcurridos bajo el frío horror de esa luz, atravesados en lo más íntimo por la punzante estridencia de la fresa consumiendo nuestras muelas para después salir a la calle ligeramente aturdidos, con media boca dormida como un principio de muerte.

Por la noche, sobre los sacos de dientes escondidos bajo el colchón, sueñan felices los dentistas y brilla, blanca de plomo, su sonrisa en la oscuridad.

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Carteros

15 miércoles Jun 2016

Posted by Salvador Perpiñá in Oficios

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cartas, carteros, Oficios

“There must be some word today

From my boyfriend so far away

Please Mister Postman, look and see

Is there a letter, a letter for me?”

Please Mr.Postman

(Dobbins-Garrett-Holland)

Un dios con alas en los pies no desdeñó practicar su oficio. Nacidos con la palabra escrita, recorrieron durante miles de años las venas del mundo. Caminantes o jinetes, por veredas, calzadas y caminos reales, vadeando ríos, enfrentándose a las cóleras del mar y los desiertos y al presentimiento del lobo en el silencio nevado de los bosques, picando espuelas bajo el gran sol de las siegas.

Construyeron un vasto sistema nervioso, una circulación incesante de ideas y conocimiento. Filósofos, matemáticos y astrónomos, geógrafos, artistas, gramáticos y pedantes intercambiaban hallazgos y refutaciones, el naturalista en su gabinete recibía especímenes de los lugares más apartados del planeta.

También tejieron una vertiginosa red de afectos, la secreta historia de lo privado. Es difícil imaginar la novela decimonónica sin la presencia del correo. Delaciones, cartas infamantes, cartas nunca enviadas, las noticias del hijo ausente, anuncios de naufragios y batallas perdidas, confesiones, asombrosas revelaciones de paternidad, constituyeron la sustancia literaria por excelencia. Y las cartas de amor, sin duda, conmovedoras, sencillas, desesperadas, francas, la ansiosa expectativa de su llegada hoy comprimida en la neurótica espera del like. La figura benévola, familiar, del cartero como mano del destino, cuya llegada infundía esperanza o temor, perduró hasta hace muy poco en las mitologías populares de la canción.

El XIX construye grandes palacios postales, basílicas a mayor gloria de la administración pública. Mármoles, columnas y escalinatas, suscitan el asombro entre el eco resonante de susurros y estampillas. Una inescrutable maquinaria que recibía a diario decenas de miles de cartas de todos los rincones de la nación y las procesaba y clasificaba en sus laberínticas entrañas para ser repartidas a los cuatro vientos. Recuerdo en la niñez los solemnes peldaños de piedra gris que conducían al misterio nocturno de tres grandes bocas de latón.

Les han quitado casi todo. Despojados de las reminiscencias militares de su uniforme, aquella pequeña vanidad, vestidos de un común amarillo y azul, se limitan ahora a repartir facturas, citaciones judiciales, certificados, apremios del poder. No perdurarán, acabaremos viendo como un dron se encargará de su labor.

Ya no confiamos al papel las frases con las que nos contamos nuestras pobres, bellas, únicas vidas. Definitivamente inmateriales, nuestras quejas, nuestros deseos, galanteos y divertidas maldades atraviesan el espacio desde los teclados de nuestros dispositivos inalámbricos. Vivimos rodeados de una reverberación invisible de palabras, saturando el aire donde las ropas se secan al sol, el aire de las plazas donde brillan los surtidores de las fuentes, el aire triste de los callejones siempre en sombra donde se esconden los gatos y caminan cansados, incesantes -conservando todavía, como un halo, la bondad de su antigua leyenda- los últimos carteros.

Postmen from more than 100 Years Ago (2)

Monjas

07 domingo Jun 2015

Posted by Salvador Perpiñá in Oficios

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monjas, niños, recuerdo

Mis padres pertenecían a familias de tradición republicana y durante buena parte de su vida fueron ateos prácticos. Sin embargo me llevaron de pequeño a un colegio de monjas. No juzgo con severidad tales contradicciones, yo mismo he heredado cierta falta de coherencia en mis ideas, lo que si por un lado te inclina a la tolerancia por otro es un serio obstáculo para llegar a algo en la vida.

Ese colegio todavía existe, igual que el nombre algo voluptuoso de Siervas del Evangelio. Un palacete decimonónico que entonces albergaba tras sus muros huertas y árboles. Mis primeros recuerdos vienen de ahí, donde antes de ser capaz de escribir ya me iniciaron en las dulzuras de la mariolatría, los dramas bíblicos y sus violencias (me fascinaba en un libro la imagen del tronco decapitado de Goliat, un bravo David con la honda todavía vibrando y un enjambre de filisteos huyendo en desbandada). Te hablaban de un dios que era como tú un niño y que moriría joven y de modo atroz. Y lo haría por ti, por los feos actos que te esforzarías en balbucear al confesarte por primera vez, arrodillado en un gran mueble hecho de madera y oscuridad, híbrido de piano y patíbulo. Con siete años te vestían como si fueras a embarcarte y te sumergías en una ceremonia ritual colectiva. Recitaciones y respuestas. Vasos sagrados que parecían rescatados de un tesoro. El mismo dios que creó el mundo y al final del tiempo te juzgaría, era depositado en tu lengua. Uno se daba cuenta de que nada cambiaba, pero la decepción se desvanecía pronto porque era Mayo y todo en ese día era memorable. La gran juerga de la infancia.

Una mitología compleja y refinada, no exenta de ñoñería. Luego hay que vivir toda una vida con ella. He conocido a gente más joven, donde esa función dispensadora de mito y escalofrío la cumplió con solvencia Star Wars y no somos tan diferentes.

Era el lugar de las monjas. Un mundo estéril de orden y silencio, donde habitaban esas mujeres con su extrañeza de pájaro enorme.

El uniforme no lograba anularlas. Los rasgos de algunas permanecen. La que nos ponía a dibujar era la más joven de todas. Incluso tan pequeño tenías conciencia de su fragilidad y su tristeza. Yo la encontraba hermosa. Tenía un eccema en una mano que procuraba esconder.

Había otra, gorda, formidable, que reía mucho, se ponía colorada y se palmeaba los muslos como una campesina ucraniana del realismo socialista. Se entendía perfectamente con los niños y no pintaba demasiado en aquel pequeño estado.

Porque eso, quién manda, es algo que el niño percibe con asombrosa precocidad. La desabrida segunda de a bordo daba la sensación de un hombre disfrazado de monja, un hombre absurdamente parecido a Cesare Pavese. Nuestra primera exposición a lo que podríamos denominar el alma árida del burócrata. En ocasiones aparecía la directora, una abuela no muy alta de gafas redondas, con una autoridad tranquila, escéptica y vaticana.

Entiendo que con las primeras imágenes que perviven de los años inaugurales de la vida construimos un relato legendario y fraudulento. Tampoco me cuesta imaginar aquel palacete como una cárcel de neurosis e insomnio, sus ventanas cegadas por la escarcha de la monotonía, la renuncia y la envidia.

Pero quiero creer que existió una escalera con aspidistras que ascendía a la secreta tercera planta, inundada de luz. Que una gruta de piedra se elevaba como un sueño entre los surcos de un huerto, en su interior el temblor de las velas y una blanca divinidad femenina. Que unos cuantos nogales y plátanos eran un bosque y en otoño el suelo se cubría de hojas muertas, que la sangre de un niño herido tiñó de rojo oscuro un charco y que en verdad ocurrió el sonido de las campanas ahuyentando a los pájaros y el sabor a tierra de las nueces.

Mendigos

01 lunes Jun 2015

Posted by Salvador Perpiñá in Oficios

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calles, mendigos

Son tan viejos como la civilización pero existen al margen de la historia. Escindidos irremediablemente de la vida común de los hombres, aislados en un mundo sin privacidad, sin fruto y sin futuro, han seducido a artistas y a fundadores de religiones.

La lentitud mineral de su tiempo aparece como un viento de catástrofe en las páginas fosilizadas de Beckett, una arena de parálisis que disuelve todo a su paso en una última derrota. Los de Jean Genet, violentos, bronceados tunantes, tienen la vitalidad de personajes mitológicos, Cioran se rinde a su condición indescifrable de seres que parecen haber brotado bajo los surcos. En M de Fritz Lang un tribunal subterráneo de mendigos condena a muerte al monstruo. Buñuel les tiene el respeto suficiente para no usarlos como símbolo. No se hace ilusiones con la santa pobreza, sus mendigos son malvados –que esa y no Lola Gaos levantándose las faldas es la gran blasfemia de Viridiana-.

No hablo del profesional de la mendicidad y su truculenta exhibición de llagas y mutilaciones. Hay una voluntad de supervivencia en ellos. No hablo de los hombres y mujeres que arrastran carros llenos de hierros viejos, recolectores de objetos ínfimos que han pasado por diez muertes y que aún circulan por canales que ignoramos en una conmovedora, secreta economía de lo humilde. Tampoco de los tocados por la desgracia, del desamparo de los que todo lo han perdido, arrojados a la intemperie de un mundo inclemente.

Hablo del mendigo que bebe su vinazo al sol, a porta gayola, dando voces. A veces furioso, a veces riendo, asombrado de respirar y escuchar su propia voz cuando sabe que hace tiempo que camina por el reino de la muerte, en ese éxtasis que conocen los que conducen en dirección contraria.

Su presencia terrosa, la tosca astucia en sus ojos pequeños, su olor a fogata y a basura, irrumpían a veces en mis sueños de nene burgués. Nunca nos abandonan a lo largo de nuestra vida, avisos, epifanías de un mundo arcaico hace tiempo olvidado, versión grotesca de la infancia o anticipo apocalíptico de una posible humanidad claudicante.

Me topé una vez con un mendigo fabuloso, el archipobre, el arcángel de los mendigos. Como en una parábola se había desplomado en una esquina situada frente a un kiosko de mi ciudad, conocido como el drugstore, regentado veinticuatro horas al día por una mujer desabrida a la que la leyenda urbana atribuía una inmensa riqueza. Tumbado cuan largo era (y era un hombre alto) con los brazos abiertos, el grueso abrigo extendido, le rodeaban perros, una cornucopia de perrazos en cuyo centro, como una Venus piojosa en su concha, él tenía los ojos fijos en el cielo, una sonrisa de beatitud asomando por sus negras barbas. Entre sus piernas abiertas colgaba una polla enorme, miguelangelesca.

Una pareja no paró de hablar durante un viaje nocturno en autobús. El viaje y el alcohol les mantenían en un estado de jovial excitación. Se animaban entre sí, se hacían chistes con una voz desdentada. Iban a cambiar de aires, en Granada ella tenía enterrado un hijo. Decían que no se moverían ya de allí hasta que murieran. Para cuando llegara el autobús probablemente habrían cerrado los albergues y tendrían que pasar la noche en la calle. A veces canturreaban algo.

Una mañana, una mañana magnífica, volvía de pasar la noche en una casa del Albaicín. Tras una tapia apareció de un salto, comiéndose una pera recién cobrada. Los pantalones sujetos por una cuerda. Yo había estado con él en el colegio, muy de pequeños. Me reconoció, me llamó por mi nombre y me pidió dinero. Se lo di.

Hoy al despertarme los he recordado y ruego por ellos y por todos nosotros al buen dios de los mendigos, precario y borracho, grasiento, menoscabado. Que nos libre siempre del frío, de la lluvia y el rayo.

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Pieter Jansz Quast (1606-1647)

Sobre el devenir y los notarios

15 viernes Ago 2014

Posted by Salvador Perpiñá in Oficios

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devenir, notarios, oficinas, voluntad

Ayer me fui de notarios. Un notario suele ser un señor muy formal, de intenso aftershave y dado a propinar formidables apretones de manos. La notaría como destino era algo muy español. El camino hasta ella aparecía siempre descrito con los colores de la leyenda, los elegidos invertían años -en concreto los años de máxima plenitud vital- en inhumanas renuncias a la voluntad, horas y horas de flexo, tabacazo y cafeína. Obsesionantes proezas memorísticas, negación de sí mismo, capacidad fabulosa de sacrificio y escasas posibilidades de pasar la criba se mezclaban de tal forma que uno, al paso del notario, se sentía tentado de gritar: ¡olé tus huevos! ¿Qué les movía a intentarlo?, ¿realmente sentían algún tipo de interés, no digamos pasión, por el concepto de fe pública? En absoluto, se hacía por la promesa de un dinero que fluiría en abundancia, adornado de una cegadora respetabilidad.

Hay algo curiosamente arcaico en las notarías, todo allí es de una seriedad inapelable, definitiva, tenaz. Desde los lomos de protocolos encuadernados en piel que ocupan las paredes hasta esas grandes mesas en las que nadie ha celebrado jamás banquete alguno, desde la tinta de los membretes hasta los timbres de los teléfonos, que suenan con más severidad que en una comisaría. Una notaría es un lugar definitivamente adulto y la primera vez que escuchas lo de “elevar a escritura pública” puedes dar por terminada tu infancia. Éste de ayer tenía un aire distinto, quizás es que las cosas ya no son lo que eran. Lo noté melancólico, ligeramente difuminado, con una especie de timidez de la que no estaba ausente la soberbia. Aún joven, se me antojaba representante último de una especie que ya conoce su extinción futura. Cuando salí a la calle hacía sol y un viento frío que pelaba. Entendí que era en ese instante, y no el temido día de mi cumpleaños, cuando daba comienzo el tercer acto de mi vida. Nunca sales de una notaría como entraste.

(13-3-2014)

notaría

(Obsérvese esta foto con la debida precacución. Una larga exposición induce envejecimiento.)

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