Se suele decir que un sesenta y cinco por ciento de nuestro cuerpo mortal es agua. También podría decirse, sin faltar demasiado a la verdad, que el sesenta y cinco por cierto de nuestra memoria está compuesto de historias. El hombre ha usado el lenguaje para nombrar las cosas, para explicar el mundo; también para ampliar más allá de lo posible su limitada experiencia, el escaso tiempo concedido, a través de ese tejido de relatos que nos traspasa y nos engrandece. Buscamos historias en los libros y las películas, pero buena parte de ellas son orales, historias recibidas. Contamos historias a nuestros hijos: cada familia tiene su propia mitología, desde niños nos han relatado cómo se conocieron nuestros padres, las hazañas de parientes lejanos y extravagantes. Intercambiamos anécdotas en las tabernas y en el lecho amoroso. Amigos, amantes y desconocidos nutren esa sed insaciable. Cada persona que aparece en nuestras vidas es una incógnita; no solo posibles futuros de alegría, zozobra o traición: también una fuente de nuevas historias que a su vez contaremos a otros.
Hilarantes, conmovedoras, procaces, descabelladas, licenciosas… cuando nos vayamos de este mundo muchas de ellas se perderán; otras quizás se mantengan en circulación, acaso contadas con incontables variaciones por labios de gente a la que nunca conocimos.
Hace poco una amiga me refirió una, mientras caminábamos de noche por una carretera en el extrarradio de una ciudad. No descarto que lo que ahora os cuento haya iniciado esa cadena interminable de mutaciones. Ella trabajó durante una temporada como psicóloga en un piso de rehabilitación. Imagino que hace falta coraje, fe y una paciencia infinita para bregar entre barcos a la deriva, politoxicómanos reincidentes de los que ya nadie espera nada.
Uno de ellos desapareció una noche. Le pondremos un nombre. Aunque hayas tocado fondo, aunque seas el último de los hombres, todos tenemos uno. Le llamaremos Mario. Mi amiga estaba preocupada, Mario estaba bajo su responsabilidad y aunque sepas que en la mayoría de los casos vas a fracasar, no puedes evitar algún vínculo de afecto con aquellos a tu cargo.
Mario apareció unos días después sin un duro, contrito y en un estado deplorable. Sostenía una jaula en cuyo interior un loro, completamente drogado, apenas se tenía en pie.
Según se supo, Mario se había alojado en un hostal habitual entre compañeros de naufragio. Un sórdido no lugar conocido entre ellos como “Hostal tifus”, lo cual ya nos dice todo cuanto necesitamos saber. Allí entabló contacto con un tipo en la habitación de enfrente. El tipo tenía un loro y Mario se lo compró por veinte euros. Es interesante pensar en ese impulso. Es sabido que muchos de los que salen de la cárcel queman el poco dinero que tienen en compras sin sentido. Un politoxicómano irredento está dispuesto a tirar toda su vida por la ventana y decide gastar casi todo lo que tiene en un loro, en un puto loro.
Mario mismo lo explicó con cierto candor: pensaba que el loro le haría compañía.
Y así, Mario pasó tres o cuatro días encerrado en la habitación, fumando chinos y acompañado por el pobre loro, que por poco no lo cuenta. Había traicionado la confianza de quienes le dieron una oportunidad, no quedaba en el mundo nadie —ni siquiera él mismo— a quien no hubiera decepcionado. Al entrar en aquella habitación infame se despedía para siempre de toda esperanza de salvación y, sin embargo, no quería estar solo, quería experimentar ese asombro sencillo ante un pájaro que habla, como en las viejas fábulas. Qué extraña camaradería tuvo lugar entre aquellas cuatro paredes, anticipo terrenal de los espantos mentales del infierno, entre un loro y un hombre que había visto y había vivido cosas que ninguno de nosotros querría imaginar y que por un instante vuelve a ser el niño que fue. Cuando le echaron del hotel no quiso irse sin él.
Puede que Mario ya haya muerto, puede que quizás haya logrado vencerse a sí mismo y vivir en paz, y que en la bendita mediocridad de su nueva vida a veces recuerde aquellos días en que anduvo perdido. El loro sobrevivió a aquel paseo por el lado salvaje y fue adoptado por una familia. Me divierte pensar que en la placidez de un hogar de clase media, el animalico proferiría algunas de las tiernas, extrañas, feroces palabras que el más desdichado, el más miserable de los hombres le enseñó para no sentirse solo.

Ilustración de Jacques Barraband para la Histoire naturelle des perroquets de François Levaillant (1753-1824)