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Desesperación y Risa

~ el blog de Salvador Perpiñá

Desesperación y Risa

Publicaciones de la categoría: Retratos

Perales

14 jueves Abr 2022

Posted by Salvador Perpiñá in música, Retratos

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La clase media no tenía quién la cantara. Sus goces sencillos, sosegados, su melancolía abrigadita, sin pasarse, su aceptación de lo dado, no encontraban su bardo, porque nadie veía épica ahí. Y entonces apareció José Luis Perales. José Luis Perales es de Cuenca, es un buen tipo y un hombre tranquilo. También es el autor del ¿Por qué te vas? de Jeanette. Ojo cuidado.

Perales tiene el carisma de un funcionario de esos que a las nueve y media de la mañana de un día lluvioso te soluciona un marrón y hasta te hace las fotocopias porque es muy apañado. Esa ausencia total de lo que los críticos americanos gustan de llamar braggadocio es su súper arma secreta. Hay que tener una humildad franciscana y unos cojones berroqueños para que tu nombre artístico contenga el apellido Perales.

Unos publicistas de los sesenta crearon la frase «¿Dejaría que su hija saliera con uno de los Stones?», que quitó el sueño a muchos padres de orden y que unos años más adelante mutó en «¿Dejaría que su hijo saliera con David Bowie?» que algún que otro ictus debió causar. A un hipotético «¿Dejaría que su hija saliera con José Luis Perales?» los padres de toda una generación ―¡y las madres!― hubieran respondido con un sí más satisfactorio que un buen seguro de automóvil, porque Perales es el yerno de platino iridiado que se conserva en la Oficina Internacional de Pesos y Medidas de París.

Nos hemos cachondeado mucho de Perales cuando éramos jóvenes y malos. Era tan fácil. Encarnaba sin embarazo lo conservador, lo seguro, hasta las guitarras eléctricas en sus arreglos sonaban a concesión fraudulenta. A sus letras les perdía una tendencia a la obviedad y al ripio. Llamar a un LP Tiempo de otoño es como llamarlo Qué bonito es el amor, es algo así como nostalgia embotellada, spleen de marca blanca. Olvidábamos que Perales es, hablando con propiedad, un cantautor y no solo por su imaginario de leños ardiendo en el hogar, sino porque ante todo es compositor de considerable talento melódico. Su paso a la interpretación fue azaroso, una serendipia del brillantísimo productor Rafael Trabucchelli. A estas alturas, muchas de sus canciones son standards del cancionero español.

Lo volcánico, las grandes desesperaciones, lo turbio, están ausentes de su imaginario. Hay adulterios, sí, pero adulterios castos. Tal parece que esos amantes clandestinos se limitaran a comer en Paradores de Turismo o pasear cogidos de la mano por alamedas, en vez de follar, que es algo un poco montaraz.

Recuerdo allá por los ochenta ver a una pareja de chavales caminando por Magdalen St. en Oxford. Reconocí que eran españoles por su aspecto de cayetanos y porque iban cantando a grito pelao Un velero llamado libertad. A mí me dio mucha risa porque pensaba que la libertad de ese jit de Perales era una libertad desnatada, por la que nadie empuñaría las armas, pero para esas dos almas de cántaro, en una extraña ebriedad matinal, significaba mucho.

Las canciones de este Bruce Springsteen de las clases medias son ya piezas de museo. En un tiempo en que los niños se complacen en la estética del cártel de Cali ―no nos rasguemos las vestiduras, los niños adoran el lumpen, los piratas de nuestra infancia eran en realidad la gentuza más infame que haya navegado los mares― sus voluntariosas expresiones de una felicidad supernumeraria y dominical, sus melancolías de buen alumno que ha aprobado los exámenes, su eros y su poética de opositor, su esencial bonhomía, parecen condenadas al olvido. Lo que inevitablemente me lo hace simpático.

Y así lo escucho ahora, con cierta distancia, imaginando un pasado que no es el mío, una vida ordenada y cumplida, sintiéndome un poco aquel narrador del Perfect Day de Lou Reed: «I thought I was someone else, someone good».

Lo cual pudiera ser una forma sofisticada de perversión. No te digo yo que no.

Que me gusta a mí un otoño.

La caída

05 lunes Jul 2021

Posted by Salvador Perpiñá in Retratos

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Recuerdo mi melancólica impresión al ver el programa íntegro con la primera aparición de The Beatles en el Ed Sullivan Show, que supuso su salto de atracción coyuntural a superestrellas planetarias. Compartían el tiempo de emisión con una serie de artistas de variedades, el tipo de entertainers (magos, ventrílocuos, imitadores, malabaristas) que durante décadas entretuvieron a las clases populares en teatros, carpas y cafés, y que serían barridos de la faz de la tierra por lo que anunciaban aquellos cuatro talentosos y jovencísimos chavales con los que compartieron programa. Ninguno de ellos lo sospecharía, como nosotros mismos no somos conscientes cuando aparecen señales de irreversibles cambios del gusto, que nos precipitarán a los márgenes y la irrelevancia.

Cuando escribo estas líneas, la carrera profesional y delictiva de José Luis Rodríguez Moreno ha llegado a su fin, a la vez que su figura bigger than life (en expresiva fórmula del inglés) entra definitivamente en la mitología popular como archivillano digno de Berlanga. Todo en él es carne de leyenda y de hipérbole. Moreno, cuya cara dulzona y relamida, peculiarmente lorquiana, constituye en sí un anacronismo, proviene de ese mundo desaparecido. Hijo y sobrino de ventrílocuos, cómo no imaginar una infancia marcada por la fascinación y el terror ante la presencia siempre siniestra de los muñecos y su doble vida: encerrados sin vida en cajas y sacados de su sueño para hacer de proyecciones del id de quienes los manejan. La perversa relación simbiótica entre ventrílocuo y muñeco (donde resuena la dialéctica hegeliana del amo y el esclavo) ha sido desde siempre un tropo del terror.

Nada en su biografía es fiable, pues Moreno, desaforado mitómano, tras borrar el infamante Rodríguez de sus apellidos, ha sembrado su propia historia de puras invenciones. Uno sospecha una infancia difícil de acosos y desprecios por su notoria diferencia, que él ha sublimado inventando al joven talentosísimo que cantó Rigoletto con 17 años, al neurocirujano que domina once idiomas, pero que decide consagrar su vida a traer un poco de alegría a las familias. Pocos humoristas en general resisten bien el paso del tiempo y sus sketches no resultan demasiado afortunados. Chocarreros y estridentes, humor de pariente pesado con varias copas encima, ni siquiera pueden ser recordados con nostalgia.

Él probablemente se percató de que el arte que le hizo popular tenía los días contados y por eso se pasó a la producción de espectáculos, donde durante los noventa creó un aparente imperio con un revival del género arrevistado. Mientras la España oficial soñaba con la modernidad, Moreno nos devolvía la gracieta vulgar del Teatro Chino de Manolita Chen; mientras los guays fruían con Seinfeld o Friends y saltaban con el Smells like teen spirit, él retomaba con Matrimoniadas el chascarrillo chillao y los chistes de suegras e hizo una fortuna con lo que un psicoanalista definiría como el retorno de una sociedad entera a la fase anal.

Ya por entonces corren rumores sobre su índole caprichosa y tiránica, en contraste con su figura sonriente y jovial. Yo hice un pequeño trabajo para su productora. Para cobrar tuve que presentarme en unas oficinas de aspecto azconiano, faltas de ventanas y abundantes en archivadores Roneo y cartapacios, con la alegría de una comisaría rumana o un consultorio de venéreas. Allí entregué mi facturilla a la hermana del gran jefe, una mujer árida y triste, que desaparecía devorada por un escritorio tan caótico que mi desastrosa mesa de trabajo parece a su lado la de Marie Kondo

Para entonces su figura pública es la de un Citzen Kane de astracanada. Escandalosas fiestas en la piscina de un Xanadú de saldo, relación con un hercúleo ciudadano checo al que impone como actor de nulo talento en sus producciones. Las posibilidades de una relación semejante, que reproduce la relación del ventrílocuo y su muñeco, las secretas vulnerabilidades y humillaciones, sus inimaginables juegos de poder y mutua dependencia, afilan los dientes de cualquier narrador de historias. Cuando fue agredido en su propio domicilio por una banda mafiosa, con una brutalidad feroz, la profesión no se deshizo en fraternidades con él. Imagino que eso le separó aún más del mundo.

Ha caído definitivamente en desgracia. Lo tuvo todo y está arruinado. Tras su detención se ha destapado una colosal cadena de actividades delictivas, abundante en episodios chuscos y picarescos que revelan una inagotable creatividad a la hora de estafar. También la amarga constatación de que semejantes tropelías no las comete alguien solo y que la tupida red de abogados, directores de banco y otros sinvergüenzas en la que se apoyó, la falta general de decencia y dignidad entre quienes permitieron su ascenso y su poder despótico, hablan de la miseria moral de una población empobrecida y asustada, menos libre de lo que nos gusta creer. Si el éxito de Moreno como artista y entertainer nos mostró la desdentada vulgaridad de nuestra sociedad, su mera posibilidad como delincuente nos habla de un fracaso como ciudadanos. Moreno es nuestro espejo oscuro, ética y estéticamente.

Puede que se libre de la cárcel, pero ya no saldrá indemne. Una vez un político en desgracia me hablaba de ese momento en que el teléfono deja de sonar, seguido por aquel en que ya no te lo cogen. Imagino su vida futura en ese sombrío caserón trumpiano, con las piscinas invadidas por hojas y verdín. Definitivamente solo y desprestigiado, arrastrando un cuerpo ya achacoso envuelto en un chándal de tactel. Viviendo en un pasado a medias fabulado a medias real, echando de menos el temor reverencial y los cuerpos que se le sometieron, aquellos grandes placeres; intentado creer que aquella gloria de bingo y lentejuelas fue relevante, que será recordado. Quizás sus vecinos oigan de noche la voz chillona y remota de sus muñecos, porque nos encanta el melodrama y fantasear con que son los únicos que no lo habrán abandonado y que, mientras todos duermen, los sacará de sus cajas para ahuyentar el miedo a la muerte y, donde no puedan ser vistos, decirse con ellos ―Moreno niño, de nuevo― las palabras amargas, sabias, secretas, que nadie escuchará, nadie puede siquiera imaginar.

Corcovado

10 lunes May 2021

Posted by Salvador Perpiñá in Retratos

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azar, jorobado

Jorobado y rejorobado, hay en su cara algo de un Anthony Perkins que saliera mal. Su presencia ha puntuado mi vida desde finales del siglo pasado, no menos que las parejas que he tenido o las casas donde viví. Pasan los años, yo cambio y su desdicha permanece. Lo he conocido casi niño. Durante los fastos del 92, en los que España proclamaba su fervor por el futuro, ya me lo cruzaba por las calles con la truculencia medieval de su chepa y un deambular que era una catástrofe cubista. A veces iba con sus padres, chatarreros de edad indefinida, con una aspereza mineral, terrosa, como recién arrancados de unos surcos, unidos en el mismo rictus de amargura, derrotados para siempre por una maldición. Ya era un adolescente cuando arrastraba él solo la pesada carga de un carro abarrotado de cadáveres de objetos, de todo aquello ya desvencijado, inútil y sin dueño. No importa que por entonces yo viviera en una inestable precariedad, cuando me encontraba con él era incapaz de soportar su mirada, donde ardía una antigua vergüenza de bestia de tiro. Ajeno a la salud de la calle en una mañana de primavera, a la belleza de las muchachas que caminaban, a todo aquello de lo que se sabía para siempre excluido, su humillante camisa sucia, bandera de todas las rendiciones, proclamaba el exilio irrevocable de la esperanza.

Nunca lo he dejado de ver. Cuando creo haberlo olvidado, reaparece en mis pasos por la ciudad. Yo envejezco y él parece no tocado por el tiempo, como si ni siquiera el gran destructor pudiera añadir más agravios a su desventura. Ahora me lo cruzo por mi barrio. Trabaja para la ONCE y lo han pertrechado con un chaleco y un datáfono. Imagino que la posesión de un uniforme lo hace no sentirse el último de los hombres. Lo percibo casi ufano. Ujieres y botones conocieron antaño ese alivio. Qué extraño que las víctimas de un destino adverso sean las encargadas de dispensar las seducciones del azar. Incluso en nuestro mundo desencantado, permanece algo irracional y pagano, algo que no extrañaría a un asirio. No ha llegado el día en que lo haya visto sonreír.

¿Por qué iba a hacerlo?, no le faltan motivos para el odio y la blasfemia ante esa broma pesada en que se ha visto implicado. Su vida ausente de alegría clama al cielo, ofende al mundo y me pone aun un nudo en la garganta. Bien sé que el universo es un lugar indiferente, feroz y cruel; que nuestra misma existencia en medio de eternidades, vastas violencias y espantos es un afortunado azar, que no son posibles los milagros, pues nada puede modificar la sucesión de causas y efectos sin comprometer la misma urdimbre del tiempo. Poco puedo hacer por él salvo escribir estas líneas efímeras ―yo mismo, inmensamente desconocido y abocado a la extinción y al prematuro olvido que aguarda a aquellos sin descendencia― dando testimonio de que vivió. Puedo desear y escribir, aunque sea mentira, que en sus sueños se alza bajo el sol erguido y libre de la dura ley de las causas y los efectos, capaz de amar y ser amado, como si las cosas hubieran sido de otra manera.

Paul Klee. «Error en verde» (1930)

Una voz

05 lunes Abr 2021

Posted by Salvador Perpiñá in Retratos

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guerra civil, infancia, voz humana

Aunque algunos se comportan como si todavía no hubiera terminado, lo cierto es que la guerra civil española llegó a su fin el 1 de abril de 1939. Con motivo del reciente aniversario me topé con un audio que recogía el parte final, leído por el actor Fernando Fernández de Córdoba. En 37 segundos una voz con un timbre estudiadamente heroico ―cierta cualidad metálica de tenor era considerada en aquellos años el colmo de la virilidad y desde joven y con dos copas imito ese timbre con soltura, para solaz y entretenimiento de amigos― hace caer el telón sobre un drama de años. Al escucharla detecto nuevos matices: arrogancia, un principio de afonía y de cazalla, chulería bronca y cuartelera, muy adecuados para todo aquello a lo que aquel fin daba un comienzo. Si para media España esas palabras suponían la llegada de una paz largamente deseada, para otra mitad no fueron sino los acordes iniciales de una serie ininterrumpida de desgracias y terrores, ya que el general Franco fue ajeno a la virtud cristiana de la piedad. No hubo clemencia con los vencidos. Ese mensaje, que abre un paréntesis anómalo en nuestra historia, está así cargado de resonancias siniestras.

Fernando Fernández de Córdoba, que apellido de anarquista no tenía, la verdad, fue un militar por tradición familiar que descubrió de joven las seducciones del teatro y cuya doble condición castrense y farandulera facilitó su elección para leer en la recién fundada Radio Nacional de España los partes de guerra, entre ellos el que famosamente terminaba con ella, rechazando la idea inicial de que la atiplada voz del Caudillo se encargara de hacerlo. Es chocante que un militar vocacional decidiera en un momento de su vida encarnar otros personajes. El joven sargento conoció el placer del desdoblamiento y sin duda soñó con una fama que le llegaría de una manera muy diferente a la que imaginaba. A pesar de que el sonido institucional de su voz fue conocido en todos los hogares de España ―o quizás precisamente por eso― su carrera no llegó a despegar. Su rostro algo genérico de galán senior puede rastrearse en una serie de papeles sin brillo, pero no gozó de un reconocimiento masivo. En los años sesenta, tras su retirada profesional, ocupó algunos puestos relacionados con la docencia y que intuimos una recompensa por los servicios prestados; entre otros la dirección de la Real Escuela de Arte Dramático. Los métodos y las enseñanzas de este Lee Strasberg de derechas me inspiran cierta curiosidad y algo me dice que aquellos jóvenes actores a los que dio clases igual no fueron muy naturales, pero seguro que vocalizaban como dios.

Lo llegué a conocer o al menos eso creo. Se trata de recuerdos imprecisos, pues todos los recuerdos de la infancia son reelaboraciones donde lo fantaseado y lo apócrifo conviven con pequeños rastros de lo que acaso ocurrió. Fue cierto que aquel verano lo pasé en Ribadesella, el pueblo de mi madre. Fue cierto que las noticias las copaba el escándalo Watergate, que aprendí a utilizar lombrices vivas como cebo de pesca, que vi mi primera película violenta en un pequeño cine y que era de Sergio Leone y que mi padre me consideró lo suficientemente adulto como para que supiera que el anciano tembloroso que abría los telediarios se había hartado de firmar sentencias de muerte. Del resto no estoy tan seguro. Era una tarde de lluvia y bajaba las escaleras de madera desgastada de la casa de un pariente. En la oscuridad de un portal que olía a humedad marina y a carbón nos cruzamos con un pulcro anciano que venía de la calle con gabardina y que nos saludó con una digna cortesía antigua. Mis padres me dijeron que aquel hombre atildado era el que había leído aquello de «cautivo y desarmado el Ejército Rojo…».  Eso es todo, no sé si ese encuentro en el portal es una licencia de mi imaginación, ni siquiera si mis padres fantaseaban también y el Fernández de Córdoba real jamás veraneó en aquella villa de mi infancia. Lo que me interesa es que aquel actor mediocre que fue un símbolo odiado, que fue la Historia que te pasa por encima, también fue un viejo afable del que quizás algún nieto recuerde el tacto de su mano y una fragancia anticuada, una letra relamida en un puñado de cartas. Muy pronto su nombre no dirá nada sino a unos pocos especialistas. Me hubiera gustado saber si durante la guerra se comportó como un hombre justo y no incurrió en vileza porque me siguen conmoviendo los rasgos de decencia individual en las grandes matanzas. Solo puedo imaginar que, como todos, vivió, se equivocó, se enamoró, hizo el mal sin saberlo y el bien sin buscarlo, conoció la felicidad y la alegría de la amistad, también el sabor sucio de la humillación y la decadencia de su cuerpo y ―mientras yo siga vivo, que tampoco van a ser tantos años― aún seguirá subiendo esas escaleras con algo de lluvia sobre sus hombros, agarrándose al pasamanos, ligeramente encorvado, desde la oscuridad del portal hasta una claridad que inunda los pisos superiores.

Nadadora

02 lunes Nov 2020

Posted by Salvador Perpiñá in Retratos

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alzhéimer, madre, nadadora

Mi madre murió ayer, día de Todos los Santos, por tercera vez. La primera vez coincidió con el fin de mi primera juventud. El paso a la madurez fue ese momento en que mamá ―los soldados heridos, las personas en trance de muerte a veces invocan a sus madres con ese tierno apelativo del niño―, quien te hizo a ti de su propia carne, la primera voz que escuchaste, los labios que besaban tu frente en el miedo y en la fiebre, se transforma en una señora con afición a la laca, a los cardados y al tabaco rubio fino, alguien más complicado de lo que imaginabas. Uno empieza entonces a rechazar su retahíla de agravios, su obsesión por borrar el recuerdo de su pasado, sus pequeñas vanidades, su sujeción a las convenciones. Tu madre deja de ser tu madre y pasa a ser un mero significante edípico que los psicoanalistas te instan a matar simbólicamente.

De su segunda muerte se encargó el alzhéimer. Durante años asistimos a la demolición de su mente, al despedazamiento del lenguaje y del sentido. Su memoria, su mismo aspecto se desintegraron. La mujer que quería ser como Deborah Kerr acaba usando pañales y profiriendo sonidos inarticulados.

Demasiado tarde el coronavirus, ese irrisorio ovillo de ADN fruto de una azarosa mutación en el Celeste Imperio, que tantas cosas ha destruido en nuestras vidas, ha quebrantado su inmensa fortaleza y ha puesto punto final a una agonía impía de años. Por fin María Josefa, mi madre, ha sido liberada de su carga. El alzhéimer es doblemente cruel, no solo acabó con sus recuerdos, también con los míos. Qué esfuerzos tengo que hacer ahora para recordar su humor, las canciones que nos cantaba a mi hermano Alberto y a mí cuando se sentía feliz, su brillo, su alegría y su dulzura. Casi recuerdo más vívidamente lo que de ella no conocí, lo que me llegó de oídas. Cómo durante la guerra, siendo una niña con trenzas iba cada día a llevarle la comida en una canasta a mi abuelo, encarcelado por rojo; cómo los soldados jóvenes la conocían y la saludaban con cariño al dejarla pasar ―mis padres, ambos del bando perdedor, nunca me enseñaron a odiar a los otros, algo que jamás les agradeceré lo suficiente―, cómo los hombres presos le pedían que se fuera cuando devolvían a la celda a un compañero a quien acababan de dar una paliza, porque hay cosas que los niños no deben ver.

Pero de todas esas imágenes me quedo con una. Mi madre nadaba muy bien, se jactaba de ello. En su pueblo de Asturias había dos playas: una extendía su inmensidad en la desembocadura de un río, abundante en arena y suntuosas villas de indianos; la otra, La Atalaya, era su favorita. Pedregosa, bravía, angosta, los grandes peñascos negros, deformados por el oleaje y el viento, fueron testigos de las proezas de su juventud. Yo conocí esa playa, ella me enseñó a caminar por las pozas al bajar la marea, entre fucos, anémonas, erizos y estrellas de mar. Allí se lanzaba años atrás desde una roca y se zambullía en la espuma con sus amigas, cuyos nombres siempre en diminutivo se me antojaban fabulosamente norteños. Y ahí quiero dejarla, quiero que se aleje de los farallones y pueda nadar hacia alta mar, «like the dolphins, like dolphins can swim», dando grandes brazadas, escuchando la despedida de las gaviotas rodeada de azul, bendecida por el sol, descalza, inocente, sin saber nada de su futuro en una ciudad del sur, sin saber nada ni siquiera de este hombre desencantado que alguna vez fue su pequeño y que escribe estas líneas y que, ahora sí, por fin, puede consentirse las lágrimas.

El buen mago

08 martes Sep 2020

Posted by Salvador Perpiñá in Retratos

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familias, mago, verano

La terraza domina un valle subtropical que evoca parajes de una Indochina imaginaria en ese balance perfecto entre luz y frescura de un amable sábado de septiembre. En una sobremesa de amigos cuentan la historia de un conocido común, alguien que ha hecho algo malo, algo estúpido e inexplicable que ha arruinado su vida y la de cuantos lo rodean, porque las malas obras dejan un rastro vil de saña, tristeza y vergüenza y ruego mentalmente que un impulso irreflexivo o una obsesión de la que no me sepa librar no me haga caer en el número de las almas perdidas sin remisión.

Horas después, con otros amigos y bajo un cielo nocturno, vuelve a mi recuerdo tras muchísimos años una persona muy distinta. Era el padre de una novia de mi hermano, una familia muy peculiar con seis hijas y un hijo mayor. Flaco, afable, ligeramente encorvado, con unas gafas de pasta que caían sobre unas grandes narices aguileñas. Un hombre que contenía en sí su caricatura. Tenía el hablar suave y una gentileza de maneras no infrecuente entre quienes trabajan en esos despachos enmoquetados, refrigerados por sórdidos laberintos de tubos, donde zumba el neón y el dinero circula y cunde. El trato frecuente con los sueños de fortuna y las íntimas catástrofes de las grandes ruinas no lo envileció, sus actos hablaban en voz baja de alguien esencialmente bueno.

Practicaba la prestidigitación en sus ratos libres, pertenecía a una de esas asociaciones de magos aficionados, esos adultos aún niños que perseveran en el asombro pese a conocer mejor que nadie que en toda magia hay un truco, un resorte, alguna forma de engaño.

Sus hijas me contaban cómo desde pequeñas estaban acostumbradas a que su padre las metiera en cajas decoradas con motivos chinescos y las partiera en dos con una sierra ante el asombro de otros niños, que aplaudían con los ojos bien abiertos al verlas suspendidas en el aire con la cabeza apoyada en el respaldo de una silla o regurgitando monedas y pañuelos de colores.

Las seis hermanas abarcaban en estaturas crecientes todas las variedades de la feminidad dentro de una común bonhomía, esa salud fundamental de quienes se han criado compartiéndolo todo. El hermano mayor, delgado como el padre pero de una altura desmañada, asumía con una tranquila resignación su condición anómala en aquel gineceo presidido por una madre norteña de una dulzura totémica.

El matrimonio y su nutrida familia tenían una casa en la playa, un chalecito no demasiado grande con un ficus centenario de aspecto jurásico en un pequeño jardín compartido, las ventanas del salón abiertas en verano a los cuatro puntos de la brújula y a los novios de sus hijas y a los amigos de los novios de sus hijas. Aquel salón era un campamento de refugiados durmiendo en sacos de dormir y cada mañana aquel hombre se paseaba por ese mundo, plácido y feliz, intentando no pisarnos, indiferente al bullicioso desorden.

Lo recuerdo una vez abstraído, sentado en bañador en un rincón de la terraza. Tallaba algo con una navaja, de vez en cuando se colocaba con el índice las gafas cuando descendían nariz abajo. Silbaba y sonreía, concentrado en lo suyo. Me acerqué y vi como terminaba de modelar una patata, de la que había extraído una figurita de aspecto femenino, un kolossoi con sus brazos, sus piernecillas, una coqueta melena y unos alegres pechos triangulares. Cuando estuvo satisfecho se levantó con una risa traviesa y me hizo una señal para que lo siguiera. Entró en la cocina sin parar de silbar y encendió la freidora, en cuya cesta depositó aquella muñecaja y la sumergió en aceite hirviendo hasta que la tiilla quedó perfectamente frita. La dejó escurrir y entonces se volvió hacia mí y me guiñó un ojo.

No he vuelto a saber nada de él ni de su familia. Entonces tenía la edad que yo tengo ahora, así que es muy probable que haya muerto y que aquella casa jaranera haya sido derribada para construir bloques de apartamentos. Me gusta imaginar que aquellas hermanas han tenido una abundante descendencia donde el par cromosómico 23 siempre fue XX y que sus casas están llenas de novios gorrones que al levantarse con unas resacas tremendas saquean unos frigoríficos atestados de alimentos en envase familiar.

Le doy vueltas a aquella chiquillada, aquel ritual paródico y ahora me pregunto si aquella maquinación doméstica con un figura humana tallada en un tubérculo no sería una operación mágica. En las vastas escalas cósmicas, concentraciones inimaginables de energía en un único punto pueden crear una vía de escape hacía un pequeño universo paralelo, un universo recién nacido. Puede que el buen mago hubiera creado un lugar de la mente donde cualquier hombre de su edad, cansado, experto en decepciones, pudiera encontrar siempre un refugio contra la desesperación y así no ingresar en el número de las almas perdidas, un lugar abierto a todos los que sepan llegar, un lugar donde siempre tienes veinte años, un salón ni muy grande ni demasiado pequeño, donde todos los vientos del mar mueven las cortinas y dejan ver el azul del cielo y nos llega desde fuera la risa de muchachas jugando entre la espuma y la llamada de las aves marinas. Muy cerca un árbol, que es el primer árbol, hunde sus raíces en el suelo y en un rincón unas gafas de pasta y una diosa titular, que es una patata frita con unos simpatiquísimos pechos triangulares, velan por nosotros.

Un gilipollas

20 lunes Ene 2020

Posted by Salvador Perpiñá in Retratos

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gilipollas

Duerme, duerme aún con esa paz y ese temblorcillo de los gilipollas cuando los primeros rayos del sol, que también sale para los gilipollas, entran en su dormitorio de gilipollas. El gilipollas abre los ojos, bosteza y estira los brazos y ve que el mundo es bueno. En el baño hace caquita, se pesa en la báscula y en la ducha se enjabona el orto. Luego se afeita su carita tersa de gilipollas. Al gilipollas le complace ver su expresión de gilipollas en el espejo. Pasan los años y el tiempo le desgasta, pero su mirada clara de gilipollas sigue siendo la misma de cuando era un pequeño gilipollas al que quería mucho su mamá. Su esposa y sus hijos todavía duermen, necesitan descansar de la agotadora convivencia con un gilipollas, aunque a veces el gilipollas se les aparece en sueños. Luego se prepara un café y unas tostaditas y desayuna solo, como un gilipollas. Empieza el día.

El gilipollas coge su coche y alivia la tensión de los atascos escuchando en la radio a una serie de tertulianos gilipollas que le complacen y edifican porque tienen las mismas ideas de gilipollas que él respecto a las desdichas que afligen a este país de gilipollas. En el trabajo se relaciona con otros gilipollas, zanganea, malmete, difunde chismes. El gilipollas no entiende bien lo que le dicen o lo que lee, pero no lo sabe porque para eso es gilipollas. El gilipollas entra a escondidas en las redes sociales donde pontifica como un gilipollas y sus lugares comunes de gilipollas argumentados falazmente con el aplomo y la mala fe que solo un gilipollas puede permitirse son calurosamente aplaudidos por otros usuarios no menos gilipollas. El gilipollas hace chistes de gilipollas en el office mientras se toma un café para impresionar a una compañera de trabajo. Al gilipollas el café le provoca acidez.

A lo largo del día el gilipollas ha negado ayuda a gente que lo necesitaba y lo merecía, ha obstaculizado ideas excelentes y ha promovido a perfectos gilipollas. Muchas personas a las que desconoce se verán desalentadas o directamente jodidas por las decisiones que ha tomado como un gilipollas. El gilipollas arruina vidas y siembra las semillas de futuras catástrofes. Lo hace en parte por dejadez, en parte por aparentar que tiene ideas propias y en parte porque no puede dejar de ser un gilipollas pues tal es la condición del gilipollas. El gilipollas no descansa, forma parte de su ser de gilipollas una hiperactividad constante, porque el gilipollas no puede estarse quieto, al gilipollas el silencio le hace sentir un vértigo inmenso. Un vértigo de gilipollas.

Regresa a su casa calentita de gilipollas con la satisfacción de haber hecho el gilipollas todo cuanto es posible. Besa a sus hijos y les dice cuatro gilipolleces para que sepan de qué va la vida. Después de cenar ve con su mujer una serie gilipollas en la televisión y cuando les entra el sueñecillo se van a la cama. El olor de la crema de noche de su mujer le hace recordar con melancolía su juventud. La acaricia y tienen sexo con penetración. El gilipollas se duerme tan tranquilo, pensando en la poesía de las pequeñas cosas. Su mujer no duerme preguntándose por qué eligió de entre todos los hombres a aquel gilipollas y dios, pegado al techo con velcro ―el interior de su noble cabeza rebosante de estrellas― vela por el gilipollas como vela por ti y por este gilipollas que os escribe y por todos los gilipollas de este mundo fatigado.

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El vocalista levantino

09 jueves Ene 2020

Posted by Salvador Perpiñá in Retratos

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sociología parda, vocalistas levantinos

La historia de la música es inseparable de los avances tecnológicos. El clarinete, evolución sofisticada del rústico chalumeau, abre con el pianoforte las puertas de la futura sensibilidad romántica, la duración del LP expande ―lo que no siempre ha sido una suerte― la libertad expresiva del jazz, el moog carga sobre sus circuitos con lo peor del rock progresivo y los avances en microfonía hicieron que cantantes como Bing Crosby sustituyeran la proyección operística de los antiguos intérpretes por el susurro confidencial del crooner, que te cantaba al oído en el mismo salón de tu casa desde el aparato de radio, permitiendo que en un futuro el indie español abundara en vocalistas que hacen que las viejas devotas de voz pálida que aburren a dios en las iglesias parezcan Freddie Mercury.

En los años setenta una serie de cantantes levantinos remontan río arriba la historia a base de varoniles chorros de voz y rotundos nombres artísticos: Nino Bravo, Juan Bau, Juan Camacho, Camilo Sesto, Jaime Morey. No debemos dejarnos engañar por la moda atroz del momento, a pesar de su aspecto de proxenetas estos héroes canoros eran buenos chicos de origen obrero, con algo de esos honrados galanes de zarzuela que curraban en talleres y querían a sus madres. En un país que dejaba atrás los encantos de lo yeyé y que flirteaba con el pullover apretao de barbados cantautores, el gusto popular abraza al vocalista levantino, que introduce un pathos reciamente heteropatriarcal, fálico, tronante.

Un asalto frontal al sistema hormonal de las mujeres de la España de entonces, modernas pero dentro de un orden. Cuando nuestras castas madres exclamaban «¡qué vozarrón!» reconocían implícitamente que algo se removía en su interior, algo inconfesable. Uno imagina al cantante sobradísimo sobre el escenario, intercambiando miradas intensas ―los ojos entrecerrados― con alguna joven en las primeras filas que de día trabaja en una planta envasadora de pimientos morrones, haciendo temblar sus tímpanos, con esa actitud de mira, mira, sin manos, ese pelazo, ese sabio manejo del micrófono con cable ―un arte, ay, perdido―, esos mocasines, esos pantalones de pata de elefante. Letras desproporcionadamente épicas, cercos de sudor en los sobacos y una mortal seriedad sin una puta sonrisa, porque la canción melódica levantina era al entertainment como el ciclismo al deporte, algo más próximo a los graves esfuerzos del currante. Y sin embargo en las erupciones volcánicas de aquellas laringes robustas había un recio erotismo de Agua Brava, coñá en el mueble bar, cigarrillos mentolados, peludas alfombras dacha, laca, esperma y cuadros op-art en el dormitorio.

Cuántas operaciones de especulación inmobiliaria no se firmaron bajo los acordes emocionantes de estas intensas baladas, cuántas cartas de soldados a sus novias no inspiraron, cuántos españoles no serían engendrados bajo su hechizo en apartamentos en Peñíscola, casas relimpias de barriada, paradores de turismo, hoteles de mala muerte y traseras de Renault 4.

Pero todo toca a su fin. Tras algún epígono ochentero como Francisco, se extinguieron como Roma y los dinosaurios. La carretera mató a muchos de ellos ―la maldición del vocalista levantino―, la música disco, la afonía italiana y la movidita acabaron con el resto. Su memoria solo pervive en los karaokes de las áreas metropolitanas.

Nuestro cine no ha hecho aún una película sobre su leyenda, sobre su grandeza achampañada. Una mirada feroz y compasiva que rescate del olvido sus conciertos en discotecas de pueblo, sus sórdidos managers, los ríos de magno con pepsi que bebieron, el vello erizado de los brazos de sus prometidas cuando les cantaban a grito pelao en el coche, apretando el acelerador, su chalet y su piscina ganados con tantos bolos, sus sofás blancos de piel, sus bodas y las primeras comuniones de sus niñas, las paellas de los domingos y la melancolía final entre fotos enmarcadas en que acabaron sus días. Se lo debemos y nos lo debemos, caramba.

nino

Vírgenes

06 viernes Dic 2019

Posted by Salvador Perpiñá in Retratos

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sexo, soledad, vírgenes

Me los he vuelto a cruzar. Aún quedan algunos. De vuelta a casa tras una noche malgastada —ellos y yo— en las calles. Muy jóvenes, aún estudiantes, en grupos de dos o tres, se retiran solos tras haber seguramente dilapidado su asignación semanal. A la distancia a la que estoy puedo oír sus ingenuas, últimas bromas. Intentan mantener el ánimo, fingir que todo ha ido bien, que se lo han pasado en grande, pero una vez más han salido en busca de amor y una vez más han regresado con las manos vacías.

Hay una diferencia, una exclusión no menos terminal que las de la cuna o el dinero. Es cuestión de un poco de suerte con la genética, haber entrado con buen pie en la adolescencia, desarrollar pronto determinadas estrategias y habilidades… O bien Venus te dispensará sus favores o formarás parte del proletariado sexual. Te toca a un lado o al otro. Michel Houellebecq, con su habitual perspicacia, intuyó muy pronto esa nueva división entre los seres humanos.

Pobres de vosotros, con vuestro aire desafortunado de seminarista, ese aspecto de haber sido vestidos por vuestras madres, un friquismo irremediable de estudiantes de ciencias a los que les gusta el rock progresivo o José Luis Perales. Hay en vuestras maneras una vacilante, ruda ineptitud, una ingenuidad bonachona. Huesos anchos y franqueza. Un presentimiento de piel cenicienta y blandura muscular y hasta un cruel principio  de calvicie. Vuestras abstinencias se miden por años. No moláis y no molaréis por toda la eternidad, definitivamente inactuales, sin gustos sofisticados, incapaces siquiera de entender esa exigente disciplina del matiz que te hace encajar en un mundo sexualmente competitivo.

Tipos que no valen ni la décima parte de lo que vosotros valéis, mediocres sinvergüenzas sin entrañas, romperán los corazones de las muchachas con su sobreactuada dureza, su barata pillería, su fraudulento aire adulto. Vosotros dormiréis esta y tantas noches borrachos y solos, soñando con todas las delicadas, bestiales dulzuras de un amor correspondido que se os niega.

No sabéis como os entiendo y como os quiero esta noche, mis semejantes, mis hermanos. Asistido por mis más bellos recuerdos, embriagado de piedad, brindo por el hambre de vuestra carne, por la quemadura del deseo en vuestros fofos corpachones, por vuestra almas que braman con la desesperación de ciervos inexpertos, por vuestro cansancio y vuestra árida soledad, por toda la ternura desperdiciada de vuestros corazones de hombres buenos, por vuestra mala suerte, porque el mundo es triste y merecíais otra cosa.

virgenes

Kenne Gregoire

 

 

La tontica

08 lunes Abr 2019

Posted by Salvador Perpiñá in Retratos

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tonticos, vida de barrio

No sé cómo se llama, soy muy malo recordando los nombres y el color de los ojos, pero vive muy cerca de mí. La primera callejuela a la izquierda. Es una casa muy pequeña, la mínima expresión de una casa. La que hubiera pintado una niña, porque ella es como una niña. En tiempos más feroces y más humanos la hubieran llamado un alma de dios y no esa hipocresía funcionarial y santurrona de persona con capacidades diferentes. Qué desastre, la pobre, qué desastre. El pelo corto y áspero y gris. Es muy canija, tiene la fragilidad de Audrey Hepburn y la fealdad de Gloria Fuertes. Camina a pasitos ligeros pero vacilantes, un poco inclinada hacia delante, como a punto de caerse, los ojos en un asombro permanente. Es difícil adivinar su edad, viste como un hombre, en concreto como un cura obrero y si le das los buenos días se pone contentísima y te responde con una vocecilla gangosa y precaria. A veces la acompaña un perro chico, otras te pide dinero. Las personas como ella son un espectacular anacronismo en la aseada Unión Europea, el equivalente genésico de tirar una cabra por un campanario.

Una madre la parió y veló su sueño nervioso de tontica. No sé si amaría su tierna indefensión o maldeciría a dios por el fruto calamitoso de su vientre, pero esa madre ya no está. Su casa es visitada de vez en cuando, alguien en el mundo se preocupa por ella. Una señora muy arreglada llamó a mi puerta un día y preguntó por una mujer un poco rara que vivía en esa calle. Rara. De niño me daban miedo las cabecitas averiadas, los lunáticos. Apreciar la inocencia es un refinamiento de adulto, de alguien que ya tiene conciencia del mal.

Las ventanas de su casa están veladas por persianas, nunca he podido vislumbrar el interior. No sé si tras la puerta hay dulzura o espanto, una limpia escasez o un sórdido abigarramiento. ¿Qué canciones le gustan?, ¿qué recuerdos tiene?, ¿qué objetos queridos, inútiles, rotos guarda en sus cajones?, ¿qué le dicen los espejos?

A veces la he visto llorar mientras camina y su desconsuelo, escándalo de los escándalos, es algo capaz de encapotar los cielos y romper el corazón.

Ahora, en estos días claros de abril, se deja ver mucho por las calles en torno a Plaza Larga, saludando sonriente a los viandantes y me acuerdo de Falstaff jugando con flores como un niño en su último lecho. Todos, parroquianos, perros, gatos y pájaros sabemos que ella es la oración de la tarde y que mientas siga ahí, en ese incesante pasmo agradecido, todo irá bien.

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Giacomo Balla, «La Pazza»

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