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Desesperación y Risa

~ el blog de Salvador Perpiñá

Desesperación y Risa

Publicaciones de la categoría: Examen de conciencia

Insumisión

15 domingo May 2022

Posted by Salvador Perpiñá in Examen de conciencia

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Últimamente, cuando regreso de algún funeral ―y sabe dios que empiezo a frecuentarlos más de lo aconsejable― me gusta bajar andando colina abajo. El camino pasa junto a algunas extensiones de campo aún no devoradas por los cercanos aparcamientos de la Alhambra. En un buen día de primavera uno camina bajo un cielo azul, todavía con pensamientos de muerte, flanqueado por hileras de álamos y olivos que brotan de una tierra roja y rica, entre el zumbar de insectos y la actividad bulliciosa de pequeños pájaros. Por todas partes olores resinosos de fermentación vegetal, flores y plantas aromáticas, como en la égloga de la infancia.

Uno se agarra a estas cosas mientras va pensando. Cuesta aceptar la propia desaparición. Ya no somos capaces de tomarnos en serio la apuesta insensata de la eternidad. No ya por una mera cuestión lógica ―nuestros afectos y recuerdos dependen de un sofisticado dispositivo de carne y sangre y sin embargo seguirían existiendo tras su corrupción― no es solo eso; al fin y al cabo no menos ilógica es la misma textura de lo real, ambigua, fantasmal, intrincada red de vacío y vibración, ausencia organizada, un continuo entrar y salir del ser. Lo terrible es que ya no somos capaces de querer la eternidad. El niño ve natural y deseable una existencia sin límites temporales; instalado en el presente, todo le complace y nada sacia su sed de realidad. Nosotros, expertos en fracasos y finales, necesitados de constante cambio, no podemos concebir una existencia ilimitada, nos aburre y nos espanta. Pero tampoco me complacen los falsos consuelos de Epicuro o de Schopenhauer, no me consuela el final del Das Lied von Erde de Mahler («la amada tierra seguirá floreciendo en primavera… eternamente, eternamente»), pensar que nuestro yo se disolverá en la materia de la que están hechas las estrellas y las flores. Es otra forma de mentirnos, porque sabemos que esa misma gloria desaparecerá, que la entropía impone su ley cruel y hasta la última partícula que forma el inconcebible universo se disgregará en la oscuridad. Los pájaros ignoran eso, yo no puedo hacerlo, pero puedo escucharlos en esta mañana de Mayo.

Sabemos que todo termina, sabemos que todo renace. No quiero cansarme del mundo, quiero seguir engañándome, silbando mientras me alejo del cementerio. Nunca me ha llegado al corazón la triste sabiduría de Oriente, su culto a la impermanencia, su convicción de que el yo es un error. Sé lo que es morir, pasé por ahí y fue como si se apagara un interruptor. Pero no lo acepto, no quiero la desaparición de cuanto he amado, quiero contra toda evidencia y todo sentido común seguir celebrando las fiestas de la luz, la risa y el deseo, la embriaguez azul del instante, esta pura alegría, precaria y frágil, de bailar entre vastos ciclos de aniquilación y renacimiento. Entre razón y locura, voy a todo con la locura y que todo lo demás (ambición, decepciones, nuestra propia mezquindad y miseria de humanos) me importe solo lo estrictamente imprescindible. Todo está aquí y ahora.

Arnold Böcklin. «Día de Verano» (1881)

¿Y ahora qué?

03 domingo Abr 2022

Posted by Salvador Perpiñá in Examen de conciencia

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Por lo que a mí respecta, «abril es el mes más cruel» porque bajo la pureza de su cielo lo nuevo surge de las cenizas de lo viejo, que debe perecer porque ya cumplió su función. La renovación no se produce sin grandes destrucciones. La primavera es una salvajada y está más cerca de «Le Sacre du Printemps» que del espíritu de la égloga.

Abril nos recuerda que aquellos a los que la juventud nos cae ya lejos estamos excluidos de sus celebraciones bárbaras. La aparición de fracturas soldadas en los enterramientos, señal de que se intenta preservar vidas ya inservibles, marca la aparición de lo humano. Podría interpretarse la civilización como el intento por aferrarse a la vida de lo que superó su fecha de caducidad. Se reivindica el valor de la experiencia y el conocimiento, se hace uso de un poder acumulado en forma de costumbre. Un poder tan excepcional que en las guerras son los jóvenes los sacrificados para su preservación.

Es normal que los viejos no entendamos el nuevo mundo del que empezamos a ser expulsados, aunque es necesario llevarlo con cierta elegancia. El viejo que clama contra las jóvenes generaciones es ridículo, desde el tiempo de los egipcios hasta aquel Sinatra para el que el rock era «la forma de expresión más brutal, nauseabunda, desesperada y viciosa». Pero también nos repugna la figura del abuelo yeyé, para el que si lo dicen los jóvenes será bueno, porque sospechamos un fondo fraudulento de adulación. De nada le servirá.

Uno, escritor tardío, dubitativo y de cierta edad, se da cuenta de su incómoda posición. No es una época fácil. La opción por la vanguardia ―que fue una de las formas adoptadas por la fe burguesa en el progreso― ya no se da por descontada, ya no estamos tan seguros de que el arte sea una constante evolución que pasa por la ruptura con los límites formales. El acorde inicial del Tristán wagneriano o el urinario de Duchamp en cierto modo anuncian Auschwitz y el Holodomor, que también podrían ser leídos como una superación de los límites de la vieja moral. Nos debatimos así entre la comodidad del epígono y el imperativo adentrarse en lo desconocido para encontrar lo nuevo, que nos recomendaba Baudelaire.

Pero, sobre todo, nos preguntamos ¿para qué? Antes de este siglo, figurar en las doctas páginas del Riquer y Valverde podría ser la imagen de la gloria. El desprestigio y la inminente desaparición de la idea del canon, sustituidas por los fervores vagamente mercantiles del suplemento cultural, hacen que toda idea de perduración resulte ilusoria. Jamás ha habido tantos artistas, nuestro brillo, de alcanzarse, es necesariamente fugaz.

Nuestra fragilidad es extrema, es comprensible que los escritores se agrupen, gusten de formar generaciones y banderías. Humanamente lo entiendo, pero no puedo con esos rituales de mutua adulación (compatibles con la puñalada trapera) y ese creerse la sal de la tierra tan propios del ambiente literario. De joven pensaba ingenuamente que los artistas eran gente interesante y ahora me doy cuenta de que algunas de las personas más aburridas con las que me he topado en la vida eran escritores.

¿Qué hacer?, sí. Desde luego, olvidar eso de la necesidad de expresarnos. No nos expresemos tanto, que te den, Jean-Jacques. Y, ni mucho menos, pensar que la escritura es una manera de contribuir a nuestro equilibrio interior, para eso está la duloxetina, mano de santo. Centrarnos en lo importante, quisimos ser escritores para ganar la admiración de las mujeres, no siempre su amor. También forma parte de nuestra labor maravillar al joven, conmover al adulto, hacer brotar la compasión, crear de nuevo el mundo, dar testimonio de lo que fuimos.

Para eso, paradójicamente, hace falta humildad, ¿somos humildes, Perpiñá?

Leonid Pasternak (1862-1945) «La pasión de la creación»

Recuerda

08 miércoles Dic 2021

Posted by Salvador Perpiñá in Examen de conciencia

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Habitamos la casa del lenguaje, sí, pero una casa ocupada por los recuerdos, un intento de la materia por detener siquiera un instante ese permanente fluir sin descanso al que parecemos abocados. La fantástica máquina de sangre, fluidos y carne donde radica nuestro ser y nuestras emociones está capacitada para almacenar lo acontecido.

Amamos nuestros recuerdos. Incluso el niño, deslumbrado por la luz del presente, por las grandes felicidades de aquello que comienza, ama como un tesoro sus escasos, recientísimos, tiernos recuerdos en la frontera misma de cuando nada era.

A caballo entre lo real y lo imaginado, condición necesaria de posibilidad de todo conocimiento y todo arte, la asombrosa intuición del mito hace a Mnemosyne hija de Gea (la Tierra) y Urano (el Cielo), y madre de las Musas.

Probable evolución de automatismos necesarios para la supervivencia, los animales carecen de recuerdos. Quizás ese vivir en la pureza del instante, no manchado por la idea del devenir y la muerte sea una bendición.

El recuerdo alcanza admirables grados de detalle, aunque comparte con el sueño su frágil volatilidad. Los recuerdos son también una construcción de la voluntad, un relato. Nos engañamos, constantemente, construimos un pasado donde nos absolvemos, santificamos los escenarios triviales donde dejamos pasar el tiempo y las mismas horas de tedio. Los de nuestra generación nos hemos creado una infancia de leyenda, un lugar de poesía y misterio, con un puñado de amarillentas fotos en blanco y negro; me pregunto cómo recordarán su niñez los hijos del milenio, en que cada instante es registrado con la máxima definición.

Se acerca el invierno, estación propicia a encender los fuegos del recuerdo, engolfarse en la nostalgia, vicio de viejos. Es tan fácil entregarse a su fácil seducción. Pero esa tenue estela que nos acompaña ya no nos basta. Cometí errores y locuras, hice daño a quienes quería porque deseaba tener recuerdos y ahora qué pálidos simulacros se me antojan, qué tristeza de fantasmas, cómo arrojaría por la borda todas esas inexistencias por vivir de nuevo un solo instante de aquello que me colmó.

Después de irme de aquí, todavía seré un recuerdo en la memoria de alguien, que también se apagará y entonces desapareceré del todo. Quien será el ser humano en que por última vez llevaré esa existencia vicaria es una pregunta que me hago a veces, llevado por una melancólica vanidad. No descarto que pueda ser un enemigo, al tiempo le complace la ironía.

Yves Tanguy

Je est un autre

11 jueves Nov 2021

Posted by Salvador Perpiñá in Examen de conciencia

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Nuestros más lejanos antepasados, que tantas cosas desconocían, ignoraban también su rostro. Reyes, mujeres de la aristocracia y sacerdotes pudieron intuir mediante toscos espejos la impresión que causaban en los demás. Tal era su privilegio. A los que sembraban el grano y recogían las redes, los que derramaban su sangre en los campos de batalla, solo la superficie en calma del agua podía devolverles la mirada; encuentro incierto y que en el mito se revela fatal: Narciso muere ahogado al intentar besarse a sí mismo, el desdichado monstruo al que el doctor Frankenstein dio vida se entrega a un furor homicida al descubrir su aspecto inaceptable.

Esa prerrogativa principesca nos es dada ahora a todos nosotros. Cada mañana, resonando aún en nosotros los desconciertos del sueño, renovamos el pacto con la realidad al enfrentarnos a nuestra propia imagen tras las abluciones.

Las posibilidades de la técnica multiplican hasta el infinito la reproducción de nuestras facciones. Libres de la limitación de la vieja película fotográfica, que nos obligaba a ser selectivos, disparamos cientos de fotos de nosotros mismos en busca del ángulo y la luz más más benignas. Acabamos aprendiendo qué móvil nos trata mejor, qué cámara de ordenador nos revela tal y como nos gusta imaginarnos, cómo debemos mirar. Por eso nos suelen decepcionar las fotografías robadas que nos hacen los demás. En ella parecemos unos desconocidos a medio hacer, una tosca parodia de lo que creíamos ser. También nos asalta la sospecha de que quizás eso es lo que somos.

¿Conocemos a esa figura que nos mira cada mañana desde el espejo, que va cambiando día a día sin que nos demos cuenta, erosionada por todos los fracasos y rendiciones, ennoblecida por cuanto aprendemos, embellecida por el don misterioso de la alegría que recibimos sin esperarla? No se nos escapan nuestras íntimas debilidades y cobardías, nuestras renuncias, pero aun así nos seguimos engañando. Hay partes de nosotros que nos negamos a ver, la aridez del egoísmo, ingratitudes, actos de traición, vicios vergonzosos de carácter que empañan esa idea de abnegación, sabiduría y delicadeza con que nos gusta vestirnos. El espejo no es abominable porque duplique lo existente sino porque en su interior habitamos nosotros.

El yo está tan desprestigiado, no sabemos qué hacer con él. Para la ciencia es tan solo un espejismo, un agregado de presentes sucesivos al que da apariencia de cohesión una trama de recuerdos e improntas, de sensaciones muy simples (sonidos, perfumes y sabores) con la que construimos una historia llena de falsificaciones. Una estafa de los sentidos. No hay alta sabiduría que no postule la renuncia al yo, su adelgazamiento hasta la transparencia, para encontrar la paz.

Pero, ¿qué paz es esa? Como un niño caprichoso, no me consuela que mis átomos pasen a formar parte de las estrellas y los árboles, todavía quiero demasiado a ese viejo conocido al que el agua jabonosa le chorrea por las barbas cada mañana y que fue también un niño que vivía las horas de asombro en asombro, borracho de luz y de amor por las cosas. Yo, Salvador, ese vanidoso atorrante, una de las innumerables formas mediante las que el mundo se percibe a sí mismo.

Grete Stern

La poca gana

22 viernes Oct 2021

Posted by Salvador Perpiñá in Examen de conciencia

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Hay escritores que no pueden parar de escribir. Como si de una función fisiológica más se tratara, despachan sin descanso ingentes cantidades de literatura. En ocasiones excelente. De ellos, o al menos de los más dotados entre ellos, es el reino de la posteridad. No contentos con su afortunada disposición mental y su carácter robusto, suelen proclamar que esa tenacidad es virtud imprescindible en un autor. Ernesto Sabato aseguraba que si a la pregunta de “¿te morirías si no pudieras escribir?” el joven aspirante respondía que no, él le prescribía que lo abandonara. Según el jovial autor argentino, ello lo incapacitaba para ser miembro de la hermandad.

Y sin embargo existimos los escritores escasos hasta la insignificancia. Enfermedad de la voluntad, exceso de autocrítica, escepticismo, pereza misma de vivir… Años de autoexamen y buenos propósitos, cientos de euros gastados liberalmente en la consulta de psicólogos, no han logrado explicar mi magra contribución al torrente de palabrería que en tiempos consideré un noble destino. Siempre me he agarrado a algunas excusas: un violento rechazo editorial en mi juventud ―una aniquilación, de hecho― o la circunstancia de que me gano la vida holgadamente escribiendo historias como guionista y estas han perdido toda mística para mí, las he visto desnudas sobre la mesa de operaciones. Acato las decisiones tomadas desde los despachos, he cambiado finales y matado a personajes por dinero, ¿se me entiende? El soldado le acaba perdiendo el respeto a la vida, el policía ya no considera limpio el corazón del hombre («Les seuls sentiments que l’homme ait jamais été capable d’inspirer au policier sont l’ambiguïté et la dérision» decía el legendario Vidocq) y ya no encuentro nada noble en la invención de ficciones.

Es inútil, el problema sigue sin respuesta. Y empieza a ser acuciante, no soy joven y me temo que mi corazón no está genéticamente preparado para durar mucho. No tengo todo el tiempo del mundo.

Es casi un lugar común sostener que hay demasiados escritores. La feroz competencia del capitalismo extremo ―que hace décadas que abandonó los ordenaditos, aburridos valores burgueses y ahora proclama con fervor el credo woke y una visión dionisiaca del mundo muy Mayo del 68 (sin descuidar la productividad, ojo)― hacen que todo el mundo desee expresarse y gozar de ese aura de malditismo y prestigio que otorga la condición de artista. ¿Cómo no sentirse desalentado siendo una pequeñísima parte de esos miles de aspirantes a una gloria más efímera que nunca, en un medio en el que las editoriales aplican estrictamente criterios de prospección de mercado y acatan sin fisuras las tendencias del momento hasta el punto de que es legítimo preguntarse si queda en ellas alguien capaz de leer una obra y defender su valor sin preguntarse QUIÉN la ha escrito? Porque no está en juego la celebridad y sus espejismos, es que la misma posibilidad de publicar, de tener un mínimo grupo de lectores se hace difícil. Somos demasiados, estamos saturados de historias y, como alguna vez dije por estas páginas, uno siente una especie de horror sagrado a añadir una sola más a ese torrente caótico.

Carente de talento cortesano para desenvolverme en el mundo literario, refractario al zeitgeist, definitivamente inactual, cada vez que veo uno de esos decálogos sobre cómo debe escribirse con los que tantos escritores pontifican, me entran ganas de quemar mis manuscritos. Intempestivo, hosco y perezoso, escasas armas para sobrevivir a esta criba.  ¿Para qué perseverar entonces? Por qué no guardar un honrado, saludable silencio. Si hay algo que necesitamos desesperadamente no es evasión, es silencio. ¿Por qué seguir haciendo ruido con nuestro ego?, ¿qué vanidad me empuja a seguir tratando de ensamblar unas líneas por aquí con cierta frecuencia, a tejer alguna narración, a inventar desdichados personajes agitándose en historias ya contadas mil veces, multiplicando el absurdo de la misma vida?

Quizás es que en los buenos momentos encuentro el pequeño placer del antiguo artesano que ha rematado su obra, figura casi extinta. Tampoco la literatura es lo que antes entendíamos por ella. Asistiremos a cambios en las formas conocidas del arte que nos dejarán fuera de circulación a casi todos. Es inevitable, también banal, pensar que quizás haya inmensas pérdidas en el proceso, pues el arte no es otra cosa que la creación de sentido.

La otra noche regresaba a casa a la hora en que cierran los bares. Una joven camarera, agotada, barría las primeras hojas del otoño de una de las terrazas que se extienden bajo el castillo fabuloso que preside mi ciudad. Esas torres y murallas llevan muertas siglos, son solo un decorado y, sin embargo, aunque la muchacha a esas alturas ni siquiera las mirara, sentía que de algún modo velaban por ella, por lo único que tenía futuro en la escena (yo mismo incluido).

Mientras tanto, mientras llegue la escoba, puedo como el buen carpintero saber que he urdido una historia con arreglo a las leyes de mi arte, sin trampas, con belleza y con precisión. Algo no del todo efímero, algo que no durará pero que acaso pueda entretener o emocionar a un lector desconocido. Esas pocas palabras afortunadas justifican quizás mi empeño, uno aprende a moderar sus esperanzas. No eran esos, desde luego, los sueños de mi juventud, pero como todo el mundo sabe, de joven se es perfectamente imbécil.

La decadencia del sueño

13 lunes Sep 2021

Posted by Salvador Perpiñá in Examen de conciencia

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Escribí sobre ella en estas páginas pero nunca lo leyó, ni siquiera sabría que este blog existe. A principios de septiembre me dijeron que había muerto.

Hace unos diez años la visitaba una vez a la semana. La terapia, como anacrónica junguiana confesa que era, consistía en interpretar mis sueños. No es que creyera en las posibilidades terapéuticas de aquellas sesiones, pero me encantaba llevar un registro de mis sueños y contarlos cada siete días. Es algo que no sueles hacer por no dar la lata. Salvo que seas un fundador de religiones, Goethe o un genocida, tus sueños no interesan a nadie. Yo era un melancólico cuarentañero de clase media, pero pagaba, lo que me daba derecho a abrir las puertas de mi inconsciente. Me caía muy bien, era ya mayor cuando la conocí, tenía como una jovial extravagancia de personaje de Dickens, un pasado de gauche divine de vuelta de todo que derivó en un excéntrico conservadurismo que me divertía. Me escuchaba y me dio algún buen consejo. Reía mucho a pesar de serios problemas óseos que hubieran quebrantado el humor de muchos.

Dejé de verla. A veces me acordaba de ella, tenía un sueño y pensaba: «este sueño le encantaría a Carmen». Como tantas otras cosas, aplacé una posible visita que ya nunca tendrá lugar.

¿Para quién sueño ahora? El descrédito del psicoanálisis es notable, la representación de los sueños en cine o literatura resulta sospechosa, un enfático tic de principiante. La pintura surrealista que tanto nos gustaba de adolescentes es solo una pintoresca nota a pie de página del siglo XX, que da muy bien en portadas de ensayos. El sueño ha pasado de ser fuente de sentido, clave de nuestra identidad secreta a actividad neurológica marginal, caos metabólico, el humo de la quema de residuos psíquicos durante el descanso nocturno. Pura filfa.

Nuestra existencia es precaria. Como el mar, como el sol y las estrellas desapareceremos, pero la materia de los sueños es aún más lábil. Cuando la palme, alguien se encontrará los heterogéneos objetos que se amontonan en mis cajones, la huella de mi cuerpo en la cama deshecha, algún fragmento de escritura autógrafa, mi voz en un mensaje, fotografías, algunos pelos en el lavabo. Durante unos años más, alguien recordará algún momento de humor o ternura pasado en mi compañía o que le debía veinte euros. Pero mis sueños, esos desconcertantes caminos que he recorrido durante la tercera parte de mi vida, se irán conmigo. Nada quedará, no dejarán huella alguna, como un crimen perfecto.

No me jodas que te has muerto, Carmen. Irónicamente, desde que lo supe he tenido sueños enormemente nítidos y significativos. Me hubiera gustado subir hasta aquel sexto piso y contártelos, decirte que he vuelto a escribir, que a veces regresa una pena negra que me asusta, que anteayer –y no fue un sueño― vi suspendida en el cielo, entre el sol y el mar, muy cerca de mí, un águila y que tú lo hubieras entendido. No descarto que alguna vez me encuentre contigo en sueños y ya verás que risa.

Max Ernst. «Une semaine de bonté» (1934)

Tres cuartetos

19 lunes Jul 2021

Posted by Salvador Perpiñá in Examen de conciencia, música

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Cuatro hombres aún jóvenes, vestidos de negro, toman asiento en el patio de un antiguo hospital renacentista en una noche de verano. Los miembros del Jerusalem Quartet llevan veinticinco años tocando juntos. A los profanos nos resulta difícil comprender el grado de íntimo entendimiento, casi telepático, entre ellos. Tras un intercambio de miradas, la música que escribieron hombres muertos hace siglos abre sus alas de nuevo ante nosotros.

En el cuarteto de cuerdas no se puede recurrir a los efectos de color de la orquesta y el pensamiento musical adquiere su máxima desnudez y abstracción. También la máxima capacidad de confidencia, como una arquitectura de la emoción. Mozart, Beethoven y Schubert, el programa podría considerarse una reflexión sobre tradición, autoridad y emulación. Schubert intenta medirse con Beethoven, Beethoven no intenta superar a Mozart ―que aún no era la figura mítica que hoy es para nosotros― pero ambos intentan trascender la figura inmensa de Haydn, el gran maestro y el hombre que dio su forma definitiva al cuarteto. Cada uno a su manera, lleva hasta límites insospechados las posibilidades de un género relativamente nuevo.

Y esa música sigue hablando a nuestro entendimiento y a nuestro corazón. Sigue estando viva. Los músicos hacían surgir borbotones de verdad, bondad y belleza que resonaba en los muros de un viejo edificio que fue albergue de sifilíticos y locos en siglos especialmente feroces. Los capiteles corintios del patio nos dicen que los hombres que lo construyeron a su vez rindieron homenaje a una antigüedad grecolatina que apelaba a sus instintos y a su intelecto. Una antigüedad idealizada, porque el pasado es impuro. Tras cada columna hay una idea del orden, también del Estado y de la violencia. No hay columna que no esté hecha de kitsch y sangre. La más profunda emoción llegó con el adagio del cuarteto “La Muerte y la Doncella”, compuesto por un Schubert que presiente su próxima muerte y una de las cimas del romanticismo alemán. Pero es precisamente ese turbulento pathos el que alimentará las más oscuras pulsiones del siglo XX. Hay una correspondencia entre la belleza y el espanto, entre el mal y una idea de la felicidad posible. Aceptar tal cosa es aceptar nuestra condición humana, es abrazar incondicionalmente nuestra imperfección, es creer en la inocencia de lo real. Vivimos un tiempo extraño en que una minoría de epilépticos morales pretende higienizar las huellas de aquellos que nos precedieron. En nombre del bien y desde una arrogancia infinita, pretenden juzgar y abolir la historia, pretenden dictar qué nos debe hacer reír, qué debemos escribir y cómo debemos hablar. En especial quién debe ser silenciado. No deja de entristecerme como semejante delirio ha logrado seducir a tantos, hasta transformarse en una suerte de pensamiento hegemónico.

Sé que veremos cambios asombrosos en el mundo, sé que quizás muchos de nosotros quedaremos a un lado, incapaces de adaptarnos. Anoche me sentía lejos de esta fiebre de pureza mientras encontraba refugio y consuelo en la voz de un crápula irresponsable, de un enfermo crónico que tras creer en las utopías del siglo se hizo un misántropo y de un desdichado incel destruido por la sífilis. Cuando la nueva religión sea capaz de producir obras que me hablen con una voz semejante, le tendré algún respeto. No creo ya en casi nada, creo que hay ciertas jerarquías estéticas y morales, creo que hay unas pocas cosas que merecen la pena, creo que todo hombre sabe en lo íntimo de su ser lo que está bien y lo que está mal, creo que todos podemos perdernos y por eso solo muy pocos actos no merecen nuestro perdón. Para los que dictan muertes civiles, para los que condenan sin apelación desde un neurótico narcisismo adolescente, para los virtuosos de la queja y la victimización, incapaces de devolver solo una pequeña parte de todo el bien que han recibido, para ellos, aunque acaben haciéndose con el mundo, solo tengo un melancólico desprecio.

Pablo Picasso, 1921, Nous autres musiciens

Cannabis

21 lunes Jun 2021

Posted by Salvador Perpiñá in Examen de conciencia

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No tiene demasiado sentido, ya que las noches de mi infancia estuvieron marcadas por las pesadillas. Debería haber buscado esa luz del día que ponía fin a los terrores nocturnos, pero lo irracional y lo inquietante, lo anómalo, siempre me atrajo, el delirio era mi patria. En la biblioteca familiar mis ojos de niño buscaban los cuadros de Chirico, Redon y los surrealistas, ¡qué hallazgo, qué sensación de encontrar a alguien que hablaba mi lengua!, qué poco me interesan ahora. La Isla del Tesoro y sus claridades, su salud fundamental y su apetencia de vida, no me llamaban entonces la atención; me interesaba el Julio Verne más malsano, el del trágico capitán Nemo navegando un turbio reino subacuático, que en realidad era ese inconsciente que el siglo XIX empezaba a descubrir. Mis primeras pasiones literarias fueron Poe, Lovecraft y Borges, mientras que “Strawberry fields forever” de los Beatles me abrió las puertas de lo alucinatorio. La música de mi primera adolescencia fue el rock progresivo porque en sus mejores momentos consistía básicamente en un sucedáneo sonoro del viaje para consumo de adolescentes, aislados por sus auriculares con las luces apagadas. Tangerine Dream o el Ligeti de “2001” eran mi música celestial y el fantástico mi género más querido.

La primera noticia que tuve acerca de las drogas fue en un libro de aquella misma estantería. Un libro de geografía económica donde se contaba la historia del comercio del algodón, las especias, el té y el opio. Allí se decía que los chinos al consentirse la embriaguez con opio entraban en un letargo en que creían percibir la armonía de las esferas. Yo, como niño que era, desconocía qué podía ser la armonía de las esferas, pero anhelaba experimentarla. La prensa del momento ―coincidiendo con el primer gran esfuerzo de la administración Nixon contra la cultura psicodélica ― abundaba en noticias truculentas sobre las consecuencias de las drogas y, sin embargo, yo deseaba más que nada en el mundo probar aquellos filtros mágicos que me harían romper con lo acostumbrado, explorar territorios desconocidos que había dentro de mí.

Llegado el tiempo de la adolescencia empezó mi iniciación. Nunca me interesó demasiado el mero brío de la cocaína o las anfetaminas, el malditismo de la heroína era demasiado para un pequeño burgués como yo, así que el cannabis ―barato, razonablemente seguro y algo pasado de moda en aquellos energéticos ochenta― fue siempre mi sustancia favorita.

Aparte de unos pocos, modestos escarceos con alucinógenos mayores, el hachís o la marihuana me han acompañado toda una vida. Fumador epicúreo e intermitente, el THC me dio muchísimo. Para mí funcionaba como una suerte de estimulante cerebral que aumentaba la capacidad de asociación de ideas y ofrecía un aspecto desacostumbrado de las cosas. Lo ya conocido, lo habitual, se percibía como nuevo, ¿cabe imaginar mayor regalo? Ideal para escuchar música, suprimía la emoción de la melodía y el ritmo (el THC, al estirar el tiempo, los desnaturaliza) pero a cambio te hacía escuchar la canción con nuevos oídos y te proporcionaba deslumbrantes revelaciones sobre estructura, color y armonía. Escuchar los viejos temas de la radio de la infancia bajo esa nueva luz me proporcionó inolvidables momentos de asombro y descubrimiento. El cine o la visita a museos bajo sus efectos multiplicaban las posibilidades sensoriales e intelectuales de la experiencia, la inmersión en el mar o la física del amor alcanzaban plenitudes que bordeaban el éxtasis. Incitador de la risa y el humor, un buen porro acompañado de un par de cervezas, hacía de la conversación con amigos un alto placer.

Durante décadas y en medio de ocasionales carestías, uno se las arreglaba para conseguir la sustancia. Recuerdo los camellos que han puntuado mi vida, desde el hosco individuo que te timaba en las esquinas, hasta los que te recibían en sus casas: familiares, locuaces, maniáticos, de todo había. Recuerdo en especial una muchacha en Madrid, era de Ceuta. Encantadora y pija, quería ser modelo y pasaba hachís para sacarse algún dinero. Era tan guapa y vestía de un modo tan adorable que casi te entraba la risa, utilizaba una balanza de lo más cuqui para pesar la mercancía y uno se permitía fantasear sobre en qué parte de su cuerpo habrían viajado aquellos pasaportes visionarios que ella pesaba con una expresión de absoluta seriedad.

Estaba la cara oscura, claro. El THC activaba en mí el músculo del miedo. La sospecha inconcreta de algo funesto. A veces venían crisis de pánico, el miedo a morir (siempre presente desde que con treinta y pico años me diagnosticaron una arritmia hereditaria), el severo juicio moral sobre tus acciones de los días anteriores, la angustia ante las cargas y responsabilidades de la vida adulta. Fue dejando de gustarme, ya no me daba tanto, siempre había esa oscura zozobra antes del goce. Dejó de serme de utilidad alguna para tener ideas, se transformó en una rutina un poco tonta. Un imprudente porro de la explosiva variedad White Widow (la güido, en palabras de los dealers de mi barrio) casi acabó con mi vida. Fue el último. Ya no he vuelto a frecuentar su compañía.

Esta confesión un poco impúdica tiene que ver con algo más importante. Si el cannabis empezó a decepcionarme fue porque mi mundo interior, lo de dentro, acabó por resultarme poco interesante. La madurez ha consistido en cierto desapego y el reencuentro emocionado con lo real. Hace tiempo que estoy de acuerdo con Joseph Conrad en que cultivar el fantástico sería negar que la realidad misma lo sea. O algo así.

Durante décadas he abierto las puertas de la percepción, he educado y afinado mi mirada. Y estuvo bien. Ahora, ya sin el veneno corriendo por mis venas, reconozco de nuevo lo que siempre estuvo ahí, los ríos de belleza y sentido que atraviesan cuanto alienta, la gracia luminosa de algunas personas cuya mera existencia justifica la vida. El mundo es inagotable y no tengo demasiado tiempo para perderlo en esas baratijas cubiertas con telarañas, pura filfa, que se acumulan en las góticas galerías de mi cerebro. Y ese aprendizaje se lo debo paradójicamente a esa airosa planta índica y a las oscuras almas perdidas que me la facilitaron, esa panda de fulleros celestes, pinkfloyds desertores de la normalidad, funcionarios del caos viviendo en casas desvencijadas. Ojalá la vida haya sido clemente con ellos.

Inmunidad

07 lunes Jun 2021

Posted by Salvador Perpiñá in Examen de conciencia

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La primera dosis la recibí en una nave industrial, de manos de una enfermera joven, a la que imaginé hermosa tras su mascarilla. De la segunda se encargó en el centro de salud de mi barrio un enfermero maduro con años de mala baba acumulada, que se aseguró de neutralizar todo posible entusiasmo al enfatizar que aquello funcionaba no del todo y no para siempre. Pero el caso es que cuando salí a la calle hacía una tarde esplendida y solo un sentido mínimo del decoro me impidió caminar dando saltitos, como esos pequeños gorriones que tan bien nos caen. Ya han pasado unos días y soy, hasta donde pueda afirmarse, invulnerable como los héroes de la leyenda tras tomar una poción, un escudo invisible me protege de las flechas y las piedras de la áspera fortuna. En cosas como esta cristalizan siglos de pensamiento científico, pero uno no puede desprenderse de un sencillo asombro campesino ante el prodigio, una reverencia supersticiosa de sostener la gorra entre las manos.

Al caminar por la ciudad sigues teniendo que cubrir tu rostro con la mascarilla, aparentemente nada ha cambiado, pero te sientes audaz y ligero, un poco insolente y un poco puta. Tienes un hambre inmensa de realidad, de otros; el mundo ha dejado de ser una amenaza y se transforma en una cueva del tesoro, una huerto cuajado de frutos. ¡Solo tienes que extender tu mano y llevarte lo que es tuyo! Vivimos meses en que se consagró la distancia y el límite, ahora queremos traspasar barreras, ceñir los cuerpos con el brazo, besar y entregarnos a joviales indecencias.

Hora de los buenos propósitos y las locas fantasías, hora de imaginar tantos futuros aún posibles, necesidad de creer que aún nos esperan buenas cosas. Ante el recuerdo de la muerte y sus miserias decimos todavía no, nos calamos el sombrero y seguimos silbando con las manos en los bolsillos.

Recuperación de viejos hábitos queridos, también confirmación de cambios irreversibles: cierta misantropía sin rencor, el redescubrimiento de lo íntimo, la necesidad de la soledad, el deseo de librarse de tantas cosas sin importancia y que nos sobraban, ganas de no perder el tiempo, de ir a lo esencial. El peligro sigue estando ahí, claro, hemos conjurado solo una de las innumerables formas con que la realidad constantemente se afana en destruirnos, pero ahora sabemos que la vida es peligro y que, maldita sea, qué difícil se lo pienso poner, qué ganas de arder y consumirme y dar luz.

Pablo Picasso, «La alegría de vivir» (1945)

Ovación y réquiem

25 domingo Abr 2021

Posted by Salvador Perpiñá in Examen de conciencia

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decadencia, hippies, melancolía

Los barrios pintorescos ―y yo vivo en uno que lo es en el mayor grado― atraen a todo tipo de personajes excéntricos. Yo defiendo, en parte por provocar, en parte por convicción, lo que el adolescente desdeña como personas grises, por las que siento una gran simpatía. Del probo funcionario a aquel que llega deslomado a su casa, ve la tele y a dormir; gente que atraviesa indemne los riesgos iniciáticos de la juventud y luego dedica su vida a negociar con el principio de placer, sacar adelante una familia y cumplir lo mejor que puede con lo que la comunidad les exige. Celebran bodas, bautizos y comuniones, visitan a los enfermos y acuden a los funerales, aceptan de buen grado, sin fanatismo y sin desdén, los rituales y convenciones de su cultura. En los mejores casos, suelen ser personalidades complejas, admirables, con sus pasiones secretas, sus íntimas extravagancias y sus peculiares humores. Hay en ellos tesoros de ternura e ironía de los que no hacen alarde y que no pretenden transformar en fama y dinero. La gente que se mueve en los márgenes, convencida de su carácter único, autoproclamados artistas, okupas y quinquis, suelen ser salvo honrosas excepciones unos vivales previsibles, gente obtusa, trivial y coñazo. Las condiciones extremas de supervivencia envilecen. Nada hay más carente de interés que el canallita. Y hablo con un riguroso conocimiento de causa, fruto del trabajo de campo.

Los anodinos barrios burgueses, los feos barrios obreros planificados se me aparecen así como los últimos reductos de la razón y el pensamiento ilustrado. Mi barrio, poético laberinto de calles blancas, como una ciudad medieval derrotada por la primavera, abundante en jardines interiores y altos cipreses, no solo soporta la invasión del turista sino que ha visto cómo se ha abatido sobre él la internacional magufa. Los veo caminar con sus bicicletas y sus rastas, sus perretes, sus ropas holgadas y sus hábitos de vegetarianismo e infusión, de flamenquito y palo de lluvia, sus rostros entre El Greco y Zurbarán, su parla alelada de almas de cántaro. Yo los miro de soslayo, con un ruin malhumor de Mr. Scrooge.

Hace unas semanas, que hacía bueno, en un patio cerca de mi casa se impartía al aire libre algún taller que combinaba neciamente lo actoral y lo bioenergético. Durante horas, a partir de las cinco de la tarde, los alumnos proyectaban su voz desde el diafragma, haciendo brotar de sus entrañas un bordoneo grave y tibetano, capaz de abrir chacras, despertar kundalinis y desatar fantasías de exterminio en un maniático señor de mediana edad como el que os escribe estas líneas. Finalmente, porque hasta Franco se murió en la cama, el taller terminó y hubo una especie de ceremonia de despedida que pude escuchar mientras tendía mi colada al sol, arrebatado proustianamente por el olorcillo a jabón de Marsella. Parece que la profesora iba pasando lista y cada participante recibía un cálido y entusiasta aplauso de sus compañeros. Y he aquí que yo, pobre pecador, con unos calzoncillos en la mano y una pinza de madera en la otra, sentí una tristeza inmensa al oír sus risas y su vitalidad capaz de saltar como un ladrón por encima del muro que confina mi patio, entre el verde de las hojas y ese incomparable azul Quattrocento que se gasta el cielo en abril.

Eran felices, eran absurda, conmovedoramente felices esos hijos de puta, porque para ellos ese taller irrisorio era importante, porque pensaban todavía que su vida estaría llena de aventura y descubrimiento, porque sus cuerpos jóvenes podían ser deseados y no había nada que no pudieran hacer con ellos y sentí pena de mí mismo, que también acudí a cursos y talleres inútiles convencido de que me desvelarían los secretos de mi oficio y me abrirían un camino breve y fácil a la gloria, de mí, que en tantas cosas me equivoqué, que gasté dinero público en cortometrajes de mierda, que tanto tardé en aprenderlo todo, que tanto esperaba de la vida y resulta que cuando me quise dar cuenta ya pasó y, sí, allí estaba con unos calzoncillos y una pinza de la ropa en las manos, ya digo, con mi cuerpo falstaffiano que he maltratado hasta lo indecible, habiendo fracasado durante años en cuanto emprendí por más que algo parecido a un modesto éxito pueda llegarme ahora que ya todo me da igual, envidiando su ingenuidad, deseando ser atolondrado, bienaventurado y ligeramente imbécil, como ellos. Al diablo con todo cuanto haya podido aprender, al diablo con la destreza en mi oficio. Yo no quiero sabiduría, no quiero recuerdos, no quiero un pasado, quiero retozar como un animal, ciego hasta las trancas, dichoso y aturdido, con una de esas chicas todavía llenas de luz cuyas ideas detesto y a quien Dios bendiga.

Y tras ese momento de melodrama interior, seguí tendiendo mi ropa y pensando que mira qué bien, ya tenía algo para escribir en el blog. Qué caramba.

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