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Desesperación y Risa

~ el blog de Salvador Perpiñá

Desesperación y Risa

Publicaciones de la categoría: Examen de conciencia

Examen de conciencia

18 sábado Mar 2023

Posted by Salvador Perpiñá in Examen de conciencia

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Pronto hará nueve años que abrí este blog. Nueve años suponen casi una era geológica en el corto espacio de nuestras vidas. Para mi asombro el blog sigue vivo, si bien es verdad que su metabolismo es ahora más lento. Cada vez me resulta más difícil dar con un nuevo tema sin repetirme y cada vez soy más exigente con lo que escribo. Miro ahora algunas de mis primeras, fervorosas, entradas y siento un poco de vergüenza, no mitigada por el afecto.

Frecuentemente y con imprudencia, he practicado la efusión íntima y me he expuesto demasiado. No habiendo vivido una vida excepcional, no habiendo sido testigo privilegiado de los grandes momentos del siglo y sin haberme siquiera codeado con aquellos cuyos nombres serán recordados, me queda para ofreceros poco más que mi limitada subjetividad, lo mejor vestida posible.

Voy a incurrir de nuevo en el impudor y en la redundancia. A medida que se me agota el futuro —y no hay que hacer demasiado drama de ello, es un hecho— dos actitudes divergentes se suceden de una manera natural dentro de mí.

Está aquello que Escohotado denominaba «la dimensión de incumplimiento de nuestras vidas», que en mi caso ha sido considerable. Me apena todo aquello que pude hacer y no hice, no me perdono lo que no conseguí o no supe retener, cuanto no aprendí o experimenté. Descontento de mí mismo y de los demás, soy demasiado consciente de las debilidades humanas, incluso en aquellos a quien más quiero. El hábito frecuente de la decepción me ha hecho tolerante con ellas, aunque cada vez me irrita más la estupidez esencial de la mayoría de las opiniones —ese rastro de baba que nos obstinamos en dejar nuestro paso—, la pequeña crueldad de niño cabrón hasta en el más ejemplar de los ciudadanos, la autosatisfecha arrogancia del ignorante. Una amable misantropía es en mí casi una segunda naturaleza en un mundo en que los malos y los mediocres suelen salirse con la suya; yo mismo, mucho más mediocre de lo que esperaba.

Y, sin embargo, vivo estas jornadas previas a la primavera con un fervor loco de sufí en trance. Paseo por la calle en una especie de aturdimiento agradecido. Todo me conmueve: la belleza y la gracia de los rostros, las amables costumbres de mis congéneres, la dulzura con la que tratan a sus crías, las costumbres del gato, las ciudades poniéndose en marcha, el bullicio de los pájaros inaugurando la mañana, las mil y una formas en que el sol acaricia el mundo. Borracho de luz y de presente, de aceptación y plenitud, como un niño alocado, me asombro con lo común, me emociono con lo evidente. Adoro las historias que otros me cuentan, no dejo de asombrarme ante las posibilidades del ingenio humano. Venero, con amor y gratitud insensatos, a ese mismo tiempo que me destruye. No sé si se trata de epifanías angélicas o mero kitsch del alma. No sé —y ese pensamiento me sobrecoge—si en realidad me estoy despidiendo del mundo, antes de caer en la irrelevancia de la vejez hasta que finalmente oiga llegar al gran viento que a todos nos dispersará.

2023

01 domingo Ene 2023

Posted by Salvador Perpiñá in Examen de conciencia

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El 1984 de Orwell, el 2001 de Kubrick, el 2019 de Blade Runner… hemos pasado tranquilamente por todos los posibles futuros que marcaron nuestros años de formación. Ninguno de ellos se reveló profético, llega el 2023 y siguen existiendo las pipas de girasol, los churros y los trajes de lagarterana, los gitanos con la cabra y los polvorones. En cambio, hemos asistido a la desaparición de los discos, los jeans como prenda adolescente, los juguetes y la prensa y asistiremos al final de las monedas, el rock, el subjuntivo, la lógica racional en el debate público y, eso seguro, de nosotros mismos.

Con todo, el mundo nos empieza a resultar vagamente extraño, como si practicáramos un desapego preventivo al presentir nuestra futura partida. Todavía mantengo una antena conectada a lo presente, por coquetería intelectual, por no parecer prematuramente envejecido, pero vivo en los libros de gente muerta. Amo, me embriago y río en el presente, pero mi corazón vive en los siglos pasados, en su música y en sus obras, en las inagotables huellas del hombre en el mundo.

Hubo un tiempo en que el año nuevo me parecía una extensión ilimitada de posibilidades a la que me lanzaba como el esquiador que en el torneo de los Cuatro Trampolines salta al vacío cada uno de enero. Ahora tiendo a verlo como una niebla en la que uno se adentra con pasos cautelosos, sin saber si al doblar la esquina te espera la caricia o el garrotazo, rotondas de placeres o zanjas de infortunio, si besarás la espalda de una mujer o te partirás los piños resbalando en la acera, esperando un acuerdo cada vez más desigual entre lo familiar y lo novedoso.

Escribo esto en el jardín de la casa de una amiga queridísima, en uno de los lugares más luminosos de España. El mar y sus rumores y un puente colgante al fondo y ante mí una extensión de grama de un verde heráldico, donde corre un perrazo que se parece a Karl Marx, y unos pinos centenarios donde los mirlos se entregan a sus asuntos igual que ayer, igual que siempre. ¿Puede uno ser tan insensato como para esperar algo de este año?, al fin y al cabo el 2022 fue un buen año. Nada podrá devolverme su mes de Octubre, pero tampoco nadie podrá arrebatármelo. Espero seguir haciendo el ridículo, que es mi forma de santidad, espero mejorar en mi oficio y no aburriros jamás, espero reír y beber mucho, no hacerme vil, espero una vida sosegada y fetén.

Ay 2023, no acabas de empezar y ya te amo y te temo como a una vara verde, cabronazo. Me darás revelaciones y me quitarás cosas que amo, me traerás catarros, éxtasis y caries. Dispensador de gloria y asesino de esperanzas, no puedes ser de otra manera porque estás hecho de tiempo y robar está en tu naturaleza. Dios no tiene resacas.

Leonard Freed «New Year’s Eve. Grand Central Station NYC» (1969)

Hora de partir

11 domingo Dic 2022

Posted by Salvador Perpiñá in Examen de conciencia

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Ya el niño que aún eres ha llorado sus lágrimas de hombre. No cabe entregarse a la desesperación o al abatimiento, hay todavía tanto por hacer. Hay que desmontar el decorado, las altas torres de la hermosa ficción que construisteis, arrancar cada clavo y cada tabla del escenario donde se pronunciaron las palabras más dulces, las tiernas, un poco bobas palabras de los amantes. Que no se pierda una sola de ellas. Honrarlas como se merecen. Guardar cada pieza en cajas y clasificarlas en los vastos almacenes del recuerdo, enrollar las nubes y los cielos pintados, los jardines y las lluvias, apagar las luces, todo lo que nos deslumbró. Despedir a los músicos. Cubrir con una lona descolorida cada instante de felicidad, cada perfume, cada caricia dada. Los besos no, que abandonen el lugar en desbandada, porque es su condición ser libres.

Al final, terminada la tarea, no quedará nada en el lugar inhóspito donde se edificó el sueño, apenas un armazón desvencijado, el bastidor melancólico de todo lo que pudo ser, de todos los días que ya no, nada que haga pensar a un caminante en la alegría que se regalaron dos frágiles seres humanos. Quizás a la caída de la tarde un remolino de viento, como la vibración suspendida en el aire de una campana, como palabras susurradas al oído, un estremecimiento de luz. Todo lo demás lo llevas dentro, toda la felicidad que te fue dada, la risa y la zozobra, la cara que veneraste, la voz, aquella voz, todo aquello que te hizo mejor y debes proteger del olvido. Ser digno de lo que ocurrió. Abrigarte, seguir caminando a través de la tierra baldía, solo de nuevo, calentando tu corazón cansado con toda la gratitud que debes, porque el invierno está cerca.

Caspar David Friedrich

Otro cumpleaños, ¡maldita sea!

17 miércoles Ago 2022

Posted by Salvador Perpiñá in Examen de conciencia

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He pasado un par de días como asesor de Script Nest, un taller de guion organizado por unas amigas. En el entorno bucólico de un viejo molino en el valle de Lecrín intentamos contribuir en lo posible a la mejora de los proyectos. Los hijos de las autoras corretean tras las ovejas, hacen instrumentos de música con objetos encontrados, ruedan un corto de terror y otros placeres pastorales. Mientras tanto, las madres se pueden permitir unas horas de tregua para volcarse en su trabajo. Hippismo bien entendido. La infancia ha estado presente en muchas formas. Por un lado, esos guiones en agraz, todo posibilidad de futuro. Por otro, y nada más llegar, el olor del lugar me transportó en el acto a un misterioso bosquecillo ―con sus perfumes resinosos de hojas muertas, nueces y acequias― del colegio de las Siervas del Evangelio, ¡qué voluptuoso nombre!, al que pertenecen los primerísimos recuerdos del que esto os escribe. Por último, la presencia constante, bulliciosa de niños, esas extrañas criaturas que para desplazarse de A a B eligen hacerlo corriendo y dando brincos. En especial la más pequeña de todos, Río, una criaturilla de apenas meses, que gateaba sobre la hierba, sin poder contener la risa y el asombro ante el verdor y el azul sobre ella, el zumbido de los insectos y la presencia santa de un perro, que la reconocía como su igual.

Hoy es mi cumpleaños y estoy muy lejos de esos ojos abiertos de Río. En las redes sociales mi imagen es la de una oronda, traviesa bonhomía. Me complazco en un vago misticismo y hago esforzadas declaraciones de fe en la vida y en los hombres. No es verdad, o al menos hoy no lo es. «Descontento de todos, descontento de mí», son palabras de Baudelaire que seguro que he citado alguna que otra vez, porque soy un pesado y suelo repetir estas impúdicas confesiones de infelicidad, que mis amigos más cercanos me reprochan por inconvenientes, pero así son las cosas: el tiempo pasa y no encuentro esa gloria perdida. Ni Bach, ni Ray Davies, ni la vortioxetina operan ya su magia. El verano lo agrava todo al poner en suspensión la cercanía de los afectos, uno se siente solo en un mundo sin misterio, ultrajado por la luz, asesinado por el sol, un mundo al que han arrancado el alma. No encuentro placer alguno en la lectura o visionado de ficciones, ¡otras vidas, otros inútiles enredos!, siento incluso una especie de horror religioso a la hora de escribirlas. Violar de nuevo la serenidad del vacío para poner en marcha simulacros de esa violenta agitación perpetua, hecha de muerte y errores y lucha y crueldad. Pensamiento nada recomendable para cualquier ser humano y fatal para un escritor.

Pero un año más, contra todo pronóstico, sigo en este valle de lágrimas, así que me vestiré con mis mejores galas y levantaré una copa llena a rebosar del mejor de los vinos (de eso no me falta, gracias a dios) para brindar con vosotros. Conviene levantarse y volver a caminar, pasará el verano, hasta la más negra melancolía pasa. Mis fuerzas no son muchas, pero aún conservo la capacidad de reír y alguna habilidad específica con las palabras, mis armas para una labor que requiere modestia y toda la paciencia posible. Nada menos que proceder al reencantamiento del mundo. Se lo debo al niño que fui.

Secuencia descartada de Dr. Strangelove (Stanley Kubrick, 1964)

Extravío

20 lunes Jun 2022

Posted by Salvador Perpiñá in Examen de conciencia

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Abrimos los ojos en un lugar del mundo que no hemos elegido. Los primeros años del hombre transcurrían junto a la curva de un río, frente a una cadena de montañas, bañados en el sonido de una lengua familiar, reconociendo el paso de las estaciones en los cambios de un paisaje saturado de afectos. La necesidad, el peligro o la búsqueda de fortuna lo llevaban a alejarse de su limitado mundo. Si sobrevivía a las aventuras que le saldrían al paso, alguna vez emprendía el regreso y debía conocer el camino de vuelta. Las abejas saben volver a sus colmenas desde grandes distancias, los pájaros atraviesan mares y continentes. El hombre hubo de aprender. Los accidentes del terreno marcaban los hitos de la travesía, la posición de las estrellas señalaba el rumbo ―en 1968 el astronauta Lovell utilizó un sextante para pilotar el Apolo 8 cuando perdieron provisionalmente el contacto con la Tierra― y así fue tejiendo a lo largo de la superficie del planeta una red de caminos que ampliaba las posibilidades de la experiencia.

Los niños se pierden con facilidad, todavía los periódicos nos devuelven la alegría antigua de alguna cría humana extraviada en los montes y encontrada por cuadrillas nocturnas e insomnes. Todos hemos conocido la angustia de sentirse perdido, desesperación que nos visita de nuevo en sueños, donde damos vueltas por calles que se vuelven irreconocibles. Incluso los más avezados viajeros se desorientaban en las vastas monotonías del mar, los desiertos o los hielos, en la oscuridad palpitante de bosques y selvas, en los arrabales de ciudades desconocidas. El laberinto, poderosa construcción mítica, representa elegantemente esas perplejidades y terrores. Si la literatura occidental arranca con la aventura de un hombre que tardará años en encontrar el camino de vuelta a su hogar, la tradición judaica se articula en torno a la idea del éxodo, de un pueblo que deambula por el desierto, conducido por una figura legendaria. El caminante perdido es también metáfora de un estado del alma, las grandes construcciones doctrinales pretenden ser una guía de perplejos, un mapa de orientación en el caos esencial del mundo.

Es tan fácil perderse. A veces volvemos a ser ese niño asustado que de repente no reconoce cuanto le rodea. Aquello en lo que creíamos, aquello a lo que fiábamos esperanza o consuelo ya no nos sirve. Sin nada a lo que se puedan aferrar nuestras manos desnudas, las turbulencias de una realidad desencantada, privada de sentido, nos agitan como a una hoja muerta. En el soberbio final de No es país para viejos, de Cormac McCarthy, el protagonista sueña con la figura silenciosa del padre, que le adelanta en plena noche cabalgando por un desfiladero: «Llevaba una manta sobre los hombros y la cabeza gacha y al adelantarme yo veía que llevaba fuego en un cuerno tal y como solía hacer entonces la gente y yo podía ver el cuerno por la luz que había dentro. De un color como de luna. Y en el sueño yo sabía que él tomaba la delantera para preparar una gran fogata en alguna parte de aquella oscuridad y aquél frío y yo sabía que cuando llegara él estaría allí esperando».

En mis sueños mis padres aparecen débiles y desorientados, privados de poder alguno, uno siente que la corriente de las horas le arrastra y espera en vano el parpadeo distante de un faro o el bullicio de las aves, señalando la cercanía de tierra firme. Ser adulto era también esto.

Julee Cruise

12 domingo Jun 2022

Posted by Salvador Perpiñá in Examen de conciencia, música

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Hace mucho tiempo mi hermano y yo abandonamos el domicilio de nuestros padres y nos fuimos a vivir a un piso en la parte baja del Albaicín. Era feo y frío, pero era nuestra primera casa y nos sentíamos en ella como príncipes. Nuestros vecinos eran un legendario clan de delincuentes, mi dormitorio daba pared con pared al altar mayor de una iglesia del siglo XVI y en los bajos la viuda de un banderillero regentaba una espartana tienda de comestibles y bregaba con las adicciones de sus hijos, mientras por las noches su marido se le aparecía en sueños y le regalaba joyas. Un cromo todo. Mi madre lloraba porque le espantaba enfrentarse a nuestras habitaciones vacías y porque defraudamos todos sus sueños aspiracionales de clase media.

Una tarde mi hermano y yo andábamos bicheando en una tienda de discos y escuchamos una música nocturna que nos hizo levantar la cabeza. Aquello no se parecía a nada de lo que habíamos oído hasta entonces, mezclaba la ingenuidad de los girl groups de finales de los cincuenta con un presentimiento de pesadilla. Preguntamos y vimos que el álbum estaba producido por David Lynch y que incluía el bellísimo «Mysteries of Love» de la película Blue Velvet. Faltaban meses para que apareciera Twin Peaks, pero nos llevamos en el acto el disco a nuestra guarida y fue la banda sonora de un invierno particularmente inclemente. Julee Cruise y ese Floating into the night acompañó la entrada a la edad adulta y la serie de decisiones que cambiarían nuestras vidas.

Ahora me entero de que ella ha muerto ―ese lento goteo de fantasmas que nos escoltan― y siento que ocurre en otro momento de cambio, a la entrada de una época incierta, donde convicciones y esperanzas se deshacen entre los dedos y uno debe prepararse para el frío que no anda lejos, sin ayuda de nadie y sin un lugar al que volver.

Insumisión

15 domingo May 2022

Posted by Salvador Perpiñá in Examen de conciencia

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Últimamente, cuando regreso de algún funeral ―y sabe dios que empiezo a frecuentarlos más de lo aconsejable― me gusta bajar andando colina abajo. El camino pasa junto a algunas extensiones de campo aún no devoradas por los cercanos aparcamientos de la Alhambra. En un buen día de primavera uno camina bajo un cielo azul, todavía con pensamientos de muerte, flanqueado por hileras de álamos y olivos que brotan de una tierra roja y rica, entre el zumbar de insectos y la actividad bulliciosa de pequeños pájaros. Por todas partes olores resinosos de fermentación vegetal, flores y plantas aromáticas, como en la égloga de la infancia.

Uno se agarra a estas cosas mientras va pensando. Cuesta aceptar la propia desaparición. Ya no somos capaces de tomarnos en serio la apuesta insensata de la eternidad. No ya por una mera cuestión lógica ―nuestros afectos y recuerdos dependen de un sofisticado dispositivo de carne y sangre y sin embargo seguirían existiendo tras su corrupción― no es solo eso; al fin y al cabo no menos ilógica es la misma textura de lo real, ambigua, fantasmal, intrincada red de vacío y vibración, ausencia organizada, un continuo entrar y salir del ser. Lo terrible es que ya no somos capaces de querer la eternidad. El niño ve natural y deseable una existencia sin límites temporales; instalado en el presente, todo le complace y nada sacia su sed de realidad. Nosotros, expertos en fracasos y finales, necesitados de constante cambio, no podemos concebir una existencia ilimitada, nos aburre y nos espanta. Pero tampoco me complacen los falsos consuelos de Epicuro o de Schopenhauer, no me consuela el final del Das Lied von Erde de Mahler («la amada tierra seguirá floreciendo en primavera… eternamente, eternamente»), pensar que nuestro yo se disolverá en la materia de la que están hechas las estrellas y las flores. Es otra forma de mentirnos, porque sabemos que esa misma gloria desaparecerá, que la entropía impone su ley cruel y hasta la última partícula que forma el inconcebible universo se disgregará en la oscuridad. Los pájaros ignoran eso, yo no puedo hacerlo, pero puedo escucharlos en esta mañana de Mayo.

Sabemos que todo termina, sabemos que todo renace. No quiero cansarme del mundo, quiero seguir engañándome, silbando mientras me alejo del cementerio. Nunca me ha llegado al corazón la triste sabiduría de Oriente, su culto a la impermanencia, su convicción de que el yo es un error. Sé lo que es morir, pasé por ahí y fue como si se apagara un interruptor. Pero no lo acepto, no quiero la desaparición de cuanto he amado, quiero contra toda evidencia y todo sentido común seguir celebrando las fiestas de la luz, la risa y el deseo, la embriaguez azul del instante, esta pura alegría, precaria y frágil, de bailar entre vastos ciclos de aniquilación y renacimiento. Entre razón y locura, voy a todo con la locura y que todo lo demás (ambición, decepciones, nuestra propia mezquindad y miseria de humanos) me importe solo lo estrictamente imprescindible. Todo está aquí y ahora.

Arnold Böcklin. «Día de Verano» (1881)

¿Y ahora qué?

03 domingo Abr 2022

Posted by Salvador Perpiñá in Examen de conciencia

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Por lo que a mí respecta, «abril es el mes más cruel» porque bajo la pureza de su cielo lo nuevo surge de las cenizas de lo viejo, que debe perecer porque ya cumplió su función. La renovación no se produce sin grandes destrucciones. La primavera es una salvajada y está más cerca de «Le Sacre du Printemps» que del espíritu de la égloga.

Abril nos recuerda que aquellos a los que la juventud nos cae ya lejos estamos excluidos de sus celebraciones bárbaras. La aparición de fracturas soldadas en los enterramientos, señal de que se intenta preservar vidas ya inservibles, marca la aparición de lo humano. Podría interpretarse la civilización como el intento por aferrarse a la vida de lo que superó su fecha de caducidad. Se reivindica el valor de la experiencia y el conocimiento, se hace uso de un poder acumulado en forma de costumbre. Un poder tan excepcional que en las guerras son los jóvenes los sacrificados para su preservación.

Es normal que los viejos no entendamos el nuevo mundo del que empezamos a ser expulsados, aunque es necesario llevarlo con cierta elegancia. El viejo que clama contra las jóvenes generaciones es ridículo, desde el tiempo de los egipcios hasta aquel Sinatra para el que el rock era «la forma de expresión más brutal, nauseabunda, desesperada y viciosa». Pero también nos repugna la figura del abuelo yeyé, para el que si lo dicen los jóvenes será bueno, porque sospechamos un fondo fraudulento de adulación. De nada le servirá.

Uno, escritor tardío, dubitativo y de cierta edad, se da cuenta de su incómoda posición. No es una época fácil. La opción por la vanguardia ―que fue una de las formas adoptadas por la fe burguesa en el progreso― ya no se da por descontada, ya no estamos tan seguros de que el arte sea una constante evolución que pasa por la ruptura con los límites formales. El acorde inicial del Tristán wagneriano o el urinario de Duchamp en cierto modo anuncian Auschwitz y el Holodomor, que también podrían ser leídos como una superación de los límites de la vieja moral. Nos debatimos así entre la comodidad del epígono y el imperativo adentrarse en lo desconocido para encontrar lo nuevo, que nos recomendaba Baudelaire.

Pero, sobre todo, nos preguntamos ¿para qué? Antes de este siglo, figurar en las doctas páginas del Riquer y Valverde podría ser la imagen de la gloria. El desprestigio y la inminente desaparición de la idea del canon, sustituidas por los fervores vagamente mercantiles del suplemento cultural, hacen que toda idea de perduración resulte ilusoria. Jamás ha habido tantos artistas, nuestro brillo, de alcanzarse, es necesariamente fugaz.

Nuestra fragilidad es extrema, es comprensible que los escritores se agrupen, gusten de formar generaciones y banderías. Humanamente lo entiendo, pero no puedo con esos rituales de mutua adulación (compatibles con la puñalada trapera) y ese creerse la sal de la tierra tan propios del ambiente literario. De joven pensaba ingenuamente que los artistas eran gente interesante y ahora me doy cuenta de que algunas de las personas más aburridas con las que me he topado en la vida eran escritores.

¿Qué hacer?, sí. Desde luego, olvidar eso de la necesidad de expresarnos. No nos expresemos tanto, que te den, Jean-Jacques. Y, ni mucho menos, pensar que la escritura es una manera de contribuir a nuestro equilibrio interior, para eso está la duloxetina, mano de santo. Centrarnos en lo importante, quisimos ser escritores para ganar la admiración de las mujeres, no siempre su amor. También forma parte de nuestra labor maravillar al joven, conmover al adulto, hacer brotar la compasión, crear de nuevo el mundo, dar testimonio de lo que fuimos.

Para eso, paradójicamente, hace falta humildad, ¿somos humildes, Perpiñá?

Leonid Pasternak (1862-1945) «La pasión de la creación»

Recuerda

08 miércoles Dic 2021

Posted by Salvador Perpiñá in Examen de conciencia

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Habitamos la casa del lenguaje, sí, pero una casa ocupada por los recuerdos, un intento de la materia por detener siquiera un instante ese permanente fluir sin descanso al que parecemos abocados. La fantástica máquina de sangre, fluidos y carne donde radica nuestro ser y nuestras emociones está capacitada para almacenar lo acontecido.

Amamos nuestros recuerdos. Incluso el niño, deslumbrado por la luz del presente, por las grandes felicidades de aquello que comienza, ama como un tesoro sus escasos, recientísimos, tiernos recuerdos en la frontera misma de cuando nada era.

A caballo entre lo real y lo imaginado, condición necesaria de posibilidad de todo conocimiento y todo arte, la asombrosa intuición del mito hace a Mnemosyne hija de Gea (la Tierra) y Urano (el Cielo), y madre de las Musas.

Probable evolución de automatismos necesarios para la supervivencia, los animales carecen de recuerdos. Quizás ese vivir en la pureza del instante, no manchado por la idea del devenir y la muerte sea una bendición.

El recuerdo alcanza admirables grados de detalle, aunque comparte con el sueño su frágil volatilidad. Los recuerdos son también una construcción de la voluntad, un relato. Nos engañamos, constantemente, construimos un pasado donde nos absolvemos, santificamos los escenarios triviales donde dejamos pasar el tiempo y las mismas horas de tedio. Los de nuestra generación nos hemos creado una infancia de leyenda, un lugar de poesía y misterio, con un puñado de amarillentas fotos en blanco y negro; me pregunto cómo recordarán su niñez los hijos del milenio, en que cada instante es registrado con la máxima definición.

Se acerca el invierno, estación propicia a encender los fuegos del recuerdo, engolfarse en la nostalgia, vicio de viejos. Es tan fácil entregarse a su fácil seducción. Pero esa tenue estela que nos acompaña ya no nos basta. Cometí errores y locuras, hice daño a quienes quería porque deseaba tener recuerdos y ahora qué pálidos simulacros se me antojan, qué tristeza de fantasmas, cómo arrojaría por la borda todas esas inexistencias por vivir de nuevo un solo instante de aquello que me colmó.

Después de irme de aquí, todavía seré un recuerdo en la memoria de alguien, que también se apagará y entonces desapareceré del todo. Quien será el ser humano en que por última vez llevaré esa existencia vicaria es una pregunta que me hago a veces, llevado por una melancólica vanidad. No descarto que pueda ser un enemigo, al tiempo le complace la ironía.

Yves Tanguy

Je est un autre

11 jueves Nov 2021

Posted by Salvador Perpiñá in Examen de conciencia

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Nuestros más lejanos antepasados, que tantas cosas desconocían, ignoraban también su rostro. Reyes, mujeres de la aristocracia y sacerdotes pudieron intuir mediante toscos espejos la impresión que causaban en los demás. Tal era su privilegio. A los que sembraban el grano y recogían las redes, los que derramaban su sangre en los campos de batalla, solo la superficie en calma del agua podía devolverles la mirada; encuentro incierto y que en el mito se revela fatal: Narciso muere ahogado al intentar besarse a sí mismo, el desdichado monstruo al que el doctor Frankenstein dio vida se entrega a un furor homicida al descubrir su aspecto inaceptable.

Esa prerrogativa principesca nos es dada ahora a todos nosotros. Cada mañana, resonando aún en nosotros los desconciertos del sueño, renovamos el pacto con la realidad al enfrentarnos a nuestra propia imagen tras las abluciones.

Las posibilidades de la técnica multiplican hasta el infinito la reproducción de nuestras facciones. Libres de la limitación de la vieja película fotográfica, que nos obligaba a ser selectivos, disparamos cientos de fotos de nosotros mismos en busca del ángulo y la luz más más benignas. Acabamos aprendiendo qué móvil nos trata mejor, qué cámara de ordenador nos revela tal y como nos gusta imaginarnos, cómo debemos mirar. Por eso nos suelen decepcionar las fotografías robadas que nos hacen los demás. En ella parecemos unos desconocidos a medio hacer, una tosca parodia de lo que creíamos ser. También nos asalta la sospecha de que quizás eso es lo que somos.

¿Conocemos a esa figura que nos mira cada mañana desde el espejo, que va cambiando día a día sin que nos demos cuenta, erosionada por todos los fracasos y rendiciones, ennoblecida por cuanto aprendemos, embellecida por el don misterioso de la alegría que recibimos sin esperarla? No se nos escapan nuestras íntimas debilidades y cobardías, nuestras renuncias, pero aun así nos seguimos engañando. Hay partes de nosotros que nos negamos a ver, la aridez del egoísmo, ingratitudes, actos de traición, vicios vergonzosos de carácter que empañan esa idea de abnegación, sabiduría y delicadeza con que nos gusta vestirnos. El espejo no es abominable porque duplique lo existente sino porque en su interior habitamos nosotros.

El yo está tan desprestigiado, no sabemos qué hacer con él. Para la ciencia es tan solo un espejismo, un agregado de presentes sucesivos al que da apariencia de cohesión una trama de recuerdos e improntas, de sensaciones muy simples (sonidos, perfumes y sabores) con la que construimos una historia llena de falsificaciones. Una estafa de los sentidos. No hay alta sabiduría que no postule la renuncia al yo, su adelgazamiento hasta la transparencia, para encontrar la paz.

Pero, ¿qué paz es esa? Como un niño caprichoso, no me consuela que mis átomos pasen a formar parte de las estrellas y los árboles, todavía quiero demasiado a ese viejo conocido al que el agua jabonosa le chorrea por las barbas cada mañana y que fue también un niño que vivía las horas de asombro en asombro, borracho de luz y de amor por las cosas. Yo, Salvador, ese vanidoso atorrante, una de las innumerables formas mediante las que el mundo se percibe a sí mismo.

Grete Stern

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