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Desesperación y Risa

~ el blog de Salvador Perpiñá

Desesperación y Risa

Publicaciones de la categoría: Aventuras de un señor de mediana edad

Entrega

23 sábado Nov 2019

Posted by Salvador Perpiñá in Aventuras de un señor de mediana edad

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escritura, guiones, lluvia

Hay días en que la lluvia se te ha anticipado. Uno se levanta de la cama aún de noche y ella ya está ahí. Se apoderó del mundo mientras dormías. La oyes, la sabes detrás de las ventanas negras, mientras te preparas un café sacerdotal.

Ayer fue día de entrega, se cumple el plazo y procede poner un provisional punto final a tu trabajo. Deadline, se dice expresivamente en inglés. Ya está todo el pescado vendido, pero siempre hay un momento más para añadir una interesante simetría, un detalle que crees veraz y que resonará diez páginas después, descubrir con rubor un cliché y tomar las medidas oportunas. Quitar, sobre todo.

Y cuando te quieres dar cuenta ya ha amanecido y el día revela un cielo de un gris inapelable, antiquísimo, como un viejo arrepentimiento, un gris que nos gusta porque invariablemente nos recuerda el pasado. Esa tristeza que nos rejuvenece.

Y hace frío y la lluvia corre por tejados y canales y salpica las hojas, las flores se inclinan, las bajadas escupen agua, los charcos se llenan de ondas concéntricas. Pájaros, perros y gatos malhumorados buscan refugio y uno sigue tecleando, terminando el guion o el proyecto de guion, inventando una vez más, como buenamente puede y porque no sabe hacer otra cosa, azares y fatalidades en polígonos industriales, bosques y criptas, personajes que se gritan o se besan o se matan bajo otras lluvias imaginadas, que no calan hasta los huesos. Ay, los personajes que has criado a lo largo de los años. A veces hay suerte y llegan a tener una vida, otras veces no llegan a trascender su condición fantasmal y se desvanecerán del todo, abandonados en servidores, discos duros y trituradoras de papel. Una factura, que a veces ni cobras, será el único testimonio de su breve existencia. Terminarás por olvidar a la mayoría, pero a veces te acuerdas de algunos a los que cogiste cariño: un viajante de juguetes bígamo y santo, una antropóloga que intenta aferrarse a la realidad mientras un yo ajeno se ramifica en el interior de su cerebro, un comisario morfinómano en los años cincuenta, una teleoperadora que descubre que su marido es un hombre ridículo… Botarates, vivillos, petulantes, indignos, coléricos, insignificantes, generosos y cobardes, todos han tenido sus momentos de grandeza y desesperación, sus sueños no cumplidos, sus secretas felicidades, sus ridículos y sus buenas humoradas… efímeros como esa agua niña que se desliza por los cristales de la ventana.

Acabas porque ya no puedes estirar más el tiempo. Redactas un mail que esperas resulte profesional pero simpático. Le das a la tecla de enter. Acabas de enviar un mundo recién creado, que aún resplandece con los colores nuevos del origen, pero desde ese mismo instante ya no te pertenece, caerá en otras manos, uno de tantos miles de guiones que a diario surcan el ciberespacio. Dejará de llover y a la luz cruda del día cualquiera leerá con impaciencia tu criatura y puede que la encuentre incomprensible, obvia o desaforada, aburrida o arbitraria. Al dios del Antiguo Testamento le ibais a sacar tantas faltas, listos.

shining

Unidad del Sueño

12 martes Sep 2017

Posted by Salvador Perpiñá in Aventuras de un señor de mediana edad, Lugares

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hospitales, sueños, unidad del sueño

En un extremo del hospital, en unos pasillos vacíos ya a una hora de la noche en la que nada rompe el silencio -la clase de laberinto donde se materializan los aparecidos de las leyendas urbanas- abre sus puertas la Unidad del Sueño.

Vestida con una uniforme blanco y un nombre floral, una enfermera nos recibe con un largo discurso informativo, minucioso, sonriente. Lo borda, a uno le entra una confianza ciega en esta capitana rubia, menuda, de nuestra aventura nocturna. La seguimos. A cada uno de nosotros se le asigna un pequeño cubículo crudamente iluminado por fluorescentes. Una cama, una percha, una silla y una ventana que va a dar a un patio ciego. Un no lugar. Hay una cámara mirándonos desde una esquina. Allí nos vestimos con el pijama carcelario de los hospitales y aguardamos que llegue nuestro turno. No se oye nada y el tiempo se dilata, los pensamientos empiezan a deshilacharse y la realidad es sustituida por un tedio denso, impersonal. El infierno no debe ser un lugar muy diferente.

Cuando llega nuestro turno, la enfermera entra y comienza a cubrir nuestro cuerpo con cables, micrófonos y sensores. Unas últimas recomendaciones en voz baja antes de apagar la luz, susurrar un buenas noches y cerrar la puerta. A partir de ese momento y hasta que salga el sol no volveremos a verla y estaremos solos, a merced de nuestros sueños.

A oscuras quedamos, oyendo únicamente las sacudidas del aire acondicionado. La cámara recuerda que en algún lugar  -la cara iluminada por la luz de los monitores-  ella está pendiente de nosotros, de nuestras pulsaciones, del ritmo de nuestro aliento y la absurda agitación de nuestros movimientos de durmiente, como sólo nos han visto nuestros padres y nuestros amantes. Es un curioso trabajo. En el silencio subacuático de esa zona del hospital, cientos de caras con los ojos cerrados desfilando a lo largo de los meses en el baño espectral de los infrarrojos, un escenario de almas perdidas.  Justos y malvados, gordos y desmedrados, mundanos, violentos, distraídos, humoristas, mentirosos, quien cree con fuerza en algo, los que se visten maravillosamente, los que han hecho sacrificios heroicos, personas muy ordenadas, quien baila muy bien, atolondrados, mentirosos, señores de ideas conservadoras, melancólicos… todos iguales ahora, inocentes, vulnerables. Entre las formas inmemoriales de la abominación está matar al que duerme.

A la mañana siguiente ella, los ojos apagados, nos despierta y nos desconecta cuando el hospital se pone en marcha. Todo es distinto ahora, el misterio se disipa y la realidad irrumpe con la antipatía del diagnóstico. La conversación adopta un aire neutro, funcionarial. Nos despedimos apresuradamente de nuestros compañeros de noche, como si hubiéramos hecho algo ligeramente vergonzoso, deseosos de encontrarnos con la luz del día y la locura mañanera de los pájaros.

Ella llegará agotada a su casa, cansada por todos nosotros. Cuando otros empiezan su jornada ella se desvestirá y se meterá en la cama. Bajará las persianas. Dormirá sola y nadie la verá dormir salvo, en este momento, tú y yo, lector.

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Tim Eitel

Mi jornada electoral

21 lunes Dic 2015

Posted by Salvador Perpiñá in Aventuras de un señor de mediana edad

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elecciones, hacer el gilipollas, vergüenza

Sé que para muchos resultará difícil de entender, pero ayer por la mañana y tras días de mucho darle vueltas seguía sin saber a quién votar. Como había quedado a mediodía con unos amigos, decidí ejercer mi derecho a primera hora de la tarde. La amable euforia de unas cervezas al sol neutralizaría los excesos de reflexión y me ayudaría a resolver espontáneamente mi disyuntiva, neutralizando algunas repugnancias.

Habíamos quedado en un local asturiano y se nos fue la mano con la sidra, de manera que me dirigí hacia la gran fiesta de la democracia con un ánimo jaranero, fraterno, civil y navideño. A la llegada al colegio electoral me metí en la cabina pensando que iba a votar a X y se me cayeron algunas papeletas al suelo. A continuación decidí votar a Y. Agarré mis sobres y entré en la sala donde estaban ubicadas las urnas. La sala, desnuda, bañada en una cruda luz fluorescente, era bastante alargada y no había un solo votante, con lo que la mesa situada al fondo cobró el aspecto ligeramente ominoso de un tribunal. No es que esperara la presencia de muchachas sonrientes repartiendo rosas, pero se me encogió el ánimo

Mientras me acercaba a la mesa creía oír el eco de mis pasos. Como soy un bocazas no pude evitar proferir un: “¿qué?, llenazo, ¿no?”, que fue acogido con un silencio hostil. Un hombre desabrido me miró por encima de las gafas extendiendo su mano. Yo me quedé algo desconcertado, en ese mismo momento había olvidado el significado de ese gesto. Le miré sonriente e intenté que mi cara reflejara mi desconcierto, pero pídele ayuda a un granadino de mediana edad, jodido porque le han fastidiado el domingo. Ni una palabra salió de sus labios, siguió con la mano extendida en el aire. Yo miré a sus compañeros de mesa, esperando una sugerencia, una orientación, algo… Nada. Fatalmente me traicionaron los nervios y extendiendo mi mano estreché la suya. Cuando ya era demasiado tarde, una buena mujer en el extremo izquierdo de la mesa musitó “muestre su DNI” mirando al frente, ya que nadie era capaz de mirarme a la cara. El rubor de mis orejas se extendió por todo mi cuerpo elevando varios grados la temperatura. Por un instante consideré fingir un desmayo o despojarme a gritos de mi ropa y bailar desnudo con los calzoncillos sobre la cabeza. Finalmente opté por enmudecer y acabar con aquello lo antes posible. Luché en un estado de aturdimiento por introducir los sobres en la hendidura de las urnas y me dirigí hacia la salida con toda la dignidad de la que fui capaz, tropezando en un escalón y sintiendo que aquella vergüenza me acompañaría el resto de mi vida y hasta más allá.

Vistos hoy los resultados electorales, no excluyo que buena parte de mis conciudadanos también hayan tenido la misma idea que yo.

Tres asombros de la infancia

15 jueves Oct 2015

Posted by Salvador Perpiñá in Aventuras de un señor de mediana edad

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amigos, arcoíris, estrellas, fuego, Guájar, infancia

Para mí el otoño se ha materializado definitivamente durante unos pocos días que he pasado con unos amigos en Guájar Faragüit, que en árabe venía a significar algo así como jardín escondido. Nos alojamos en una pequeña casa situada en la ladera de un valle, lo que nos permitía dominar el peculiar paisaje subtropical de la zona. Su permanentemente aislamiento no le impidió ser escenario de bruscas efusiones de sangre durante la rebelión de los moriscos y la guerra civil. A veces una fina llovizna difuminaba crestas, bancales y alquerías, entre el olor dulzón del algarrobo, transformándolo todo en una suerte de paisaje taoísta.

La casa, por el momento, carece de energía eléctrica. Cenábamos en un porche a la luz de las velas y el cielo estrellado cobraba una viveza excepcional. La presencia de pequeñas nubes humaniza el firmamento, que por un instante deja de ser ese caos inimaginable de hornos termonucleares, tiempo, vacío y eternidad, esa violencia, para recuperar las dimensiones hospitalarias de la infancia de la humanidad. Sobre nosotros el campo de estrellas, los antiguos luceros, los astros tutelares que señalaban la ruta nocturna de los marineros. Animales fabulosos, héroes y emblemas, girando lentamente sobre el eje del mundo. Un amable mecanismo, un vasto carillón bajo cuyas notas mudas se abrazan los amantes y duermen por igual los buenos y los malvados.

Luego encender la primera chimenea del año. El fuego domesticado, siempre el mismo y siempre nuevo. ¿Cómo sentir amargura ante su jovial condición de sencillo prodigio que nos devuelve a los niños que imaginamos que fuimos y espanta la misma idea de la muerte? El vino, un decente whisky y Ángel clavando a la guitarra “Twenty Flight Rock” de Eddie Cochran hicieron el resto.

Y para que nada pudiera faltar, caminando al día siguiente por un camino flanqueado de frutales, nos sorprende la efímera aparición de un doble, quebradizo arcoíris. La señal de reconciliación del vengativo dios del Antiguo Testamento, el collar de la diosa Ishtar, el puente que unía el mundo de los hombres y el reino de los dioses en las eddas, esa hermosura real cuyo secreto Descartes y Newton nos desvelaron. Es triste que haya pasado a ser un símbolo empalagoso, abusivo y cargante, objeto de bromas entre esos hombres cansados y avergonzados de su inocencia en que nos hemos transformado. Hasta que lo vuelves a ver, deslumbrante, precario e irrefutable, como la primera vez. Imposible no mirarlo y señalar sonriendo su presencia a quienes te acompañan.

No, no estuvo nada mal. Que haya muchos días así, amigos.

Sentimentalidad y consumo (o El Aniversario o Turn turn, turn!)

17 lunes Ago 2015

Posted by Salvador Perpiñá in Aventuras de un señor de mediana edad

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amor, cumpleaños, recuerdo, Supermercados

Un amiguete perteneciente a lo que podríamos llamar la izquierda byroniana considera los grandes supermercados como el lugar del mal. Exaltado, cree ver en las parejas que recorren sus pasillos sin historia y sin alma no sólo el paradigma de las demoníacas seducciones del capital sino el símbolo de la renuncia a las pasiones de la juventud.

A mí, por el contrario y ya lo he cascado por aquí, me agradan. El adormecimiento que induce la ordenada disposición de luces y colores, esa abundancia seriada, procura una eficaz evasión a aquellos aquejados frecuentemente de melancolía. Todos son esencialmente el mismo, semejantes a un laberinto, puro presente refrigerado donde la idea no ya de la muerte sino del mero devenir queda abolida. Una escenografía para una ópera bonachona, vagamente siniestra y que no tendrá fin sobre los pequeños, intranscendentes goces de la vida privada.

Suelen poseer para mí un embarazoso valor sentimental. He tenido vida en común con dos mujeres que me dieron mucho. No me faltan recuerdos: conversaciones inocentes caminando en la oscuridad, gatos, la desnudez ante el mar, callejones de ciudades desconocidas, adversidades y consuelos, locuras, risas y ebriedad, bosques y lluvias, estaciones de tren, ¡hasta pirámides, si a eso vamos! Y sin embargo reaparecen en la memoria las horas transcurridas con ellas en esos templos del filisteísmo. Allí conocí las modestas, conmovedoras compras de las jóvenes parejas sin dinero, también hubo un tiempo de abundancia donde todo parecía estar en su sitio y olvidabas mirar el precio de las cosas como olvidabas que un buen día todo puede desmoronarse.

Qué extraño encontrármela allí hace unos días, entre una góndola con comida para mascotas y otra con protectores solares. Es una mujer extraordinaria, fuimos amigos. Durante unos años estuve muy enamorado de ella, con esa intensidad siempre renovada del deseo no cumplido. Las parejas odian –y con motivo- esas presencias fantasmales, intocadas por el tiempo y la familiaridad.

Yo estaba mal dormido tras una noche de licencia, aunque llena de buenas cosas, que me había dejado una mezcla de resaca y serenidad. Eso confería a toda la escena algo de aparición. Fue muy cariñosa, siempre lo ha sido. Me abrazó, me llevó junto al hombre al que quiere y me enseñó a su hijo, que había crecido un montón. Él es un hombre cabal, se merecen el uno al otro. Al lado de ellos y haciéndole cucamonas al niño me percibí por un instante como un crápula extravagante. Menuda cara tenía que tener, la alegría del encuentro se mezclaba con la vertiginosa certeza de cuanto separa nuestras vidas. Vivir es separarte de tantas cosas que quisiste. Dijimos que teníamos que llamarnos.

Cuando miré hacia atrás ella desapareció en el pasillo de la caja como si cruzara la pasarela de un barco. Puede que no nos volvamos a ver.

Hace ya dos párrafos fue medianoche y he cumplido una cantidad poco recomendable de años. Con imprudente franqueza no negaré que me siento ligeramente miserable, descontento – ¡y mucho! – de mí mismo. Y sin embargo todavía amo esta vida mía ligeramente desastrosa y bufa, como un vodevil escrito por Cioran que a veces exhibo sin pudor por aquí. Si algo me atrevería a pedir en este melancólico aniversario sería no dejar de amar lo que perdí o dilapidé, amar todo el bien recibido, mis errores y mis desvaríos. Amar a los que formáis parte de ella y los que entraréis haciendo destrozos, amar insensatamente las ruinas de mis sueños y la temeraria extensión de mi esperanza, el oro humilde de mis días, mi suerte y mi fortuna.

Aventurillas de un señor de mediana edad

20 lunes Jul 2015

Posted by Salvador Perpiñá in Aventuras de un señor de mediana edad

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aventuras, noche, Realejo

Era primavera y hacía mucho calor. Pasé el día de una fiesta a otra, como si fuera un personaje existencialista de película de los sesenta, salvo que estos suelen ser más bien delgados y taciturnos. Yo hablé por los codos.

La caída de la tarde fue de una especial dulzura y recorría las calles en un discreto estado de exaltación psicodélica con los ojos bien abiertos, pendiente de las escenas que se me ofrecían. En la Cuesta del Progreso toda una alegoría medieval. Una vieja mendiga, apoyada en su bastón, apenas puede con su alma. Muy pequeña, apenas es, envuelta en un abrigo hasta el cuello y escondida tras unas gafas de sol. Una muchacha de aspecto eslavo e insultante vitalidad la adelanta corriendo con los auriculares puestos, el pelo recogido en una coleta al trote sobre su espalda. La anciana detiene su paso y se queda mirando embobada a la joven que se aleja. Luego rompe a reír.

Más adelante, a través de la puerta entreabierta de un patio, una talla de madera cuajada de flores y orfebrería, un hombre de ojos ardientes, ataviado con una túnica de terciopelo, ensangrentado, agonizante.

La noche cayó y se fue estirando sin esfuerzo. Acabamos cerrando el último bar y ya en el instante errático de la despedida, un par de chicas de unos veintitantos años se nos acercaron. La propuesta era extravagante: acompañadnos, vamos a encender una chimenea en un lugar secreto, pero no le habléis a nadie de ese sitio.

Algunos se retiraron, desconfiados, los más audaces o más ingenuos las seguimos por las estrechas y empinadas calles del que fue el barrio judío. Una última escalinata finalizaba en la cancela de una especie de palacete abandonado. Las chicas entraron hablándonos en susurros y las seguimos. Incluso en la oscuridad era evidente que el carmen estaba en ruinas, la maleza había invadido escaleras y terrazas. Puertas y ventanas o no existían o eran incapaces de cumplir con su función. Intercambiaron unas palabras con unos chavales que estaban durmiendo al raso sobre un sofá, en uno de los porches, la noche era tibia.

Pasamos al lado de un huerto, éste sí, bien cuidado y tras atravesar tropezando un área llena de malas hierbas y muros derribados alcanzamos una especie de chimenea incongruentemente situada en el exterior. Apenas había una botella de cerveza, una luna débil y unas pocas estrellas. Una de las chicas puso una enorme determinación en recoger leña y encender la chimenea, tarea nada fácil en el estado en que nos encontrábamos y con único mechero exhausto. Nos echamos sobre unas colchas que tapaban un colchón junto al fuego. La cerveza caliente, la escasez de tabaco y el humazo acre de los hierbajos secos nos transformaron por un instante en un improbable cónclave de mendigos. A mi lado una muchacha me dijo que estudiaba ruso y árabe. Hablamos del sonido de la viola, la guerra de los Balcanes y de experiencias con sustancias visionarias, lo que no estuvo nada mal para no conocernos de nada. Cuando finalmente se consumió el fuego estábamos todos en silencio.

Los pájaros, antes de que el cielo empezara clarear, anunciaron el fin la noche. Apagamos el fuego, volvimos a atravesar la maleza y el jardín, de nuevo a punto de rompernos la crisma en alguna zanja. Las chicas cerraron el portón de hierro y bajaron con nosotros. Nos despedimos en la normalidad de la calle Pavaneras, que nos recibió como un viejo pariente. No me ha resultado difícil guardar el secreto, sería incapaz de volver a encontrar esa cancela.

¡Qué boda aquella, amigos!

04 lunes May 2015

Posted by Salvador Perpiñá in Aventuras de un señor de mediana edad

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amistad, árboles, boda, niños, sol

Hay un motivo por el que prolifera el lujo insensato de cubrir extensiones con césped en los países meridionales. Cuando el sol cae sobre él a mediodía se produce una sensación exaltante de irrealidad. Al llegar nos topamos con sombrillas blancas y niños corriendo entre las mesas. Una copa de vino aparece en tus manos. Cegado por la luz te encuentras a decenas de personas que conoces, algunas han formado parte de una etapa de tu vida. Un gigantesco plátano de sombra extiende bíblicamente sus ramas sobre todos nosotros. Abrazos, reencuentros, una euforia generalizada tras las gafas de sol, la misma vestimenta algo diferente a la habitual, todo contribuye a crear una absurda sensación de experiencia post mortem. Al fondo, más allá del césped, hay un camino flanqueado por árboles a lo Fra Angelico, una hilera de mujeres jóvenes, vestidas de negro con delantales blancos, marcha por él portando bandejas, buenas chicas, trabajadoras esperando el fin de su jornada y la vuelta a su vida mientras nosotros nos creemos en la eternidad.

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Bien es verdad que no fue una boda típica, pero más adelante la novia arrojó al aire el ramo de flores y una chica lo recogió entre risas. En esa mezcla granítica de narcisismo y sentimentalidad que podemos llamar pensamiento adolescente, se desprecian los ritos nupciales, somos demasiado listos, demasiado complejos para repetir esas convenciones, esa representación de afectos, para consentirnos compartir con el común de los mortales y todos aquellos que nos precedieron esos tiernos simulacros, reflejos degradados de gestos más antiguos que el plátano que a estas horas, todo hay que decirlo, está majestuoso. Luego, curiosamente se acaba creyendo en la energía o, como oscuros clérigos medievales, oponiéndose con espanto a los transgénicos. A mi me entra una risa. Los niños corren por el césped en un tiempo que no es el nuestro, entregados a sus asuntos. Los adultos, de momento, seguimos bebiendo.

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Mis amigos tienen un grupo de rock, simplemente para divertirse y bien entrada la tarde, cuando la luz lo doraba todo, cogieron los instrumentos. Un vientecillo hacía volar pequeños vilanos desde la copa del plátano. Él también quiere perdurar.

Standin’ in the sunlight laughin’
Hidin’ behind a rainbow’s wall
Slippin’ and a-slidin’
All along the waterfall
With you, my brown eyed girl
You my brown eyed girl

Do you remember when we used to sing?

Sha la la, la la, la la, la la, la te da
Just like that

Sha la la, la la, la la, la la, la te da
La te da

¿Y sabéis?, en ese momento todo era perfecto, bailar sobre el césped rodeado de niños y vulanicos, corear las canciones a grito pelao, olvidar la existencia del miedo y del mal en el día de la boda de nuestros amigos, porque como dijo el gran Ángel “su felicidad multiplica la nuestra”. Sí, joder, sí.

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La noche acaba por caer. Se encienden hileras de bombillas como en una vieja verbena. La luna asoma entre las ramas del plátano, que se va haciendo más antiguo a pasos agigantados. Vamos quedando menos. Desde el corazón negro de los surcos de la vega, el olor heroico del estiércol se extiende entre las mesas con vasos a medio vaciar. Algunos seguimos haciendo el camino hacia la barra de las bebidas, en ese momento de las fiestas en que hay una sensación de naufragio, un algo desesperado, como si fuera de allí una guerra acabara de empezar. Las pobres camareras estaban ya cansadas, intentando mantener el tipo. Me encontré con un conocido en la barra, no sabemos demasiado el uno del otro, creo que en ese momento nos percibimos mutuamente como unos crápulas. Llevaba un tosco ramillo de flores. Hice las bromas de rigor. Él me explicó.

– Me lo han dado antes unos niños.

– Eso es muy bonito, hombre.

– Y no voy a tirarlo.

– Ni se te ocurra.

– Claro que no. Está bendecido.

Y me lo dice así, como quien no quiere la cosa. Qué clarividencia. Los niños, que le pintan una cara al sol y saludan a los barcos al pasar

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A una amiga se le fue un poco la mano con las copas. Mareada, se deslizó entre unos arbustos, se acurrucó y se quedó dormida. Cuando despertó, todos nos habíamos ido. No sé como las arregló para llamar un taxi y volver a casa. Y allí, en la oscuridad, solo quedaron para siempre el plátano imperturbable y sus zapatos.

Enciclopedias y melancolía

16 lunes Feb 2015

Posted by Salvador Perpiñá in Aventuras de un señor de mediana edad

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cólera, enciclopedias, inutilidad, palabras, ridículo

Hace dos días, en compañía de mi hermano y un amigo, participé en una operación absurda y tan cargada de simbolismo que cuando lo pienso me entra la risa. Una carretilla y una furgoneta eran necesarias para nuestros planes.

La enciclopedia Espasa es un desaforado monumento intelectual fatalmente decimonónico; a lo largo de sus 180.000 páginas se procede a una acumulación insensata de conocimientos que el paso del tiempo ha aniquilado. Una serie de apéndices y suplementos de dudosa eficacia no logran redimir el fracaso. Entre sus 210 millones de palabras puedes encontrar desde una agotadora descripción de la producción industrial de nitroglicerina (¡en 1921!) hasta minuciosas instrucciones sobre como pintar a la Virgen María (guapa, pero sin abusar, con un exquisito cuidado para que el pie descalzo no llegue a turbar). Más de 100.000 biografías en las que un casi desconocido James Joyce es despachado en unas breves líneas, mientras que las vidas de obispos e ilustres jurisconsultos son preservadas para la posteridad en pulcras y concienzudas entradas. Del hipnótico despliegue de sus 119 lomos -negro de sotana y oro- brotaba un intimidatorio hechizo de severidad, aburrimiento y anorgasmia. Posando con una Espasa detrás hasta Serge Gainsbourg parecería un hombre de orden.

Mi padre no podía sospechar la futura aparición de la Red ni la caída en el desprestigio y la más estrepitosa inutilidad de aquel engendro que pagó a plazos sabe dios durante cuantos años. Él, que siempre fue un hombre optimista, pensaba de corazón que la memoria de la humanidad quedaba rescatada en la tipografía antipática de sus páginas y nos acompañaría, perdurable y radiante, a nosotros y acaso a nuestros hijos.

Cuando llegó el momento de hacernos cargo de ella sus dimensiones y su carácter intrínsecamente deprimente recomendaron su meticuloso embalado y almacenado en el sótano de la casa de mi hermano. Y de esa oscuridad nos dispusimos a rescatarla, porque en el nuevo piso donde se va a mudar no hay espacio. Provisionalmente la hemos trasladado a la mía hasta que pueda deshacerme de ella. No es fácil, nadie la quiere, las librerías de segunda mano se niegan educadamente, las bibliotecas públicas rechazan su donación, es un mamotreto de una conmovedora inutilidad.

Un cielo adecuadamente gris que amenazaba lluvia nos acompañó durante la operación de trasladar casi media tonelada de libros guardados en cajas. Nuestra furgoneta atravesaba la ciudad, la agitación y los atascos de un viernes por la tarde y a nuestras espaldas Bizancio, el teorema de Fermat y Santo Tomás de Aquino, ejecuciones, epidemias, las crueles costumbres de los insectos, proclamaciones y golpes de estado, huracanes y eclipses, tormentas solares, expediciones marítimas que nunca regresaron a puerto, religiones muertas, deslumbrantes construcciones del pensamiento, la historia de la literatura búlgara, técnicas de producción de porcelana… Luego idas y venidas, arrastrando jadeantes todo el saber de una era en una carretilla por las estrechas calles del Albaicín, hasta ir apilando una tras otra todas las cajas en un plato de ducha sin uso en la casa que ahora habito, junto a la caja con tierra de mi gato, como barras de uranio enriquecido en el corazón de un reactor nuclear.

Suelo ser una persona a la que a veces le cuesta controlar su frustración y dado por tanto a alarmantes aunque inofensivos accesos de cólera que mis amigos aceptan con una mezcla de resignación y humor. Sin embargo anteayer batí una nueva marca. Entre el agotamiento y la evidencia de la derrota de lo analógico, la inutilidad última de aquel esfuerzo y la responsabilidad de hacerme cargo de la memoria embalsamada de Occidente, un sordo sentimiento de irritación me iba invadiendo; así que cuando tras colocar la última caja y a causa de una torpe maniobra el grifo de la ducha se abrió y amenazó con empapar todas las cajas, estallé en un arrebato volcánico, entre Louis de Funes y un visigodo al que le hubiera mordido una víbora. Grité, blasfemé y acabé azotando con una toalla –sí, lo hice- la caja que contenía los tomos 61 a 68 (Tesalónica, Tiziano, tribadismo, Trento). El gato huyó despavorido mientras mi hermano me miraba con un mudo asombro.

Todavía me acompañaba una ardiente sensación de ridículo cuando esa noche me metí en la cama. Tardé en dormir, en la oscuridad sentía la presencia incómoda y masiva de todas esas páginas que nadie leerá. Una idea me asaltó antes de hundirme en el sueño. Pensé en ese gigantesco magma de millones de letras y palabras: en él y en sus posibilidades combinatorias están contenidas todas las conversaciones que conforman mi vida, las palabras de mi madre que he olvidado, las palabras de amor que he dicho en voz baja, los verdaderos, secretos nombres de dios, la última frase que pronunciarán mis labios y que desconozco, los libros que llegaré a escribir y los que podría haber escrito. Todo está ahí, amontonado en el lugar donde mean mis amigos cuando vienen a visitarme y donde con principesca displicencia lo hace mi gato.

Esta mañana lo he cubierto todo con una tela estampada, que hace más bonito y más alegre.

Pozo Alcón

14 domingo Sep 2014

Posted by Salvador Perpiñá in Aventuras de un señor de mediana edad

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maestros, niños, pueblos

Ayer estuve dando una charla en un instituto en Pozo Alcón. Pozo Alcón es un pueblo de Jaén, que forma parte del Parque Natural de la Sierra de Cazorla. Con unos 5.000 habitantes, situado cerca de la frontera con Granada, es decir lejos, muy lejos de casi todo. Hay un embalse cerca, el de La Bolera, olivos, almendros y esa tierra roja de los primeros recuerdos. Mentiría si dijera que es uno de los pueblos más bonitos que haya visto. El instituto tiene sus años, celebraban con antelación su feria del libro. Uno nunca puede evitar un estremecimiento cuando entra a un colegio o un instituto, se da cuenta de que no hace tanto ese mundo, ese orden cerrado, era el suyo. A veces sospecho que nunca acabas de salir del todo de allí. El olor de la tiza, carteles hechos con letras recortadas y pegadas, los mismos muebles cuyo diseño apenas ha cambiado. Pero también eso que los que no tenemos hijos habíamos olvidado, la limpia y estruendosa euforia adolescente, esos rostros y miradas sin pasado, puro deseo de ser proyectado hacia un futuro todavía sin límites.

Hubo un pequeño acto antes de mi intervención. Se proyectó un pequeño montaje sobre el ciclo de películas que organizaba el centro, elegidas con buen criterio. El muchacho encargado del montaje y la sonorización nos atronaba ufano y feliz con el “Highway to Hell” de AC/DC y atendía, serio, la pantalla del ordenador mientras sus pies no podían dejar de marcar el ritmo, a punto de olvidarse de donde estaba y entregarse a una exhibición de air guitar. Luego un trío de chavales (violín, teclados y guitarra) acompañaba una lectura de poemas de Lorca y Machado, recitados con delicada, irresistible torpeza por unas niñas. Los mismos músicos arroparon a una adolescente, la hija de la mujer que limpia el instituto y echa una mano en la cantina, que cantaba sentada, por pura timidez. Llevaba una blusa blanca ligeramente pasada de moda y una ortodoncia corregía la belleza despejada de su cara. ¿Recordáis “Zombie”, aquel tema de The Cranberries que no paraba de sonar en los noventa? Nunca fue una de mis canciones favoritas, pero la chica la clavó. Su voz frágil, cargada de sentimiento (“With their tanks and their bombs and their bombs and their guns. In your head, in your head, they are dying…”) y el sobrio arreglo, me conmovieron. Pasé lo mío para disimular un inoportuno brote emotivo.

Devorado por los nervios, lo admito, no estaba en mi mejor forma, pero creo que salí airoso. Lo tenía fácil, no iba a hablar de las aplicaciones industriales del wolframio sino del oficio de guionista. Recurrí a los cuatro chascarrillos que nunca fallan para meterse al público en el bolsillo. Fui escuchado con respeto y curiosidad, me hicieron muchas preguntas bastante interesantes, pero en el fondo sé que podría haberlo hecho mejor y que ellos merecían más.

Todo era obra en especial de una pareja de profesores, Pepa y José Manuel, que llevan en el pueblo cerca de veinticinco años. Decidieron quedarse allí, educar a sus hijos (ahora desperdigados, literalmente, por el mundo) en aquel remoto paraje. Aplicaron ideas nuevas sobre educación cuando nadie las apoyaba. Siguen con el mismo entusiasmo, organizan actividades de logística agotadora, no paran. El instituto de Pozo Alcón aparece con frecuencia en los rankings de rendimiento académico. Han consagrado su vida a ello, se les nota orgullosos pero sin jactancia. Ya tienen una edad pero no les veo rendidos, si acaso con un suave escepticismo que el fervor de sus actos contradice y con ese cansancio satisfecho del que llega a casa de noche, el trabajo cumplido.

Compartí mesa y botellas de vino con ellos, con otros profesores y con el médico del pueblo. Hablaban de su labor sin darse demasiada importancia. Una profesora contaba su experiencia en otros pueblos. Su ex marido era médico y no era infrecuente que mientras él atendía en mitad de la noche a mujeres que habían sido víctimas de la brutalidad de sus maridos, ella les diera colacao con galletas a los niños asustados. Tenía siempre reservas de ambas cosas para ese auxilio inmediato, necesario, casi sacramental. Un colacao con galletas es algo que siempre da paz y seguridad a un niño. No son pueblos idílicos, hay problemas de desestructuración familiar, la crisis les ha golpeado como a todos. Por eso es más admirable aún lo que cada día consiguen en el instituto.

Volviendo a Granada, entre las carreteras flanqueadas de olivos y almendros en flor en el aire transparente de la tarde, sentí una emoción que solo podría definir como republicana. Sentí el valor y la dignidad de lo público, de eso que algunos, intoxicados por los vapores de la gomina y por lecturas mal digeridas de Hayek o Schumpeter, pretenden desmantelar. También pensé en aquellos que desde las redes sociales, tan calentitos en su casa, proyectan hacia el mundo sus rencores personales, diciendo que vivimos en el peor de los mundos posibles y que esto es una espantosa dictadura (¿qué sabrán ellos lo que es una espantosa dictadura?, bueno, algunos lo saben, la han conocido, peor todavía, qué poca memoria tienen) pidiendo a gritos guillotina, fuego y sangre mientras otros hacen cosas, cambian cada día el mundo que les rodea, silenciosamente, sin que se conozca su labor, sin gloria.

Los maestros me hablaban de cómo aún reciben cartas de algunos alumnos, a veces muy lejos, a miles de kilómetros de distancia, que no les han olvidado. Los maestros. Resulta repugnante saber que durante la guerra civil fue uno de los colectivos más represaliados por el bando golpista. Yo ahora quiero brindar por ellos, por maestros, por médicos, por todos aquellos que en los lugares más escondidos, hacen este mundo un poco más habitable, porque ellos, verdaderamente, son la sal de la tierra.

(5/04/2014)

 

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