Hay días en que la lluvia se te ha anticipado. Uno se levanta de la cama aún de noche y ella ya está ahí. Se apoderó del mundo mientras dormías. La oyes, la sabes detrás de las ventanas negras, mientras te preparas un café sacerdotal.
Ayer fue día de entrega, se cumple el plazo y procede poner un provisional punto final a tu trabajo. Deadline, se dice expresivamente en inglés. Ya está todo el pescado vendido, pero siempre hay un momento más para añadir una interesante simetría, un detalle que crees veraz y que resonará diez páginas después, descubrir con rubor un cliché y tomar las medidas oportunas. Quitar, sobre todo.
Y cuando te quieres dar cuenta ya ha amanecido y el día revela un cielo de un gris inapelable, antiquísimo, como un viejo arrepentimiento, un gris que nos gusta porque invariablemente nos recuerda el pasado. Esa tristeza que nos rejuvenece.
Y hace frío y la lluvia corre por tejados y canales y salpica las hojas, las flores se inclinan, las bajadas escupen agua, los charcos se llenan de ondas concéntricas. Pájaros, perros y gatos malhumorados buscan refugio y uno sigue tecleando, terminando el guion o el proyecto de guion, inventando una vez más, como buenamente puede y porque no sabe hacer otra cosa, azares y fatalidades en polígonos industriales, bosques y criptas, personajes que se gritan o se besan o se matan bajo otras lluvias imaginadas, que no calan hasta los huesos. Ay, los personajes que has criado a lo largo de los años. A veces hay suerte y llegan a tener una vida, otras veces no llegan a trascender su condición fantasmal y se desvanecerán del todo, abandonados en servidores, discos duros y trituradoras de papel. Una factura, que a veces ni cobras, será el único testimonio de su breve existencia. Terminarás por olvidar a la mayoría, pero a veces te acuerdas de algunos a los que cogiste cariño: un viajante de juguetes bígamo y santo, una antropóloga que intenta aferrarse a la realidad mientras un yo ajeno se ramifica en el interior de su cerebro, un comisario morfinómano en los años cincuenta, una teleoperadora que descubre que su marido es un hombre ridículo… Botarates, vivillos, petulantes, indignos, coléricos, insignificantes, generosos y cobardes, todos han tenido sus momentos de grandeza y desesperación, sus sueños no cumplidos, sus secretas felicidades, sus ridículos y sus buenas humoradas… efímeros como esa agua niña que se desliza por los cristales de la ventana.
Acabas porque ya no puedes estirar más el tiempo. Redactas un mail que esperas resulte profesional pero simpático. Le das a la tecla de enter. Acabas de enviar un mundo recién creado, que aún resplandece con los colores nuevos del origen, pero desde ese mismo instante ya no te pertenece, caerá en otras manos, uno de tantos miles de guiones que a diario surcan el ciberespacio. Dejará de llover y a la luz cruda del día cualquiera leerá con impaciencia tu criatura y puede que la encuentre incomprensible, obvia o desaforada, aburrida o arbitraria. Al dios del Antiguo Testamento le ibais a sacar tantas faltas, listos.