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Desesperación y Risa

~ el blog de Salvador Perpiñá

Desesperación y Risa

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Ñu

30 miércoles Oct 2019

Posted by Salvador Perpiñá in Historias

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amor, derechas

Víctor y Cristina eran de derechas y lo sufrían en silencio. Antes de llegar a conocerse, Víctor y Cristina vivían en la impostura para evitar la muerte social. Sus conocidos, sus más íntimos, suscribían ideas irreprochablemente progresistas. En el mundo en que se movían el pensamiento conservador era considerado una anomalía, algo ridículo, mezcla inadmisible de maldad e ignorancia. Cuando en los bares enrollados que frecuentaban con los amigos estos sacaban temas de conversación donde había que retratarse, ellos hacían enormes esfuerzos dialécticos para que no se les notara demasiado, guardaban silencio o salían a la calle a fumar con tal de no oírlos, avergonzados de su propia doblez. Por eso se encontraron en aquel callejón del casco antiguo, apoyados en la pared mirando las nubes pasar sobre la luna, sintiéndose abrumadoramente solos.

Intercambiaron un par de frases casuales, pero fue Cristina la que hizo un comentario mordaz sobre la corrección política mientras apagaba su colilla contra la pared de piedra de un viejo convento. Suficiente para que sacaran un segundo cigarrillo y se dieran fuego. La conversación fluyó incontenible. Cómo se rieron de la ridiculez de los espacios seguros en los campus americanos o de las extravagancias de los animalistas. No pararon en toda la noche de salir a fumar hasta que, una vez sus respectivos amigos se retiraron a casa, ellos tomaron juntos una última copa, deseosos de seguir hablando sin limitaciones de tiempo, libres, desinhibidamente reaccionarios.

A las dos de la madrugada hablaron sobre imperofobia y leyenda negra, media hora más tarde sobre la deriva descabellada del feminismo. Víctor la acompañó caminando a su casa. Cuando a las tres Cristina le confesó que creía en dios, el agnóstico Víctor, que jamás se había topado con una mujer que no se considerara atea militante, se lanzó sobre ella y la besó.

Y aquella noche se entregaron el uno al otro con un deseo demente, en la desnudez esencial de quienes han desvelado lo más íntimo de su ser. Pero no podían dejar de hablar. Víctor expresó su admiración por Arcadi Espada mientras besaba largamente su espalda hasta demorarse en las encantadoras corvas de Cristina. Cristina citó a Chesterton mientras le hacía una felación.

Siguieron viéndose a lo largo de las semanas siguientes, en un estado de exaltación sexual que ya habían olvidado. «Cómo iba yo a saber, cuando ya nada se espera». No les bastaba, se llamaban durante el día para desahogarse, comentando los delirios del nacionalismo que poblaban por entonces la prensa. El procés cimentó su pasión.

Acabaron viviendo juntos y para su asombro encontraron a esas alturas de la existencia algo muy parecido a la felicidad, libres de las servidumbres y desengaños de la paternidad. Los días se sucedían colmados de desayunos radiantes, arias de ópera francesa y vinos deliciosos. Juntos visitaban museos, leían a Houellebecq, a Pinker y a Jorge Bustos, recorrían el país dando largos viajes en coche, revisaban los grandes clásicos del cine, porque eran muy de grandes clásicos. Su vida era como caminar un poco borrachos por vastas arboledas al caer la tarde, entre el clamor de los estorninos.

Acababan de dar buena cuenta de una botella de Somontano durante una copiosa comida. Víctor llegaba de recoger la cocina sintiéndose en paz con el mundo cuando vio en la pantalla de televisión un río de África, contaminadísimo. Alargó el brazo hacia el mando a distancia, pero Cristina le pidió que no cambiara de canal.

Mientras en el documental se sucedían imágenes dantescas de plásticos flotantes, Víctor ironizó sobre esa tartufería cursi e inmoral de Occidente, que niega a un continente su justo derecho a la industrialización para que podamos tener paisajes bonitos que ver por la tele después de haber saciado nuestra hambre.

Pero en ese momento apareció un ñu. Una madre ñu maltrecha, en los huesos, a la que le flaqueaban las piernas. Intoxicada por vertidos de metales pesados provenientes de la minería, se había separado de la manada y ahora apenas era capaz de avanzar, medio ciega. No podía más y se desplomó finalmente mientras una espuma blanca le salía por la boca. Su pequeña cría de ñu se le acercaba e intentaba despertarla, empujándola con sus cuernecitos.

A Víctor le pareció de un horrendo mal gusto, en especial el subrayado musical, pero consideró prudente no hacer comentario alguno porque se dio cuenta de que los ojos de Cristina brillaban. Miró con aprensión la lenta lágrima que rodó por su mejilla.

La semana siguiente Víctor adoptó una actitud monográfica en sus charlas domésticas. Buscó artículos en la red, se documentó sobre las perspectivas de futuro de África, se pertrechó de estadísticas alentadoras. Se mostró elocuente, persuasivo. Cristina no le discutía, pero pareció hacerle poco caso.

Meses más tarde aceptó sombrío su decisión de reducir la ingesta de carne, lo que sonaba saludable, pero constituía un solapado golpe de estado vegetariano. Cristina leía mucho sobre nutrición y cultivos sostenibles, miraba obsesivamente las etiquetas de los productos en el supermercado en busca de aditivos tóxicos. Sobre aquel hogar se cernieron innumerables restricciones dietéticas. A solas, Víctor se atiborraba de los alimentos prohibidos, lleno de rencor. Engordó. Sus analíticas eran un escándalo, los médicos le hablaban con severidad.

Víctor seguía el rastro de ella en las redes sociales, donde dio en prodigar nuevas, irreflexivas opiniones, pura emotividad roussoniana sin freno, indignas de una adulta responsable. Opiniones que le dolían como una traición. Nunca estuvo tan guapa. Se cuidaba mucho, dejó de fumar y desbordaba vitalidad. Tras años de abulia funcionarial como profesora en un instituto, ahora no dejaban de ocurrírsele novedosas iniciativas educativas en las que desplegaba un apasionamiento ofensivo. Víctor, que sabía que no había nada que hacer con aquellos pequeños semidelincuentes, no se atrevía a contradecirla.

La intervención del ejercito americano en aquel país africano era el sueño húmedo de cualquier persona de izquierdas, la tormenta perfecta. Un Donald Trump, en horas bajas tras su reelección, literalmente sepultado por decenas de acusaciones de acoso sexual, decide desviar la atención pública enviando a sus tropas para apoyar un gobierno corrupto que intenta reprimir brutalmente una revuelta popular. Los disturbios estallaron tras el escándalo causado por varias partidas de vacunas en mal estado distribuidas por una importante multinacional farmacéutica y que dejaron a decenas de miles de niños con graves secuelas. En los combates son asoladas grandes reservas naturales bajo las que se esconden ilimitadas reservas de gas natural. Cristina no podía entender cómo Víctor no se indignaba ante una canallada semejante. Feministas, ecologistas, antifascistas, anticapitalistas y personas de bien veían en la oposición a la guerra del Serengueti la última causa de la humanidad frente a la bárbara codicia del hombre blanco. La manifestación sería histórica. Mientras Cristina se vestía para lanzarse a la calle aquel sábado de abril, Víctor intentó hacerle comprender que todo era un poco más complejo y que lo que ella creía esencial era en realidad accesorio, lo importante es que no podía consentirse en modo alguno la expansión de una mezcla letal de comunismo e islamismo en el corazón del continente negro, toda política de apaciguamiento era ridícula e irresponsable. Mientras ella bajaba las escaleras dejando una estela fragante de Partisan, un nuevo perfume de CK, Víctor le gritó la frase de Churchill: «Os dieron a elegir entre el deshonor y la guerra. Elegisteis el deshonor y ahora tendréis la guerra».

Ella no le respondió. Oyó cerrarse la puerta del portal y sintió como si Cristina le abandonara por medio millón de rivales.

Se asomó al balcón. Era una bonita tarde, veía a los grupos de chavales dirigiéndose a la mani. Los odiaba, odiaba su entusiasmo, los estúpidos memes de sus pancartas. Se sintió de nuevo el rarito solitario que fue en su adolescencia. Cerró las ventanas, de acuerdo, aceptaba su destino. Él era ya para siempre un emboscado, solo contra un mundo que perseveraba en el error y quiso brindar desafiante por su independencia. Sacó una botella de un whisky carísimo.

Víctor pasó un par de horas dando gracias a la civilización occidental por haber conseguido ese sabor a turba en aquel líquido dorado que ahora calentaba sus venas, escuchando motetes del siglo XIV y especulando sobre la posible existencia de un compañero de instituto de Cristina a quién se figuraba con unos cuarenta años, gafas y barbita entrecana y una expresión irónica y dulzona. Uno de esos hijos de puta que releen Rayuela y escuchan a Pat Metheny. Los imaginó a los dos ebrios de futuro y compromiso en medio de la multitud, compartiendo la exaltación de formar parte de la historia.

Se sirvió otra copa más y encendió la televisión.

Mientras él estaba entregado al Ars Nova la manifestación se había desmandado y hubo cargas policiales. Víctor veía fascinado cómo los antidisturbios golpeaban con sus porras. Todo era muy violento, pero no podía despegar su mirada y qué admiración sintió por el cuerpo cuando vio como la emprendían a palos con un cuarentón con barbita y una cazadora beige que intentaba dialogar con ellos levantando las manos. Bebió a morro de la botella, sonrío y empezó a aplaudir. ¡Descarga tu porra, policía, ejerce el legítimo monopolio de la violencia!

A las doce estaba oyendo sus viejos discos de los Pixies a todo volumen cuando un vecino golpeó la pared. A la una estaba tapado con una manta, en silencio, hipando con una inconcreta sensación de desdicha.

Le despertó el sonido de la puerta al abrirse. Se dio cuenta de que había vomitado un poco. Le costó reconocerla, tenía un par de puntos sobre la ceja y algo de sangre manchaba su blusa. Qué extraña sonaba su voz.

―Tenemos que hablar.

Intentó incorporarse, pero aún le daba vueltas la cabeza y cayó de nuevo sobre el sofá, intentó secarse con la manga el vómito de los labios. Estaba borracho, pero no tanto como para no darse cuenta de que aquello era solo el principio de una cadena ya irremediable de penosos acontecimientos y que no volvería a levantar cabeza en su vida.

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06 domingo Ene 2019

Posted by Salvador Perpiñá in Historias

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infancia, reyes magos, traumas

Tras unos meses malos, los padres están en el salón, disponiendo entre susurros los regalos de reyes. Son entonces asaltados por una alegría y una ternura alarmantes. Se miran a los ojos en ese silencio. Habían estado a punto de perderse, de perder esa dicha que ahora les colma. Sienten necesidad de besarse y acaban haciendo el amor sobre la alfombra, entre los juguetes a medio envolver. Su hijo se ha desvelado y los sorprende.

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Leña

26 lunes Nov 2018

Posted by Salvador Perpiñá in Historias

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decepción, infancia

En el barrio donde vivo no es extraño que a estas alturas del otoño alguna chimenea esparza el olor punzante de los fuegos encendidos, que es como el eco de una felicidad pasada. Muy pocos olores tienen esa virtud de arrancarte de las miserias del mundo y enviarte a un tiempo a medias vivido, a medias inventado. Es oler a leña quemada y uno cree recuperar algo que tuvo, que era una dulzura y una seguridad, algo que era bello y que acaso nunca existió sino en nuestro recuerdo.

Quienes habéis seguido estas páginas sabéis de mi frecuente, sospechosa exaltación de las primeras impresiones de la infancia. La madurez es un aprendizaje de la decepción y últimamente uno de mis pensamientos abismales es si quizás esa niñez que uno creyó santa no será un territorio de leyenda construido con los restos de nuestros naufragios ni los niños otra cosa que unos seres atolondrados de un histérico egoísmo.

Hay algo que os quiero contar. Yo tendría ocho años, eran mis primeros días en un nuevo colegio. Cachorros de clases medias de provincias. Delante de mí se sentaba un compañero también recién llegado, uno de esos niños silenciosos, poseedores de una especie de graciosa gravedad. La señorita de nuestro curso, la señorita Mari Carmen, era la más guapa y la más joven de todas, nos gustaba. Nos había propuesto un breve ejercicio, teníamos que escribir qué es lo que queríamos ser cuando fuéramos mayores y explicar por qué. La clases medias españolas de los años setenta eran de un enérgico prosaísmo y ni un solo niño quiso ser marinero, explorador o músico. Todos ―no creo que yo fuera tampoco demasiado original― se decantaron en sus elecciones por la respetabilidad burguesa: médicos, arquitectos, farmacéuticos, jueces y hasta algún militar… Me di cuenta de que el niño de la fila delantera se había ruborizado y no levantaba la mirada de su pupitre. La seño se dirigió a él, ¿qué quería ser de mayor? Mi compañero se negó a contestar, cuanto más insistía la profesora, más agachaba su cabeza. Ella se tomó la negativa como un desafío y en un gesto de extraña, arbitraria crueldad (no la juzguemos, el niño no entiende las tristezas secretas del adulto) lo amenazó: hasta que él no hablara no saldríamos al recreo. Un murmullo de reprobación se extendió por los bancos y una lágrima empezó a deslizarse por la cara del que había pasado a ser el enemigo del pueblo. El malestar se podía palpar, cada segundo que pasaba de ese ilimitado tiempo de los niños hacía crecer, sofocante, el odio. Yo podía ver sus pequeñas orejas enrojecidas y su nuca blanca, toscamente rapada, el perfil crispado de su cara, el aliento tembloroso. Cuando la señorita salió por un instante del aula los niños tardaron muy poco en abuchearle. Los más audaces se levantaban de su asiento, se acercaban corriendo y le golpeaban. Él no se defendía y eso excitaba la agresividad de los otros. Le cayó una buena y ninguno de nosotros lo defendió. Cuando la profesora regresó el niño confesó finalmente, entre sollozos.

De mayor quería ser leñador.

Leñador, quiso ser leñador y qué pronto se avergonzó del sueño pueril de levantarse con los pájaros y adentrarse en el corazón del bosque con el hacha al hombro, cantando a voz en cuello mientras talaba los grandes árboles que manos humanas transformarían en cofres, barcos, mesas y violines. Qué mundo mezquino el que le había hecho sentirse ridículo, el que le movió a arrepentirse de la pureza de su deseo y se lo hizo pagar con humillación y golpes y desprecio. Eran sus iguales, sus camaradas.

No me acuerdo de su nombre, pero a él no lo olvidé. Ojalá la vida no lo haya maltratado, ni haya perdido del todo aquella inocencia, aquella delicadeza; que la derrota no lo haya envilecido, que el amor que haya dado le haya sido devuelto, que de su paso por el mundo quede un recuerdo de bondad y gentileza. Te deseo, pequeño, que hayas sido mejor que todos nosotros.

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Paco Pomet. “El Repetidor” (2005)

Tu rostro, Conesa, envenena mis sueños

19 lunes Nov 2018

Posted by Salvador Perpiñá in Historias

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Franco, metafísica, mortalidad, pesadillas

Silbando una difusa tonadilla, Abelardo Conesa repasó la gastada madera oscura del mostrador con un trapo empapado en trementina. A continuación se quitó el guardapolvo azul, que colgó con cuidado en su perchero, apagó las luces y subió la persiana que daba a la calle lo justo para deslizarse hacia el exterior. Una vez en la acera la volvió a bajar, sacó un manojo de llaves del bolsillo de su pantalón y cerró con candado su droguería, cuya fachada adornaba un cartel de detergente Tu-Tú. Era una tarde fresca de primavera, la luz que doraba el arbolado municipal le hizo evocar melancólicamente otras tardes idénticas de su juventud mientras caminaba hacia su domicilio; melancolía compatible con la agradable expectativa de meterse entre pecho y espalda una tortilla de ajetes tiernos. Un clamor se expandía desde unas manzanas más allá, con algo de la resaca de las olas. Hombre cotilla, Conesa siguió a otros viandantes que se dirigían al origen del tumulto, hasta que desembocó en la avenida principal.

La multitud aplaudía al paso de la comitiva y lo pudo ver por un instante sentado en el coche oficial descubierto, entre el sonido de los cascos de los caballos de la escolta y los esplendores que el sol arrancaba a los cromados. Unas gafas ahumadas ocultaban sus ojos, pero era imposible no conocer esa cara. Durante años la vio en los sellos, altiva y desdeñosa, en las monedas y en los NoDos. Su mano enguantada saludaba ahora con un blando gesto mecánico. Siempre pensó que si alguna vez se lo encontraba le intimidaría su aura de majestad, pero lo encontró pálido, pequeño, precario. Se emocionó, sintió una especie de violenta ternura, el deseo de proteger a aquel hombre frágil que empezaba a ser un anciano. Los aplausos ensordecían a su alrededor como un viento azotando las copas de los árboles en un bosque y entonces rompió a gritar sin saber por qué, sorprendido por los tonos agudos de su voz, que vociferaba junto a los demás: «¡Franco!, ¡Franco!, ¡Franco!».

Estaba acostumbrado a ver multitudes con cierta impaciencia indiferente, cosa fácil para alguien que hace años había renunciado a la piedad. Cuando el coche empezó a girar en un recodo del camino, reparó en aquella cara congestionada, común, vagamente ridícula incluso, pero estridente como una herida abierta en medio de la multitud. Diez minutos después volvió a recordarla. Esa misma noche soñó con aquel desconocido, que lo llevaba cogido de la mano bajo un cielo de El Greco murmurando algo en voz baja, algo que no podía oír bien. Se despertó bañado en sudor.

Durante años frecuentó sus pesadillas. No fueron los miles de hombres y mujeres cuyas sentencias de muerte firmó, ni sus huérfanos, ni los que murieron de asco en las cárceles, fue el rostro vulgar del más insignificante de los hombres el que llenaba de espanto y humillación sus noches. Abelardo dejó pasar su vida haciendo con sus dedos gordezuelos paquetitos de papel de estraza con sosa caustica, azulete, arena de fregar, goma arábiga, escribiendo etiquetas con una relamida caligrafía aprendida en los cuadernos Rubio; ignoraba que el hombre dueño de los destinos de un país, aquel que hacía temblar a viejos militares con cualquier matiz imprevisto de su voz aflautada, tenía miedo a que llegara la noche y encontrarse en los rincones del sueño con su cara bonachona que lo amenazaba, lo perseguía, lo avergonzaba. A veces, inmensa como un planeta, lo levantaba en la palma de su mano, mientras el Generalísimo sollozaba y pedía clemencia, para después lanzarlo al suelo y romperlo en mil pedazos gimoteantes.

Descontados los años que le fueron concedidos, el tirano ingresó apenas con vida en el hospital La Paz, donde en otra planta también se estaba cumpliendo el acto final de la biografía de un oscuro tendero, víctima de la rotura de un aneurisma. En mitad de la noche despertó recordando la perdida voz ronca de su padre. Se incorporó y se levantó con placer de la cama, hacía tanto que no podía andar. La unidad estaba a oscuras, como lo estaban las calles tras la ventana. Necesitaba salir de allí, volver a sus graves ocupaciones. En el pasillo colgaba un reloj parado, no había nadie. La luz le molestaba, una luz que se le antojó intolerable.

No sabría decir cuánto tiempo había transcurrido hasta que vio como alguien se acercaba desde el fondo, con la misma bata de enfermo, perdido y asustado como él. Lo reconoció enseguida, pero esta vez no sintió temor porque entendió que era aquella y no otra la última cara que vería y que todo le había sido anunciado aquella tarde de primavera, saludando a la multitud. Lo entendió ahora que todo empezaba a borrarse: el mar verdoso y las arenas de la niñez, los cañones, las banderas flameando, mitras y palios, pantanos y exhibiciones deportivas, la aridez colosal de un monumento en un valle sin alegría, las paredes del lugar donde creían estar. Se miraron a los ojos, hermanados en aquel horror y aquel deleite en el que se sumergían mientras la memoria de ambos, las palabras con las que intentaban nombrar aquello que estaba pasando y que no podía ser nombrado, cada uno de los segundos que ya se habían consumado, eran arrastrados por un viento que era un furor y una clemencia, que iba difuminando sus rasgos, vaciando el mismo tiempo hasta que solo quedó ―sin principio, sin fin― esa luz .

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Un desbordamiento

06 martes Jun 2017

Posted by Salvador Perpiñá in Historias

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música, memoria, tierra trágame

Sucedió que una amiga mía, que vive en un pueblo de las afueras, volvía a casa finalizada la jornada y de buen humor, circunstancia esta que conviene subrayar. Pasó al lado de una iglesia donde un cartel anunciaba el concierto de un “coro danés de voces blancas”. Tengo que decir que mi amiga es músico y que en Huétor Vega, aun siendo un pueblo encantador, la presencia de un coro danés de voces blancas es algo bastante excepcional. Así que mi amiga se adentra sin pensarlo en la penumbra del templo. Hay en las iglesias de los pueblos una especie de acogedora, limpia, humanísima sencillez. La de Huétor, una muestra de arquitectura mudéjar del siglo XVI, no es ajena a ese encanto. No había mucho público y en medio de ese silencio resonante de bancos de madera y toses sofocadas hizo finalmente su aparición el coro: un grupo de muchachas unánimemente rubias -el rumor ligero de sus pies sobre el suelo de piedra- que vestían de negro con una estola roja sobre los hombros. Empezaron a cantar.

Lentamente, aquellas voces con algo todavía infantil, voces sin historia y sin remordimientos, desplegaron ante los oídos de mi amiga una bóveda de una belleza transparente, como si el tiempo suspendiera su disciplina, como una luz que era un acuerdo con una existencia repentinamente investida de sentido. Habréis alguna vez oído hablar del síndrome de Stendhal. En determinado sujetos expuestos a una experiencia estética muy intensa se produce una reacción en forma de vértigo, confusión, temblor y palpitaciones. En el caso de mi amiga la respuesta consistió en un llanto difícil de dominar.

Aun en semejante estado de disociación, no podía dejar de darse cuenta de que sus lágrimas empezaban a llamar la atención de parte del público y, especialmente, reparó en que las encantadoras muchachas del coro, tan rubias, tan blancas, tan boreales, la miraban apenadas, conmovidas por la aflicción que desgarraba a aquella desconocida. Percibió entonces, de manera casi física, que cantaban para ella, para sacarla de su espantosa crisis de mujer anónima, que a su manera danesa le decían: ¡estamos contigo!, «you’re not alone, gimme your hands!».

Un estremecimiento de gratitud, de amor oceánico comenzó a arrancar hipidos de su cuerpo. Hubiera querido decirles que no había de qué preocuparse, que era feliz como un pajarico, pero a esas alturas ya todo el recinto estaba pendiente de sus sollozos convulsos.

Por un momento pudo parecer que la absurda situación se resolvería cuando, a modo de intermedio, un pianista se dispuso a interpretar arreglos de cantos populares. Mi amiga conocía al pianista, sabía que no era un virtuoso y podía ver que el teclado eléctrico del que se disponía no auguraba una experiencia estética de primer orden. Quizás podría así cortarse ese flujo embarazoso de lágrimas y mocos, de manera que bajó la guardia. El hombre, que tenía ya sus años, coloca sus manos sobre el teclado y empiezan a sonar reconocibles, inevitables, fatales, los primeros acordes de “El noi de la mare”.

«Què li darem en el Noi de la Mare?
Què li darem que li sàpiga bo?
Panses i figues i nous i olives,
panses i figues i mel i mató».

¿Os he contado que mi amiga es catalana? Esa y no otra era la canción que desde su más tierna infancia le cantaba su madre para inducirla al sueño. Y entonces se le vinieron encima todas las noches lunares de la primerísima niñez y la luz encendida de la mesita de noche y la suavidad de aquel pijama con la cara de Bambi y aquel sentimiento inefable de estar a cubierto, arropada por las mantas y por aquella voz que alejaba todo temor y que le hacía sentir que el mundo era bueno y seguro y amable.

A estas alturas a mi amiga ya le daba todo igual y, sin freno alguno, lloraba a lágrima viva. La compasión del público empezó a transformarse en una cierta incomodidad, ¡algunos niños la miraban impresionados! El mismo pianista dirigió unas palabras al público, explicando que las canciones populares apelan a emociones muy arraigadas en el inconsciente y pueden tener un efecto catártico sobre personas deprimidas. En ese momento sintió todos los ojos presentes clavados en su nuca y empezó a pensar en cómo huir de allí, cómo levantarse y salir de la iglesia secándose las lágrimas con la mayor dignidad posible dadas las circunstancias, mientras el pianista lo daba todo atacando “El paño moruno”; no fuera a ser que se presentara un médico compasivo y, mientras la sujetaban firmemente de los brazos, le inyectara en vena una dosis masiva de alprazolam.

(Le he robado esta historia a Isabel Maynes, tal y como la contó el día de su cumpleaños, con los inevitables añadidos de mi cosecha. Espero haberle hecho justicia.)

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Carnaval

26 jueves Ene 2017

Posted by Salvador Perpiñá in Historias

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azar, destino, escritura, personajes

Como tantos otros contemporáneos llegados a la cuarentena, Esteban Artigas sintió que en su interior bullían experiencias y emociones únicas, que tenía necesidad de expresarlas y que en definitiva al mundo le hacía falta otra novela.

Se aplicó a ello durante tres años. Al principio le costó desprenderse de la influencia que la obra de Patricio Seda —tan dada a juegos formales que sus más inteligentes detractores consideraban trivial exhibicionismo— ejercía sobre una prosa aún en formación, pero bien avanzada la labor su propia voz empezó a afirmarse. Solipsista y abundante en adverbios como tantas primeras obras, Los círculos concéntricos adolecía de cierta negligencia a la hora de construir sus personajes. Meros instrumentos para la exposición de ideas y rencores, fueron concebidos utilizando con desparpajo a conocidos tomados de aquí y de allá.

El protagonista, Andrés, era profesor de instituto, como él. Era un hombre desengañado, melómano y anodino, aunque no lo supiera. Como él.  Pero también íntegro y leal, lo que era ya una exageración.  Al principio Andrés tenía un compañero de claustro con una serie de rasgos (percepción distorsionada de la realidad, infantilismo ideológico y un abrasivo entusiasmo) que lo irritaban en César, un viejo amigo de juventud. Habían perdido bastante el contacto, pero Esteban temía que César pudiera verse reconocido. Ponerle gafas y cambiarle el nombre le pareció insuficiente, así que decidió bautizarlo como Marina. Los rasgos extrañamente viriles del nuevo personaje femenino le resultaron un valor añadido por el que se felicitó. Lo que antes hacía de su avatar varón un pelma aparecía ahora como una tenaz, insobornable independencia.

Había un personaje femenino inspirado en Lorena, la esposa de Esteban. Para que su agotadora mezcla de pragmatismo y apatía no la hiciera demasiado reconocible pasó a convertirse en el irrisorio padre del protagonista. Un funcionario de correos que renunció a sus sueños de juventud y bebe vermú.

Tan sólo un personaje femenino, Marta, fue creado ex novo y acabó siendo una sonrojante proyección de las contradictorias fantasías de Esteban. Materna pero intensamente sexual, libre y con una mansedumbre de geisha.

No sin candor, Esteban presentó su novela al Nadal bajo el seudónimo de Valentina Bloom, en la confianza de que un alias femenino le garantizaría la complicidad del jurado. Uno de los mandarines que lo componían levantó una ceja al leer los primeros párrafos de la novela y detectar el tono inconfundible de Patricio Seda. Como crítico había tratado con dureza sus últimas obras, pero diez años después de que anunciara su retirada se dio cuenta de hasta qué punto todos habían echado de menos aquella voz. ¿Sería posible que el anciano autor hubiera decidido regresar presentándose a un premio y escondido tras un nombre de mujer? No salía de su asombro ante la extraña jugada del viejo zorro.

Se leyó el manuscrito en una noche. Acabó agotado, pero con una agradable saciedad.  Tras el guiño de reconocimiento de las primeras páginas la prosa perdía color y se transformaba en algo entre pedantesco y plañidero, exactamente la prosa que se esperaría de un profesor de instituto en sus cuarenta influido por Seda e incapaz de asimilarlo, como Andrés, el protagonista. Así que Patricio Seda había vuelto con una obra en que parodiaba afectuosamente a sus imitadores y lo había hecho en silencio, sin avisar a nadie, ¡quins collons que has tingut!

Llamó exaltado a los otros miembros del jurado y todos pasaron a prestar atención a aquel extraño artefacto, convencidos de que el autor de Entropía había vuelto a escribir y se había presentado enmascarado al Nadal.

No se equivocaban, salvo que lo había hecho bajo el seudónimo de Max Vogler con una novela concisa, modesta, El azar y la necesidad, que fue clamorosamente olvidada por un jurado que concedió el premio por unanimidad a las quinientas veintidós gravosas páginas de Los círculos concéntricos, obra de un perfecto desconocido llamado Esteban Artigas. Patricio Seda destruyó el manuscrito de su novela para que nadie supiera de su intento de volver. Jamás olvidó semejante afrenta. Por su parte, los miembros del jurado no sabían dónde esconderse y acordaron un pacto de silencio.

Y sin embargo el público y la crítica recibieron el discreto experimentalismo de la obra como un soplo de aire fresco en un mercado saturado de novelas centradas en lo argumental, llenas de diálogos ágiles y puntos de giro. En las entrevistas, Esteban proclamaba desafiante que quiso hacer una novela que fuera imposible de adaptar al cine o a la televisión, actitud esta que a su esposa Lorena le pareció propia de un necio.

Lorena. Cómo le costó leer aquel libro. Esteban la veía noche tras noche en la mesa camilla, el volumen sobre las rodillas, en pijama y con sus gafas de cerca. El ceño fruncido y el cenicero lleno de colillas. Lorena creyó adivinar tras la idealizada fantasía patriarcal que era el personaje de Marta a una de sus más íntimas amigas, quizás porque también se llamaba Marta y también era una belleza «irrefutable», como escribía su cursi marido. Le molestó muchísimo aquella declaración de amor, le dolió tanto que su amistad con Marta no sobrevivió a aquel error de lectura.

Le hubiera perdonado a Esteban lo de Marta e incluso lo que se aburrió leyendo, pero ¿después de quince años de vida en común todavía no había llegado a conocerla?, ¿de verdad pensaba que ella era como Marina? Para una mujer de instintos conservadores como Lorena, Marina era una loca irreflexiva. Marina en realidad era César, pero Lorena no era muy de abstracciones y en el capítulo VIII Esteban se gustó y describió durante dos inacabables páginas la indumentaria y los complementos con los que Marina se presenta a su primera cita con Andrés, que no eran otros sino los que Lorena llevaba en su primera cita con Esteban. Esteban interpretó como envidia la fría hostilidad de los meses sucesivos.

César no se reconoció en Marina. César tenía un ego inmenso, pero frágil. Estaba en un momento bajo y se vio retratado en el padre del héroe, aquel funcionario de correos sin ilusiones, es decir en Lorena. Había aspectos de aquel retrato que le horrorizaban, se sentía injustamente tratado. Pero cuando el libro alcanzó una quinta edición, César, empezó a sospechar que quizás su amigo de juventud tenía razón y él siempre habría sido ese personaje pequeño, de una melancolía filistea y vulgar. Descubrió la verdadera extensión de sus renuncias, se sintió un fraude. Volvió a beber más de la cuenta y a comer en exceso, sus analíticas se dispararon para escándalo de médicos. Una amiga le sugirió un viaje a la India.

«La India me cambió», solía decir. Y no mentía, aquellas populosas inmensidades que solo conocía a través de la florida prosa de Sánchez-Dragó le rescataron de la autodestrucción. A la vuelta había atesorado experiencias y emociones únicas, tuvo necesidad de expresarlas y fatalmente sintió que al mundo le hacía falta otra novela.

A esas alturas Lorena había culminado un proceso de evolución personal. Si el personaje de Marina le inspiró al principio rechazo, le atrajo más tarde por su independencia. Quiso ser otra mujer, salir del torpor indiferente en el que había caído. Empezó a leer en la confianza de que nada como la literatura para hacerse un carácter. Devino letraherida tardía, leyó mucho, leyó indiscriminadamente, frecuentó clubs de lectura para educar su criterio y también con la esperanza de vivir alguna aventura extraconyugal, como esas mujeres fuertes y decididas de las novelas que empezaba a devorar. Se identificó en especial con la heroína femenina que intenta busca su camino en las inspiradoras páginas de La incertidumbre del naufrago, la novela con la que César Abelenda acababa de iniciar sin mucho brillo su carrera literaria.

Lorena decidió que tenía que encontrarse con aquel desconocido que había radiografiado su alma. Tras un cortejo por las redes sociales en que ambos descubrieron que tenían muchas cosas en común y compartían una visión trascendental del mundo, César y Lorena iniciaron una intensa relación amorosa. Lorena solicitó el divorcio a Esteban y se fue a vivir con él.

Fue su musa. Inspirándose en ella y gracias a la paz doméstica, César creó su segunda obra, una novela histórica con un nombre de nuevo náutico y desafortunado: La reina del Índico. En ella siguió el vehemente consejo de Lorena de, por el amor de dios, hacer una novela que fuera posible transformar en película. La novela conoció el éxito. Digámoslo claramente, vendió más ejemplares que Los círculos concéntricos.

Aunque nunca tuvo la honradez de admitirlo, Esteban escribió su novela en la creencia de que el prestigio literario era la única manera a través de la que un hombre de su edad y condición podía acostarse con mujeres más jóvenes. El divorcio le facilitaba considerablemente ese proyecto vital y aunque pensar en la mejilla de su esposa reposando sobre el pecho velludo y exitoso de su viejo amigo le ponía de malhumor, lo vivió en líneas generales como un alivio

La nueva vida amorosa de Esteban fue decepcionante. Una breve relación con una lectora salmantina aquejada de trastorno límite de personalidad lo dejó exhausto. No hubo más hasta que aquella ex amiga de su mujer, Marta, fue a que le firmara un libro.

Marta le caía mal, nunca soportó sus histrionismos de actriz, su alocada espontaneidad, la manera en que siempre lo ignoró. Era tan hermosa que lo hacía sentirse miserable. Pero ahora el tiempo había hecho menos desafiante aquella belleza y verla le devolvía toda una época de su vida. Ella nunca se había fijado en Esteban, pero ahora lo veía a la favorecedora luz de su Nadal y sus cinco ediciones vendidas. Para Esteban su aventura con Marta fue una venganza contra una juventud de humillaciones y una recuperación de primer orden del entusiasmo venéreo. Marta era puro ingenio y vitalidad, nunca te aburrías con ella, pero arrastraba un fondo inagotable de resentimiento tras años de esperanzas frustradas pateando teatros de provincias. Esteban sentía lástima por ella, sabía que carecía de talento y temía la llegada de ese día en que Marta tendría que admitir la derrota final de sus sueños. Por eso no quería que se presentara a aquel casting.  Estaba tan nerviosa aquella mañana. No sabía qué ponerse, bebió demasiado café y rompió a llorar mientras intentaba maquillarse. Esteban se dio cuenta en ese momento de los estragos del tiempo en su cara. La obligó a tomarse un Sumial, la mintió asegurando que estaba radiante y que confiaba en ella. Besó enternecido sus manos frías.

Contra todo pronóstico Marta consiguió el papel de la madura heroína en la adaptación cinematográfica de La reina del Índico. César, como autor de la novela, bendijo la elección. Lorena se limitó a comentar que su amiga era una zorra.

A las pocas semanas del inicio del rodaje en un entorno tropical de ensueño, las redes ardían con la crónica del romance entre ella y el protagonista masculino, Javier Bardem. Se despidió para siempre de Esteban con una emotiva llamada acribillada por interferencias en la que, tras un fondo de truenos y tifones, le agradecía entre lágrimas su amor y le deseaba que fuera tan feliz como ella lo era en ese momento.

Esteban no superó aquello. Mientras Marta viajaba a toda velocidad hacia una fama tardía, su segunda novela se hacía esperar. A veces salía por los bares intentando ligar, pero su nombre y su rostro impersonal ya empezaban a olvidarse. Una de esas noches se topó en un local con Patricio Seda.

Recordó la otra vez en que se lo encontró. Estaba entonces con Lorena y ella no entendía por qué se negaba a saludarle. Seda, hombre de proverbial mala baba, le imponía demasiado. Ahora se sentía fuerte, capaz de hablarle de tú a tú. Se acercó al grupo donde su ídolo de juventud bebía, cardenalicio, con un grupo de amigos más jóvenes que él, entre ellos una mujer alta y nórdica, pendiente de cada palabra del maestro.

—¿Patricio Seda?

—Creo que sí.

—Sólo quería decirle que le admiro y que su obra ha cambiado mi vida.

—¿En serio?

—No me conoce, claro. Me llamo Esteban Artigas.

Un tiburón pasó nadando lentamente detrás de los ojos de Patricio Seda.

—Ah…

—¿Ya sabe?

—Sí, hombre, el premio Nadal.

Esteban asintió feliz, justificado.

—No has vuelto a publicar, ¿no?

—Calle, calle, no sabe lo que estoy pasando.

—Tutéame, anda.  ¿Qué te ocurre?

Le puso una mano sobre el hombro. A Esteban le invadió un deseo de abrirse, de no esconder nada.

—Yo creo que es la ansiedad por escribir de nuevo después de un éxito. Es como una carga. ¿Qué es lo que haces tú cuando piensas que no tienes nada que decir?

—Como todo el mundo sabe, cuando sentí que no tenía nada que decir me retiré, querido.

—Me refiero a un bloqueo transitorio.

—No existe tal cosa. Un escritor que no tiene la necesidad compulsiva de escribir cada día de su vida, no es un escritor. Por eso llevo quince años sin acercarme a un teclado.

Le hizo un gesto al camarero para que le trajera la cuenta.

—Leí tu libro.

—¿Sí?

— Sí, claro.

Pagó la cuenta, dejó una propina y se puso una cazadora de cuero carísima pidiendo a sus amigos que le esperaran fuera.

—No diré que es un mal libro. Tan solo un poco deudor de otras voces. Y eso, al final, es engañarse a uno mismo.

Esteban no podía negarlo.

—Imagino que es normal en un primer libro.

—Claro. Y abusar del adverbio y las cacofonías, que tienes algunas de mucho cuidado. Pero a eso no le doy importancia, es una opera prima al fin y al cabo… es más bien que…

Hizo una pausa.

—¿Que qué…?

—Por ejemplo, los personajes. No tienen vida, parecen sacados de otros libros y no de la experiencia real.  Si me permites decirlo, te haría bien no tratar de deslumbrar y fijarte algo más en lo que te rodea. Oye, me esperan fuera, encantado.

Le tendió la mano. Esteban no sabía si estrecharla.

—Y una cosa más. ¿No te aprece que abusas de la coincidencia a la hora de hacer avanzar las tramas?

—No hay que subestimar las coincidencias.

Seda le dio una palmada amistosa en la mejilla antes de salir y perderse en las calles.

 —Amigo mío, no existen las coincidencias, tan sólo las consecuencias. Todo ocurre por algún motivo.

Esteban no volvió a escribir. A veces le expresaba a algunos íntimos su convicción de que una divinidad vengativa manejaba a su antojo papeles y destinos y que el acto de contar historias no era sino una blasfema redundancia. No faltaba algún listillo que le recordara que eso sonaba a Borges. La gente, sin saberlo, puede ser muy cruel.

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Un hombre malo o Alguien tenía que hacerlo

08 domingo Ene 2017

Posted by Salvador Perpiñá in Historias

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acción directa, grandes pecadores, noche de Reyes

Al entrar en la mediana edad y harto de una seca vida de humillantes renuncias al servicio de la administración pública, Buenaventura Medrano decidió consentirse un viejo anhelo. No escatimó en gastos. Medrano era hombre frugal y previsor, de modo que empleó un dinerillo que había ahorrado para colocarse unas fundas dentales en un gesto que, a su entender, bien valía resignarse unos años más a sus dientes de fumador corroídos por el sarro y la escasez de besos columbinos. Planificó la acción durante meses y en ese cálculo hallaba un gran placer.

Alquiló un helicóptero pilotado y a las siete ya estaban sobrevolando la cabalgata de Reyes. La noche era fría, ¡qué conveniente! A una señal de Medrano, el aparato descendió sobre la multitud y este, sintiendo una exaltación incomparable, barrió el escenario con un foco cegador. A través de un equipo de megafonía su voz monótona retumbaba por plazas y calles a un volumen insoportable, reventando los cristales de las ventanas. Un principio de éxtasis le recorrió la columna mientras se escuchaba a sí mismo pronunciar, eufórico, cariñoso, enfático:

“Niños, los reyes son los padres.

Son los padres. Escuchad.

Los reyes son los padres”.

Y era como haber derramado agua hirviendo sobre un hormiguero, un pánico de mulo ciego ascendiendo en espirales, las figurillas en desbandada ofuscadas por la luz, como espigas bajo el vendaval, los gritos de los niños ya un clamor de alfileres, los adultos mirando al cielo y amenazando con el puño cerrado, protegiendo las cabezas de sus críos con los brazos. Todo se deshacía en una inminencia de colapso, como resquebrajaduras extendiéndose sobre la superficie de un lago helado. El miedo cristalizaba en el aire, el cielo ahora era un espacio denso y escaso, sin distancias, las estrellas como cigarros apagados. La multitud se dispersó corriendo, pisándose las bufandas, atropellándose. Las coronas de los reyes rodaban por el suelo junto a las heces de los camellos. Qué tristes y qué ridículos los últimos gritos aislados buscando refugio en los portales.

El helicóptero lo depositó con suavidad en el silencio de la plaza abandonada. Todos se habían escondido en sus casas. La pequeña ciudad se había despoblado. ¿Se atreverían a salir a la mañana siguiente cuando el sol, como una vergüenza,  revelara el aspecto miserable de las calles? Las redes sociales ardían con frases como “¿y ahora qué?” o “rabia e impotencia”.

Medrano pudo caminar toda la noche tranquilamente, con sus plácidos ojos claros entrecerrados, tarareando con descuido cancioncillas de los payasos de la tele y equivocándose con las letras. Las calzadas estaban perdidas de serpentinas y caramelos que Medrano cogía y se metía en la boca a dos manos, rompiéndolos con los dientes hasta sentir un asco azucarado. Miraba complacido las fachadas. Tras las ventanas los niños temblaban en sus camas y los padres se miraban desvelados.

Pensaba en el valor pedagógico de su acción, en las consecuencias a muy largo plazo. Preveía futuros nihilismos, convulsiones, grandes carnicerías, ¡cualquier cosa era posible!

Más adelante se encontró con una puta que lloraba por los niños, sentada en las escaleras de la oficina central de correos. Mentalmente le puso por nombre Ajenjo y la invitó a un chocolate con churros. Aquella noche Medrano, dichoso, justificado, durmió el sueño abismal de los topos.

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Devotio

21 lunes Mar 2016

Posted by Salvador Perpiñá in Historias

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educación sentimental

Avec le temps, va, tout s’en va
On oublie le visage et l’on oublie la voix
Léo Ferré

Ya no era capaz de contar las noches que ella le había invitado a pasar en aquella habitación. Podía descifrar las fotos de familia repartidas por aquí y por allá, las caras empezaban a tener nombres e historias detrás, algunas realmente divertidas, buenas de verdad. Dramas también, claro. Qué insulsos, decepcionantes le parecían en comparación sus propios parientes. Y cada objeto con su enigma y su función. El tierno desorden, sus libros en otros idiomas, sábanas, entradas de conciertos, velas perfumadas, cuencos de madera con lavanda y reseda, ceniceros, tarros de cremas, partituras, medicinas, que le hablaban ya con la voz de lo acostumbrado.

Fuera, bajo un cielo duro con estrellas, se helaban los charcos. Ella había encendido un radiador. Entreabrió la puerta de un armario viejo para mirarse de cuerpo entero. Había salido de compras, luego quedaron y recorrieron varios bares cargando con las bolsas, ella pagaba. Fue al desvestirse cuando él se dio cuenta de lo que bebieron. Se dejó caer sobre la cama mientras la miraba sacar la ropa que había adquirido.

Todo le sentaba maravillosamente, se conocía bien. Aquellos pequeños trozos de tela de aspecto indiferenciado se convertían en algo irrefutable al adaptarse a su forma. Uno tras otro se los probaba, diferentes versiones de ella, diferentes posibilidades de felicidad en largos días por venir sin frío y sin lluvia. Un ligero vestido la envolvió en una gracia sencilla, una forma de inocencia que hasta ahora no le había conocido; doraba anticipadamente sus hombros, sugería pasos descalzos junto al mar, mostraba la caída esplendida de una nuca besada por otros labios en otros veranos.

Se miraba al espejo, enjuiciaba, le preguntaba. Se ajustaba unos pantalones y se miraba el culo de puntillas, complacida al comprobar como resistía los ataques del tiempo. Le gustaba su expresión ensimismada mientras se paseaba de un lado al otro de la habitación para sacar más prendas de las bolsas, el pecho desnudo. Se sujetaba el pelo o se lo soltaba sacudiendo la cabeza, en el aire el olor de las flores secas y de su carne. Nunca la quiso más que en aquel íntimo arrobamiento en que se entregaba a sí misma, al don de su belleza, a la promesa de días futuros, días sin él. Sonreía ante su imagen, ajena por un momento a la angustia árida de la jornada, a aquel cuarto que siempre sentiría provisional, a aquel muchacho demasiado joven que la miraba sin aliento en el fondo del espejo, incapaz de interpretar todas las señales que ya habían anunciado su salida de aquel mundo.

No volvió nunca a dormir allí. Le costó aceptarlo, quería entender. No sabía aún que nunca hay nada que entender y que no hay cosa más común y carente de misterio que aquellos estallidos de desesperación y desconsuelo que lo afligían. Pasó el invierno y el sol impuso su ley benigna en el mundo. Llegó a ser capaz de recordar sin precisión y sin amargura. Sólo, muy de vez en cuando, algo que no llegaba a ser dolor, una mordedura de melancolía cuando pensaba cómo le gustaría ser el desconocido que ahora en algún lugar la vería caminar con aquel vestido nuevo, que el viento hincha apenas al tomarla por la cintura.

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Edward Munch. «Mujer en un interior»

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