El 22 de Diciembre de 1986 un tren atraviesa de noche la distancia entre París y la frontera española. Hace un frío del demonio y un joven Perpiñá viaja en uno de aquellos viejos compartimentos de segunda con un par de desconocidos: un chaval navarro y tenue y un señor del Bierzo que se parece vagamente a Adolf Hitler. El joven Perpiñá regresa a casa por Navidad tras tres meses de estancia en Oxford, que él esperaba parecidos a una novela de Evelyn Waugh y resultaron más próximos a una película de Ken Loach. El joven Perpiñá se siente fracasado porque el viaje ha sido sexualmente estéril y no ha escrito ni una página de la novela que esperaba escribir, pero allí se ha aficionado a John Dowland, la Motown y a Ella Fitzgerald y eso que se lleva. El joven Perpiñá vuelve literalmente sin un duro y se muere de ganas de pisar el umbral de su casa, abrazar a sus padres y amigos, amar de nuevo lo acostumbrado, sentirse querido.
La noche será larga y en un mundo aún analógico habrá que conversar. El lánguido navarro resulta ser un tipo de lo más sofisticado y le enseña una monografía que le habrá costado un pastizal sobre Yves Klein, artista avantgardísimo que Perpiñá conocía por una foto que vio de niño en un libro de arte y que le turbó lo más grande; foto donde dos señoritas desnudas se embadurnaban de pintura mientras un trío de cuerda tocaba sabe dios qué y un público burgués ponía cara de póker. Al afectado navarro le encanta el enfáticamente llamado “azul Klein”, único pigmento del que constaba su obra y que a Perpiñá le recuerda al azulete de toda la vida, aunque se abstiene de decirlo para no quedar como un gañán. Mientras, mira con el rabillo del ojo al silencioso, plácido, relimpio señor del Bierzo, preguntándose qué estará pensando de los dos listillos que tiene enfrente. El delicuescente navarro sigue hablando con una voz muy bien modulada, esta vez sobre Hafiz, poeta báquico, místico y persa, que Perpiñá aún no ha leído pero conoce de oídas, gracias a dios, porque a Perpiñá le preocupa la opinión que el fatuo navarro se forme de él. Pero como a Perpiñá también le importa la opinión del señor del Bierzo, que va muy abrigadito, le saca un poquillo de conversación con que vaya biruji que hacía en París, ya que el tiempo es «lingua franca de la sociabilidad, se hablaba del tiempo a la sombra de los zigurats y en las lonjas de Núremberg, se habla del tiempo en el Vaticano, en Miami y en Puebla de Don Fadrique», como escribió años después un Perpiñá mucho menos joven, pero algo menos imbécil y que sigue sin haber escrito una novela.
No recuerdo cómo pasamos del biruji a ello, pero el hombre del Bierzo empezó a hablar sobre el amor y nos dijo, con una voz extrañamente inexpresiva, que era convenientísimo antes de escoger esposa, haberla conocido desde que era pequeña, haberla visto crecer, para así hacerse una idea cabal de sus cualidades. Al vaporoso navarro y a mí nos pareció entonces una opinión de enorme rusticidad y seguro que intercambiamos una discreta mirada de estupor e ironía. Pero ahora pienso, qué demonios, Hafiz hubiera hablado así, Dante hubiera hablado así.
¿Por qué me acuerdo del berciano hitleriano?, porque he estado estratosféricamente enamorado y mirar las fotos de la mujer amada en su niñez ―aquella cosita pequeña que tenía que ponerse de puntillas ante el lavabo para cepillarse los dientes, que ya era ella pero que aún no era ella― me hacía sentir una ternura insoportable y solo ahora, en la aflicción, entiendo que quizás tras aquella silvestre barbaridad del viajero, hablaba una dulzura antigua y cereal, más vieja y más perdurable que las ruinas de los desiertos.
Se acerca de nuevo la Navidad, hace frío, las muchachas desnudas de Klein no estarán para muchos trotes, el señor del Bierzo descansará a dos metros bajo tierra, como mis padres, el irisado navarro me juego lo que sea a que comisaría alguna exposición y yo que he incurrido en las hipérboles sentimentales del bueno de Hafiz y que ahora entiendo hasta qué punto su dolor no era retórico, me consiento regresar mentalmente a ese vagón vacío que sigue atravesando de noche, en algún universo paralelo, los paisajes de aquella Francia que solo conocía por las novelas que amaba e imagino, solo por un rato, que me quedo dormido en él, sin que me vea el revisor, arrullado por el traqueteo y los recuerdos de una vida tan distinta a la que entonces esperaba, sabiendo que no tengo ya dónde regresar, preguntándome en qué estación terminará mi viaje.
Un happening de Yves Klein, que ya hay que tener poder de convicción.
Era un ramo frondoso, turbulento, abigarrado, como aquellos que con obstinada devoción pintaba Fantin-Latour. Una anomalía dentro de las austeras costumbres de las clases medias en el tiempo de mi niñez. No supe cómo ni por qué habría llegado a mi casa, pero en una semana de convalecencia en la que por fin pasé de la cama al sofá del salón –los pediatras de los años setenta tenía una desmesurada fe en las virtudes del reposo– aquella erupción floral, de un colorido violento, colocada sobre la mesa del salón en un búcaro de un verde tóxico, pasó a ser mi compañera.
Mi madre pensaría que su aspecto y su perfume me alegrarían y no descarto que una secreta sospecha de afinidad (¿acaso no se parecen las flores y los niños?) guio su decisión. Sin embargo, a mí me intimidaba un poco. Había algo prehistórico y excesivo en aquel tumulto carnívoro, aquel estallido de discos solares de aroma narcótico. Pero al menos ya no tenía que guardar cama, no tenía que ir al colegio y me pasaba el día leyendo tebeos, aventuras en el polo norte o en las selvas africanas, viendo una tele en blanco y negro o escuchando una y otra vez los pocos discos que mis padres tenían de un músico sordo y con pelazo llamado Beethoven. También oyendo los diversos sonidos de la actividad de la jornada en la calle y en el patio interior del edificio, la música de las horas.
Pasaron los días y en, paralelo con mi recuperación, empecé a ser testigo privilegiado del marchitamiento de las flores. No podía creer que aquella incandescencia, que aquella gloria pudiera apagarse, pero los pétalos blancos amarilleaban, sus cabezas se doblaban poco a poco, el polen caía sobre el mármol de la mesa, una melancólica, pantanosa sensación de mortalidad impregnaba el aire… Fue un proceso largo, cada día se les cambiaba el agua a las flores, en la esperanza de retrasarlo, pero el avance de aquella decrepitud era imparable y las inmundas veladuras necrosadas daban a la masa de los pétalos un carácter monstruoso. Finalmente, aquella ruina fue retirada y arrojada a la basura, para mi alivio.
La vida íntima de los niños pasa por epifanías y conmociones que incluso sus padres desconocen. De aquellos pocos días, además de un amor incondicional por cierto músico alemán, me queda la certidumbre de que incluso la belleza puede ser excesiva y una aguda conciencia de lo efímero. También una mezcla de atracción y repulsión por lo que decae y se desvanece, un gusto mórbido por lo nocturno y lunar. Cosas que mi buena madre, cuando me traía un zumo y me daba un beso en la frente ni sospechaba. Yo tampoco llegué a conocer nunca sus más íntimos secretos. Una de las esperanzas de aquellos que creen en una vida más allá de la muerte es que todos esos misterios nos serán desvelados. No estoy seguro de que sea una buena idea.
No tendría más de seis años cuando aprendí el significado de lo irreversible. Desde las grandes mitologías al mismo lenguaje, el fracaso suele adoptar la figura de una caída. Para mí se encarna en un impulso de ascensión. Intentaré explicarme.
En Granada se celebraba el Corpus y me llevaron a la feria, a “los columpios”, como se decía entonces. Muy lejos de la eficiencia planificada del parque de atracciones actual, un descampado era tomado durante unos días por la bulliciosa tribu de los feriantes, que construían un precario decorado de luz, metal, estruendo y fritanga. Laberintos de espejos, sórdidas exhibiciones de freaks (los de mi edad aún conocieron espectáculos como “La mujer salvaje”), coches de choque, pasadizos del terror y el modesto vértigo proporcionado por las atracciones. ¡Qué fácil es sumir al niño en un estado de encantamiento! Aquella calle mágica que terminaba en el templo de lona del circo, aquella geografía onírica era para los ojos del niño una prefiguración de las delicias del Paraíso. No veíamos la tristeza, deslumbrados por las bombillas y focos de colores, aturdidos por la música, intoxicados por las nubes de algodón rosa. Todavía me encantan las pequeñas verbenas de los pueblos, con su vulgaridad Rimbaud y el olor inconfundible de los pinchos morunos forma parte de mi arsenal de magdalenas de Proust.
Con esa sensación infantil de haber vivido el mejor día de mi vida, fui detrás de mis padres a una terraza próxima, donde se reunieron con amigos. A mi hermano y a mí nos había comprado un globo de helio. Acostumbrados al globo común, el que hinchas con el aire purísimo de tus pulmoncillos de criatura y que evoca la amable ingravidez lunar, aquel globo resultaba un animal completamente distinto. Mis padres hablaban con otros adultos de sus asuntos de adultos ―quién sabe si en esas conversaciones ininteligibles para nosotros estaban las claves que nos hubieran permitido entenderlos en los años de la adolescencia, los años del desprecio― y yo paseaba con un pueril orgullo mi nueva propiedad. No sé qué torpeza cometí, pero el globo se desprendió de mi mano y, siguiendo su naturaleza, empezó a elevarse. Por un instante pensé que era un contratiempo al que podría poner remedio y miré hacia la mesa de mis padres, pero entonces, de una manera fulgurante que no he olvidado, entendí que ni siquiera ellos en su omnipotencia serían capaces de recuperarlo. Supe que el globo jamás se dignaría a descender y así lo vi perderse en el cielo nocturno, rumbo a una luna gordezuela y serena, su hermana mayor, a la que poco le importaba mi llanto.
Desde entonces han sido muchos los momentos de pérdida. Uno acumula naufragios donde a la desdicha se suma con frecuencia el ridículo y entonces siempre vuelve el recuerdo de aquel globo ascendente, desastre fundacional, kilómetro cero de la decepción, e imagino que en la cara oculta de la luna existe un silencioso Mar del Desencanto, colmado por todos los globos que los niños han perdido.
Al doctor Sigmund Flöid le encantaba que el barbero palmeara su cara tras el afeitado, plas, plas, plas, y sentir en sus mejillas el frescor delicioso del mentol. Tal era su placer que no podía evitar que una risita un poco tontorrona, una risita de bebé, sacudiera todo su docto cuerpo. Con esta risa tan característica fue de hecho inmortalizado en los escasos retratos que de él se conservan.
Salió a la calle de excelente humor, siempre que se afeitaba sentía que el mundo empezaba de nuevo. Sincronizó su reloj con el de la venerable torre del ayuntamiento y atravesó la plaza rumbo al café, silbando “En un mercado Persa”, cuando un balonazo en la cara lo sacó de su módico éxtasis.
Un grupo de niños huyó en desbandada, tan solo uno de ellos permaneció en su puesto y se acercó a él, preocupado.
― Lo siento, señor, he sido yo. Sin querer.
Sigmund Flöid estaba algo aturdido. La mejilla le ardía y sentía en sus labios el indescriptible sabor amargo de la suciedad del balón. El niño lo cogió de la mano y lo llevo a un banco para que se recuperara.
― ¿Se encuentra mejor?
El doctor Flöid pudo fijarse en él. Era un chaval serio, había en él una encantadora timidez.
― ¿Cómo te llamas, rapaz?
― Hans.
― Podías haber huido, como los gamberros de tus amigos. Se ve que te han educado bien.
― Señor, mi madre dice que el amor mueve el mundo y que todo el amor que demos se nos devolverá.
― El amor mueve el mundo, mis cojones. El mundo lo mueve una mezcla de ciego azar y estupidez. No seas ingenuo, pequeño Hans.
― Pero…
― ¿A quién vas a hacer más caso a tu madre o al reputado doctor Floid, famoso en todo el país?
Hans se quedó pensativo, mirando la punta de sus zapatos.
― ¿Qué quiere ser cuando seas mayor?
― Quiero ser pintor, señor. Quiero pintar cosas que no haya pintado antes nadie: el terror en el corazón del bosque, la gracia de los caballos, la tristeza de las estaciones de tren. No quiero la fama, solo vender lo suficiente para vivir en una pequeña casa cerca del mar con una mujer admirable a la que retrataré una y otra vez a lo largo de los años.
― Coño, Hans, no, no… a ver, escúchame. Olvida eso. Esa mujer existe solo en tu imaginación. Caso de que existiera, las posibilidades de que te cruces con ella son desdeñables, y aun así seguramente estará enamorada de un energúmeno. Te pasarás la vida idealizando mujeres y decepcionándote luego. Escúchame, te veo, eres manso y eso se nota, la gente lo huele, como los tiburones la sangre. ¿Has visto cómo en el colegio se lanzan a pisarte los zapatos nuevos? Eso es la vida. El mundo está lleno de arrogantes, de gente sin dudas y sin escrúpulos, de idiotas hiperactivos. Ante ellos no tienes la menor posibilidad de llegar a ninguna parte. Siempre ganarán ellos y perderás tú. Cuanto antes lo sepas menos sufrirás. Renuncia a tus sueños, sácate unas oposiciones que te permitan vivir con desahogo el lento envejecimiento en que consiste la vida y, eso sí, busca alguna adicción de tu agrado para hacerlo llevadero. Algún día me agradecerás estos consejos. Adiós Hans, que dios te bendiga.
Hans se alejó por la plaza, cabizbajo y con el balón bajo el brazo. El doctor Flöid, sonriente, suspiró, como siempre que experimentaba alguna forma de satisfacción moral. Un ruiseñor levantó el vuelo hacia el cielo azul y le cagó en el hombro.
2
Una tarde fresca de mayo florido, el doctor Sigmund Flöid tomó su podómetro de precisión fabricado por Novak & Baumann y subió a la cumbre del montecillo que dominaba la ciudad. Al doctor le complacía contemplar desde allí, a vista de pájaro como quien dice, la suave curva del río y sus plazas y monumentos. Ver a sus conciudadanos como hormigas le procuraba la sensación pueril de ser él mismo un gigante. El doctor Flöid jamás confesó a nadie ese inocente esparcimiento, por eso le molestó darse cuenta de que no estaba solo. Una muchacha en avanzado estado de preñez sonreía absorta, los ojos entornados. Tuvo que dirigirse a ella dos veces para sacarla de su ensoñación.
― ¿Qué hace usted a solas en este sitio, joven?
― Me gusta venir aquí y estar en silencio.
― Caramba. ¿Y por qué esa felicidad beatífica?
― Pienso en la criatura que pronto vendrá y en su futuro. Si es varón será capitán de barco y si es mujer se dedicará al estudio de las estrellas. Serán recordados por sus grandes proezas, no como yo, que soy muy poquita cosa.
― ¡Qué insensatez! ¿Cómo te llamas, atolondrada criatura?
― Mi nombre es Renate.
― Escucha, Renate. Los grandes sabios de la antigüedad, los Padres de la Iglesia y los más insignes representantes de la filosofía moderna están de acuerdo en que la existencia humana es un trágico error. Arrojados al Ser en un mundo inhóspito, nos enfrentamos a la maldad de nuestros semejantes y a la certeza de nuestra propia muerte, todo cuanto recibimos lo perderemos. Y ustedes, señoritas, contribuyen a perpetuar esa farsa sin sentido. Influidas por novelitas sentimentales, pierden el juicio por algún joven musculado y permiten que su esperma las impregne. Tras unos meses, en una ceremonia de mal gusto, en medio de un carnaval de fluidos y dolor, dan a luz a un pequeño monstruo. Criaturas de una absurda energía irreflexiva y de un ciego egoísmo, que crecerán hasta despreciar a los autores de sus días e incluso odiarlos. ¡Y con razón!
A Renate se le estaba cayendo el alma a los pies.
― Dejar de reproducirnos debería ser el ideal de todos nosotros, joven amiga. Que nuestra especie se extinga y la inocente, amable Tierra, pueda vivir en su pureza primigenia, libre por fin de la codicia destructora de esta especie parásita.
Tan exaltado estaba, que no se dio cuenta de que hacía un rato que Renate había huido ladera abajo, porque empezó a sentir contracciones y no quería parir delante de ese señor.
El doctor Flöid celebró quedarse a solas y aprovechó para devorar unas magdalenas que había traído consigo y que le gustaban mucho. Una avispa apareció de la nada, se acercó y le picó en el escroto.
3
¿Qué hace el prestigioso doctor Flöid esta mañana en el corazón del bosque?, ¿busca acaso las fuentes mismas del Ser?, ¿pretende sondear su silencio interior? Nada de eso, el doctor Flöid busca setas, en parte por ser entusiasta micólogo aficionado ―le atraen esos seres monstruosamente arcaicos que crecen en la oscuridad, sobre los restos de la putrefacción vegetal―, en parte por atizarse una buena merendola. La suerte le hizo dar con una rara variedad de Craterellus cornucopioides, lo que lo alegró de una manera indescriptible al imaginar la expresión de envidia de sus colegas micólogos y al anticipar el atracón que le esperaba. Tal fue su alegría que empezó a segregar babita, manchándose la pechera. En ese momento unos pasos interrumpieron su académico babear.
Un robusto anciano entró en el claro del bosque y lo miró con sus ojos claros.
― ¿Qué hace usted aquí? ― le espetó.
― Soy el célebre doctor Flöid y he venido al corazón del bosque a buscar las fuentes del Ser y sondear mi silencio interior, como suelen hacer los sabios.
― Caramba, yo soy Gunther, el guardabosques.
Y extendió una manaza áspera que el doctor estrechó con aprensión.
― Yo era malvado, doctor. De joven fui leñador y con mis manos derribé los más altos árboles, hogar de pájaros y ardillas. Ahora, para reparar el daño hecho, patrullo por el bosque ayudando a otras criaturas. Libero al osezno atrapado en una zanja, abro la trampa donde ha caído el lobo y hasta la mosca en la tela de araña conoce mi piedad.
― Pero, ¿qué me está diciendo usted?, ignorante patán, cabeza de chorlito… ― exclamó Sigmund indignado.
― Oiga, que puedo ser un anciano, pero la hostia se la va a llevar usted igual.
― ¿Acaso ignora las consecuencias de interferir en la cadena de causas y efectos?, no sabe que el heresiarca Antonius Sibelius calificaba ese actuar de «abominatio execrabilissima» ―se lo había inventado, por supuesto, pero era fácil impresionar a un gañán― . Pensemos en ese lobo que ha rescatado, atolondrado Gunther. Carente de sentido moral, el lobo volverá a lo que le es propio y devorará el ganado de una familia de granjeros. Impedidos así de pagar sus deudas, serán expulsados de su hogar y emigrarán a la ciudad, donde el hijo mayor fallecerá en una mina a causa de una explosión de grisú, el padre se entregará al consumo de alcohol y éter y la hija menor tendrá que ejercer la prostitución en los más sórdidos callejones para poder mantener a su madre, que habrá quedado ciega a causa de una lata de conservas barata en mal estado, única bazofia que pueden permitirse. ¿Le parece bonito, Gunther?
― No me líe, podemos cambiar el curso del destino si así nos lo proponemos.
― Eso lo dice usted porque ignora por completo los hallazgos de la moderna neurociencia, que han demostrado sobradamente que el libre albedrío es una mera ilusión, una superstición gótica que debe ser superada cuanto antes.
Gunther sopesó durante un instante la posibilidad de darle una paliza, pero se dio la vuelta en silencio y se alejó. En el pueblo informó a las autoridades de que un pervertido se dedicaba a molestar niños en el bosque, porque Gunther tendría un alma franciscana, pero también tenía muy mala leche.
El doctor Flöid prosiguió la búsqueda de setas, pensando en la inacabable lucha contra el error humano. Una bandada de estorninos salió del tronco hueco de un árbol y le sacó los ojos.
4
En el pueblo están acostumbrados a verlo pasear a solas por la playa, cuando cae la tarde. Un hombre ya mayor con gafas de ciego y un bastón blanco, ligeramente encorvado. Se aloja en una discreta posada cerca de la iglesia ―se rumorea en los colmados que con nombre falso― y a las gentes sencillas su aspecto de sabio les hace caer en extravagantes especulaciones. Unos sostienen que ha venido a estudiar los caminos de las ballenas por el Mar del Norte, otros que se trata de un espía a sueldo de los alemanes. Lo cierto es que la única ocupación aparente del hombre es la de pasar desapercibido.
Escuchaba aquella tarde el doctor Flöid el ritmo acompasado de las olas. Le complace el olor salino ligeramente corrompido de las algas, sentir el viento en el rostro, oír las lejanas sirenas de los barcos, las campanas de la iglesia, los gritos de las gaviotas. Privado de la vista, el resto de las impresiones del mundo aparecen ahora cargadas de significado, como si hasta ahora no hubiera percibido lo real. Cuánto le engañó su vanidad, sólo ahora entiende que lo ignora todo. Su paguita del estado austro-húngaro le permite pasar desapercibido lejos de su tierra natal, donde nadie lo conoce. No hacer nada, hablar lo justo y habitar la modestia ilimitada del presente. Se sentía feliz, qué demonios, así que se sacó un moco de la nariz, disfrutando del instante. Pensó «la carne es triste y he leído todos los libros, pero qué plenitud esta de sacarme un mocajo».
― Disculpe, ¿es usted el doctor Flöid?
Vaya por dios, pensaba que estaba solo. Era la voz un poco crispada por la ansiedad de un joven.
― Apenas ya…
― En todos sus libros salía su imagen. Ha cambiado mucho, pero lo he reconocido.
― ¿Los has leído?
― Todos, señor.
El doctor Flöid hizo un gesto de desagrado.
― ¿Le puedo preguntar cómo se las apaña ahora para seguir con sus estudios?, ¿tiene alguien que le lea?
― Ya no leo.
― ¿Entonces?, ¿a qué dedica su tiempo?
― A veces vengo aquí a escuchar el mar, ¿te parece poco? ¿Has pensado en que desde el principio de los tiempos el mar nunca se ha detenido?
― ¿El mar?, el mar no me dice nada, señor.
Sigmund volvió hacia Jerome su rostro inquisitivo de ciego. El muchacho prosiguió.
― El verdadero filósofo ha de mirar por debajo de la superficie. El mar es monstruoso. Una sucesión de abismos, fallas y cicatrices tectónicas sumida en la oscuridad eterna. En su fondo se amontonan por milenios los cadáveres de las criaturas marinas. Por no hablar de los pecios y cientos de miles de ahogados cuyos ojos y ano profanan las anguilas. El mar cobija horrores sin cuento. Por mar nos llegan las epidemias y las invasiones de pueblos crueles. El mar es despiadado, la tempestad y el rayo son su ley. Me parece indigno de usted que poetice algo que es monótono en su superficie e intrínsecamente perverso en su interior.
― ¿Cómo te llamas, amigo?
― Jerome, señor.
― Me recuerdas a mí no hace tanto, Jerome. Permíteme que te dé un consejo. No seas arrogante, en especial no huyas del mundo refugiándote en los libros, frecuenta las tabernas y refocílate con las mujeres. Baila, ríe mucho. Busca en general lo que es ligero y perfumado.
«Pero este hombre está gagá», pensó Jerome, cada vez más indignado.
― No intentes cambiar las ideas de tus semejantes. Necesitamos mentiras para vivir, necesitamos engañarnos. Dejar a alguien sin sus creencias es un cruel acto de soberbia. No malgastes tu vida como hice yo.
El anciano no podía ver la mirada de espanto de Jerome.
― Me decepciona usted, doctor Flöid ― le espetó el muchacho, que siempre decía la verdad.
― ¡Ya no soy el doctor Flöid, cojones! El doctor Flöid ha muerto y bien muerto está.
Jerome escupió sobre la arena y se marchó lleno de resentimiento. Al llegar a casa hizo un fueguecillo con los libros de su ídolo. Mientras observaba con mirada torva el vuelo de las pavesas, confirmó sus ideas de que los años nos degradan y que un temprano suicidio es la única actitud digna de un hombre racional.
A solas de nuevo, el doctor pudo por fin pegar el moco sobre una bonita concha marina y reflexionó sobre la tonta petulancia de la juventud. «Hay un tiempo para todo lo que se hace bajo el cielo» pensó, recordando las palabras del Eclesiastés, «un tiempo para nacer y un tiempo para morir; un tiempo para plantar y un tiempo para cosechar». Una orca salió del agua y atrapó su pierna, arrastrándolo hasta la profundidades del piélago. ¡Cómo chillaba el pobre doctor Flöid! Como un pequeño roedor. Fin.
Víctor y Cristina eran de derechas y lo sufrían en silencio. Antes de llegar a conocerse, Víctor y Cristina vivían en la impostura para evitar la muerte social. Sus conocidos, sus más íntimos, suscribían ideas irreprochablemente progresistas. En el mundo en que se movían el pensamiento conservador era considerado una anomalía, algo ridículo, mezcla inadmisible de maldad e ignorancia. Cuando en los bares enrollados que frecuentaban con los amigos estos sacaban temas de conversación donde había que retratarse, ellos hacían enormes esfuerzos dialécticos para que no se les notara demasiado, guardaban silencio o salían a la calle a fumar con tal de no oírlos, avergonzados de su propia doblez. Por eso se encontraron en aquel callejón del casco antiguo, apoyados en la pared mirando las nubes pasar sobre la luna, sintiéndose abrumadoramente solos.
Intercambiaron un par de frases casuales, pero fue Cristina la que hizo un comentario mordaz sobre la corrección política mientras apagaba su colilla contra la pared de piedra de un viejo convento. Suficiente para que sacaran un segundo cigarrillo y se dieran fuego. La conversación fluyó incontenible. Cómo se rieron de la ridiculez de los espacios seguros en los campus americanos o de las extravagancias de los animalistas. No pararon en toda la noche de salir a fumar hasta que, una vez sus respectivos amigos se retiraron a casa, ellos tomaron juntos una última copa, deseosos de seguir hablando sin limitaciones de tiempo, libres, desinhibidamente reaccionarios.
A las dos de la madrugada hablaron sobre imperofobia y leyenda negra, media hora más tarde sobre la deriva descabellada del feminismo. Víctor la acompañó caminando a su casa. Cuando a las tres Cristina le confesó que creía en dios, el agnóstico Víctor, que jamás se había topado con una mujer que no se considerara atea militante, se lanzó sobre ella y la besó.
Y aquella noche se entregaron el uno al otro con un deseo demente, en la desnudez esencial de quienes han desvelado lo más íntimo de su ser. Pero no podían dejar de hablar. Víctor expresó su admiración por Arcadi Espada mientras besaba largamente su espalda hasta demorarse en las encantadoras corvas de Cristina. Cristina citó a Chesterton mientras le hacía una felación.
Siguieron viéndose a lo largo de las semanas siguientes, en un estado de exaltación sexual que ya habían olvidado. «Cómo iba yo a saber, cuando ya nada se espera». No les bastaba, se llamaban durante el día para desahogarse, comentando los delirios del nacionalismo que poblaban por entonces la prensa. El procés cimentó su pasión.
Acabaron viviendo juntos y para su asombro encontraron a esas alturas de la existencia algo muy parecido a la felicidad, libres de las servidumbres y desengaños de la paternidad. Los días se sucedían colmados de desayunos radiantes, arias de ópera francesa y vinos deliciosos. Juntos visitaban museos, leían a Houellebecq, a Pinker y a Jorge Bustos, recorrían el país dando largos viajes en coche, revisaban los grandes clásicos del cine, porque eran muy de grandes clásicos. Su vida era como caminar un poco borrachos por vastas arboledas al caer la tarde, entre el clamor de los estorninos.
Acababan de dar buena cuenta de una botella de Somontano durante una copiosa comida. Víctor llegaba de recoger la cocina sintiéndose en paz con el mundo cuando vio en la pantalla de televisión un río de África, contaminadísimo. Alargó el brazo hacia el mando a distancia, pero Cristina le pidió que no cambiara de canal.
Mientras en el documental se sucedían imágenes dantescas de plásticos flotantes, Víctor ironizó sobre esa tartufería cursi e inmoral de Occidente, que niega a un continente su justo derecho a la industrialización para que podamos tener paisajes bonitos que ver por la tele después de haber saciado nuestra hambre.
Pero en ese momento apareció un ñu. Una madre ñu maltrecha, en los huesos, a la que le flaqueaban las piernas. Intoxicada por vertidos de metales pesados provenientes de la minería, se había separado de la manada y ahora apenas era capaz de avanzar, medio ciega. No podía más y se desplomó finalmente mientras una espuma blanca le salía por la boca. Su pequeña cría de ñu se le acercaba e intentaba despertarla, empujándola con sus cuernecitos.
A Víctor le pareció de un horrendo mal gusto, en especial el subrayado musical, pero consideró prudente no hacer comentario alguno porque se dio cuenta de que los ojos de Cristina brillaban. Miró con aprensión la lenta lágrima que rodó por su mejilla.
La semana siguiente Víctor adoptó una actitud monográfica en sus charlas domésticas. Buscó artículos en la red, se documentó sobre las perspectivas de futuro de África, se pertrechó de estadísticas alentadoras. Se mostró elocuente, persuasivo. Cristina no le discutía, pero pareció hacerle poco caso.
Meses más tarde aceptó sombrío su decisión de reducir la ingesta de carne, lo que sonaba saludable, pero constituía un solapado golpe de estado vegetariano. Cristina leía mucho sobre nutrición y cultivos sostenibles, miraba obsesivamente las etiquetas de los productos en el supermercado en busca de aditivos tóxicos. Sobre aquel hogar se cernieron innumerables restricciones dietéticas. A solas, Víctor se atiborraba de los alimentos prohibidos, lleno de rencor. Engordó. Sus analíticas eran un escándalo, los médicos le hablaban con severidad.
Víctor seguía el rastro de ella en las redes sociales, donde dio en prodigar nuevas, irreflexivas opiniones, pura emotividad roussoniana sin freno, indignas de una adulta responsable. Opiniones que le dolían como una traición. Nunca estuvo tan guapa. Se cuidaba mucho, dejó de fumar y desbordaba vitalidad. Tras años de abulia funcionarial como profesora en un instituto, ahora no dejaban de ocurrírsele novedosas iniciativas educativas en las que desplegaba un apasionamiento ofensivo. Víctor, que sabía que no había nada que hacer con aquellos pequeños semidelincuentes, no se atrevía a contradecirla.
La intervención del ejercito americano en aquel país africano era el sueño húmedo de cualquier persona de izquierdas, la tormenta perfecta. Un Donald Trump, en horas bajas tras su reelección, literalmente sepultado por decenas de acusaciones de acoso sexual, decide desviar la atención pública enviando a sus tropas para apoyar un gobierno corrupto que intenta reprimir brutalmente una revuelta popular. Los disturbios estallaron tras el escándalo causado por varias partidas de vacunas en mal estado distribuidas por una importante multinacional farmacéutica y que dejaron a decenas de miles de niños con graves secuelas. En los combates son asoladas grandes reservas naturales bajo las que se esconden ilimitadas reservas de gas natural. Cristina no podía entender cómo Víctor no se indignaba ante una canallada semejante. Feministas, ecologistas, antifascistas, anticapitalistas y personas de bien veían en la oposición a la guerra del Serengueti la última causa de la humanidad frente a la bárbara codicia del hombre blanco. La manifestación sería histórica. Mientras Cristina se vestía para lanzarse a la calle aquel sábado de abril, Víctor intentó hacerle comprender que todo era un poco más complejo y que lo que ella creía esencial era en realidad accesorio, lo importante es que no podía consentirse en modo alguno la expansión de una mezcla letal de comunismo e islamismo en el corazón del continente negro, toda política de apaciguamiento era ridícula e irresponsable. Mientras ella bajaba las escaleras dejando una estela fragante de Partisan, un nuevo perfume de CK, Víctor le gritó la frase de Churchill: «Os dieron a elegir entre el deshonor y la guerra. Elegisteis el deshonor y ahora tendréis la guerra».
Ella no le respondió. Oyó cerrarse la puerta del portal y sintió como si Cristina le abandonara por medio millón de rivales.
Se asomó al balcón. Era una bonita tarde, veía a los grupos de chavales dirigiéndose a la mani. Los odiaba, odiaba su entusiasmo, los estúpidos memes de sus pancartas. Se sintió de nuevo el rarito solitario que fue en su adolescencia. Cerró las ventanas, de acuerdo, aceptaba su destino. Él era ya para siempre un emboscado, solo contra un mundo que perseveraba en el error y quiso brindar desafiante por su independencia. Sacó una botella de un whisky carísimo.
Víctor pasó un par de horas dando gracias a la civilización occidental por haber conseguido ese sabor a turba en aquel líquido dorado que ahora calentaba sus venas, escuchando motetes del siglo XIV y especulando sobre la posible existencia de un compañero de instituto de Cristina a quién se figuraba con unos cuarenta años, gafas y barbita entrecana y una expresión irónica y dulzona. Uno de esos hijos de puta que releen Rayuela y escuchan a Pat Metheny. Los imaginó a los dos ebrios de futuro y compromiso en medio de la multitud, compartiendo la exaltación de formar parte de la historia.
Se sirvió otra copa más y encendió la televisión.
Mientras él estaba entregado al Ars Nova la manifestación se había desmandado y hubo cargas policiales. Víctor veía fascinado cómo los antidisturbios golpeaban con sus porras. Todo era muy violento, pero no podía despegar su mirada y qué admiración sintió por el cuerpo cuando vio como la emprendían a palos con un cuarentón con barbita y una cazadora beige que intentaba dialogar con ellos levantando las manos. Bebió a morro de la botella, sonrío y empezó a aplaudir. ¡Descarga tu porra, policía, ejerce el legítimo monopolio de la violencia!
A las doce estaba oyendo sus viejos discos de los Pixies a todo volumen cuando un vecino golpeó la pared. A la una estaba tapado con una manta, en silencio, hipando con una inconcreta sensación de desdicha.
Le despertó el sonido de la puerta al abrirse. Se dio cuenta de que había vomitado un poco. Le costó reconocerla, tenía un par de puntos sobre la ceja y algo de sangre manchaba su blusa. Qué extraña sonaba su voz.
―Tenemos que hablar.
Intentó incorporarse, pero aún le daba vueltas la cabeza y cayó de nuevo sobre el sofá, intentó secarse con la manga el vómito de los labios. Estaba borracho, pero no tanto como para no darse cuenta de que aquello era solo el principio de una cadena ya irremediable de penosos acontecimientos y que no volvería a levantar cabeza en su vida.
Tras unos meses malos, los padres están en el salón, disponiendo entre susurros los regalos de reyes. Son entonces asaltados por una alegría y una ternura alarmantes. Se miran a los ojos en ese silencio. Habían estado a punto de perderse, de perder esa dicha que ahora les colma. Sienten necesidad de besarse y acaban haciendo el amor sobre la alfombra, entre los juguetes a medio envolver. Su hijo se ha desvelado y los sorprende.
En el barrio donde vivo no es extraño que a estas alturas del otoño alguna chimenea esparza el olor punzante de los fuegos encendidos, que es como el eco de una felicidad pasada. Muy pocos olores tienen esa virtud de arrancarte de las miserias del mundo y enviarte a un tiempo a medias vivido, a medias inventado. Es oler a leña quemada y uno cree recuperar algo que tuvo, que era una dulzura y una seguridad, algo que era bello y que acaso nunca existió sino en nuestro recuerdo.
Quienes habéis seguido estas páginas sabéis de mi frecuente, sospechosa exaltación de las primeras impresiones de la infancia. La madurez es un aprendizaje de la decepción y últimamente uno de mis pensamientos abismales es si quizás esa niñez que uno creyó santa no será un territorio de leyenda construido con los restos de nuestros naufragios ni los niños otra cosa que unos seres atolondrados de un histérico egoísmo.
Hay algo que os quiero contar. Yo tendría ocho años, eran mis primeros días en un nuevo colegio. Cachorros de clases medias de provincias. Delante de mí se sentaba un compañero también recién llegado, uno de esos niños silenciosos, poseedores de una especie de graciosa gravedad. La señorita de nuestro curso, la señorita Mari Carmen, era la más guapa y la más joven de todas, nos gustaba. Nos había propuesto un breve ejercicio, teníamos que escribir qué es lo que queríamos ser cuando fuéramos mayores y explicar por qué. La clases medias españolas de los años setenta eran de un enérgico prosaísmo y ni un solo niño quiso ser marinero, explorador o músico. Todos ―no creo que yo fuera tampoco demasiado original― se decantaron en sus elecciones por la respetabilidad burguesa: médicos, arquitectos, farmacéuticos, jueces y hasta algún militar… Me di cuenta de que el niño de la fila delantera se había ruborizado y no levantaba la mirada de su pupitre. La seño se dirigió a él, ¿qué quería ser de mayor? Mi compañero se negó a contestar, cuanto más insistía la profesora, más agachaba su cabeza. Ella se tomó la negativa como un desafío y en un gesto de extraña, arbitraria crueldad (no la juzguemos, el niño no entiende las tristezas secretas del adulto) lo amenazó: hasta que él no hablara no saldríamos al recreo. Un murmullo de reprobación se extendió por los bancos y una lágrima empezó a deslizarse por la cara del que había pasado a ser el enemigo del pueblo. El malestar se podía palpar, cada segundo que pasaba de ese ilimitado tiempo de los niños hacía crecer, sofocante, el odio. Yo podía ver sus pequeñas orejas enrojecidas y su nuca blanca, toscamente rapada, el perfil crispado de su cara, el aliento tembloroso. Cuando la señorita salió por un instante del aula los niños tardaron muy poco en abuchearle. Los más audaces se levantaban de su asiento, se acercaban corriendo y le golpeaban. Él no se defendía y eso excitaba la agresividad de los otros. Le cayó una buena y ninguno de nosotros lo defendió. Cuando la profesora regresó el niño confesó finalmente, entre sollozos.
De mayor quería ser leñador.
Leñador, quiso ser leñador y qué pronto se avergonzó del sueño pueril de levantarse con los pájaros y adentrarse en el corazón del bosque con el hacha al hombro, cantando a voz en cuello mientras talaba los grandes árboles que manos humanas transformarían en cofres, barcos, mesas y violines. Qué mundo mezquino el que le había hecho sentirse ridículo, el que le movió a arrepentirse de la pureza de su deseo y se lo hizo pagar con humillación y golpes y desprecio. Eran sus iguales, sus camaradas.
No me acuerdo de su nombre, pero a él no lo olvidé. Ojalá la vida no lo haya maltratado, ni haya perdido del todo aquella inocencia, aquella delicadeza; que la derrota no lo haya envilecido, que el amor que haya dado le haya sido devuelto, que de su paso por el mundo quede un recuerdo de bondad y gentileza. Te deseo, pequeño, que hayas sido mejor que todos nosotros.
Silbando una difusa tonadilla, Abelardo Conesa repasó la gastada madera oscura del mostrador con un trapo empapado en trementina. A continuación se quitó el guardapolvo azul, que colgó con cuidado en su perchero, apagó las luces y subió la persiana que daba a la calle lo justo para deslizarse hacia el exterior. Una vez en la acera la volvió a bajar, sacó un manojo de llaves del bolsillo de su pantalón y cerró con candado su droguería, cuya fachada adornaba un cartel de detergente Tu-Tú. Era una tarde fresca de primavera, la luz que doraba el arbolado municipal le hizo evocar melancólicamente otras tardes idénticas de su juventud mientras caminaba hacia su domicilio; melancolía compatible con la agradable expectativa de meterse entre pecho y espalda una tortilla de ajetes tiernos. Un clamor se expandía desde unas manzanas más allá, con algo de la resaca de las olas. Hombre cotilla, Conesa siguió a otros viandantes que se dirigían al origen del tumulto, hasta que desembocó en la avenida principal.
La multitud aplaudía al paso de la comitiva y lo pudo ver por un instante sentado en el coche oficial descubierto, entre el sonido de los cascos de los caballos de la escolta y los esplendores que el sol arrancaba a los cromados. Unas gafas ahumadas ocultaban sus ojos, pero era imposible no conocer esa cara. Durante años la vio en los sellos, altiva y desdeñosa, en las monedas y en los NoDos. Su mano enguantada saludaba ahora con un blando gesto mecánico. Siempre pensó que si alguna vez se lo encontraba le intimidaría su aura de majestad, pero lo encontró pálido, pequeño, precario. Se emocionó, sintió una especie de violenta ternura, el deseo de proteger a aquel hombre frágil que empezaba a ser un anciano. Los aplausos ensordecían a su alrededor como un viento azotando las copas de los árboles en un bosque y entonces rompió a gritar sin saber por qué, sorprendido por los tonos agudos de su voz, que vociferaba junto a los demás: «¡Franco!, ¡Franco!, ¡Franco!».
Estaba acostumbrado a ver multitudes con cierta impaciencia indiferente, cosa fácil para alguien que hace años había renunciado a la piedad. Cuando el coche empezó a girar en un recodo del camino, reparó en aquella cara congestionada, común, vagamente ridícula incluso, pero estridente como una herida abierta en medio de la multitud. Diez minutos después volvió a recordarla. Esa misma noche soñó con aquel desconocido, que lo llevaba cogido de la mano bajo un cielo de El Greco murmurando algo en voz baja, algo que no podía oír bien. Se despertó bañado en sudor.
Durante años frecuentó sus pesadillas. No fueron los miles de hombres y mujeres cuyas sentencias de muerte firmó, ni sus huérfanos, ni los que murieron de asco en las cárceles, fue el rostro vulgar del más insignificante de los hombres el que llenaba de espanto y humillación sus noches. Abelardo dejó pasar su vida haciendo con sus dedos gordezuelos paquetitos de papel de estraza con sosa caustica, azulete, arena de fregar, goma arábiga, escribiendo etiquetas con una relamida caligrafía aprendida en los cuadernos Rubio; ignoraba que el hombre dueño de los destinos de un país, aquel que hacía temblar a viejos militares con cualquier matiz imprevisto de su voz aflautada, tenía miedo a que llegara la noche y encontrarse en los rincones del sueño con su cara bonachona que lo amenazaba, lo perseguía, lo avergonzaba. A veces, inmensa como un planeta, lo levantaba en la palma de su mano, mientras el Generalísimo sollozaba y pedía clemencia, para después lanzarlo al suelo y romperlo en mil pedazos gimoteantes.
Descontados los años que le fueron concedidos, el tirano ingresó apenas con vida en el hospital La Paz, donde en otra planta también se estaba cumpliendo el acto final de la biografía de un oscuro tendero, víctima de la rotura de un aneurisma. En mitad de la noche despertó recordando la perdida voz ronca de su padre. Se incorporó y se levantó con placer de la cama, hacía tanto que no podía andar. La unidad estaba a oscuras, como lo estaban las calles tras la ventana. Necesitaba salir de allí, volver a sus graves ocupaciones. En el pasillo colgaba un reloj parado, no había nadie. La luz le molestaba, una luz que se le antojó intolerable.
No sabría decir cuánto tiempo había transcurrido hasta que vio como alguien se acercaba desde el fondo, con la misma bata de enfermo, perdido y asustado como él. Lo reconoció enseguida, pero esta vez no sintió temor porque entendió que era aquella y no otra la última cara que vería y que todo le había sido anunciado aquella tarde de primavera, saludando a la multitud. Lo entendió ahora que todo empezaba a borrarse: el mar verdoso y las arenas de la niñez, los cañones, las banderas flameando, mitras y palios, pantanos y exhibiciones deportivas, la aridez colosal de un monumento en un valle sin alegría, las paredes del lugar donde creían estar. Se miraron a los ojos, hermanados en aquel horror y aquel deleite en el que se sumergían mientras la memoria de ambos, las palabras con las que intentaban nombrar aquello que estaba pasando y que no podía ser nombrado, cada uno de los segundos que ya se habían consumado, eran arrastrados por un viento que era un furor y una clemencia, que iba difuminando sus rasgos, vaciando el mismo tiempo hasta que solo quedó ―sin principio, sin fin― esa luz .
Sucedió que una amiga mía, que vive en un pueblo de las afueras, volvía a casa finalizada la jornada y de buen humor, circunstancia esta que conviene subrayar. Pasó al lado de una iglesia donde un cartel anunciaba el concierto de un “coro danés de voces blancas”. Tengo que decir que mi amiga es músico y que en Huétor Vega, aun siendo un pueblo encantador, la presencia de un coro danés de voces blancas es algo bastante excepcional. Así que mi amiga se adentra sin pensarlo en la penumbra del templo. Hay en las iglesias de los pueblos una especie de acogedora, limpia, humanísima sencillez. La de Huétor, una muestra de arquitectura mudéjar del siglo XVI, no es ajena a ese encanto. No había mucho público y en medio de ese silencio resonante de bancos de madera y toses sofocadas hizo finalmente su aparición el coro: un grupo de muchachas unánimemente rubias -el rumor ligero de sus pies sobre el suelo de piedra- que vestían de negro con una estola roja sobre los hombros. Empezaron a cantar.
Lentamente, aquellas voces con algo todavía infantil, voces sin historia y sin remordimientos, desplegaron ante los oídos de mi amiga una bóveda de una belleza transparente, como si el tiempo suspendiera su disciplina, como una luz que era un acuerdo con una existencia repentinamente investida de sentido. Habréis alguna vez oído hablar del síndrome de Stendhal. En determinado sujetos expuestos a una experiencia estética muy intensa se produce una reacción en forma de vértigo, confusión, temblor y palpitaciones. En el caso de mi amiga la respuesta consistió en un llanto difícil de dominar.
Aun en semejante estado de disociación, no podía dejar de darse cuenta de que sus lágrimas empezaban a llamar la atención de parte del público y, especialmente, reparó en que las encantadoras muchachas del coro, tan rubias, tan blancas, tan boreales, la miraban apenadas, conmovidas por la aflicción que desgarraba a aquella desconocida. Percibió entonces, de manera casi física, que cantaban para ella, para sacarla de su espantosa crisis de mujer anónima, que a su manera danesa le decían: ¡estamos contigo!, «you’re not alone, gimme your hands!».
Un estremecimiento de gratitud, de amor oceánico comenzó a arrancar hipidos de su cuerpo. Hubiera querido decirles que no había de qué preocuparse, que era feliz como un pajarico, pero a esas alturas ya todo el recinto estaba pendiente de sus sollozos convulsos.
Por un momento pudo parecer que la absurda situación se resolvería cuando, a modo de intermedio, un pianista se dispuso a interpretar arreglos de cantos populares. Mi amiga conocía al pianista, sabía que no era un virtuoso y podía ver que el teclado eléctrico del que se disponía no auguraba una experiencia estética de primer orden. Quizás podría así cortarse ese flujo embarazoso de lágrimas y mocos, de manera que bajó la guardia. El hombre, que tenía ya sus años, coloca sus manos sobre el teclado y empiezan a sonar reconocibles, inevitables, fatales, los primeros acordes de “El noi de la mare”.
«Què li darem en el Noi de la Mare?
Què li darem que li sàpiga bo?
Panses i figues i nous i olives,
panses i figues i mel i mató».
¿Os he contado que mi amiga es catalana? Esa y no otra era la canción que desde su más tierna infancia le cantaba su madre para inducirla al sueño. Y entonces se le vinieron encima todas las noches lunares de la primerísima niñez y la luz encendida de la mesita de noche y la suavidad de aquel pijama con la cara de Bambi y aquel sentimiento inefable de estar a cubierto, arropada por las mantas y por aquella voz que alejaba todo temor y que le hacía sentir que el mundo era bueno y seguro y amable.
A estas alturas a mi amiga ya le daba todo igual y, sin freno alguno, lloraba a lágrima viva. La compasión del público empezó a transformarse en una cierta incomodidad, ¡algunos niños la miraban impresionados! El mismo pianista dirigió unas palabras al público, explicando que las canciones populares apelan a emociones muy arraigadas en el inconsciente y pueden tener un efecto catártico sobre personas deprimidas. En ese momento sintió todos los ojos presentes clavados en su nuca y empezó a pensar en cómo huir de allí, cómo levantarse y salir de la iglesia secándose las lágrimas con la mayor dignidad posible dadas las circunstancias, mientras el pianista lo daba todo atacando “El paño moruno”; no fuera a ser que se presentara un médico compasivo y, mientras la sujetaban firmemente de los brazos, le inyectara en vena una dosis masiva de alprazolam.
(Le he robado esta historia a Isabel Maynes, tal y como la contó el día de su cumpleaños, con los inevitables añadidos de mi cosecha. Espero haberle hecho justicia.)
Al entrar en la mediana edad y harto de una seca vida de humillantes renuncias al servicio de la administración pública, Buenaventura Medrano decidió consentirse un viejo anhelo. No escatimó en gastos. Medrano era hombre frugal y previsor, de modo que empleó un dinerillo que había ahorrado para colocarse unas fundas dentales en un gesto que, a su entender, bien valía resignarse unos años más a sus dientes de fumador corroídos por el sarro y la escasez de besos columbinos. Planificó la acción durante meses y en ese cálculo hallaba un gran placer.
Alquiló un helicóptero pilotado y a las siete ya estaban sobrevolando la cabalgata de Reyes. La noche era fría, ¡qué conveniente! A una señal de Medrano, el aparato descendió sobre la multitud y este, sintiendo una exaltación incomparable, barrió el escenario con un foco cegador. A través de un equipo de megafonía su voz monótona retumbaba por plazas y calles a un volumen insoportable, reventando los cristales de las ventanas. Un principio de éxtasis le recorrió la columna mientras se escuchaba a sí mismo pronunciar, eufórico, cariñoso, enfático:
“Niños, los reyes son los padres.
Son los padres. Escuchad.
Los reyes son los padres”.
Y era como haber derramado agua hirviendo sobre un hormiguero, un pánico de mulo ciego ascendiendo en espirales, las figurillas en desbandada ofuscadas por la luz, como espigas bajo el vendaval, los gritos de los niños ya un clamor de alfileres, los adultos mirando al cielo y amenazando con el puño cerrado, protegiendo las cabezas de sus críos con los brazos. Todo se deshacía en una inminencia de colapso, como resquebrajaduras extendiéndose sobre la superficie de un lago helado. El miedo cristalizaba en el aire, el cielo ahora era un espacio denso y escaso, sin distancias, las estrellas como cigarros apagados. La multitud se dispersó corriendo, pisándose las bufandas, atropellándose. Las coronas de los reyes rodaban por el suelo junto a las heces de los camellos. Qué tristes y qué ridículos los últimos gritos aislados buscando refugio en los portales.
El helicóptero lo depositó con suavidad en el silencio de la plaza abandonada. Todos se habían escondido en sus casas. La pequeña ciudad se había despoblado. ¿Se atreverían a salir a la mañana siguiente cuando el sol, como una vergüenza, revelara el aspecto miserable de las calles? Las redes sociales ardían con frases como “¿y ahora qué?” o “rabia e impotencia”.
Medrano pudo caminar toda la noche tranquilamente, con sus plácidos ojos claros entrecerrados, tarareando con descuido cancioncillas de los payasos de la tele y equivocándose con las letras. Las calzadas estaban perdidas de serpentinas y caramelos que Medrano cogía y se metía en la boca a dos manos, rompiéndolos con los dientes hasta sentir un asco azucarado. Miraba complacido las fachadas. Tras las ventanas los niños temblaban en sus camas y los padres se miraban desvelados.
Pensaba en el valor pedagógico de su acción, en las consecuencias a muy largo plazo. Preveía futuros nihilismos, convulsiones, grandes carnicerías, ¡cualquier cosa era posible!
Más adelante se encontró con una puta que lloraba por los niños, sentada en las escaleras de la oficina central de correos. Mentalmente le puso por nombre Ajenjo y la invitó a un chocolate con churros. Aquella noche Medrano, dichoso, justificado, durmió el sueño abismal de los topos.