Hacía tiempo que no estaba en un rodaje. Desde la infancia y durante buena parte de mi vida quise ser director de cine. No lo conseguí, siendo este uno de mis fracasos más señalados, de esos que forjan un carácter. Lo impidieron mi inmadurez, la falta de esa maniaca capacidad de concentración, ese nivel de exigencia que no se detiene ante nada y que el cargo exige. Con dinero público, que podría haberse destinado a empeños más necesarios, perpetré varios cortos de muy mala calidad que permanecen en un olvido piadoso. Dos de ellos literalmente desaparecidos.
Recuerdo un momento en uno de aquellos rodajes. Sentado en un descanso con un café en la mano, rodeado de trípodes, focos, reflectores, cables y gente preparando el set. Pensé ingenuamente que esta vez era de verdad, que esa tensa, agotadora actividad sería mi vida. No pudo ser.
Y ayer volví a esa atmósfera como visitante, solo que ahora la maquinaria era mayor, una producción sin restricciones de una gran plataforma, de la cual yo era guionista. Sentí cierta nostalgia, pero el distanciamiento me permitió ver las cosas de otra manera. Sentí entonces admiración.
No menos de treinta personas ocupaban una calle del centro de Madrid con algo de la agitación colectiva del hormiguero, la precisión de la producción en cadena y la provisionalidad de una tribu nómada. Con un singular buen humor, teniendo en cuenta el madrugón y el frío, desplegaban casi en silencio una actividad incesante, minuciosa, secreta para el profano. La orquestación de una labor complejísima. Los actores, como hierofantes en trance, se desdoblaban en personajes imaginarios viviendo situaciones inventadas, simulacros de existencia. Más concretamente: fragmentos simulados de existencia. Tecnología punta y trucos de saltimbanqui para efectuar una operación mágica, en que se hace emerger de la misma realidad una realidad nueva. Un gnóstico lo hubiera considerado un rito abominable. Contemplaba a la tribu que a tales maniobras se entregaba: todo tipo de edades, de rasgos, de biografías… todos unidos ―supongo― en una misma pasión por esos ejercicios de fingimiento. Como escritor yo habito el reino de la pura especulación, las gentes del cine crean realidad dotada de sentido. Es una alta tarea, pudo haber sido mi familia. Esa mañana de noviembre ―con un frío que pelaba, sin amargura, sin lamentaciones― los quise. No pudo ser.
