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Desesperación y Risa

~ el blog de Salvador Perpiñá

Desesperación y Risa

Publicaciones de la categoría: política

La culpa y sus prestigios

07 lunes Dic 2020

Posted by Salvador Perpiñá in política

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culpa, cultura de la cancelación, libertad de opinión

La Ilustración supone el guillotinazo de salida de la idea de Progreso, del simultáneo proceso de demolición del Antiguo Régimen y el viejo Dios. Siempre me ha extrañado que esta última tarea no se efectuara con una desesperada melancolía, ya que certifica nuestra segura aniquilación. Al contrario, el desmantelamiento de nuestra más antigua ficción se lleva a cabo con un extraño júbilo, con la contagiosa alegría de una liberación. Al acabar con la Gran Figura Paterna creíamos, exaltados, acabar igualmente con la culpa, ese molesto bichito que devora parasitariamente nuestra mente y lastra la fuerza creadora de nuestros instintos.

La culpa tiene una pésima reputación. Residuo de la infancia de la especie, debilidad de mal gusto, enfermedad indecorosa del alma que nos empuja a la neurosis y da el salto al mundo físico en forma de patologías digestivas, dermatitis y cáncer. Un horror. Los psicólogos diseñan terapias y administran fármacos para aliviarnos de su peso.

Dos siglos y dos guerras mundiales después, alcanzamos a finales de los años sesenta una nueva inocencia. El hombre no tiene ya nada de lo que avergonzarse, dueño absoluto de sus actos. Su deseo es su única ley, nada de cuanto imagine o sueñe es impuro, no hay condena porque no hay pecado. Los placeres de la carne son conocimiento, la embriaguez aventura. No habrá ya nada suficientemente sagrado para ser protegido del poder disolvente de la risa. En los ochenta se amplía la amnistía con el concepto de los guilty pleasures, ya puedes confesar que te gusta la música de consumo o las comedias sentimentales; demonios, hasta forrarse deja de estar mal visto, el codicioso deviene emprendedor, alguien que persigue sus sueños a base de intuición pura, disciplina y resolución.

Y sin embargo… treinta años después esa culpa contra la que tanto combatimos vuelve por sus fueros, desbordando sus límites iniciales, hipertrofiada de un modo grotesco, en lo que a algunos antipáticos sospechosos se nos antoja un delirio colectivo.

La culpa es ahora retrospectiva e ilimitada. La práctica del online shaming permite que un chiste o un comentario hecho hace años pueda acarrear consecuencias catastróficas a la velocidad de la ira ―las almas bellas gustan de denominar “consecuencias” a las prácticas represivas de la “cultura de la cancelación”―. Personas emocionalmente frágiles e inestables, incapaces de aceptar una opinión que contradiga su visión del mundo, exigen y arbitran un virulento mecanismo de venganzas y derogaciones. Una neolengua de eufemismos se expande, caduca y renueva sin cesar. No herir, no ofender se torna idea fija, todo es renombrado en la creencia de que modificar el lenguaje modifica el mundo y ¡ay de quien ose volver a las antiguas, crueles, inmundas palabras! Estrellas del espectáculo, deportistas y políticos se entregan a aparatosas exhibiciones de arrepentimiento público porque en su juventud dijeron algo indebido o tuvieron lo que, con suprema gazmoñería, se llama «una conducta inapropiada».

La vieja culpa se veía atenuada por el olvido y el perdón, pero no existe el olvido en la sociedad digital y tampoco el perdón, porque la culpa va más allá de nosotros y de nuestra voluntad y se extiende a lo colectivo. El “privilegio”, la nueva versión del pecado original, nos estigmatiza como réprobos por el hecho de pertenecer a mayorías opresoras. Somos responsables de los pecados de nuestros padres y nuestros antepasados, de nosotros solo se espera que guardemos un decoroso silencio avergonzado.

Es difícil combatir semejante estado de opinión, el sentimiento visceral suplanta a la lógica y a la razón y permite a sus entusiastas sostener una cosa y la contraria con envidiable desenvoltura. El corazón manda. A los disconformes, en el mejor de los casos, se nos ridiculizará como entrañables cascarrabias inadaptados en ese nuevo orden que inevitablemente ha de venir o, a las malas, se nos señalará como cerriles enemigos del débil y el desamparado. En ciertos entornos es tan problemático pronunciarse que lo más sensato sería callar y esperar a que escampe, para evitar una suerte de muerte civil. Pero es mucho lo que nos jugamos. Alguna vez hay que plantarse y decir tranquilamente no. No al matonismo intelectual, no al ignorante desconocimiento de la historia y de nuestras debilidades, no a las furiosas exigencias de una perfección monstruosa, no ―y este es el no más difícil― a las lágrimas del victimismo que manipula. Porque solo la circulación abierta de todas las ideas nos ha hecho más libres, porque solo un pensamiento sin ataduras nos hace iguales, porque cada vez que se silencia una opinión somos menos humanos.

Ni un español sin su orfidal

19 martes May 2020

Posted by Salvador Perpiñá in política

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política, triste España sin ventura

Soy un ingenuo, de verdad que llegué a pensar que ante una crisis como la que estamos viviendo podría cesar siquiera por un instante la permanente campaña electoral con tintes guerracivilistas en la que hemos convertido desde hace años nuestra política. Digo hemos porque dejar caer toda la culpa sobre los hombros de la clase dirigente sería un ejercicio de autoindulgencia. Tenemos lo que nos merecemos. Basta recorrer las redes sociales cada mañana para darse cuenta de que hemos ido a peor, de que razonamos como perros rabiosos y nos expresamos como oradores decimonónicos en crack. Ninguna exageración nos parece suficientemente enérgica, los paralelismos más delirantes ya no nos satisfacen; palabras como miserable, vomitivo, criminal, asesino, se prodigan con desenvoltura. Con tal de aplastar al discrepante no hay falacia argumental a la que no recurramos sin sentir vergüenza de nosotros mismos. Si hay que mentir se miente, hasta que lleguemos a creernos nuestras propias mentiras. Se desconfía de aquel que no levanta la voz, reconocer aciertos del otro es de traidores, el matiz cosa de maricas. La ideología, más que nunca, se ha transformado en una cuestión tribal, una simplificación y un desahogo. Una praxis de la intransigencia.

Quiero pensar que una minoría hiperactiva ―entre el tribuno y el macarra― nos muestra un cuadro distorsionado de la realidad y que muchos más de lo que parece intentan embridar sus pasiones y sus sesgos. Lo dudo, pero lo deseo, ya he dicho que soy un ingenuo. Lo que nos espera va a ser durísimo así que, por favor, ¿podríais callaros de una puta vez?, ¿seréis capaces de dejar pasar un día sin acusar al gobierno de genocidio o jalearlo ciegamente defendiendo lo indefendible o difundir alguna indignidad real o inventada del adversario? La química moderna nos ofrece una amplísima gama de ansiolíticos y tranquilizantes, a cada ciudadano su narcótico. Haced uso de ellos y dejad de envenenar el aire. El problema no es el fascismo que viene ni la república bolivariana, el problema, queridos, somos nosotros.

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James Ensor

Realismo

09 lunes Mar 2020

Posted by Salvador Perpiñá in política

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ideologías, mesianismo, realismo

Estaba la otra noche viendo la por lo demás excelente The lost weekend (“Días sin huella”), dirigida por Billy Wilder en 1945, cuando en los minutos finales un diálogo escandalosamente literario me hizo sentir incómodo, casi ruborizado. Nos hemos acostumbrado al realismo en la ficción. Los diálogos deben simular la naturaleza entrecortada de la conversación real, exigimos que los efectos especiales sean irreprochables y cada mecanismo de la acción rigurosamente verosímil. Lo contrario nos provoca risa o irritación.

En literatura nos encanta jugar con los puntos de vista, descomunales energías se consumen en la virtuosa recreación de un idiolecto para la voz del narrador, todo lo que no sea evocar la condición fragmentaria de nuestra percepción adolece de infantilismo. Se repudia la omnisciencia, se denigra el adjetivo.

No nos dejamos seducir fácilmente, hemos perdido la sugestión del engaño, la predisposición al asombro del niño que fuimos o del bárbaro que se estremecía al escuchar una y otra vez las crónicas del bardo. Nos enfrentamos a la ficción con la actitud de un cliente exigente y caprichoso, un consumidor. Exaltado así el naturalismo ―el credo estético de la triunfante burguesía decimonónica, no lo olvidemos―como valor supremo, no cabe descartar pérdidas. Quizás nos estemos privando de insospechadas posibilidades de emoción y conocimiento.

¿Y si tras ello no hubiera una exigencia insobornable de veracidad sino, por el contrario, una voluntad de narcosis? Quizás necesitamos a virtuosos de la mentira porque no soportamos ya que se vea el artificio, nos negamos a aceptar los límites entre la ficción y lo real, el engaño debe ser completo.

Y así, descreídos como nunca, seguimos comprando en el mercado de las ideologías relatos salvíficos de una indigente simplicidad. No es algo que carezca de importancia, el relato político, a diferencia del artístico, se traduce en leyes y sanciones, condiciona nuestras vidas. Las multitudes exigen el fin del mal, convencidos de que una legislación invasiva y estricta acabará de una vez por todas con la aflicción. Pero quién reclama redención convoca a redentores.

Nos creemos sofisticados y sin embargo la dialéctica de las emociones se ha hecho hegemónica y nada más antipático que el recurso a lo racional. El llanto se transforma en un argumento irrefutable, promovemos a niños a la condición de oráculos, tenemos nuestros santos y nuestros mártires, no somos tan diferentes de las sencillas, impresionables almas medievales. Creemos en el poder de las pancartas como antes en el poder de los conjuros, creemos en la manifestación (el kitsch de la Gran Marcha del que hablaba Kundera) como luminosa, eficaz herramienta del cambio, personas adultas siguen hablando de un definitivo «despertar de las conciencias». La dureza de lo real es ilusoria, basta con desear, con sentir. Pidamos lo imposible, bajo los adoquines está la playa, asaltemos los cielos, son las nuevas formas de lo mesiánico.

No elogio el conformismo, ni postulo un nihilismo de la renuncia, solo me atrevo a pedir la madurez justa para desconfiar de quienes nos prometen el fin de toda iniquidad. No niego el coraje del justo ni aplaudo el cinismo del codicioso, solo recuerdo que la buena voluntad y la mala poesía también han llenado las fosas de muertos.

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Una modesta proposición (otra)

16 miércoles Oct 2019

Posted by Salvador Perpiñá in política

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carisma, ego, políticos

Un político es alguien que ha aprovechado una oportunidad, le ha salido bien y un día descubre que tiene centenares de miles de incondicionales. No likes en las redes sociales, eso es demasiado inmaterial. Hablo de incondicionales, de sentir físicamente tu liderazgo. Para eso se organizan los mítines, no para ganar votos. Toda esa liturgia del siglo pasado es un dispositivo para que el político se recargue mediante un baño de carisma y sudor. Lo necesita. No se hace para enfervorizar a los asistentes, se hace para enfervorizarle a él. Se hace por su bien. Se alimentan de eso, vampiros de nuestros entusiasmos.

Tienen tablas, ellos y ellas han pasado años como las estrellas de rock, fogueándose en pequeños formatos. Han perfeccionado sus recursos en pueblos perdidos y sedes provinciales, hasta que llega el momento en que atestan pabellones y es cosa de ver cómo ante un micro se llenan de vida y de jactancia y sobreactúan. Son muy buenos en eso y cualquier cosa que dicen, lo que sea, la primera barbaridad que se le pasa por la cabeza a ellos o al flipado que les escribe los discursos, obtiene una respuesta rugiente, unánime, un entusiasmo palpable. Un clamor, en sentido literal. Antes y después se hartan de estrechar manos, los abrazan y son besados por abuelas simpatiquísimas. Se crecen, ¿no se van a crecer?

A esa gente peculiar encomendamos en tiempos nada fáciles la protección de nuestros derechos y el gobierno de nuestros asuntos y nuestros hábitos. No podemos cambiar nuestra naturaleza, pero acaso podamos moderar la suya. Votemos a los nuestros, sí, pero no los aplaudamos tanto. Abuelas, no los beséis. Niños, sed ariscos y mordedles. Hacedlo por nuestro bien.

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Los desterrados hijos de Eva

28 sábado Sep 2019

Posted by Salvador Perpiñá in política

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causas, dogmas

«You got to tell me brave captain,
Why are the wicked so strong». TOM WAITS. “Mr.Siegal”

Podría parecer que un ateísmo de facto es la condición mental de buena parte de Occidente. Sin embargo, a poco que se medite, vemos cómo el lugar de la religión ha sido ocupado por ideologías de fuerte carga mesiánica, sacrificial, apocalíptica. No resulta difícil identificar esos nuevos cultos, que sus seguidores más acérrimos suscriben con un fervor indistinguible de la vieja fe.

Visiones del mundo totalizadoras, omnicomprensivas, cada una de ellas es un sistema articulado de hechos irrefutables, medias verdades y exageraciones gesticulantes, que aspira a una explicación integral de las incertidumbres del presente y los procesos históricos.

De irrenunciable carácter agónico, su mitología es la de una lucha continua contra un statu quo inicuo o aterrador. Es necesario amplificar la conciencia de un sufrimiento intolerable para justificar una urgente movilización. Toda idea de gradualidad, de procesos de mejora a lo largo del tiempo, es vista con desconfianza. Como en los mitos fundacionales, se anhela la derrota del mal en un único gesto que prenderá en las multitudes, como un incendio de justicia. Un despertar de las conciencias, un nuevo amanecer, son algunas de las metáforas de la epifanía revolucionaria. Se detesta lo posible, se exige la utopía, la venida del Reino. Imagine all the people.

El adepto se entrega al entusiasmo del activista, que colma de sentido la grisura y banalidad de nuestras vidas. De ahí la apelación constante al rito de la comunión colectiva. Llenar la calle de multitudes enfervorizadas no es solo una demostración de fuerza, es puro eros, un éxtasis de proporciones masivas, concentración de energías fabulosas. Se corean ideas fuerza, se siente la unión contra el enemigo, se canta, el corazón estalla de amor. También de odio. Los media publican a gran tamaño fotos de jóvenes, bellos jóvenes viviendo esa embriaguez. Los jóvenes. La humanidad ha asesinado a sus jóvenes durante toda la historia, mandándolos a empapar con su sangre los campos de batalla.

Se buscan símbolos que aglutinen la emoción. Tienen sus santos. Y sus mártires. Los seguidores deben observar una agotadora preceptiva que regula maneras, costumbres, dietas. Se es especialmente meticuloso respecto al uso del lenguaje. Cada una de estas cosmovisiones crea a su alrededor una neolengua, hecha de conceptos que una vez nombrados devienen irrefutables. Cualquiera que haya debatido con un exaltado, sabe hasta qué punto el lenguaje, lejos de ser una herramienta de indagación, de cuestionamiento, se transforma en un mantra. Un escudo y un arma.

Porque sabemos que una causa deviene credo cuando no admite el menor cuestionamiento de un discurso sin fisuras. Todo disidente pasa a ser un enemigo al que se le atribuye ignorancia y complacencia con el sufrimiento. Alguien que alberga las peores intenciones y al que podemos encasillar en ideologías inhumanas. Ante él solo cabe la vergüenza o el furor. Pero es el tibio el peor de todos. El tibio es un mal bicho, un cínico, un sombrío aguafiestas, un traidor que se ha pasado al lado oscuro.

Se me suele argumentar que se trata de quejas puramente estéticas, sutilezas hamletianas de conformista que impiden la pujanza de corrientes que nos redimirán, que hay que mancharse las manos, que no todo el mundo es capaz de un sólido juicio crítico y que es lícito engañarlos un poco, asustarlos, hablarles como a niños si con ello conseguimos mover sus conciencias. No es una cuestión que se pueda despachar con facilidad y no sé cómo responder a ella.

Sé que existen el mal y el peligro, sé que hay justos entre nosotros, sé que somos un animal sentimental y codicioso, que no hay infamia de la que no seamos capaces. Sé que los crueles se suelen salir con la suya, sé que eso desata la rabia y que nuestro futuro depende del manejo de esa rabia. Donde crece el abuso proliferan los mercaderes del miedo y la ira, que señalan, acusan y fruncen el ceño desde sus estrados. No transijamos con la injusticia, pero no nos dejemos seducir por ellos. No creamos en promesas. Aprendamos la decepción, sobrepongámonos a ella. No nos rindamos nunca.

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Andrei Rublev (Andrei Tarkovsky, 1966)

 

Vae victis

29 lunes Abr 2019

Posted by Salvador Perpiñá in política

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derrota, elecciones, PP

Registraba Cioran con su habitual perspicacia cómo le sorprendió un comentario de una señora de apariencia corriente en el museo del Prado, «con Felipe II empieza nuestra decadencia», revelador de hasta qué punto un sentimiento de caída, de acabamiento, es moneda común entre nosotros. Igual que en tantas otras cosas se equivoca Santiago Abascal al sostener, perentorio, que «España unida nunca ha sido vencida». Una parte de mi infancia coincidió con el final del régimen franquista. Un libro titulado Lecturas Históricas pretendía exaltar las gestas nacionales, pero hasta un niño podía darse cuenta de que la historia de España era a partir de cierta época una sucesión de derrotas, un aprendizaje de la decepción. Todo lo tuvimos y todo lo perdimos. Lo hacíamos con dignidad y con frases de mucho lucimiento, pero lo cierto es que nos dieron hasta en el cielo de la boca. Esto hace de nosotros un país ligeramente disfuncional, pero sin duda interesante. «No hay segundos actos en las vidas americanas», decía Scott Fitzgerald. Nosotros, por el contrario, somos el país de las segundas oportunidades. Ni siquiera tenemos una palabra equivalente a ese ominoso loser y tuvimos que utilizar el feo calco de perdedor. Y yo lo celebro.  La naturaleza ―medida de toda moral para el rousseauniano sentimental― no es amable con los que pierden, esa piedad forma parte de las conquistas de lo humano.

Viene esto al caso de una imagen tremenda que nos brindó ayer la noche electoral. Tras un resultado calamitoso, los seguidores del Partido Popular no acudieron a arropar al líder en desgracia. Donde hace unos pocos años se agitaba un campo de banderas eufóricas, solo teníamos el aburrimiento dominical y nocturno de una calle cualquiera de Madrid. Unas escuetas instalaciones previstas para el caso de una celebración que no tuvo lugar subrayaban la melancolía de la escena. Así ocurren las cosas. Me sorprendió sentir cierta tristeza, como la sentí hace años tras un batacazo espectacular de IU. ¿Por qué habría de compadecerme de un político mediocre y con aspecto de vivales, aprendiz almidonado de halcón, de alguien que se ha ganado a pulso la derrota escorando temerariamente su partido hacia la derecha dura? Quizá porque sé lo que se siente, casi todos lo sabemos. Vivir te hace experto en rendiciones. Desde el sabor acre del polvo y la sangre en los labios del niño hasta la zozobra de los grandes fracasos del amor, los sueños de fortuna frustrados, el dolor insoportable de las pérdidas. Esa dimensión de incumplimiento en nuestras vidas nos iguala a todos.

Quienes tuvieron poder y lo perdieron hablan de un brusco vacío que crece a su alrededor. Privados de la noche a la mañana de la capacidad de dispensar favores, todo un ecosistema de lealtades y afectos se viene abajo. «This is the way the world ends. Not with a bang but with a whimper». Los teléfonos dejan de sonar.

Alejado del mando, donde no le hubiera temblado la mano a la hora de firmar leyes  ―y cada ley que se sanciona tiene consecuencias y supone damnificados― Pablo Casado se iría anoche a dormir con una desazón en el estómago. Instantes antes de reclinar su cabeza ya desengominada, con el código civil dentro, sobre el pecho de su esposa, se miraría al espejo del baño, se encontraría disminuido, vagamente ridículo. La fría burla de lo irreversible.

Mientras, alguien fue el último en irse y apagó las luces en Génova 13. En el silencio enmoquetado ya empezaba a crecer un rumor futuro de puñales desenvainados.

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Mansplaining

04 lunes Mar 2019

Posted by Salvador Perpiñá in política

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disidencia, feminismo

Lo he pensado mucho antes de escribir esto. ¿Merece la pena?, ¿merece la pena exponerme al sarcasmo de trazo grueso, a sobreactuadas explosiones de indignación moral, al bloqueo de personas a las que aprecio, a que me coloquen la letra escarlata de simpatizante de causas horrendas, a una nada improbable excomunión laboral, a esa otra forma sofisticada de sarcasmo consistente en decir que uno mismo también sobreactúa y exagera, que no es para tanto?

Sí es para tanto, estas líneas van en contra de un pensamiento abrumadoramente hegemónico. Uno lleva meses observando con una mezcla de fascinación y angustia cómo el sistema, los políticos, los media, los mercaderes del zeitgeist ―con las debidas excepciones, no voy a negarlo― se suman sin fisuras a una tendencia demandada por su público y pugnan por exhibir sus credenciales de adhesión a un discurso que no tolera disidencia alguna y ha generado sus propios anticuerpos, de manera que el cuestionamiento de cualquiera de sus postulados te sitúa fuera de lo socialmente aceptable y te lanza a los eriales ideológicos donde habita el hirsuto ultraderechista.

Al fin y al cabo a los que coincidan conmigo no les voy a aportar nada que no sea el calorcillo de no sentirse tan solos y no soy tan arrogante como para pensar que pueda hacer cambiar de ideas a nadie, porque las convicciones suelen ser de naturaleza puramente emocional, con frecuencia inasequibles a la lógica y al dato.

Sin embargo, me siento tan ridículo practicando ese «hijo, tú no te signifiques» en pleno año 2019 que, con esa falta de sentido de la oportunidad gracias a la que nunca llegaré a nada, voy a soltarme el pelo. Tampoco es que me considere Galileo, no me malinterpretéis.

He leído atentamente las 30 páginas del Argumentario de la Huelga del 8M del 2019. Ignoro hasta qué punto es el manifiesto oficial de las movilizaciones, pero a algo elaborado por la Comisión 8 de marzo del movimiento feminista de Madrid y publicado en la web de la Federación Estatal de Organizaciones Feministas tengo que suponerle un papel relevante en la articulación de esa jornada.

No voy a argumentar contra cada una de las afirmaciones discutibles que acribillan el texto, independientemente de las verdades que contenga. Vibrante, entusiasta, abundante en mantras y en términos de esa neolengua característica del movimiento (el uso de jergas específicas siempre nos debe poner en guardia, exhala el inequívoco perfume del fanatismo), en sus peores momentos parece un delirio y una parodia en la línea de aquel sketch sobre el Frente Popular de Judea de los Monty Python. Escrito como una inacabable carta a los reyes magos, un catálogo minucioso, indiscriminado y victimista de afrentas, mezcla alegremente churras con merinas y aúna infantilismo y paranoia a partes iguales. A las amigas que se sumarán a la huelga del 8 de Marzo les preguntaría, ¿os sentís representadas por este documento?, ¿os parece que ofrece una interpretación plausible, adulta, de la realidad, un diagnóstico y unas vías razonables de solución a los problemas?, ¿os empodera de verdad?, ¿no os sitúa por el contrario en una eterna, querulante, irresponsable minoría de edad que reclama una solución mágica a las asperezas del oficio de vivir?

Porque el texto no solo adolece de un discurso inconsistente, no es solo cuestionable, irracional y en ocasiones contradictorio. Creo que es fundamentalmente ridículo. Por respeto a las sufragistas, por respeto a Virginia Woolf y a Rosa Parks, por respeto a la más decisiva causa emancipadora del siglo XX y a las que a ella aportaron lo mejor de su pasión y su inteligencia, por respeto a las mujeres que han sido y siguen siendo víctimas de la violencia, la injusticia y el abuso, las feministas no pueden permitir que una minoría febril e hiperactiva tire de la causa, la represente y la malbarate. Otro feminismo es posible. No creo que a estas alturas de la historia se pueda no ser feminista. Pero esto es otra cosa muy distinta y creo que plantarse en contra empieza a ser una exigencia ética e intelectual.

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Elogio del tibio

12 lunes Nov 2018

Posted by Salvador Perpiñá in política

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equidistancia, odio, redes sociales

No tiene mucho sentido protestar contra el odio, probablemente una emoción necesaria, garantía de supervivencia individual y colectiva. Siempre ha estado con nosotros. A lo largo de los tiempos van variando las figuras que lo concitan. Anticuerpos, atractores de la furia en la vasta homeostasis de los afectos.

El extranjero, desdichados de aspecto monstruoso, brujas, traidores, infieles, tiranos, espías, recaudadores, crueles jefes de policía, razas enteras, religiosos, políticos venales, asesinos de niños, depredadores sexuales, altos ejecutivos, hombres violentos con las mujeres. Se celebran los encarcelamientos, se exigen castigos ejemplares, se aplaude en las ejecuciones. En las redes sociales, madres, médicos, poetas y deportistas piden cabezas e insultan con denuedo.

No ignoro que tras las matanzas de los últimos siglos siempre ha habido documentos redactados en una sedante, impersonal prosa burocrática. Pero eso es siempre la fase final de procesos que se manifiestan con mucha antelación, como una electricidad que vibra en el aire. Al derramamiento de sangre le precede una retórica. Paul Éluard podía decir alegremente en los años veinte «exterminaremos a los amos junto con sus servidores», el viejo anarquismo soñaba con construir un nuevo reino de fraternidad sobre las cenizas de una civilización corrompida, la parte más negra del subconsciente europeo fantaseaba con un Nuevo Orden. La segunda guerra mundial puede anticiparse en las paredes de los museos.

Esa energía magmática, que llegado el momento revienta los quicios de la historia es ahora trazable en el ciberespacio. Desde la gran crisis que inaugura el siglo el odio se ha intensificado y la web ha sido un caldo de cultivo excelente. El odio tiene un lenguaje característico, el odio sobreactúa. Abundante en mayúsculas y consignas en sus variedades más viscerales, formas más elaboradas mezclan con desparpajo medias verdades, paralelismos mendaces y truculentas ampliaciones de significado, en una apelación constante a las emociones. Se le da pelo al amplificador. Los adjetivos se utilizan con alegría dejando poco espacio a la imaginación del lector. Se busca a toda costa la intensidad, no hay comparación suficientemente forzada, no hay calificativo suficientemente feroz. Nada de ambigüedades, se escribe para exaltar a los ya convencidos.

La arena política y la lucha de facciones son un reflejo especular de este ambiente. Moral cortoplacista, agresividad de vendedor de enciclopedias, que ni busca ni permite la mejora o el bien común. Las elecciones como ritual periódico únicamente sirven para darle al odio una cadencia estacional. La campaña electoral ya no termina nunca. Apenas el poder cambia de manos se escudriña el pasado de los nuevos líderes rivales en busca de faltas de ejemplaridad, se examinan con lupa currículos, se bucea en los rastros digitales con la esperanza de encontrar un comentario ofensivo contra alguna identidad. El acoso no afloja jamás, a los dirigentes se les reprochará simultáneamente estupidez y maquiavelismo, se airearán corruptelas y tratos de favor, ante las catástrofes se les acusará de imprevisión. Se magnifica la caricatura de sus vicios y sus tics. El humor grueso es una forma de deshumanizar.

Así hasta que el tiempo y el cansancio, la enorme distancia entre lo prometido y lo logrado, hacen su labor y al final, cansados de ellos, hasta sus votantes les lanzan piedras. Las grandes figuras del poder pasan por los tribunales. El fin de una era, dicen los periodistas.

Desconfío un poco cuando veo que alguien no tiene ideas, sino que tiene una causa. Sé que no es justo, que le debemos todo a gente que tuvo una causa, un coraje y una fuerza, que los desafectos somos algo así como los músicos tocando durante el hundimiento del barco. Pero a veces, en las redes uno interactúa con desconocidos que van por libre, en espacios donde no hay dedos acusadores y sí una ironía sin crueldad, sin el bronco, hirsuto bordoneo del inflexible. Y uno ve ahí un hogar y una esperanza.

He visto últimamente reproches contra los que cometemos el pecado de tibieza. Se nos acusa de equidistantes, indiferentes, faltos de compromiso, fatalmente conservadores. Nuestro silencio se interpreta como dejación y cobardía. No hacemos nada para salvar el mundo, no nos comprometemos.

Creo que hay una mezcla de optimismo y desengaño que puede ser un compromiso. No tenemos la valentía de limpiar úlceras en los trópicos o lanzarnos al mar en una noche de tormenta para rescatar a otros seres humanos, pero aquí, en este espacio de libertad ilimitada también somos necesarios. No colaboramos con el bien, pero somos pequeños diques contra el mal, siempre convencido de actuar por una causa noble. Contra lo que detestamos, contra lo estúpido y lo injusto, sarcasmo, mofa y befa. Sin dudarlo. Pero libres del légamo del rencor, sabiendo que, privilegiados del mundo como somos, no nos hemos ganado el derecho a odiar.

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George Underwood

 

Tham Luang

11 miércoles Jul 2018

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones, política

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compasión, moralistas, niños perdidos

Los niños encerrados en la cueva de Tailandia han visto finalmente la luz del día. Los hombres, capaces de perseguir y aniquilar con saña a sus hermanos, también pueden desplegar una voluntad temeraria, insensata, para rescatar a unos niños, pueden arriesgar y perder su vida por salvar la de desconocidos. Ceñudos moralistas están difundiendo un mezquino tweet en que se nos reprocha -pobres incautos que aún no hemos despertado– que nos consintamos esa elemental emoción mientras nos resulta indiferente la muerte en las aguas del Mediterráneo de otros niños que huyen de la guerra y la miseria. Son los mismos que nos afeaban nuestra compasión por los muertos en los atentados de Barcelona, Niza o París. ¿Es que unas vidas valen más que las otras?, claman severos.

No es que estos virtuosos ciudadanos tengan una capacidad para la empatía ilimitada. No iría tan lejos como para sostener que en el fondo les importan un bledo ambas tragedias, pero sí que utilizan esos cadáveres -como utilizan incendios, catástrofes, asesinatos, violaciones o suicidios- como armas arrojadizas para proyectar su descontento, su disgusto o su rabia contra el gobierno de turno, el imperio, Occidente o el sistema. La pesadilla tailandesa forzosamente les tiene que resultar incómoda, es fruto de una combinación de azar, fenómenos naturales e irresponsabilidad, ¡no se puede culpar a los sospechosos habituales! Yo no veo ahí virtud, veo odio, esa suciedad.

«Pregúntate quién está programando tus emociones», sostiene el tweet, como si desde un despacho alguien hubiera dado órdenes a todos los medios para magnificar ese caso y así olvidar los otros. Hay quien ve al ser humano como una material fácilmente manipulable. Suelen pensar que cambios en el lenguaje pueden modificar las conciencias (cuando el proceso es exactamente el inverso). Creyentes en la viabilidad de vastos proyectos de ingeniería social, no es de extrañar su convicción de que nuestros sentimientos son planificados.

Cómo hablarles de que si la historia de los niños perdidos en la cueva ha capturado la imaginación de millones de personas es por su inmensa potencia simbólica. Como en los más arcaicos mitos alguien ha sido arrastrado al inframundo, al reino de los muertos, al lugar sin luz del que nunca se regresa. Un héroe resuelto desciende hasta allí y, desafiando la ley implacable del mundo, devuelve al desventurado al sol y a las estrellas tras pasar grandes peligros por una vía áspera y estrecha como el canal del parto. Me temo -y con cuánto dolor digo esto- que una parte importante de la izquierda hace gala de un desconocimiento abrumador de nuestra naturaleza.

No es fácil defender la alegría. El tiempo nos deshace, los sueños no se cumplen, la ignorancia y la crueldad estarán siempre con nosotros, pero hoy esos padres podrán abrazar a sus hijos y nosotros, como en las viejas historias, celebraremos que por un instante el mal haya sido vencido y el daño reparado, sentiremos que algo de ese milagro también nos toca, que al igual que a esos niños se nos ha regalado el privilegio de vivir de nuevo. Ya están salvados, ahora duermen tranquilos. Ojalá agradezcan con sus actos futuros tanta generosidad, ojalá sus días sean dignos de esa inmensa gracia de lo humano, derramada a manos llenas sobre sus pequeñas cabezas.

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La oreja franquista

21 lunes May 2018

Posted by Salvador Perpiñá in política

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franquismo, orejas

La muy analógica orla universitaria constituye un pintoresco anacronismo en la época de Instagram o Snapchat. Decimonónica y pomposa, abundante en volutas, todo en ella tiene algo de decorado teatral, empezando por las fraudulentas mucetas de atrezo. Hemos visto muchas a lo largo de una vida; desde la nuestra, en la que un desconocido que se nos parece nos mira desde un pasado deprimente, hasta las que adornaban consultas de médicos y abogados.

Siempre me llamó la atención el aspecto que los estudiantes tenían en las antiguas orlas del desarrollismo, costaba imaginar que aquellas caras avejentadas correspondieran a jóvenes de apenas veinte años. Un aire decididamente casto, sénior, patriarcal. Los hombres se parecían invariablemente a Arias Navarro y las mujeres a Paloma Gómez Borrero. En especial siempre me llamaron la atención las orejas, poderosas orejas de soplillo cuya rica irrigación debía refrigerar no poco los duros veranos sin aire acondicionado, orejas hechas para escuchar largos discursos, acaso extendidas desde la infancia por tirones pedagógicos. Se diría que una enérgica batida podría hacer levitar al español medio en momentos de exaltación patriótica. Para mí esas orejas eran el franquismo, ya no hay orejas así.

Personas que no lo vivieron y, lo que es peor, personas que sí lo vivieron insisten en que vivimos en una especie de prolongación de aquel régimen que, como pocos, ha combinado lo malvado y lo ridículo. Y no es que el paisaje presente sea seductor. Existen grandes corrupciones y venalidades, reaparecen las viejas formas del miedo y se extiende la convicción de que conviene castigar muchísimo. Al tradicional halcón conservador, partidario de soluciones viriles y mano dura, le han salido por la izquierda curiosos compañeros de viaje prohibicionistas. Pero yo no veo las orejas.

La comparación del presente con el franquismo no deja de ser una hipérbole superficial y una pataleta, pero hablando en serio ¿podemos estar seguros de que no es posible un retorno del fervor totalitario?

A priori parece que no. Cuando se cae en lamentaciones del tipo ¿en qué mundo vivimos?, ¿cómo estamos educando a nuestros hijos?, evocando tiempos más humanos en los que reinaba la sencillez y la bonhomía, se tiende a olvidar que jóvenes educados en viejos valores, sentimentales, noblotes, idealistas, se evisceraron por millones en los campos de batalla de Europa a lo largo de un siglo espeluznante.

La melancolía de derechas deplora nuestro hedonismo, nuestra incapacidad para el sacrificio. La épica no es ya nuestro género, la música militar ya no nos hace latir el corazón. La melancolía de izquierdas nos escupe a la cara la vieja acusación sesentayochista: la apacible burguesía es aburrida, espiritualmente estéril, entregada a los goces del consumo, ignora la belleza convulsa y el riesgo. No creo que de las sociedades de este milenio pueda surgir nada parecido al fascismo, movimiento de malos estetas insomnes.

¿O quizá sí? Apagado el recuerdo de las feroces dictaduras del siglo pasado, nuevas generaciones han desarrollado una intolerancia patológica a la frustración de tener que vérselas con opiniones discrepantes (ese ridículo, sobreprotector concepto del safety room en los campus americanos). En la cultura popular se emplean tecnologías deslumbrantes y presupuestos fabulosos para narrar con mala caligrafía las hazañas de superhéroes, seres dotados de poderes ilimitados. La misma magia, la suspensión de las leyes de lo real por la fuerza del sentimiento está en el corazón de grandes sagas épicas y éxitos editoriales para niños y adolescentes. Creer que el mero deseo puede modificar inmediatamente la historia forma parte del zeitgeist y eso me inquieta un poco.

Porque los desastres no son inevitables pero a veces son imprevisibles. Pueden ocurrir inesperadas perturbaciones, anomalías, fruto del azar o manifestaciones de procesos que se llevan fraguando durante años sin ser percibidos sino por unos pocos aguafiestas. La civilizadísima Cataluña ha elegido a un residuo inexplicable de lo peor del siglo XIX como presidente. La hipertecnificación va a traer una progresiva depauperación del mercado laboral. Estamos aprendiendo a convivir con crueles estallidos de violencia aleatoria. Inseguridad, volatilidad de lo que creíamos permanente. Miedo, humanísimo miedo. En casos como estos es cuando en la historia se producen reacciones en cadena, búsqueda de refugio en ideologías salvíficas, funestos movimientos de acción y respuesta. Quizás no debamos dar por sentado el triunfo de lo justo y lo razonable.

Así que usemos nuestras pequeñas, delicadas, no franquistas orejas de humanos tardíos, sepamos reconocer el sonido inconfundible de la mentira, la mentira que apela a los sentimientos, a los más bajos y también a los más nobles. No toleremos la injusticia, pero huyamos de la rabia y el rencor, no idealicemos lo fallido ni culpemos al pasado de nuestras aflicciones presentes. No prestemos oídos a las voces farsantes de salvadores del mundo y vendedores de amaneceres, porque ellos nos abrirán la puerta de las pesadillas.

oreja

 

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