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La Ilustración supone el guillotinazo de salida de la idea de Progreso, del simultáneo proceso de demolición del Antiguo Régimen y el viejo Dios. Siempre me ha extrañado que esta última tarea no se efectuara con una desesperada melancolía, ya que certifica nuestra segura aniquilación. Al contrario, el desmantelamiento de nuestra más antigua ficción se lleva a cabo con un extraño júbilo, con la contagiosa alegría de una liberación. Al acabar con la Gran Figura Paterna creíamos, exaltados, acabar igualmente con la culpa, ese molesto bichito que devora parasitariamente nuestra mente y lastra la fuerza creadora de nuestros instintos.
La culpa tiene una pésima reputación. Residuo de la infancia de la especie, debilidad de mal gusto, enfermedad indecorosa del alma que nos empuja a la neurosis y da el salto al mundo físico en forma de patologías digestivas, dermatitis y cáncer. Un horror. Los psicólogos diseñan terapias y administran fármacos para aliviarnos de su peso.
Dos siglos y dos guerras mundiales después, alcanzamos a finales de los años sesenta una nueva inocencia. El hombre no tiene ya nada de lo que avergonzarse, dueño absoluto de sus actos. Su deseo es su única ley, nada de cuanto imagine o sueñe es impuro, no hay condena porque no hay pecado. Los placeres de la carne son conocimiento, la embriaguez aventura. No habrá ya nada suficientemente sagrado para ser protegido del poder disolvente de la risa. En los ochenta se amplía la amnistía con el concepto de los guilty pleasures, ya puedes confesar que te gusta la música de consumo o las comedias sentimentales; demonios, hasta forrarse deja de estar mal visto, el codicioso deviene emprendedor, alguien que persigue sus sueños a base de intuición pura, disciplina y resolución.
Y sin embargo… treinta años después esa culpa contra la que tanto combatimos vuelve por sus fueros, desbordando sus límites iniciales, hipertrofiada de un modo grotesco, en lo que a algunos antipáticos sospechosos se nos antoja un delirio colectivo.
La culpa es ahora retrospectiva e ilimitada. La práctica del online shaming permite que un chiste o un comentario hecho hace años pueda acarrear consecuencias catastróficas a la velocidad de la ira ―las almas bellas gustan de denominar “consecuencias” a las prácticas represivas de la “cultura de la cancelación”―. Personas emocionalmente frágiles e inestables, incapaces de aceptar una opinión que contradiga su visión del mundo, exigen y arbitran un virulento mecanismo de venganzas y derogaciones. Una neolengua de eufemismos se expande, caduca y renueva sin cesar. No herir, no ofender se torna idea fija, todo es renombrado en la creencia de que modificar el lenguaje modifica el mundo y ¡ay de quien ose volver a las antiguas, crueles, inmundas palabras! Estrellas del espectáculo, deportistas y políticos se entregan a aparatosas exhibiciones de arrepentimiento público porque en su juventud dijeron algo indebido o tuvieron lo que, con suprema gazmoñería, se llama «una conducta inapropiada».
La vieja culpa se veía atenuada por el olvido y el perdón, pero no existe el olvido en la sociedad digital y tampoco el perdón, porque la culpa va más allá de nosotros y de nuestra voluntad y se extiende a lo colectivo. El “privilegio”, la nueva versión del pecado original, nos estigmatiza como réprobos por el hecho de pertenecer a mayorías opresoras. Somos responsables de los pecados de nuestros padres y nuestros antepasados, de nosotros solo se espera que guardemos un decoroso silencio avergonzado.
Es difícil combatir semejante estado de opinión, el sentimiento visceral suplanta a la lógica y a la razón y permite a sus entusiastas sostener una cosa y la contraria con envidiable desenvoltura. El corazón manda. A los disconformes, en el mejor de los casos, se nos ridiculizará como entrañables cascarrabias inadaptados en ese nuevo orden que inevitablemente ha de venir o, a las malas, se nos señalará como cerriles enemigos del débil y el desamparado. En ciertos entornos es tan problemático pronunciarse que lo más sensato sería callar y esperar a que escampe, para evitar una suerte de muerte civil. Pero es mucho lo que nos jugamos. Alguna vez hay que plantarse y decir tranquilamente no. No al matonismo intelectual, no al ignorante desconocimiento de la historia y de nuestras debilidades, no a las furiosas exigencias de una perfección monstruosa, no ―y este es el no más difícil― a las lágrimas del victimismo que manipula. Porque solo la circulación abierta de todas las ideas nos ha hecho más libres, porque solo un pensamiento sin ataduras nos hace iguales, porque cada vez que se silencia una opinión somos menos humanos.
