Descomunal, estrábico, profuso, agitaba los brazos en el aire, balanceando sus ciento treinta kilos de histrionismo italiano, su rotunda cabeza flotando disparatadamente sobre los hombros como si en cualquier momento fuera a desprenderse y rodar sobre las losas de mármol sin que dejara de sonar su voz estridente. Su voz.
Así apareció por primera vez ante nosotros el conde C. Durante el ensayo general de la ceremonia le gritaba al organista, se arrodillaba cantando a grito pelado algún himno nacional. Le exigía pasión, ferozmente, la holgada sahariana empapada en sudor. Los muchachos y yo nos mirábamos riendo por lo bajo, aquello prometía.
El hotel La Hacienda estaba situado en mitad de la nada entre Granada y la Costa del Sol, un sitio perfecto para desaparecer. El conjunto representaba un pueblo andaluz idealizado, las golondrinas anidaban en sus tejados y volaban con gracia por el laberinto de galerías abiertas que comunicaba las suites. Había un piano de cola blanco en recepción y un órgano de verdad en la capilla situada entre el hotel, el lago artificial y los campos de golf donde el sol brillaba en toda su gloria. Un mar de olivos alrededor esperaba pacientemente el día en que inevitablemente devoraría sus ruinas. Había en todo el lugar una paz exaltante que olía a dinero y mundanidad. A la gente le gustaba escuchar las leyendas en las que las personas más poderosas de España venían a sus estancias a follar entre el rumor de las fuentes. Nosotros, desde luego, no habíamos visto un sitio así en nuestras vidas y, arrastrando la pesadas maletas con los focos, sentíamos que nunca perteneceríamos a ese mundo.
Montamos las cámaras y los micros mientras el conde seguía poniéndonos a todos nerviosos. Yo no podía dejar de observarlo. Combinaba las maneras de un seductor, de un tirano y de un psicópata y era difícil decidir cuál de ellas era peor. Creo que había sabido sacar partido de su físico masivo y había desarrollado una personalidad expansiva hasta la asfixia del oponente. Alguien así no podía ser real, todo en él evocaba el mundo de los dibujos animados: la ausencia de cuello, el movimiento enloquecido de sus manazas, la extrañeza que provocaba la visión de algo inmenso pero ligero y en constante movimiento, la virtud hipnótica de su ojo izquierdo delirantemente exótropo, que hacía las funciones de un monóculo.
La ceremonia tendría lugar por la tarde. Mientras comíamos, los empleados del hotel nos contaron los sabrosos chismes que a su vez les contaron las limpiadoras, horrorizadas ante el arsenal de juguetería sexual que el depravado conde no se molestaba en esconder en su cuarto.
Recuerdo detalles de aquella ceremonia. La cruz de la Orden de Malta, que el año anterior había sido adjudicada a Miles Davis, se imponía ahora un cirujano plástico de Marbella, a un constructor que remodeló amplias zonas de Nápoles tras el terremoto de 1980 y a una psiquiatra suiza que no estaba nada mal. Un himno ominoso e infantil atronaba redundante desde el órgano. La capilla parecía un cruce imposible entre lo andaluz y lo austriaco. Uniformes, charreteras, discursos en diferentes lenguas, hombros desnudos de mujeres de cincuenta años todavía bellas. Había un tipo vestido como un mariscal del imperio austrohúngaro, con cierto aire de playboy de salud quebradiza, siempre a punto de desmayarse. Nos dijeron que era un príncipe. Un pomposo despliegue de tedio políglota y mal gusto. El muy cosmopolita conde C., enfundado en un gigantesco chaqué, el pecho acribillado de medallas -y era un vasto pecho- leyó con pasión y con solvencia un discurso final mientras el sol teñía de un oro falso las vidrieras de la capilla: “Money is important, but time is important too, because when money is gone, is gone, but when time is gone, LIFE is gone”.
Durante la semana siguiente efectuaríamos el montaje del material bajo su tutela, productor él mismo del evento. La primera mañana el conde C. llegó a la productora enfundado en una gabardina corta de color gris oscuro que fatalmente le confería un aspecto de actor de carácter en una coproducción. Tras él una estela de un perfume dulce, abrasivo, y un muchacho marroquí ataviado con un traje Armani de imitación, con una cara exagerada, empalagosa. Sin quitarse la gabardina contó un chiste verde y a continuación empezó a quejarse. Había escuchado su voz resonando en una capilla, ahora la escuchaba rebotando en los techos bajos de un tercer piso. Íbamos a tener esa voz diez días entre nosotros.
No nos lo puso fácil, francamente. De hecho fue mucho peor de lo que jamás hubiéramos llegado a imaginar. El otoño se presentó frío y lluvioso, cuántas veces deseamos que algún día cayera enfermo y nos concediera un par de días de tregua, pero el conde tenía una vitalidad desbordante. Los camareros de una cercana cafetería nos informaban puntualmente de sus desmedidos desayunos: croissants y bocadillos de jamón, regados con tres cafés dobles. Toda esa cafeína hacía de nuestra vida un infierno. Se presentaba siempre con su acompañante, protestaba por todo, hacia llamadas internacionales desde nuestros teléfonos, en las que blasfemaba y amenazaba floridamente en varios idiomas. El muchacho se quedaba un rato, luego se aburría y se marchaba, para volver a recogerlo al final de la jornada.
Un sábado por la tarde me topé con ellos en la sección de ropa de unos grandes almacenes. Mientras yo buscaba una camisa que me pudiera permitir, él estaba plantado en mitad de la sección de una marca cara. Tenía un aire ausente, casi desvalido. Me disponía a acercarme y decirle algo, pero de los probadores surgió el muchacho con un abrigo tres cuartos puesto. Se dio una vuelta para que C. le viera. La cara del conde se iluminó mientras se acercaba a él le tiraba de las solapas y se retiraba de nuevo, verificando si le quedaba bien. Como en una mala comedia, no tuve más remedio que esconderme.
Parapetado tras un expositor de ropa interior masculina, entre fotografías de torsos, oía su voz aflautada preguntando si le abrigaba. Había en ella algo nervioso y dulce, una impaciencia y un desamparo, la voluntad desesperada de ser otro, de ser joven y bello y bueno, de poder abrazar por derecho la cintura de un ser hermoso al que deseaba. Aquel acceso a su intimidad me turbó más que si los hubiera sorprendido dándose un revolcón. Me pareció humano y frágil y sentí que debía guardar silencio. Al día siguiente lo conté en el trabajo, con sus buenos añadidos bufos, porque bien pensado era cosa de mucha risa.
Me gustaba trabajar con él en la sala de edición, deseaba escuchar algún pintoresquismo suyo que contar a los amigos y la verdad es que nunca me defraudó. C. adoraba denigrar. Si en el monitor aparecía la imagen de aquel príncipe de guardarropía discurseando sobre las virtudes del sacrificio, el entusiasmo y la voluntad, C. pasaba a ilustrarnos acerca de las muy solicitadas habilidades del orador a la hora de practicar el sexo oral, comparando su técnica con la articulación de Benny Goodman al clarinete. Ocurría con frecuencia, a lo largo de la ceremonia abundaban los discursos edificantes, exhalando un aroma muy Novena Sinfonía a humanismo paneuropeo. Mientras se montaba, había que escucharlos una y otra vez, fragmentados, deconstruidos, hasta que el escaso sentido que encerraban se disipaba por completo y el conde C., feliz como un niño, aprovechaba para relatar escandalosas historias sobre los circunspectos presentes. Se reía él solo con aquellos sucios chismes adornados con picantes detalles circunstanciales. Carlos, uno de los chavales con los que me alternaba montando, era bastante tímido y le repugnaban esas cosas. Su rubor exaltaba al conde. Su voz entonces adoptaba un falsete hilarante e histérico, cartoonesco. Ante nuestros ojos todo aquel decorado de seres salidos de un cruce entre “El Prisionero de Zenda” y los anuncios de bombones Ferrero Rocher, se iba transformando en una indecible y obscena bufonada con carrerillas por los pasillos del hotel, maridos cornudos, grandes empresarios impotentes, severas doctoras aporreando puertas principescas para saciar sus instintos, actos de sodomía con las clases populares, una hiperacelerada y colorida fantasía de valses y esperma infértil.
El conde C. finalmente terminó el trabajo y dejó tras él una sustanciosa factura sin pagar, precedida de una carta en que en un español imperfecto pero retórico aseguraba que su educación anglo-suiza le impelía a ir directamente al grano y atribuía a nuestra incompetencia que cierto canal canadiense de televisión se negara a comprar su programa por no cumplir los mínimos estándares técnicos. A continuación pasaba a enumerar todos los agravios sufridos, subrayando sin medias tintas nuestra amateurismo y nuestra hostilidad hacia su persona. Más tarde supimos que no habíamos sido los únicos damnificados, también que en alguna ocasión dirigió una colección de discos de jazz. No volvimos a tener noticias suyas.
Qué extraño estafador. Aún hoy me asombra la perseverancia lunática que había que poner en juego para organizar aquella farsa, el obsesivo perfeccionismo con el que perpetró cuarenta y cinco minutos de algo desesperadamente pasado de moda que a nadie podía interesar. ¿He dicho estafador? La ceremonia era real, el órgano era real, los discursos fueron leídos y escuchados, sólo la Cruz de la Orden de Malta y probablemente su condición de conde serían falsos. ¿Y qué?, no hay ceremonia alguna cuyos pilares no sean de cartón piedra, esta no era una excepción.
Quiero hablar del último día en que estuvimos con él. El montaje había terminado todavía sin queja por su parte. Apareció como de costumbre por la oficina, el muchacho llevaba en una bolsa unos paquetes de regalos comprados en los mismos grandes almacenes. El conde procedió a entregárnoslos con una pasmosa naturalidad, menuda mano tenía él para todo esto. A cada uno nos correspondió un reloj barato y un frasco de un perfume aceptable. A continuación preguntó si existía en Granada algún restaurante chino de calidad. Nosotros le indicamos uno próximo y él insistió en invitarnos. No queríamos más conflictos así que todos salimos a la calle, donde llovía desde por la mañana en cantidades suficientes para lavar todos los pecados de la ciudad.
Estábamos agotados. Sobre la mesa solo flotaba un silencioso alivio al saber que sería la última vez y el olor soso de la ropa empapada por la lluvia. C. hablaba y hablaba. Nuestro laconismo le importaba un bledo, le encantaba no ser interrumpido. Nos quiso impresionar contándonos cómo descubrió a Giorgio Moroder en un club berlinés, pero me temo que sólo me impresionó a mí, ¿quién se acordaba de Giorgio Moroder en 1991? La comida le parecía mediocre, aunque la devoraba como un gigante, lo que le dio pie a hablar de sus aventuras por Asia. A la tercera copa de vino se soltó del todo y nos habló de Bangkok, sangre de lagarto y venenos de serpiente en los puestos callejeros y unas saunas de gran interés. Mientras mirábamos de reojo a las mesas de al lado, llenas de familias con sus hijos, C. nos recomendaba tener una botella de vodka congelado a mano mientras te hacían una felación. A más de cincuenta grados el latigazo de ese fluido helado descendiendo garganta abajo en el momento de correrse era un placer sin igual. La imagen sumió a la mesa en un silencio decididamente hostil. Satisfecho con el efecto obtenido se retiró, solemne, al baño.
El chaval no había abierto la boca durante toda la comida. Y lo iba a hacer entonces, disponía de escasos minutos antes de que el conde regresara. Nos pilló por sorpresa, nunca le habíamos escuchado más allá de un par de frases sueltas. Aprovechó bien su tiempo, quizás no era la primera vez que lo hacía. Me cuesta recordar las palabras, pero creo que fue algo así.
Dijo que adivinaba lo que pasaba por nuestras cabezas respecto a su relación con C. y añadió que no nos equivocábamos, todo cuanto pudiéramos figurarnos era cierto. Dijo que detestaba al conde y que le avergonzaba tener que estar vinculado a alguien así, que era un malvado. Quiso también que supiéramos que lo hacía sólo por dinero. Y terminó su breve intervención.
-Pensad lo que queráis de mí. Me da igual. Pero no me confundáis con él, por favor, no somos iguales.
Sonrío cortésmente y siguió comiendo con delicadeza. Nadie hizo un solo comentario. ¿Por qué nos sentimos avergonzados? No era por él, ahora lo sé, como sé que por un instante fue como si un relámpago sucio y pegajoso iluminara la mesa y pudiéramos ver la dimensión de nuestras futuras renuncias, que ya habían comenzado, todo cuanto habríamos de callar y tragar y hasta qué punto nos envilecería esa docilidad al paso de los años. Incapaz de mirarle a la cara, mis ojos se dirigieron a la silla vacía del conde y no puede evitar imaginarlo en su lucha por introducir su desmesurado cuerpo en las reducidas dimensiones de la cabina de los servicios. Jamás amado, borracho, intentando extraer con sus blancas manos de niño su miembro irrisorio. Inconsistente, fantasmal, pensando quizás en las absurdas palabras de su discurso aquella tarde en la capilla, en la importancia del dinero y en el tiempo que se fue y en la vida que se acaba.