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Desesperación y Risa

~ el blog de Salvador Perpiñá

Desesperación y Risa

Publicaciones de la categoría: Cine

Dune

19 domingo Sep 2021

Posted by Salvador Perpiñá in Cine

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Siempre me gustó el “Dune” de David Lynch a pesar de. Nunca pude con el pastiche épico-cósmico de Frank Herbert, que mezcla psicodelia y mesianismo criptofascista con retazos de esa mezcla inequívocamente californiana del zen y el manual de autoayuda. La meritoria creación de una mitología sincrética abarrotada de topónimos y sobrenombres ampulosos (Bene Gesserit, Kwisatz Haderach, Gom Jabbar) me resulta puro kitsch ―no puedo evitar imaginarme al bueno de Herbert sentado en pantalones cortos junto a su máquina de escribir― que me aparta de la emoción de lo humano. Sin embargo, me atraía la estética decimonónica de aquella space opera, la perversidad mórbida que aportó Lynch y la poética de la Especia y el príncipe destronado, abandonado en el desierto.

Denis Villenueve, como en su secuela de “Blade Runner”, se embarca en hacer la versión de un film de culto ―aunque fallido en el caso de Lynch― de notable personalidad. Podemos decir que sale airoso. Ninguna de las dos versiones empequeñece a la otra. El «Dune» del director canadiense es una obra mayor de la ciencia ficción siempre y cuando la aceptes en sus propios términos. Quiero decir que si no soportas “Dune”, abstente. No te hará cambiar de idea.

El film de Villeneuve es de una belleza abrumadora y combina con elegancia un fluir contemplativo y referencias visuales que van de Robert Wilson a Caspar Friedrich o Piero della Francesca. En ese sentido es decididamente inolvidable. Villeneuve siempre ha destacado más por la creación de atmósferas que por el nervio narrativo y aquí se nota, con un prólogo acaso demasiado extenso que no acierta, pese a que lo intenta, a acercarnos a unos personajes más emblemas que individuos. No se escapa tampoco de uno de los problemas de la versión de Lynch: la confusión y el cansancio que provoca la sobreabundancia de referencias a casa reinantes y lugares imaginarios. Villeneuve y su guionista, probablemente presionados por productores temerosos de que el público se pierda, se ven obligados a introducir un exceso de diálogos inútilmente explicativos. Acaso la historia de “Dune”sea más simple de lo que parece y si prescindiéramos de toda esa chatarra verbal la historia podría volar más alto, pero me temo que la base de admiradores de la novela quiere precisamente eso. Hay también una empalagosa reiteración de sueños premonitorios, para que luzca la exótica belleza de Zendaya, joven estrella emergente que no jugará un papel más sustancial hasta la segunda entrega. Añado que detesto cordialmente la música de Hans Zimmer. La tamborrada étnica y los melismas arabizantes sonaban novedosos cuando Peter Gabriel los usó en la banda sonora de “The last temptation of Christ”, hace casi treinta y cinco años. Hoy resultan un cliché irritante que banaliza la intensidad de los clímax y degrada la grandeza y el misterio a estética publicitaria.

A pesar de sus servidumbres al gusto hegemónico, este Dune logra mantener personalidad y capacidad de asombro, que no es poco. Sobre esas servidumbres y sobre la ética de «Dune» como síntoma de del zeitgeist habría mucho que hablar, pero eso excede sin duda mis posibilidades y vuestra paciencia.

Freud en Hollywood

17 lunes May 2021

Posted by Salvador Perpiñá in Cine, Observaciones

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Freud, mitologías

Muchos años después de que el doctor Max Schur pusiera fin a sus sufrimientos mediante la administración de tres inyecciones de morfina, los astrónomos bautizaron con su nombre un cráter en el Oceanus Procellarum lunar. No se me ocurre una forma más hermosa de gloria, aunque uno situado en la cara oculta hubiera sido lo suyo.

Tras un agresivo desprecio por parte del estamento académico, su pensamiento se hizo dogma hasta que con el tiempo su relevancia científica fue puesta en tela de juicio. Las ideas, incluso las más ambiciosas, tienen sus ciclos. Desacreditado, impresentablemente misógino y ciertamente pasado de moda, es sin embargo difícil empequeñecer la figura de una de las pocas personas que han modificado radicalmente nuestra percepción de nosotros mismos. Copérnico nos desplaza de la centralidad a los arrabales del cosmos, Darwin desautoriza nuestro parentesco con los dioses, Freud acaba con la ilusión del yo, reducido a una frágil isla sobre un magma abismal de pulsiones irracionales. Algo inestable, doliente, problemático. Somos hijos de Freud como somos hijos de Rousseau.

Cuando yo era joven, todavía el follador pedante solía recurrir a Freud para impresionar a sus impresionables presas. La mera mención de su nombre evocaba dos cosas que a todos ―o casi todos― nos seducen: el sexo y las sombras inquietantes del sueño.

Esa doble asociación garantizó el atractivo de sus teorías y en Hollywood, la cantera del imaginario colectivo durante el pasado siglo, se puso de moda el melodrama freudiano, que siempre ha dado películas interesantes pero fallidas; del Marnie de Hitchcock a frutos tardíos como Eyes Wide Shut, el último Kubrick, desafiantemente anticuado.

Revisar recientemente un film de John Huston (Freud, 1961), me hizo comprender cómo una teoría que tanto ofende a nuestro narcisismo pudo capturar la imaginación de las masas. Las formas degradadas y populares de una mitología ―y el psicoanálisis lo es― arrojan una interesante luz sobre sus verdaderas implicaciones.

La indagación psicoanalítica ofrece una interesante variación sobre el viejo relato detectivesco. La inteligencia del analista-policía descifra una serie de pistas encriptadas para resolver un misterio. Mecanismo de desvelamiento por el que de la textura oracular del lenguaje onírico acaba surgiendo una explicación coherente. Al viejo atractivo de las artes mánticas se añade un charme científico un poquito snob. Más chocante me resultó que todo apareciera teñido de resonancias religiosas. Una voz en off abre y cierra el film sobre imágenes abstractas que evocan el caos indiferenciado previo al fiat lux. Freud, profeta de una nueva devoción, experimenta epifanías y también caídas; duda, tiene miedo de su propia grandeza, pero los sueños despejan sus vacilaciones y le abren el camino. Su terapia es también una liturgia. La curación de sus pacientes en trance hipnótico evoca la expulsión del mal del cuerpo del endemoniado. Los ciegos recuperan la vista y el bueno de Montgomery Clift puede decir levántate y anda sin asomo de rubor. Expuesta la verdad, sacada a la luz, la magia de la curación sucede. Semejante idealización del poder de la verdad solo podría haber tenido lugar en la cultura alemana.

Freud nos descubre que hasta la vida más anodina esconde catástrofes íntimas y secretos inconfesables. Hay una novela interior, clandestina, misteriosa y perversa en cualquiera de nosotros. El psicoanálisis nos hace interesantes. ¿Cómo no iba a seducir a las asistentes a los clubs de lectura de Utah como sedujo a la élite intelectual de Europa?

Finalmente, la nueva visión del yo que inaugura nuestro fumador compulsivo vienés crea un estatuto de irresponsabilidad personal. La buena nueva del niño como perverso polimorfo nos hace definitivamente inocentes. Nuestras neurosis, debilidades y miserias provienen de un trauma pretérito. Todos somos niños heridos. No se produce la abolición de la culpa, sino su desplazamiento hacia los padres y hacia el principio de realidad, al que pasamos a llamar el sistema.

Se me ocurre que semejante esquema de pensamiento se ha transferido con éxito a minorías y hasta a naciones enteras. España, así, sería un país neurotizado que puede cómodamente eludir sus responsabilidades apelando al trauma del franquismo, fuente de nuestras flaquezas y nuestras rendiciones. Cuarenta años de terapia tras la muerte física del padre no han supuesto su muerte simbólica. Mientras, seguimos regodeándonos en fantasías edípicas con la desdichada Segunda República.

Quizás sería tiempo de levantarnos del diván del analista y marcharnos sin pagar, olvidar de una vez el sórdido relato familiar, abandonar los oscuros salones donde habita el principio de muerte y salir al aire de la calle, llena de luz e incertidumbres, pero por eso también llena de posibilidades y de futuro.

    Tenet. Una esfinge sin secreto.

    27 domingo Dic 2020

    Posted by Salvador Perpiñá in Cine

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    paradojas temporales, sci-fi, Tenet

    Soy de esos espectadores que no necesitan enterarse del “significado” de una película. Me gustan los enigmas, aunque no sin condiciones. El enunciado de un enigma debe ser simple y bello. El problema de Tenet no es la paradoja temporal en la que se basa, algo relativamente simple de entender, sino su farragosa exposición. Por poner un ejemplo, 2001 es un enigma, pero Tenet es un galimatías. Como ya le ocurrió en Inception, Christopher Nolan crea un mundo con unas leyes tan complicadas que tiene que adjuntar al mamotreto unas agotadoras instrucciones de uso y, sin embargo, jamás se habrá visto una película con unos diálogos tan explicativos y que expliquen tan poco. Mezclar las películas de James Bond, los asombros de la mecánica cuántica, el melodrama de madre no hay más que una y su poquito de Borges, haciendo uso de personajes apenas esbozados y bañado todo en una sensibilidad nerd de gorra con visera, documental de viajes y una poética de Silicon Valley, sin que falten Grandes Frases Enfáticas, requiere un pulso firme para no estrellarse con todo el equipo. Reconozcamos que Nolan tiene ese pulso, porque la película, adecuadamente aparatosa, se deja ver aunque todo ocurra ante nuestros ojos de manera arbitraria, sin que llegado cierto punto nos molestemos siquiera en entender ni cómo ni por qué, entre el estupor y la risa floja. Me temo que resultar ininteligible o no someterse con humildad a la verosimilitud (que es el juramento hipocrático del guionista) no es una apuesta de estilo, es una limitación.

    Solo añadir que cada vez me cansa más el culto obsesivo a la eficiencia en el audiovisual americano de las últimas décadas. Del mismo modo que en la antigüedad el arte hacía suyos los valores aristocráticos y ensalzaba lo heroico, en este siglo el geek triunfante exalta una asertiva, grosera, insoportablemente locuaz profesionalidad. Pero de eso hablaremos en otra ocasión.

    The Irishman, reseña de urgencia

    01 domingo Dic 2019

    Posted by Salvador Perpiñá in Cine

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    scorsese, the irishman

    Hasta cierto punto entiendo una saludable reacción a la contra en las redes sociales ante la unanimidad despertada por The Irishman, la última película de Martin Scorsese. Es difícil desprenderse de la desagradable sensación de que, tras invertir una cantidad desmesurada de dinero en el film, Netflix necesita convencernos de su grandeza, hacer de él un acontecimiento, rentabilizarlo. Algunos artículos sugieren que se trata de una película que hay que ver varias veces, joder, como si el mismo Rusell Bufalino hubiera deslizado un sobre con billetes en el cajón del articulista.

    Las críticas, no obstante, suelen adolecer de una autocomplacencia de cliente puñetero, de niño mimado: es que yo a los diez minutos me quedé dormido (hace falta tenerlos de titanio, queridos), es que Al Pacino está pasado, es que no salen mujeres, es que la manipulación digital está muy mal hecha, es que es otra vez lo mismo que en Goodfellas, es que no se parece a Goodfellas, es que, es que… ignorando que Scorsese ha hecho la película que ha querido y ha sabido hacer no la que TÚ esperabas ver.

    Tras meditar un par de días y revisarla de nuevo puedo asegurar que sí, que The Irishman es tan buena como aseguran. Admito que en mi juicio influye cuánto deseaba topar con un gran Scorsese tras años de obras, perdón, de productos (con excepciones que no corresponde tratar aquí) de una vistosa, exhibicionista oquedad. Scorsese parecía haberse quedado en realizador de videoclips.

    The Irishman es una gran película porque habla de cosas importantes (la lealtad, el remordimiento, lo irreversible, la historia reciente de un país) y porque lo hace con autoridad. Decía Nietzsche que de ciertas cosas solo puede hablarse con grandeza, es decir, con inocencia y cinismo. Sabedor de la solidez del material suministrado por el guionista Steven Zaillian, Scorsese no tiene que recurrir a la pirotecnia y se puede permitir un trazo simple, despojado, (ya saben, el del Velázquez tardío, las sonatas de despedida de Beethoven o la poesía última de Rimbaud) que algún despistado cabronazo ha descrito como estética de telefilm. Nuestro locuaz director ya no tiene que demostrar nada a nadie, puede renunciar a muchos de sus estilemas y recuperar gozosamente otros. Es una gran película porque pasa desenvuelta de la gravedad al humor con un control impecable, porque está llena de elocuentes miradas y silencios, porque tiene un tramo final de esos en que el vacío parece hacerse a su alrededor, porque en cada escena no dejan de pasar cosas, cosas interesantísimas, porque no puedes apartar la mirada de unos actores que sin excepción (imposible no citar los cinco minutos de Marin Ireland como una de las hijas adultas del protagonista, que desmontan de un plumazo la acusación de que las mujeres carecen de peso alguno en ese universo) hacen una labor simplemente descomunal. Es una gran película porque es una despedida consciente de una mitología que el mismo director ha contribuido a crear, de todo el cine que el Scorsese espectador ha amado. Así que, querido hater, descúbrete y lávate la boca con jabón.

    Irishman 2

     

    Whack

    30 sábado Nov 2019

    Posted by Salvador Perpiñá in Cine, Observaciones

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    asesinato, disparos

    Los hombres nos matamos entre nosotros y nos lo contamos. No creo que haya un solo mito de los orígenes sin un crimen inaugural. La primera sangre derramada es el principio de la historia.

    El cine más popular no se concibe sin elaboradas representaciones del homicidio. No es desde luego una novedad. Los héroes homéricos y los caballeros de las crónicas medievales se aplastan las cabezas y se mutilan a placer, los niños juegan a dispararse entre ellos y fingir una encantadora muerte reversible.

    Los personajes de las viejas películas occidentales (los orientales se andaban con menos remilgos) caían fulminados por disparos sin herida, castas muertes de índole casi mágica. En los años sesenta se amplían simultáneamente los límites de la representación del sexo y la extinción. Tras Peckinpah empieza a mostrarse casi jubilosamente lo que había tras cada bala: huesos triturados, carne abrasada y rotura de vasos sanguíneos. Quiero centrarme en una manera especial de matar, llevada a los más altos niveles de refinamiento en el cine de mafias. «Pintar casas» es el eufemismo que nos revela Charles Brandt, el autor de la novela en que se basa la reciente The Irishman.

    No sabría rastrear su primera aparición en la pantalla, probablemente Al Pacino disparando sobre Sterling Hayden en el primer Padrino inaugura la tradición, desarrollada en infinitas variaciones en las películas de Scorsese o series como The Sopranos. La víctima está haciendo su vida, llevando a cabo sus queridas rutinas, come con amigos o con su familia, pasea a su perro, sale de comprar el periódico o una tijera para podar rosales. La muerte le llega por la espalda o se cruza con él bajo los rastros de una cara conocida, de alguien en quien confía. De repente un disparo en la cabeza, una salpicadura de sangre en la pared ―rojo sobre blanco, la firma de la muerte― y el cuerpo se desploma fuera del tiempo, en un asombro desmadejado. Me obsesionan esos instantes, intentaré conjeturar los motivos de esa obsesión.

    Dos rasgos tiene esa aniquilación: es imprevisible y es fulminante. Se pasa del ser al no ser en menos de lo que tarda un trozo de metal incandescente en hacer astillas el cráneo, arrasando a su paso con tejido encefálico, recuerdos, voces, olores, música, cifras y lugares. Como decía William Munny en el Unforgiven de Clint Eastwood, le arrebatas todo lo que tiene y lo que podría llegar a tener. La víctima estaría pensando qué va a prepararse para comer o acordándose de una cara que le resultó agradable, haciendo mezquinos cálculos mentales, descubriendo la réplica definitiva que no supo dar en una discusión de la víspera o intentando recordar el nombre de un compañero del colegio con las orejas grandes que se perderá para siempre porque de repente ya no.

    Segundos antes ignora que va a morir. Despojada de toda posibilidad de defenderse, de un último, inútil coraje, no se le concede la gracia del arrepentimiento o la despedida, el poder arreglar sus asuntos con dios o con los hombres. Por eso solo los más viles ―terroristas y gangsters― matan así.

    En los instantes posteriores a la detonación, antes de los gritos y los ladridos de los perros, las sirenas, los forenses y el saco de lona, hay un silencio y un desamparo inmensos. El cuerpo queda sobre la acera con la cara vuelta hacia las estrellas mientras el asesino, como un siniestro bailarín, se aleja con una extraña ligereza y una fingida indiferencia de mal actor. Entretanto, la sangre busca los desagües, la víctima continúa andando y regresa a su casa que está a oscuras y no la reconoce y un teléfono no para de sonar en alguna habitación y solo entonces se da cuenta de que ha muerto.

    2019-11-30 (6)

    Barton Fink. El hombre que escribe

    04 lunes Nov 2019

    Posted by Salvador Perpiñá in Cine

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    hermanos coen, hollywood

                                                 “Look upon me. I’ll show you the life of the mind” (Charlie Meadows, vendedor de seguros y asesino en serie)

    Puede que las cosas no ocurrieran exactamente así, pero la versión de los hechos que ha trascendido es que Joel y Ethan Coen, atascados en las complejidades de la trama de Miller’s Crossing ―su pastiche de Dashiell Hammett traducido de manera imaginativa entre nosotros con el título entre aflamencado y prerrafaelita de Muerte entre las Flores― decidieron darse un respiro y escribieron en el breve espacio de cuatro semanas el guion de la que un par de años después sería Barton Fink (1991). Una película sobre el bloqueo creativo escrita con enorme ligereza en medio de otro bloqueo creativo, una de las muchas paradojas de una película llena de juegos metalingüísticos.

    La única incursión de los hermanos en el fantástico se ganó a los miembros del jurado del festival de Cannes de 1991, que le concedieron insólitamente tres premios: la Palma de Oro, el premio a la mejor dirección y al mejor actor principal. No es ocioso recordar que el presidente del jurado era Roman Polanski, al que sin duda debió complacer una bizarrerie que tanto le debe a sus propias El quimérico inquilino (Le Locataire) o Repulsión. Pero es que, además, está maravillosamente rodada, manteniendo un difícil equilibrio entre la angustia a lo Kafka y el humor ―a los Coen se les suele ir la mano en el registro farsesco―; con un  uso extraordinario del sonido (antológicos los instantes previos a la primera aparición de John Goodman) y unos diálogos asombrosos, los mejores de toda su carrera. Diálogos, además, de gran calidad literaria, piénsese por ejemplo con qué mezcla de sutileza, afecto y mala leche se parodia la obra teatral de su protagonista. Y todo rematado por el inolvidable tour de force de la pareja formada John Turturro y John Goodman, las arias de bravura de Michael Lerner en su desaforado papel de magnate de Capitol Pictures y la inteligentísima composición de Judy Davis.

    Pese a ello, no suele ocupar el puesto que merece en el canon de los hermanos de Minnesotta. Es más que probable que su indefinición genérica y su desconcertante final abierto no hayan capturado la imaginación popular y las fijaciones de la cinefilia, como lo hicieron Fargo o la ya citada Miller’s Crossing. Barton Fink corre así el riesgo de quedar como una mera extravagancia que suele gustar a los escritores y, en especial, a los guionistas. Un crítico nacional, Carlos Aguilar, hablaba de ella con considerable inquina: «Dechado de narcisismo cinematográfico… pomposa y en el fondo hueca fábula sobre los compromisos entre Creación y Mediocridad», apreciación injusta aunque no carente de perspicacia.

    Barton Fink empezaría siendo la historia de un joven escritor que tras un éxito en Broadway es reclamado por Hollywood donde, inadaptado e incapaz de entender lo que se espera de él, cae en un vacío creativo del que sólo le sacará un hecho particularmente truculento. A todo crítico le encanta rastrear referencias y no es una película en la que escaseen. Así el joven Barton Fink parece inspirado en Clifford Odets, autor de teatro socialmente comprometido, uno de los fundadores del influyente Group Theater, miembro del partido comunista americano y guionista de Hollywood que, al igual que Elia Kazan, mantuvo un perfil moralmente ambiguo ante el Comité de Actividades Antiamericanas. En el carácter exuberante de Jack Lipnick, el verboso magnate de Capitol Pictures, pueden detectarse trazas de Louis B. Mayer y Jack L. Warner. Finalmente, en el trazado del consagrado escritor, señorito sureño y alcohólico W.P. Mayhew, abundan los guiños a William Faulkner. Los Coen han reconocido dichas referencias en entrevistas, pero siempre han subrayado que son puramente superficiales, cosa que debemos agradecerles.

    La autoflagelación es frecuente en Hollywood. The Bad and the Beautiful (Vincent Minnelli),  The Big Knife (Robert Aldrich, basada en una obra del mismo Clifford Odets) The Day of the Locust (John Schelesinger), The Player (Robert Altman) o de nuevo los Coen en su reciente y más  inocua Hail Caesar! han hecho sangre exhibiendo el vulgar cinismo y las vanidades de la fábrica de sueños. Otros films como Adaptation (Spike Jonze) o The Shining (Stanley Kubrick) han abordado la crisis de un escritor, la angustia de la página en blanco. Barton Fink recoge dichos elementos familiares para elaborar con ellos un sofisticado artefacto fantastique cuya deriva narrativa no hubiera disgustado a Luis Buñuel (aunque nunca se sabe). Sospecho que en una industria del espectáculo donde todo, desde el realismo hasta la pura fantasía, se ciñe a unos patrones narrativos férreamente codificados, esa libérrima lógica inconsciente que la película se permite ―y que solo siguen hoy, dentro del mainstream, autores como Charlie Kaufman― resulta ligeramente intempestiva, por no decir pasada de moda, y ha contribuido decisivamente a su falta de predicamento.

    Barton se aloja en el Earle Hotel (cuya publicidad reza “A night or a lifetime”) un escenario aquejado de una opresiva irrealidad. El Earle Hotel es un inquietante no lugar donde siempre hace calor, cuyas paredes exudan fluidos, una sucesión de celdas donde a través de sus delgadas paredes y sus cañerías resuenan los susurros de unos residentes siempre invisibles que copulan o sufren, en una atmósfera que evoca la condición carcelaria de un círculo del infierno. También el perturbador escenario de “the life of the mind”, esa vida de la mente, territorio para el que en palabras del propio Fink “no hay un mapa de carreteras”. Su índole fantasmal choca con la estridencia del mundo real de los estudios, bañado por la luz de California o por la iluminación artificial de los despachos donde se ejerce el poder y donde nadie escucha a nadie. Ambos paisajes, el interior y el exterior, son el lugar de la esclavitud.

    En dicho hotel, el desorientado Barton vive una bella, cervantina historia de amistad que es la que da un carácter único al film. Dos solitarios en sus ergástulas hallan en su improbable compañía mutua consuelo de los propios infiernos personales. Charlie Meadows, vendedor de seguros, sólido y normal (el Sweeney de los poemas primerizos de T.S. Elliot), encarnado en la rotunda, abrumadora fisicidad de John Goodman, contrastando con la nerviosa, enteca precariedad de Fink, en la no menos brillante caracterización de John Turturro. Charlie Meadows representa ese hombre de la calle que el arrogante Barton Fink cree que tiene el imperativo moral de utilizar como materia de su obra para redimirle de su alienación y al que su propio narcisismo le impide escuchar, ver y aceptar tal y como es, sin idealizarlo. En un visionado reciente no pude evitar pensar hasta qué punto Charlie Meadows representa al votante de Donald Trump y Barton Fink representa a ese liberal neoyorquino detestado por él.

    Barton Fink es el artista adolescente por excelencia, con toda su arrogancia y sus inseguridades, socialmente torpe, prácticamente virgen y no desprovisto de vanidad; judío de clase obrera despreciado por violentos policías gentiles. Mientras el maestro W.P. Mayhew encuentra serenidad en la práctica de su oficio, Barton no deja de hablar de un dolor interior. Tuvo UNA idea y la explotó con fortuna, pero es inexperto, carece de la versatilidad del profesional. Con gran ingenio se nos muestra que es de la clase de escritores que se lanzan a la primera página con descripciones minuciosas de atmósfera sin tener claro por donde seguir. No tiene nada nuevo que decir y ni siquiera sabría cómo decirlo y eso le hace caer en un angustioso vacío creativo que pone en riesgo su propia estabilidad mental. Los que hemos trabajado bajo la presión de plazos de entrega conocemos perfectamente esa sensación.

    Como hace miles de años le ocurrió al feral Enkidu en el Gilgamesh, el hirsuto talento sin domar del joven Fink es domesticado, civilizado a través de la sexualidad femenina. Un hecho inconcebible, con algo de sacrificio y una misteriosa caja de contenido desconocido ―quizás un guiño a la buñueliana Belle de Jour― hacen que finalmente el artista adolescente empiece a escribir.

    George Steiner ha dedicado memorables páginas a la relación entre el acto de la creación artística y el acto fundacional de la creación del mundo. Los Coen resumen ese momento de epifanía en un plano ferozmente irónico en que Barton, exaltado, toma una biblia arrinconada en su habitación y ve impreso en los primeros párrafos del Génesis el arranque de su guion. Las palabras comienzan a llenar la hoja en blanco. El Verbo, el Logos crea y ordena el mundo. Todo escritor conoce esa euforia, esa plenitud. Nuestro personaje escribe su obra en una noche, del tirón, en un trance de artista característico de esa sensibilidad roussoniana en la que aún vivimos, en oposición a la exigente disciplina del artesano.

    Pero, ay, no tardamos en darnos cuenta de su mediocridad. Aparecen restos de frases que ya hemos escuchado. Los hallazgos de su primera obra transformados en moneda falsa, en cliché. Barton no ha aprendido y el precio será tremendo. Vapuleado por la autoridad suprema de los estudios a los que ha vendido el fruto de su mente, lo dejamos abandonado ―no sabemos si para siempre― en un purgatorio solipsista, incapaz de salir de su mundo interior, de esa “life of the mind”, ciego ante la última oportunidad que se le ofrece.

    Juguetona, cruel, perturbadora, Barton Fink sigue regalándonos hallazgos y sugerencias en repetidas visiones Una obra mayor, inagotable, que habla como pocas sobre la dimensión de nuestras servidumbres y la extensión de nuestros fracasos.

    (Artículo publicado en enero del  2018, en el número 409 de la revista de literatura Quimera)

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    Diez serios desacuerdos que no hay que tomar demasiado en serio

    07 domingo Jul 2019

    Posted by Salvador Perpiñá in Cine

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    Películas, sobrevalorados

    Un amigo de las redes sociales, Samson Van Halen, me propone uno de esos juegos de listas; en este caso la publicación de diez imágenes de películas que considere un atentado contra el séptimo arte. Más interesante me ha parecido hablar sobre películas generalmente apreciadas y que a mí me irritaron en su momento. Son obras de autores respetables ―bueno, casi todas― y que para muchos tienen un gran valor, pero me gusta de vez en cuando consentirme el lujo de ser injusto y caprichoso. Así que allá vamos.

    Jules et Jim (François Truffaut, 1962)

    La historia de dos pamplinillas y su relación triangular con una loca del coño. Las idas y venidas de esos tres mamarrachos, su absurda vitalidad, sacan lo peor de mí. Y gracias a dios que no aparece Jean-Pierre Léaud, siempre abofeteable. El grado de rechazo que suscite en alguien la imagen icónica de la Moreau, con holgadas prendas masculinas y un ridículo bigote, corriendo desinhibida con sus vivaces compañeros por un puente, lo utilizo como test de afinidad personal. Robándole al cachondo de Buñuel su insulto postal a Juan Ramón Jiménez concluiré que Jules et Jim me repugna «por histérica, por inmoral, por arbitraria».

    imagen-articulo-amorLa nouvelle vague y la carrerilla.

    Sex, lies and videotape (Steven Soderbergh, 1988)

    Insignificante, pedantuela, indeciblemente snob, gozó de un inexplicable predicamento que atribuyo a que en el título aparecían las palabras “sexo” (la gente pensaba que iría de follar) y “cintas de video”, lo que entonces sonaba moderno. Me temo que a estas alturas habrá envejecido tan mal como el VHS. Inaugura la carrera del más impersonal de los directores “autores” americanos y añade el dudoso mérito del descubrimiento de Andie McDowell, que no nos gusta nada en este pueblo, lo tenemos hablado. Una serie de personajes estereotipados (el ama de casa reprimida, el marido machirulo y la hermana un poco zorra) ven cómo cambian sus vidas porque al director le da la real gana, aunque el pretexto sea la llegada de un misterioso personaje masculino, un individuo introvertido y sensible con tendencia al habla entrecortada. El susodicho querubín graba a mujeres hablando de sexo ante una cámara y colecciona, ordenadito, dichas cintas. Una risa todo.

    sex-lies-and-videotape-movie-eightSoy tan terriblemente especial.

    Death Proof (Quentin Tarantino, 2007)

    Tras el desafuero megalómano y referencial de Kill Bill ―jamás se consumió tanto metraje y tanto talento visual para contar fruslería semejante― el problemático Tarantino perpetra su película más reiterativa y agotadoramente gárrula (esdrújula, sí, sus personajes, si es que así pueden llamarse, no callan ni debajo del agua). Homenaje onanista al cine basura que le gustaba en su juventud, acaba fatalmente siendo cine basura, sólo que afectado y autoconsciente. Aburrida e inane como ella sola, se salva Kurt Russell haciendo de supervillano, porque él nunca puede estar mal, y la secuencia del accidente que, aceptémoslo, es impresionante.

    screenshot_from_2016-06-23_22-02-07Sororidad es majar a hostias a Kurt Russell.

    Todo sobre mi madre (Pedro Almodóvar, 1999)

    No sé ni qué decir sobre ella. Como en un Douglas Sirk flipao, el argumento es una cadena de despropósitos, referencias cinéfilas, casualidades y coincidencias empaquetadas en un lujoso y chillón envoltorio. Pruebe a contar la trama sin que le entre la risa. Aquí la pasión y la emoción (fruto siempre del examen atento de lo real) son sustituidas por su representación desaforada. Hola, soy Almodóvar, me gustan los boleros y las tendencias guays, mirad mis lágrimas. A muchos les conmovió. La gente es rara. O yo lo soy, no sé.

    todo-sobre-mi-madreDoliente, pero cuqui.

    C’era una volta il West (Sergio Leone, 1969)

    Sergio Leone lleva su estilo y su imaginario a la perfección en El bueno, el feo y el malo, irresistible relectura de la tradición picaresca, juguetona, vital y sin pretensiones. Pero entonces alguien, ay, le revela que es un autor. Hasta que llegó su hora, traducción cañí del título original, es el hipertrofiado resultado. No es que carezca de grandes momentos (no se pierde la inspiración de la noche a la mañana) pero sucumbe bajo el peso de sus pretensiones. Enfática y engolada, la película revienta por sus costuras y no puede evitar que los defectos del director (mal gusto, cursilería, cierto infantilismo y limitaciones como narrador) canten la traviata en una película alargada más allá de lo conveniente y que, a base de amaneramiento, logra hacer confusa una historia que tampoco era para tirar cohetes. Dicen que es operística, tebeística sería un diagnóstico más preciso.

    hero_Once-Upon-Time-West-imageC’era una volta il West, haciendo estampas.

    Shutter Island (Martin Scorsese, 2010)

    Tras demostrar con Gangs of New York que podía ser hortera como el que más, Scorsese, al que tanto hemos querido, se supera a sí mismo, aunque no deberíamos eximir de su responsabilidad y de su colleja a la guionista Laeta Kalogridis. Shutter Island es una película que pudiendo haber sido una obra maestra se queda en una sucesión fallera de efectismos ineficaces. Hacer que una secuencia en que Max von Sydow, Ben Kingsley y Leonardo DiCaprio comparten plano resulte sosa tiene su mérito. Dotado de escasa sensibilidad para el fantástico, Scorsese se lanza al género sin frenos y a tope, ignorando el venerable consejo de «menos es más» que alguien debería haber hecho grabar en un turulo de plata para regalárselo. Cuando al final te lo cascan todo, Scorsese, como si fuera un director veinteañero de videoclips, no encuentra mejor manera para ilustrar un dramón doméstico que endosarnos un plano cenital a cámara lenta de protagonista con niño muerto gritando: ¡Nooo…!  Pa habernos matao.

    bcb3FYtLbuPgNYO4M1IY7rfeMalShutter Island, al espectador se le queda la misma cara que a DiCaprio.

    Lucía y el sexo (Julio Medem, 2001)

    Todo artista tiene defectos. Esos defectos son en cierta manera su personalidad, su fuerza, pero hay que mantenerlos a raya, refinarlos. Y eso lleva su tiempo hasta que se logra ese delicado equilibrio entre oficio y singularidad que llamamos obra maestra. Medem pertenece a esa clase de artistas encumbrado desde su primera obra que no hacen sino profundizar en sus defectos hasta hacerlos intragables. Su afición por lo alegórico, las simetrías y los palíndromos, dieron al principio el pego. Hasta a Kubrick le gustó La ardilla roja. En Lucia y el sexo título tan sutil como En esta película se folla, Medem lleva su poética febril al paroxismo. Sus personajes femeninos (a Medem no le interesan los personajes masculinos) son invariablemente mágicos, se comportan de manera imprevisible, aleatoria, gratuita… Rococó chungo del alma, en su universo onírico no sopla el gran viento del misterio sino un coqueto vientecillo soñador que brota del suplemento dominical de El País con el perfume inequívoco de Malasaña. A mitad de la película sale una polla enorme que dio mucho que hablar.

    CaSJjIEWEAIi57r.jpg largeLucía y los símbolos.

    Bram Stoker’s Dracula (Francis Ford Coppola, 1992)

    A diferencia de Martin Scorsese, del director de Apocalypse Now cabía esperar una afinidad con el fantástico. Pero lo que en su momento fue considerado como la resurrección de un Coppola que volvía por sus fueros no supera la condición ―el chiste es fácil― de muerto viviente. Admito un problema personal con el género vampírico ortodoxo: la figura del lechuguino que tras las siniestras advertencias de posaderos, parroquianos y cocheros transilvanos se dirige tan pichi hacía un castillo siniestrísimo y ni se inmuta cuando un tipo con aspecto de pederasta disfrazado le invita a cenar, agota muy pronto mis reservas de buena voluntad y acojo con hostilidad la posterior y confusa comedia de enredo victoriana, con barcos cargados de tierra, baile de ataúdes y puertas que se abren y se cierran. Coppola echa el resto en el diseño de producción, recuerdo pocas películas tan intoxicantes visualmente, pero olvida miserablemente algo que tanto Max Ophüls como Michael Powell (sus obvios referentes) siempre tuvieron en cuenta: dotar de un mínimo de consistencia a sus personajes. Dejadez que en esta película llega a la falta de respeto. Inventor del videoclip con aquel One from the Heart que lesionó para siempre su carrera, Coppola deja aparcado al magnífico narrador que fue y se entrega a un anfetamínico delirio visual en el que unos personajes abiertamente ridículos (el Van Helsing de Anthony Hopkins pasará a la historia como caso de estudio) se mueven en un escenario irreal sin aparente sentido ni propósito. La acumulación de imágenes de impacto acaba por resultar tediosa y cuando al final una Wynona Rider se transforma en Nuria Espert no sabemos ya si hace tiempo que Coppola dejó de tomarse en serio el relato, lo cual es grave, o por el contrario está siendo sincero. Lo que sería muchísimo peor.

    bram_stokers_dracula_1Drácula de Coppola, siempre ciego, siempre a tope.

    La lengua de las mariposas (José Luis Cuerda, 1999)

    Creo que el cine comprometido español adolece de un defecto importante. En la película tipo el protagonista, bueno y justo, es siempre derrotado por la mano militar del poder. Se le mata como a un perro (una buena sesión previa de torturas tampoco viene mal), su casa arde, sus tierras son sembradas con sal y su mujer y sus hijas son violadas por un rijoso empresario y luego vendidas como esclavas con las bendiciones de un cura. Semejante pesimismo radical es anafrodisiaco desde un punto de vista revolucionario. ¡Que haga la revolución Rita la cantaora! No se puede cambiar la historia, la guerra civil se perdió y la represión posterior fue inmisericorde, pero hay maneras de mantener alguna forma de esperanza.

    La lengua de las mariposas supone la apoteosis de esa actitud. Un maestro rural, un santo republicano, se pasa toda la película haciendo el bien y enseñando al niño protagonista los secretos y los asombros del mundo. Al final al hombre no solo le dan paseíllo (un amigo gallego me contaba que allí, donde el bando nacional apenas encontró oposición, el gremio fue metódicamente masacrado) sino que sus vecinos y conciudadanos le insultan y le vejan y hasta el niño protagonista, llevado por el miedo o la imitación, le tira piedras. Ni una mirada de gratitud, ni una señal secreta que diga: maestro, la semilla está plantada en mí, lucharé por ser un hombre libre en estos tiempos oscuros. Nada, una cermeña y cejijunta ferocidad. Si verdaderamente fuimos así nos merecimos a un tipo como Franco. Todo esto tendría un pase si la puesta en escena no fuera de un academicismo televisivo que evocaba veinte años después la estética de la etapa Pilar Miró. Cine oficial, casto y sin cafeína, tan excitante como una partida de dominó a la hora de la canícula o un panfleto higienista vegetariano de los años treinta.

    1169342Repare el lector en el tamaño del piedro.

    Canino (Yorgos Lanthimos, 2009)

    ¡Vuelven los setenta! Yorgos Lanthimos retoma el formato parábola, que nunca se distinguió por su sutileza y que nos brindó desde La Grand Bouffe hasta Themroc, pasando por un lastimoso film que codirigí y cuyas copias piadosamente han desaparecido de la faz de la tierra.

    Algunos amigos, cuando he manifestado mi escaso aprecio por esta película, me explican que se trata de una crítica contra la burguesía. Caramba, como para no darse cuenta. No negaré sus virtudes: ese hallazgo de la pulverización del sentido de las palabras («ya verás cuando papá se entere de que me has lamido el teclado»), la creación de un malsano clima de paranoia junto a estimables fogonazos de humor negro, pero no puedo evitar la sensación de encontrarme ante un chiste estirado.

    Hay algo peor. En general me gustan los artistas que aman las posibilidades de lo humano o los misántropos capaces de combinar el odio a sus semejantes con una profunda piedad (así Michel Houellebecq). Hace tiempo que no soy joven y por tanto nada me provoca tanto rechazo como ese nihilismo zoológico que trata al hombre, esa figura trágica, con un cinismo barato y finalmente trivial. En Canino solo veo la risa condescendiente del listillo.

    FamiliaCanino, un «je» muy flojín, de media comisura.

    Mi vida con 2001

    01 lunes Oct 2018

    Posted by Salvador Perpiñá in Cine, Examen de conciencia

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    espacio, kubrick, metafísica

     “2001: A Space Odissey” nos cumple cincuenta años. Son muchos, los mismos que me separaban del “Nosferatu” de Murnau cuando se apagaron las luces de la sala y oí por primera vez la fanfarria de “Also sprach Zarathustra”. Da un poco de vértigo pensarlo.

    Es una película que me ha acompañado toda una vida, hemos cambiado juntos.

    Mi padre, que la admiraba, nos arrastró a toda la familia a un reestreno. Recuerdo la sensación de prodigio de aquella noche inaugural. Lo digo sin jactancia, no era tan raro, los niños de aquel entonces estábamos familiarizados con la lentitud a través de una televisión de ritmos letárgicos, capaz de programar “El Séptimo Sello” de Bergman un Viernes Santo en prime time. En los tiempos previos a “Star Wars” la película de Kubrick tenía algo de atracción de barraca de feria. Desplegaba desafiante, minuciosa, su poderío técnico y con precisión documental nos ofrecía lo nunca visto, nos sumergía en la vivencia real de lo extraplanetario. No entendí el final, por supuesto, pero no me importaba; el segmento psicodélico era una delicia de ver y evocaba momentos vividos en sueños y, respecto al monolito, un niño educado en un colegio de curas pensaba con naturalidad que se trataba de Dios.

    Años después, como adolescente particularmente ingenuo al que “Star Wars” le había parecido excitante pero pueril, volví a encontrarme con ella en la pantalla catedralicia de un cine ya desaparecido. Aquello fue una epifanía en toda regla, mi caída del caballo. Antes juzgaba las películas por sus historias, simplemente me emocionaban o me aburrían. Descubrí entonces la capacidad pregnante de las imágenes, descubrí de lo que era capaz el cine. No volví a ver películas de la misma manera, 2001 me hizo, estéticamente, un hombre. También experimenté lo numinoso con una evidencia abrumadora, hasta el punto de que fue ella y no el escepticismo la que me hizo abandonar la religión heredada. Lo que me ofrecía el cristianismo era demasiado poco comparado con aquel desbordamiento del misterio envuelto en las notas de Ligeti. A la salida, los amigos a los que mi hermano y yo habíamos arrastrado (siguiendo sin ser conscientes la tradición familiar) nos querían matar, pero a la vuelta a casa los dos no paramos de hablar entre el entusiasmo y la turbación. Habíamos entendido.

    En los tiempos previos al auge de los videoclubs perseguí esa película-enigma con denuedo allá donde me la podía encontrar, desde salas del extrarradio hasta una fantasmal sesión de super-8 en un local de la CNT, donde un trosko cinéfilo salido de un cuadro de Ribera, antes de pasar el platillo para que sufragáramos a escote el alquiler, hizo una lectura anarquista según la cual el film nos hablaba del fin de un orden y el nacimiento de un hombre nuevo. Mi adoración se hizo extensiva a todo cuanto había hecho Kubrick, necesitaba admirarlo y si alguna de sus obras no me entusiasmaba la veía una y otra vez con la esperanza de que llegara el éxtasis. Pasé por supuesto por la novela de Arthur C. Clarke, que me dio una explicación racional despojando al film de su sugestión esotérica. En mi entusiasmo misionero maltraté con ella a amigos y novias, que se aburrieron mortalmente y a los que, avergonzado, pido ahora perdón.

    Pero incluso los más grandes fervores se consumen. “2001” había sido mi religión y un buen día, en una revisión en video, ciego de porros, se me desplomó. Por pura saturación la odié, me pareció pretenciosa e ingenua, puro kitsch, una mala misa, como decía Rodin del Parsifal wagneriano.

    El proceso de desencantamiento había culminado y no he vuelto a verla entera, la caída fue muy dura y me falta valor. El mismo Kubrick con el tiempo perdió sus atributos semidivinos y se fue transformando en un director que no siempre fue tan genial como yo pensaba, aunque quizás más interesante de lo que suponía. Desde entonces me he asomado a ella fragmentariamente, la he deconstruido, he apreciado otras películas encriptadas en su interior. Hay un goce frívolo en verla como una pieza de época, con ese encanto retro de las azafatas de la lanzadera espacial y los rituales de sociabilidad en la estación orbital, pueden rastrearse ecos de Lovecraft en los sucesos del el cráter Clavius y últimamente tiendo a valorar por encima de todo el sofisticado thriller claustrofóbico del segmento central, donde una ordenador enloquece y es desconectado por un hombre que se introduce en sus entrañas, en una roja penumbra ingrávida, geométrica, solo como nadie jamás lo ha estado.

    No ha sido sino hasta hace muy poco que descubrí que, a pesar de haber matado al padre, la película -y esa es la grandeza de los clásicos- forma ya, inevitablemente, parte de lo que soy. Los vacíos corredores de la nave Discovery están entre mis recuerdos como si yo mismo los hubiera recorrido respirando asmáticamente. Y de nuevo ha vuelto su metafísica, aunque de un modo muy diferente al que cabría esperar. Ahora, en las malas noches, pienso si acaso el verdadero protagonista de la película no será en realidad el desventurado Frank Poole al que ningún monolito redentor hará renacer, su cadáver intacto recorriendo por los siglos de los siglos el helado vacío interestelar, para siempre perdido en la inimaginable inmensidad, todo olvido y desamparo, su cuerpo como un muñeco desvencijado, girando lentamente sobre su eje con los ojos muy abiertos, en un vasto silencio en el que estrellas y galaxias nacen y estallan, donde el mismo tiempo morirá. Así nosotros.

    2001-a-space-odyssey-screenshot-1920x1080-14

    Proactividad

    31 martes May 2016

    Posted by Salvador Perpiñá in Cine, Observaciones

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    miedo, proactividad, Ridley Scott

    El otro día intentaba explicarle a un amigo mi escaso aprecio por la película “The Martian”, de Ridley Scott, director que combina con desparpajo pericia técnica, competencia profesional y una desesperante ausencia de personalidad. La ciencia ficción de los 60 y los 70, con la que me crié, solía ser sombría y malrollera, sus distopías abundaban en personajes taciturnos, complejos y con frecuencia atormentados. Incluso en el caso de los apenas definidos Dave Bowman y Frank Poole, de “2001: A Space Oddisey”, su inexpresividad nos transmitía de una manera eficacísima la inimaginable experiencia de alienación y soledad del viajero interplanetario.

    El guión de Drew Goddard, basado en un best seller de Andy Weir, arroja por la borda, como al final hace su protagonista con el lastre de su nave, todo asomo de angustia existencial, dentro de ese espíritu dinámico y positivo encarnado en las charlas TED y esa plaga universal de los pulgares levantados. “The Martian” se erige de este modo en algo así como “El Acorazado Potemkin” de la eficiencia.

    Su héroe, Mark Watney, abandonado por error en las vastas soledades de Marte, se enfrenta resueltamente a la adversidad sin permitirse apenas un instante de desaliento pero, no contento con ello, demuestra a cada instante que es un tipo enrollado y el yerno ideal, prodigando un sentido del humor de monologuista para todos los públicos. Robinson Crusoe era otro homo faber, laborioso y determinado, pero al menos de vez en cuando le daban unas bajonas de órdago.

    Todo el equipo de la NASA y sus mismos compañeros de tripulación, que regresarán como un solo hombre a rescatarle, son así mismo sanos, divertidos, desenvueltos, solidamente estructurados pero emocionales (¡al diablo con las órdenes, tenemos que salvar a Mark!). Cada uno no solo es resolutivo y solvente en lo suyo, sino que encuentra siempre un instante para soltar un wisecrack que alivie un poco la insoportable tensión acumulada durante los segundos de película en que no se oye una gracieta. Ni una sola concesión a la melancolía, la llegada al cráter Schiaparelli tras un viaje de semanas por la superficie marciana se acompaña con el “Waterloo” de Abba para dar buen rollito. Al final todo se resume en una frase: “Cuando las cosas se pone feas es cuando hay que trabajar duro”.

    Resulta fácil tomárselo a risa, ¿no? El sempiterno just do it, esas cosas de los americanos, esa filosofía de manual de autoayuda. Pero haríamos mal despachándola con condescendencia, al fin y al cabo es ese el espíritu del tiempo. Las redes, en tanto que podamos considerarlas su reflejo, combinan sin problemas una visión catastrofista del mundo (la política es el recinto admitido de la rabia) con una desaforada actitud positiva en lo personal. La queja, la angustia, la desesperación, son vistas como una indelicadeza y hasta como una temeridad, nuestro paso por la web puede ser rastreado por aquellos de los que quizás dependa nuestro puesto de trabajo y que esperan de nosotros proactividad y resiliencia. Se concede exhibir las propias debilidades a condición de hacerlo de manera desenfadada. Hay ciertas cosas de las que no se habla y su ocasional aparición es tan inconveniente como la de un trozo de material radiactivo. ¿Qué necesidad tenemos de regodearnos en las zonas nocturnas de nuestra mente, quién quiere escuchar al adolescente narcisista instalado en la queja, al neurótico inadaptado, al severo aguafiestas?

    Sí, de acuerdo, es verdad, todos estamos heridos, todos somos vulnerables. Cualquier hecho trivial de la infancia nos crea una cicatriz primera que no hará sino agravarse con los años tras el paso por la adolescencia, sus desconciertos y sus traumas humillantes, las cargas de la responsabilidad en la edad adulta (sustituida en los últimos años por la incertidumbre respecto al propio futuro), sucesivos desengaños y pérdidas y la consciencia de lo irreparable y de la labor del tiempo. No conozco a nadie de más de treinta y cinco años que no esté como una puta cabra. Pero entiendo que optar por el encierro doméstico, atiborrándose de sustancias ilegales y comida basura, encogido en posición fetal en el sofá, no es una opción recomendable, ni para la comunidad ni para el propio sujeto.

    Entiendo que las estrategias presentes del entusiasmo son algo de una enorme sensatez: dominar tu cuerpo y tratarlo bien, concentrarte, disciplinar tu pensamiento, perseguir tenazmente los sueños, apartar los pensamientos negativos, querer cambiar el mundo, constituyen un proyecto racional, irrefutable, de plenitud. Desde esa extensión planetaria de nuestro sistema nervioso que os permite leer esto hasta la acumulación de conocimientos que nos han salvado la vida en tantas ocasiones, desde esa novela de novecientas páginas sobre la falta de sentido hasta el sistema de garantías que permite a ciertos intensos bramar en las redes que vivimos en una dictadura, son sin excepción fruto de un acto de optimismo, siquiera circunstancial.

    No faltan motivos, al fin y al cabo la belleza, la alegría y la generosidad son frecuentes. No escasea aquello que nos redime, el amor (bueno, no siempre), la amistad, la satisfacción del trabajo bien hecho, las dulzuras de la crianza de los hijos, la solidaridad, el sentido de pertenencia, la fe ciega en una causa… hasta la vanidad puede iluminar una vida. Debemos buscar lo que nos cura y lo que nos mejora, aunque haya que engañarse, ¿qué nos importa la verdad?

    Pero no siempre podemos mantener a raya el caos y la turbulencia, hay estremecimientos, íntimas soledades que no podemos esconder constantemente bajo la alfombra, porque todo acaba aflorando. Hay un oscuro y viejo conocido al que hay que tener el valor de mirar cara a cara de vez en cuando. Saber que la búsqueda de la felicidad nos hermana a todos, pero también la común consciencia de nuestra flaqueza, de nuestra desnudez ante la intemperie. Alguien tiene que explorar, registrar ese lado oscuro. Y, demonios, esto ya lo dijo hace mucho tiempo Aristóteles, creo que voy a tomarme un café.

    01cb4eea1ce7bb2484183f42310c7b0e

    Les Enfants du Paradis

    06 lunes Jul 2015

    Posted by Salvador Perpiñá in Cine

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    amor fou, mimos, ocupación, teatro

    A veces siento un hartazgo de sensibilidad del siglo XXI. Te descuidas y tu vida se acaba llenando serie a serie de cancioncillas indie, “shut your fuck up!” y personajes en prendas cómodas que dicen “¡genial!”.

    Por eso me ha alegrado mucho volver a ver “Les Enfants du Paradise” (Marcel Carné, 1945), una grandísima película, muy bella y muy triste. Con sus hiperbólicos ciento ochenta minutos que las ordenanzas de Vichy obligaron a fragmentar en dos películas (“Le Boulevard du Crime “ y “L’Homme de Blanc”), nos seduce como el último gran festín de la novela francesa del XIX.

    Hay encuentros en callejones, amantes subiendo por crujientes escaleras de madera, hay camerinos, palcos y duelos al amanecer, foyers fastuosos y mujeres disfrazadas de pájaro entre bambalinas, fatalidad y monóculos, carnavales, desesperación, infidelidades y espejos.

    Marcel Carné quería hacer una película sobre Jean-Gaspard Deburau (nacido Jan Kašpar Dvořák) el maestro de la pantomima que dotó a la figura del Pierrot de los melancólicos rasgos lunares que lo harán una presencia ubicua en la mitología de los simbolistas. Jacques Prevert (guionista, poeta, inventor de los cadáveres exquisitos y letrista de Yves Montand, Juliette Gréco o Édith Piaf) detestaba a los mimos, pero quería escribir la historia de Pierre François Lacenaire, poeta, nihilista y asesino que interesó a Dostoyevski y a Foucault. Se dio cuenta de que jamás podría hacer con los alemanes una film sobre Lacenaire, pero sí introducirlo como personaje en una ficción sobre Deburau.

    No fue el único azar conveniente. La mera existencia de la película es un milagro. El rodaje se prolongó de 1943 a 1944 en medio de todas las restricciones imaginables durante la ocupación alemana. En sus vastos decorados se mezclaban miembros de la resistencia con notorios colaboracionistas. Alexandre Trauner (futuro director artístico de los films de Billy Wilder) y Joseph Kosma, (alumno de Bela Bartok y el compositor de Les feuilles mortes), ambos judíos, trabajaron en secreto durante la producción, escondidos en las casas de Carné o Prevert. Resulta emocionante ver a Maria Casares, hija de un jefe de gobierno de la Segunda República y futura leyenda de los escenarios franceses, en la época en que probablemente inició su relación con Albert Camus.

    Por contra, su protagonista Arletty -nombre de guerra de Léonie Marie Julie Bathiat, musa de pintores que desafiantemente hizo toda su vida lo que le vino en gana y que murió muy viejecita- no pudo asistir al estreno, encarcelada por haber mantenido relaciones sentimentales con Hans-Jürgen Soehring, un oficial de la Luftwaffe (que moriría años después en el Congo Belga, atacado por un cocodrilo, la vida es muy extraña). Al respecto de ese affaire se le atribuye el comentario: «Si mon cœur est français, mon cul, lui, est international!»

    “Les Enfants du Paradise” es un afectuoso homenaje al teatro, pero también una asombrosa, febril historia de amor, donde cuatro hombres: un mimo que no es de este mundo, un actor narcisista y libertino, un brillante criminal y hombre de letras y un aristócrata cruel, víctima del ennui, luchan en vano por retener a Garance, una mujer de naturaleza insobornablemente libre que siempre acaba escapando de sus amantes. Semejante historia era impensable en el cine americano de los años cuarenta. Lo sigue siendo ahora.

    Un último comentario sobre los “enfants du paradis” del título. Se trata de los ocupantes del gallinero, lo que los ingleses llamaban “the gods”, los jóvenes trabajadores que copaban tumultuosamente los asientos más baratos, arracimados cerca de las escenas celestiales que poblaban el techo, a veces sentados a horcajadas sobre los pretiles para celebrar ruidosamente los lances de representaciones con títulos como “Los peligros de la selva virgen” o “El crimen y la virtud”. Jacques Prevert amaba a ese público robusto, sincero, vital, en cuyo entusiasmo creía encontrar -como el Preston Sturges de “Sullivan’s Travels”– la salvación del artista.

    En la película, Marcel, el director del Théâtre des Funambules se expresa de manera elocuente al respecto (durante todo el film los diálogos de Prevert, tan antinaturales como fluidos, son admirables).

    “¿Y por qué?, porque nos quieren castigar, ¿y por qué?, porque nos temen. Saben que si hiciéramos comedia tendrían que cerrar con llave sus nobles, grandes teatros. Allí el público se duerme con sus tragedias polvorientas y sus momias que se desgañitan sin moverse.”

    Eso pensaba Jacques Prevert de sus predecesores, eso pensaron luego los muchachos de la Nouvelle Vague del tipo de cine que Prevert, Carné y “Les Enfants du Paradis” representaban (1). Prosigue el bueno de Marcel.

    “Mientras que los volatineros son algo vivo, que emociona y vibra. ¡Extravagancias!, ¡la magia con apariciones y desapariciones!, ¡como la vida misma! Y luego el zapatazo y el palo, ¡como en la vida misma!… y el público es pobre, sí, pero es de oro mi público, mire, mire allá arriba… ¡el gallinero! ¡el gallinero!”

    Imposible no estar de acuerdo, ¿verdad?, aunque a poco que se piense descubrimos que debido a un largo proceso histórico y cultural que otros estarán en mejores condiciones de describir que yo, pero entre cuyos hitos sospecho que está el estreno de «Star Wars» (una fecha negra para la historia del cine) y el ascenso meteórico de Silvio Berlusconi, se ha consolidado una relación esencialmente depravada entre los chicos del gallinero y los empresarios del espectáculo. Un rápido recorrido por los canales de televisión basta para confirmarlo. Relación que hace definitivamente imposible que vuelvan a darse las condiciones para que pueda hacerse una película como “Les Enfants du Paradise”. Como tantas veces repite ese villano fabuloso de Lacenaire: “Absolument pas!”

    Les enfants

    (1) Truffaut, ya en los ochenta, tuvo la generosidad de declarar: «Je donnerai tous mes films pour avoir réalisé Les Enfants du Paradis »

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