Un amigo de las redes sociales, Samson Van Halen, me propone uno de esos juegos de listas; en este caso la publicación de diez imágenes de películas que considere un atentado contra el séptimo arte. Más interesante me ha parecido hablar sobre películas generalmente apreciadas y que a mí me irritaron en su momento. Son obras de autores respetables ―bueno, casi todas― y que para muchos tienen un gran valor, pero me gusta de vez en cuando consentirme el lujo de ser injusto y caprichoso. Así que allá vamos.
Jules et Jim (François Truffaut, 1962)
La historia de dos pamplinillas y su relación triangular con una loca del coño. Las idas y venidas de esos tres mamarrachos, su absurda vitalidad, sacan lo peor de mí. Y gracias a dios que no aparece Jean-Pierre Léaud, siempre abofeteable. El grado de rechazo que suscite en alguien la imagen icónica de la Moreau, con holgadas prendas masculinas y un ridículo bigote, corriendo desinhibida con sus vivaces compañeros por un puente, lo utilizo como test de afinidad personal. Robándole al cachondo de Buñuel su insulto postal a Juan Ramón Jiménez concluiré que Jules et Jim me repugna «por histérica, por inmoral, por arbitraria».
La nouvelle vague y la carrerilla.
Sex, lies and videotape (Steven Soderbergh, 1988)
Insignificante, pedantuela, indeciblemente snob, gozó de un inexplicable predicamento que atribuyo a que en el título aparecían las palabras “sexo” (la gente pensaba que iría de follar) y “cintas de video”, lo que entonces sonaba moderno. Me temo que a estas alturas habrá envejecido tan mal como el VHS. Inaugura la carrera del más impersonal de los directores “autores” americanos y añade el dudoso mérito del descubrimiento de Andie McDowell, que no nos gusta nada en este pueblo, lo tenemos hablado. Una serie de personajes estereotipados (el ama de casa reprimida, el marido machirulo y la hermana un poco zorra) ven cómo cambian sus vidas porque al director le da la real gana, aunque el pretexto sea la llegada de un misterioso personaje masculino, un individuo introvertido y sensible con tendencia al habla entrecortada. El susodicho querubín graba a mujeres hablando de sexo ante una cámara y colecciona, ordenadito, dichas cintas. Una risa todo.
Soy tan terriblemente especial.
Death Proof (Quentin Tarantino, 2007)
Tras el desafuero megalómano y referencial de Kill Bill ―jamás se consumió tanto metraje y tanto talento visual para contar fruslería semejante― el problemático Tarantino perpetra su película más reiterativa y agotadoramente gárrula (esdrújula, sí, sus personajes, si es que así pueden llamarse, no callan ni debajo del agua). Homenaje onanista al cine basura que le gustaba en su juventud, acaba fatalmente siendo cine basura, sólo que afectado y autoconsciente. Aburrida e inane como ella sola, se salva Kurt Russell haciendo de supervillano, porque él nunca puede estar mal, y la secuencia del accidente que, aceptémoslo, es impresionante.
Sororidad es majar a hostias a Kurt Russell.
Todo sobre mi madre (Pedro Almodóvar, 1999)
No sé ni qué decir sobre ella. Como en un Douglas Sirk flipao, el argumento es una cadena de despropósitos, referencias cinéfilas, casualidades y coincidencias empaquetadas en un lujoso y chillón envoltorio. Pruebe a contar la trama sin que le entre la risa. Aquí la pasión y la emoción (fruto siempre del examen atento de lo real) son sustituidas por su representación desaforada. Hola, soy Almodóvar, me gustan los boleros y las tendencias guays, mirad mis lágrimas. A muchos les conmovió. La gente es rara. O yo lo soy, no sé.
Doliente, pero cuqui.
C’era una volta il West (Sergio Leone, 1969)
Sergio Leone lleva su estilo y su imaginario a la perfección en El bueno, el feo y el malo, irresistible relectura de la tradición picaresca, juguetona, vital y sin pretensiones. Pero entonces alguien, ay, le revela que es un autor. Hasta que llegó su hora, traducción cañí del título original, es el hipertrofiado resultado. No es que carezca de grandes momentos (no se pierde la inspiración de la noche a la mañana) pero sucumbe bajo el peso de sus pretensiones. Enfática y engolada, la película revienta por sus costuras y no puede evitar que los defectos del director (mal gusto, cursilería, cierto infantilismo y limitaciones como narrador) canten la traviata en una película alargada más allá de lo conveniente y que, a base de amaneramiento, logra hacer confusa una historia que tampoco era para tirar cohetes. Dicen que es operística, tebeística sería un diagnóstico más preciso.
C’era una volta il West, haciendo estampas.
Shutter Island (Martin Scorsese, 2010)
Tras demostrar con Gangs of New York que podía ser hortera como el que más, Scorsese, al que tanto hemos querido, se supera a sí mismo, aunque no deberíamos eximir de su responsabilidad y de su colleja a la guionista Laeta Kalogridis. Shutter Island es una película que pudiendo haber sido una obra maestra se queda en una sucesión fallera de efectismos ineficaces. Hacer que una secuencia en que Max von Sydow, Ben Kingsley y Leonardo DiCaprio comparten plano resulte sosa tiene su mérito. Dotado de escasa sensibilidad para el fantástico, Scorsese se lanza al género sin frenos y a tope, ignorando el venerable consejo de «menos es más» que alguien debería haber hecho grabar en un turulo de plata para regalárselo. Cuando al final te lo cascan todo, Scorsese, como si fuera un director veinteañero de videoclips, no encuentra mejor manera para ilustrar un dramón doméstico que endosarnos un plano cenital a cámara lenta de protagonista con niño muerto gritando: ¡Nooo…! Pa habernos matao.
Shutter Island, al espectador se le queda la misma cara que a DiCaprio.
Lucía y el sexo (Julio Medem, 2001)
Todo artista tiene defectos. Esos defectos son en cierta manera su personalidad, su fuerza, pero hay que mantenerlos a raya, refinarlos. Y eso lleva su tiempo hasta que se logra ese delicado equilibrio entre oficio y singularidad que llamamos obra maestra. Medem pertenece a esa clase de artistas encumbrado desde su primera obra que no hacen sino profundizar en sus defectos hasta hacerlos intragables. Su afición por lo alegórico, las simetrías y los palíndromos, dieron al principio el pego. Hasta a Kubrick le gustó La ardilla roja. En Lucia y el sexo título tan sutil como En esta película se folla, Medem lleva su poética febril al paroxismo. Sus personajes femeninos (a Medem no le interesan los personajes masculinos) son invariablemente mágicos, se comportan de manera imprevisible, aleatoria, gratuita… Rococó chungo del alma, en su universo onírico no sopla el gran viento del misterio sino un coqueto vientecillo soñador que brota del suplemento dominical de El País con el perfume inequívoco de Malasaña. A mitad de la película sale una polla enorme que dio mucho que hablar.
Lucía y los símbolos.
Bram Stoker’s Dracula (Francis Ford Coppola, 1992)
A diferencia de Martin Scorsese, del director de Apocalypse Now cabía esperar una afinidad con el fantástico. Pero lo que en su momento fue considerado como la resurrección de un Coppola que volvía por sus fueros no supera la condición ―el chiste es fácil― de muerto viviente. Admito un problema personal con el género vampírico ortodoxo: la figura del lechuguino que tras las siniestras advertencias de posaderos, parroquianos y cocheros transilvanos se dirige tan pichi hacía un castillo siniestrísimo y ni se inmuta cuando un tipo con aspecto de pederasta disfrazado le invita a cenar, agota muy pronto mis reservas de buena voluntad y acojo con hostilidad la posterior y confusa comedia de enredo victoriana, con barcos cargados de tierra, baile de ataúdes y puertas que se abren y se cierran. Coppola echa el resto en el diseño de producción, recuerdo pocas películas tan intoxicantes visualmente, pero olvida miserablemente algo que tanto Max Ophüls como Michael Powell (sus obvios referentes) siempre tuvieron en cuenta: dotar de un mínimo de consistencia a sus personajes. Dejadez que en esta película llega a la falta de respeto. Inventor del videoclip con aquel One from the Heart que lesionó para siempre su carrera, Coppola deja aparcado al magnífico narrador que fue y se entrega a un anfetamínico delirio visual en el que unos personajes abiertamente ridículos (el Van Helsing de Anthony Hopkins pasará a la historia como caso de estudio) se mueven en un escenario irreal sin aparente sentido ni propósito. La acumulación de imágenes de impacto acaba por resultar tediosa y cuando al final una Wynona Rider se transforma en Nuria Espert no sabemos ya si hace tiempo que Coppola dejó de tomarse en serio el relato, lo cual es grave, o por el contrario está siendo sincero. Lo que sería muchísimo peor.
Drácula de Coppola, siempre ciego, siempre a tope.
La lengua de las mariposas (José Luis Cuerda, 1999)
Creo que el cine comprometido español adolece de un defecto importante. En la película tipo el protagonista, bueno y justo, es siempre derrotado por la mano militar del poder. Se le mata como a un perro (una buena sesión previa de torturas tampoco viene mal), su casa arde, sus tierras son sembradas con sal y su mujer y sus hijas son violadas por un rijoso empresario y luego vendidas como esclavas con las bendiciones de un cura. Semejante pesimismo radical es anafrodisiaco desde un punto de vista revolucionario. ¡Que haga la revolución Rita la cantaora! No se puede cambiar la historia, la guerra civil se perdió y la represión posterior fue inmisericorde, pero hay maneras de mantener alguna forma de esperanza.
La lengua de las mariposas supone la apoteosis de esa actitud. Un maestro rural, un santo republicano, se pasa toda la película haciendo el bien y enseñando al niño protagonista los secretos y los asombros del mundo. Al final al hombre no solo le dan paseíllo (un amigo gallego me contaba que allí, donde el bando nacional apenas encontró oposición, el gremio fue metódicamente masacrado) sino que sus vecinos y conciudadanos le insultan y le vejan y hasta el niño protagonista, llevado por el miedo o la imitación, le tira piedras. Ni una mirada de gratitud, ni una señal secreta que diga: maestro, la semilla está plantada en mí, lucharé por ser un hombre libre en estos tiempos oscuros. Nada, una cermeña y cejijunta ferocidad. Si verdaderamente fuimos así nos merecimos a un tipo como Franco. Todo esto tendría un pase si la puesta en escena no fuera de un academicismo televisivo que evocaba veinte años después la estética de la etapa Pilar Miró. Cine oficial, casto y sin cafeína, tan excitante como una partida de dominó a la hora de la canícula o un panfleto higienista vegetariano de los años treinta.
Repare el lector en el tamaño del piedro.
Canino (Yorgos Lanthimos, 2009)
¡Vuelven los setenta! Yorgos Lanthimos retoma el formato parábola, que nunca se distinguió por su sutileza y que nos brindó desde La Grand Bouffe hasta Themroc, pasando por un lastimoso film que codirigí y cuyas copias piadosamente han desaparecido de la faz de la tierra.
Algunos amigos, cuando he manifestado mi escaso aprecio por esta película, me explican que se trata de una crítica contra la burguesía. Caramba, como para no darse cuenta. No negaré sus virtudes: ese hallazgo de la pulverización del sentido de las palabras («ya verás cuando papá se entere de que me has lamido el teclado»), la creación de un malsano clima de paranoia junto a estimables fogonazos de humor negro, pero no puedo evitar la sensación de encontrarme ante un chiste estirado.
Hay algo peor. En general me gustan los artistas que aman las posibilidades de lo humano o los misántropos capaces de combinar el odio a sus semejantes con una profunda piedad (así Michel Houellebecq). Hace tiempo que no soy joven y por tanto nada me provoca tanto rechazo como ese nihilismo zoológico que trata al hombre, esa figura trágica, con un cinismo barato y finalmente trivial. En Canino solo veo la risa condescendiente del listillo.
Canino, un «je» muy flojín, de media comisura.