Hace mucho tiempo mi hermano y yo abandonamos el domicilio de nuestros padres y nos fuimos a vivir a un piso en la parte baja del Albaicín. Era feo y frío, pero era nuestra primera casa y nos sentíamos en ella como príncipes. Nuestros vecinos eran un legendario clan de delincuentes, mi dormitorio daba pared con pared al altar mayor de una iglesia del siglo XVI y en los bajos la viuda de un banderillero regentaba una espartana tienda de comestibles y bregaba con las adicciones de sus hijos, mientras por las noches su marido se le aparecía en sueños y le regalaba joyas. Un cromo todo. Mi madre lloraba porque le espantaba enfrentarse a nuestras habitaciones vacías y porque defraudamos todos sus sueños aspiracionales de clase media.

Una tarde mi hermano y yo andábamos bicheando en una tienda de discos y escuchamos una música nocturna que nos hizo levantar la cabeza. Aquello no se parecía a nada de lo que habíamos oído hasta entonces, mezclaba la ingenuidad de los girl groups de finales de los cincuenta con un presentimiento de pesadilla. Preguntamos y vimos que el álbum estaba producido por David Lynch y que incluía el bellísimo «Mysteries of Love» de la película Blue Velvet. Faltaban meses para que apareciera Twin Peaks, pero nos llevamos en el acto el disco a nuestra guarida y fue la banda sonora de un invierno particularmente inclemente. Julee Cruise y ese Floating into the night acompañó la entrada a la edad adulta y la serie de decisiones que cambiarían nuestras vidas.

Ahora me entero de que ella ha muerto ―ese lento goteo de fantasmas que nos escoltan― y siento que ocurre en otro momento de cambio, a la entrada de una época incierta, donde convicciones y esperanzas se deshacen entre los dedos y uno debe prepararse para el frío que no anda lejos, sin ayuda de nadie y sin un lugar al que volver.