Últimamente, cuando regreso de algún funeral ―y sabe dios que empiezo a frecuentarlos más de lo aconsejable― me gusta bajar andando colina abajo. El camino pasa junto a algunas extensiones de campo aún no devoradas por los cercanos aparcamientos de la Alhambra. En un buen día de primavera uno camina bajo un cielo azul, todavía con pensamientos de muerte, flanqueado por hileras de álamos y olivos que brotan de una tierra roja y rica, entre el zumbar de insectos y la actividad bulliciosa de pequeños pájaros. Por todas partes olores resinosos de fermentación vegetal, flores y plantas aromáticas, como en la égloga de la infancia.
Uno se agarra a estas cosas mientras va pensando. Cuesta aceptar la propia desaparición. Ya no somos capaces de tomarnos en serio la apuesta insensata de la eternidad. No ya por una mera cuestión lógica ―nuestros afectos y recuerdos dependen de un sofisticado dispositivo de carne y sangre y sin embargo seguirían existiendo tras su corrupción― no es solo eso; al fin y al cabo no menos ilógica es la misma textura de lo real, ambigua, fantasmal, intrincada red de vacío y vibración, ausencia organizada, un continuo entrar y salir del ser. Lo terrible es que ya no somos capaces de querer la eternidad. El niño ve natural y deseable una existencia sin límites temporales; instalado en el presente, todo le complace y nada sacia su sed de realidad. Nosotros, expertos en fracasos y finales, necesitados de constante cambio, no podemos concebir una existencia ilimitada, nos aburre y nos espanta. Pero tampoco me complacen los falsos consuelos de Epicuro o de Schopenhauer, no me consuela el final del Das Lied von Erde de Mahler («la amada tierra seguirá floreciendo en primavera… eternamente, eternamente»), pensar que nuestro yo se disolverá en la materia de la que están hechas las estrellas y las flores. Es otra forma de mentirnos, porque sabemos que esa misma gloria desaparecerá, que la entropía impone su ley cruel y hasta la última partícula que forma el inconcebible universo se disgregará en la oscuridad. Los pájaros ignoran eso, yo no puedo hacerlo, pero puedo escucharlos en esta mañana de Mayo.
Sabemos que todo termina, sabemos que todo renace. No quiero cansarme del mundo, quiero seguir engañándome, silbando mientras me alejo del cementerio. Nunca me ha llegado al corazón la triste sabiduría de Oriente, su culto a la impermanencia, su convicción de que el yo es un error. Sé lo que es morir, pasé por ahí y fue como si se apagara un interruptor. Pero no lo acepto, no quiero la desaparición de cuanto he amado, quiero contra toda evidencia y todo sentido común seguir celebrando las fiestas de la luz, la risa y el deseo, la embriaguez azul del instante, esta pura alegría, precaria y frágil, de bailar entre vastos ciclos de aniquilación y renacimiento. Entre razón y locura, voy a todo con la locura y que todo lo demás (ambición, decepciones, nuestra propia mezquindad y miseria de humanos) me importe solo lo estrictamente imprescindible. Todo está aquí y ahora.

Arnold Böcklin. «Día de Verano» (1881)
Cómo siempre genial Salvador!
Resultón nada más. Gracias.
A mí me ha ayudado a sentirme mejor. No es poco.
Hola, Salva!
¡Qué bonito! Y, curiosamente, acabado con una frase muy… ¿zen? Ji ji!
Un abrazo.