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Hay quien hace pasteles, hay quien practica operaciones de oído, hay quien extiende una gruesa capa de asfalto por las carreteras (qué pensarán en un futuro ya sin hombres quienes nos visiten y vean las cicatrices de su trazado sobre el rostro de un mundo arruinado), quien desciende a lo profundo de la tierra en busca de diamantes, hay quien recoge uvas, quien envuelto en un caparazón reminiscente de las viejas armaduras apalea a multitudes furiosas o desesperadas. De todas las formas que tiene el ser humano de ganarse la vida me ha tocado en suerte la de inventar historias. Trabajar para la televisión significa que tienes que segregar muy rápido muchas historias. Privado del recurso a las seducciones del lenguaje, la digresión o las reflexiones que una novela puede permitirse, uno se enfrenta al puro relato. Siendo un medio excepcionalmente conservador, atenazado por los estudios de mercado y el miedo y la adulación hacia una criatura mitológica llamada espectador medio, tienes que lidiar frecuentemente con lugares comunes, trivialidades e imposiciones de todo tipo. Se corre el riesgo de acabar desarrollando una mezcla de cinismo y cansancio que puede pasar por profesionalidad.

A veces me enfado con la ficción, siento una especie de horror cabalístico a añadir una historia más a una realidad saturada de historias. Nos contamos historias sobre el sentido del mundo o el desorden de nuestros sentimientos, percibimos nuestra propia vida como una narración, hasta el amor no deja de ser un relato. Y aún así, cobijados en la blandura de nuestros sofás, nos entregamos cada noche al placer vicario de devorar las extravagantes andanzas de personajes imaginarios en constante agitación. Qué proliferación absurda, qué ruido, qué ganas dan de gritar: dejad de escuchar invenciones ajenas, ¡desesperaos, vivid!

En días así me abstengo de la ficción en mis lecturas y tengo que hacer un verdadero esfuerzo para ver una película. Las mediocridades, lejos de consolarme con la idea de que yo podría hacerlo mejor, me hacen reparar en mis propias limitaciones, mis manías y mis trucos.

Sin embargo, qué diferente es cuando te expones a la fértil, bondadosa radiación de la obra maestra. Lejos de aplastarte, el gran arte te tiende la mano, te interpela. Descubres, exaltado, las ilimitadas posibilidades de tu oficio, ¡tantas historias todavía por contar!, tanto asombro y consuelo en nuestras manos. Euforia, ligereza y responsabilidad. Las obras maestras te enseñan a respetarte a ti mismo.

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