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Desesperación y Risa

~ el blog de Salvador Perpiñá

Desesperación y Risa

Archivos de etiqueta: vicios privados

Interior holandés

20 martes Ene 2015

Posted by Salvador Perpiñá in Arte

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pintura holandesa, vicios privados

No es el tipo de asuntos que se confiesan en público, pero una de las cosas que más me gustan en esta vida es acudir a los museos después de haberme fumado, si buenamente se puede, un porro ligero. El THC se presta maravillosamente a las experiencias visuales y confiere a lo ya conocido un bienvenido aire de novedad. A mí, además, me funciona como un estimulante cerebral, posibilitando imprevistas asociaciones de ideas. Así recorro los siglos por las galerías de viejos palacios con una sonrisa beatífica, sumergiéndome en los mundos abiertos tras cada marco, en un estado de ánimo a la vez analítico y exaltado, transformado en súbito y chapucero crítico de arte, elaborando peregrinas teorías que no resisten un análisis serio, pero que me entretienen como no os podéis imaginar.

Y siempre experimento algo así como un agradable calorcillo al llegar a las salas donde se exhibe la gran pintura holandesa. Uno viene agotado, saturado de las imágenes recurrentes de santos y vírgenes, de varones barbudos en túnica y sandalias, Cristos lacerados, arquitecturas celestiales, batallas, reyes y emperadores. Ocasionalmente la exhibición de un paganismo demasiado cerebral. De repente, te encuentras con unos tipos que empiezan a celebrarse a sí mismos, que encuentran digna de representación su vida privada. Y no sólo burgueses pimpantes, mercaderes o munícipes, en esos lienzos aparecen también alegres matronas, orgullosos panaderos, soldados fanfarrones que nos miran a los ojos y nos plantan cara. Los vemos emborracharse, reír y bailar en ruidosas francachelas, tocar instrumentos musicales, comer, rezar, echarse una siesta, galantear, jugar a las cartas, leer, escribir, contar monedas, manejar telescopios y sextantes, vemos los alimentos que les sacian, los humildes objetos del cada día, sus animales domésticos, hasta su propia orina recogida en frascos de vidrio y analizada por galenos.

A veces la obra no rebasa la categoría de lo pintoresco, otras veces se produce, como en una epifanía, la suspensión del tiempo en los sencillos rituales de lo doméstico, el descubrimiento de lo que –a falta de otra expresión mejor- llamaría la santidad de lo real.

Y pienso, más allá de la pintura, en un arte posible, bueno y rebosante como una fruta madura, luminoso y cordial, ferozmente humano, que no juzgue, que hable de cómo fuimos, de esos modestos goces transitorios que forman nuestra vida tan breve, de esa sucesión de trivialidades que lo son todo para nosotros, que haga perdurar el aquí y ahora.

Drogas e infancia

21 jueves Ago 2014

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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drogas, niños, sueños, vicios privados

La relación de los hombres con las drogas es un intercambio conflictivo de utilidades, placeres, riesgos y servidumbres, enturbiado por la figura de la adicción, esa peculiaridad -mitad real, mitad construcción mítica- de arraigo tan fructífero en el imaginario que ha podido dar el salto más allá de la química y ahora hay quien pretende ser adicto a internet, al sexo o a la lectura diaria de El Faro Astorgano. Siempre me ha parecido digno de estudio que basta que alguna sustancia revele propiedades euforizantes, estimulantes o visionarias, para que a toda prisa y de manera irrevocable se decrete su intrínseco carácter nocivo, como si todo aquello que proporciona deleite tuviera necesariamente que tener incorporado un castigo.

El título de esta entrada no pretende escandalizar. Sé bien que los niños suelen ser utilizados con frecuencia en el discurso antidroga (a estos despavoridos prohibicionistas les preguntaría si alguna vez han visto a siniestros personajes vendiendo botellas de rioja a las puertas del colegio) del mismo modo que son utilizados de manera obscena a la hora de hacer propaganda de guerra contra el enemigo. No, simplemente pretendo contar cómo la infancia, que no es ajena a la crueldad, no lo es tampoco a los estados alterados de conciencia.

Los efectos del alcohol son quizás los más notorios. En mi abstemia familia fue muy celebrado el momento en que durante una excursión campestre y con apenas siete años, me pimplé en un descuido una buena cantidad de tinto de verano con resultados al parecer notables. Me comportaba de un modo insólito y me dio por cantar, hasta que caí redondo. No guardo recuerdo alguno de aquello, pero si me complace que durante mi iniciación dionisiaca me entregara al canto y que paganamente tuviera lugar al mediodía, cerca de un río y rodeado de árboles, pájaros, floración e insectos zumbantes. Sí que recuerdo más adelante los efectos que podían causar dos bombones de licor o unas pocas guindas en aguardiente ingeridas de modo casual. Euforia, un agradable vértigo, un despegarse de lo habitual inmediato. Recuerdo con nitidez el darme cuenta del vínculo entre la sustancia y el efecto y comprobar que aquella sensación me gustaba. Había en esa rudimentaria embriaguez una pureza esencial, una jubilosa transparencia, ¡no he vuelto a experimentar una ebriedad comparable!

De niño no me privé de ninguna enfermedad, así mi cuerpecillo fue procesando un arsenal de venenos. Aprendí a identificar los nombres y sabores peculiares de jarabes, pastillas, cápsulas y comprimidos.  Aun los más amargos o nauseabundos eran preferibles a la diabólica inyección -esas jeringuillas de cristal hirviendo, híbrido entre el insecto y el instrumento de tortura- o el intolerable supositorio, que siempre asocié con la idea de una autoridad arbitraria. Mis padres frecuentaban una farmacia en cuyas paredes la propietaria colgó desafiante algunos de los bocetos a tamaño natural que su marido, Prieto Coussent, había dibujado durante los años de laboriosa gestación de un monumental Cristo, monstruosamente lacerado, que en su momento escandalizó mucho al nacionalcatolicismo granadino. Ni en la más lúgubre de las iglesias uno sentía un sobrecogimiento semejante al que experimentaba en aquel santuario medicamentoso y archiburgués.

No he olvidado el sonido de los pasos de mi madre en mitad de la noche, su voz que apaciguaba, su mano sobre mi frente, el sonido de la cucharilla en el vaso de agua, el círculo de luz de la lámpara sobre la mesita de noche, destacando cada mota de polvo sobre el mármol, el olor intenso de los fármacos y el consecuente cese del dolor, la tos o la fiebre, la posterior inducción al sueño. En los setenta la histeria antidroga no había calado tan profundamente como lo haría décadas después y del mismo modo que existían aquellos optalidones con aspecto de medicina copta, no había jarabe antitusígeno que no incluyera liberalmente en su composición codeína, opiáceo que proporcionaba una mezcla de sedación y laxitud, permitiendo a la vez ciertos vuelos de la imaginación que me entretenían en mis confinamientos en la cama. Mis padres tenían pocos discos, básicamente lo más conocido del repertorio clásico. Yo, en ese estado, escuchaba una y otra vez la Sinfonía Fantástica de Berlioz, La Gran Pascua Rusa de Rimsky-Korsakov, la Obertura Leonora III de Beethoven, la 1812 de Tchaikovsky o fragmentos orquestales de Wagner. ¡Qué historias imaginaba, a qué remotos lugares viajaba, qué gustazo, señores! Siempre lo diré, le debo todo lo que ahora soy a los anticuerpos, la codeína y los clásicos populares.

En caso de gripe los antihistamínicos me proporcionaban, aparte de la supresión del moqueo, una mezcla de lentitud, insensibilidad y melancolía que cubrían el mundo con un cálido no sé qué, retardado, dorado, invernal. Me reconciliaban con lo cotidiano. Luego estaba la biodramina, fármaco que no sé si sería eficaz contra el mareo, pero que proporcionaba grandes pelotazos agravados por la nocturnidad en caso de viajes largos. Se entraba en un curioso estado disociado, mientras tras las ventanillas del coche, en las rectas interminables de las carreteras castellanas, se sucedían iguales a sí mismos los gigantescos plátanos de sombra, alzando furiosamente los brazos con sus troncos pintados de blanco heridos por los faros del coche; de vez en cuando la luz rojiza del alumbrado público al entrar en los pueblos dormidos y la siniestra figura embozada de los anuncios de Sandeman.

Recuerdo, por último, un libro en la biblioteca de mi padre. “Las riquezas de la tierra”, de un tal Semiónov. Un ameno manual sobre geografía económica. Sus capítulos trazaban la historia del té, el algodón, el cacao, la seda, el café, el lino. En sus páginas abundaban caravanas y barcos mercantes en ruta hacia países exóticos, audaces señores victorianos, sociedades geográficas y tratados comerciales. Uno de los últimos capítulos hablaba de las drogas y en concreto del opio y sus implicaciones económicas y políticas en la China finisecular. Un dibujillo representaba a un chino con los rasgos de Fu Manchú, echado en una esterilla y fumando una pipa. El texto decía “el fumador de opio experimenta una embriaguez en la que cree percibir la armonía de las esferas”. Yo era pequeño y no sabía exactamente lo que era la armonía de las esferas, pero aquellas palabras capturaron mi imaginación y deseaba fervientemente probar algún día aquella sustancia perfumada y tóxica. No ha podido ser. También por entonces las revistas hablaban mucho del LSD y la marihuana, ¡con cuanta envidia leía la palabra “alucinaciones”, cómo deseaba tenerlas! No importaba que estuvieran asociadas a todo tipo de consecuencias funestas que se pintaban con los colores más vivos, yo quería hacerme mayor de una vez y abrir esas ventanas hacia otra realidad.

Y hasta aquí hemos llegado. Esa otra realidad, ese territorio ha acabado perdiendo buena parte de su encanto y esplendor. Lo visionario no es ilimitado y también tiene sus rutinas. Tampoco es que mis experiencias adultas hayan sido sensiblemente diferentes a las de cualquier persona de mi generación. Ya las contaré en otra ocasión. En todo caso ya sabéis, niños, no hagáis caso a este señor y no os droguéis.

Una pequeña perversión

16 miércoles Jul 2014

Posted by Salvador Perpiñá in Examen de conciencia

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calles, metafísica, vicios privados

Ando estos días por Valencia por cuestiones de trabajo. Me reúno con mi compañera guionista en un barrio nuevo y popular de la ciudad, situado al otro lado del río, uno de esos barrios construidos en los años ochenta. Podría estar en Granada en Valladolid o en Teruel, en cualquier lugar de la tierra. Siempre que visito uno de esos vecindarios no puedo evitar jugar con la idea de que vivo allí, siempre he vivido allí y –lo más importante- jamás saldré. Semejante sensación no sólo no me aterra sino que me provoca una paz inquietante.

Vivo en la actualidad en uno de los entornos más interesantes que quepa imaginar, un antiguo barrio árabe medieval sobre una colina, una suerte de pueblo andaluz platónico del que salgo y al que ingreso a través de un arco del siglo XI. Y, sin embargo, me encuentro cómodo en esos barrios anodinos, carentes de toda personalidad (salvo un entrañable rótulo luminoso que reza “Asociación de Alcohólicos Rehabilitados Mediterráneos”) y que a cualquiera le parecerían el infierno. ¿Qué me hace sentir bien?, ¿por qué mi alma gusta de calzarse un chándal e imaginarme un poco -sólo un poco- más joven viviendo una vida ajena en semejante lugar?, ¿por qué esa embriaguez de ser otro, de sumergirme en un anonimato sin grandeza y sin esperanzas?, ¿no será un deseo de anularme definitivamente, una pulsión de muerte?

Un universo limitado, neto, de paz dominical y churros envueltos en papel de estraza, paseos con un perro chico y cojo, lúbricos torpores durante la siesta; un mundo de geles baratos y aerofagia, de canarios con dermatitis y talleres mecánicos, de persianas sucias y ardientes bajo el sol, niños de primera comunión y retransmisiones deportivas en los bares, copas de coñac y cáscaras vacías de cacahuetes. ¡Ah, un reino a mi medida, sin fantasías y sin esperanzas, de goces módicos, inmediatos!, donde el tiempo se estiraría a voluntad, insensible, sofocante, amodorrado. Que sueñen otros con el barrio judío de Praga, huertos de naranjos en la bahía de Nápoles, el sol naciente sobre el lago Victoria o las terrazas del Ganges, yo lo hago con los pasillos exuberantes del Mercadona, siempre iguales a sí mismos; en las naturalezas muertas de sus estantes, entre las voces de las jóvenes cajeras, se esconde el mismo secreto de la existencia, todo allí me habla de eternidad, de los circuitos cerebrales de un dios cansado.

El colmo de la emoción lo experimenté al entrar en una papelería del barrio: lápices de colores, cartulinas, bloques de plastilina, carteles con foto anunciando arreglos de trajes de fallera para niñas. Observando a la dependienta sentí una ternura maniaca, un desaforado deseo. Cuarenta años ligeramente ajados y sonrientes, una delicada y frágil belleza al límite de la fealdad pero no ausente de coquetería, un perfume fresco, floral y miserable flotando en torno a su blusa. Quería tomarla por esa cintura ceñida por una goma elástica, sentir su cabeza resfriada apoyada en mi hombro, consolarla. ¡Qué ansia crapulenta por adormilarme toda una vida junto a ella mientras en el televisor –y nuestra foto de boda amarilleando al lado- los leones devoran a un ñu y en el ojo de patio la voz de Carlos Herrera sobrevuela majestuosa las hileras de bragas estampadas, jerseys de angorina y vaqueros de imitación tendidos entre un olor clamoroso de boquerones fritos y caldo de pollo! Detestaría escribir, detestaría leer, en esa casa soñada sólo gotelé y la voz de ella cantando mientras recoge la cocina, tosiendo con una tosecita de fumadora de tabaco negro, quizás un cd recopilatorio de éxitos del verano de los ochenta y un ejemplar manoseado de Muy Interesante. Yo trabajaría durante el día en una mercería, intercambiando picantes malicias con clientas de una vulgaridad santa y por las noches asistiría en un estupor silencioso y reverente a su lento declive. En mi depravado y modesto idilio imaginado tampoco existen hijos, parece que mi feroz egoísmo permanece intacto.

En fin, ya sabéis qué clase de tipo soy. No digáis que no avisé.

Una visita al doctor

26 jueves Jun 2014

Posted by Salvador Perpiñá in Desde la colina blanca

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Albaicín, médicos, niños, vicios privados

El centro de salud del Albaicín, el barrio donde ahora vivo, parece el sueño húmedo de un socialdemócrata defensor de la sanidad pública. Yo mismo, vamos. Coquetuelo, luminoso y ostentosamente sureño, todo doctoras y enfermeras sonrientes en una peculiar atmósfera de placidez y entusiasmo. A veces pensarías que te van a dar un abrazo. En comparación mi anterior ambulatorio en un barrio burgués de la capital tenía el perfil moral de un lazareto de Corea del Norte. Mientras esperaba mi turno, una madre joven en frente de mí hablaba con su hijo de unos nueve años. Qué asombrosa nos parece a los solteros esa intimidad única entre madre e hijo. Él llevaba gafas, unas preciosas gafas azules de gruesos cristales; parecía algo quebradizo, muy lejos de esos niños vigorosos capaces de proezas atléticas y de los que sus padres suelen estar orgullosos. Tenía sentido del humor. Me encantan esos rapaces listos, canijos, precarios. Su madre y él se adoraban; imagino la risa feroz de sus compañeros si conocieran ese amor. Hablaron de los Rolling Stones, de que seguramente le dolería cuando le sacaran sangre -tendré que santiguarme entonces, decía el crío-, de los zombies.

-Eso son cuentos.
-No, no son cuentos.
-Claro que lo son, si todos los muertos se despertaran a la vez estaríamos aviados.

Finalmente pasaron a discutir sobre la diferencia entre inmortales y vampiros, disquisición de tal sutileza que no hubiera estado fuera de lugar en un concilio griego. Pero estoy divagando, de lo que yo quería hablar es de cómo el médico ha ocupado el lugar de los antiguos sacerdotes, irremediablemente abocados a la extinción. La bata blanca es la nueva sotana. Los pasos del ritual son los mismos; el paciente, culpable, acude abrumado por la contrición y reconoce una vida extraviada, plagada de hábitos intolerables. El médico juzga, amonesta con mayor o menor severidad, asusta si lo considera necesario. A continuación determina una dieta, un camino de perfección que no llevará a la vida eterna (oh, somos ya demasiado civilizados, estamos demasiado cansados para admitir semejante idea) pero sí a una deseada prolongación del escaso tiempo del que disponemos. Recibimos la comunión bajo la especie de fármacos que una vez administrados procuran curación o alivio. Uno sale al sol y a la vida absuelto, transfigurado, con una sensación paradójica de tristeza y buena voluntad, sintiendo que esas calles seguirán con su agitación matinal con o sin nosotros, meditando todavía con cierta incredulidad sobre los nuevos límites impuestos. Después corres ingenuamente hacia el puesto del mercadillo a comprar frutas y verduras como si no hubiera mañana, lleno de buenas intenciones, de deseos de purificación, de fe en que es posible un cambio. Y por dentro la indecible melancolía de decir adiós a los vicios más queridos. Hay un momento a partir del cual la vida consiste en aprender a decir adiós.
Imagen

(Ben Shahn, «Women’s Christian Temperance Union Parade», 1947)

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