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Desesperación y Risa

~ el blog de Salvador Perpiñá

Desesperación y Risa

Archivos de etiqueta: viajes

Melancolía y misterio de Almuradiel

08 sábado Dic 2018

Posted by Salvador Perpiñá in Lugares

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Casa Marcos, Madrid, viajes

Anoche soñé que volvía a Casa Marcos. Durante años los autobuses de línea que comunicaban Granada con Madrid hacían una pausa de media hora en un establecimiento a las afueras de Almuradiel, pequeña localidad de Ciudad Real. Situado apenas a unos kilómetros del truculento paisaje transilvano de Despeñaperros, límite entre Andalucía y Castilla, la llegada a la explanada que hacía las veces de parking, anunciada por la brusca megafonía del vehículo, era como doblar el Cabo de Hornos del viaje.

No conduzco, así que durante toda una vida me he trasladado a Madrid en autobús. Viajaba a Madrid cuando era muy joven, ávido de explorar sus vastas extensiones capitalinas y sus laberintos, deslumbrado por aquella mezcla de miseria valleinclanesca y esplendor ministerial. Los años del descubrimiento de sus mitologías nocturnas, un festín de museos,  conciertos y películas en versión original a la medida de un insaciable apetito. Luego llegó el tiempo en que Madrid fue para mí un lugar de trabajo y hasta un hogar. En sus calles me enamoré, me emborraché, gané mucho dinero y alimenté vanos sueños de éxito y reconocimiento. Daba igual, el tránsito de los confortables placeres provincianos al fervor de la metrópoli incluía invariablemente—como una descompresión—  una pausa obligatoria en ese no lugar.

Las calles de Almuradiel, incluso de día, aparecían siempre despojadas de toda presencia humana, como en un De Chirico, pero son las paradas nocturnas las que quiero recordar aquí. A esas horas el lugar adquiría una ominosa densidad metafísica. Los viajeros, en un torpor en el que todavía se desprendían de un sueño incómodo, salían por las puertas del autobús, el paso vacilante, con un fatalismo y un estupor inerme de víctimas. Opositores, emigrantes, novios, gente que iba a Madrid a correrse una juerga, a ver a su amante o a hacer sus modestos negocios, arrancados de la trama de afectos y costumbres que conformaban sus días, fumaban cigarrillos sin placer en la oscuridad del exterior, observando con aprensión la silueta de un asilo cercano, donde a esas horas dormían ancianos demenciados con la memoria devastada, en un deplorable último acto. Otros entraban en la cafetería: allí, igualados todos por la luz estéril consumían insípidas colaciones o evacuaban fluidos en unos aseos que olían a orina y a fresa sintética.

He sido testigo generación tras generación de cómo actores, escritores, directores de cine, compañeros míos, venidos de todos los rincones de España a comerse el mundo, han acabado consiguiéndolo, conquistando  esa ciudad que alguna vez fue para ellos una seductora desconocida. No puedo evitar pensar que es como si yo me hubiera quedado para siempre varado en Casa Marcos, en ese lugar sin historia, puro presente, viendo envejecer a sus inexpresivos camareros.

Hace años que los autobuses ya no paran allí y no es improbable que haya cerrado, alguna vez he pensado en la presente existencia fantasmal de ese lugar que nunca volveré a ver. Pero anoche regresé en sueños. Todo seguía igual. Reconocí las caras semiborradas de los camareros que me daban la bienvenida y sentí piedad por ellos. Entendía su cansancio. Sentado en una mesa, sin remordimientos y sin esperanzas, tomé una bebida humeante. En una pantalla de televisión en la esquina se sucedían escenas inarticuladas, rostros y lugares que alguna vez conocí y que había olvidado. Ya no significaban nada. Luego salí fuera, era de noche y las estrellas giraban lentamente sobre todos nosotros. Y hacía frío.

Almuradiel

El lugar de la huida

13 viernes Nov 2015

Posted by Salvador Perpiñá in Lugares

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estaciones, puertos, viajes

Fronteras entre lo habitual y lo desconocido. Estaciones de tren, de autobús, aeropuertos, variaciones sobre la figura del puerto. Términos como dársena o puerta de embarque señalan ese antiguo origen.

Hay en los puertos como una eterna juventud. La presencia resonante de aves, los mástiles apuntando al cielo, el mar que se despliega ante nosotros, promesa de ilimitada novedad, el cabeceo de las embarcaciones, ese sencillo milagro de flotar. Todo bañado por una sensación matinal, la idea de un comienzo siempre renovado.

También la puerta a un mundo que no nos pertenece. Monstruos marinos y huesos de hombres en los grandes pastos de los fondos. Los marineros blasfeman frecuentemente. Se atraviesan inmensas soledades entregados a un poder fabuloso, dado a temibles cambios de humor. Uno de los primeros juegos de un bebé es hacer naufragar pequeños barcos a la hora del baño.

Los aeropuertos tienen una parte burocrática, subterránea, clínica. Se cumplen una serie de enojosos trámites, se pasan estrictos controles, se apresura el paso a lo largo de grandes, laberínticas distancias o el tiempo se dilata en esperas agotadoras.

Pero conforme te vas acercando a la puerta de embarque hay un principio de euforia, todo vibra con una excitación mundana, los nombres de lejanos destinos parpadean en las pantallas, un brillo de deseo en todas las miradas, avidez de lo nuevo, avidez del encuentro, avidez del regreso, avidez de dinero. Y detrás la imagen hipnótica de los grandes aviones alzando el vuelo, la posibilidad, siempre, de la catástrofe.

Las estaciones de tren están saturadas de literatura, de pasado. Incluso en sus formas presentes más estilizadas hay algo que es puro siglo XIX, revolución industrial: el trazado inmutable de las vías, determinista, dictatorial, los vagones deteniéndose en el andén y abriendo en silencio sus puertas, los viajeros entrando y saliendo en una coreografía mecánica. Los trenes han sido el transporte por excelencia hacia los grandes mataderos. En contra de lo que nos dice la cinefilia melancólica, nunca se ve a nadie corriendo por el andén mientras se despide del amado salvo como broma y es una broma encantadora.

Las estaciones de autobús no se prestan a la mitificación, son siempre el decorado antipático de una película de realismo social, cuesta sentirse de buen humor entre el rugido de los motores ennegreciendo los techos. Y sin embargo lo humano adquiere un relieve extraordinario, como si los rostros se enfocaran. El aire resignado de los viajeros mal dormidos, los nombres hermosos o ridículos de pueblos pequeños que nunca pisarás, una especie de sufrida intimidad compartida, quien acude a una entrevista de trabajo, quien cuenta las horas que faltan para encontrarse con su amante, una corte nerviosa de ladronzuelos y hombres sin techo entregados a sus secretos asuntos, estudiantes que no se han acostado todavía, el aire ligeramente impropio y desvalido de los adultos que no conducimos. Ni grandes aventuras, ni grandes destinos, repetición de lo habitual. El fluido gris, luminoso, enternecedor de la misma existencia. Los hipotéticos predicadores de una religión recién creada buscarían sus discípulos en estos lugares de tránsito.

Pienso en las horas de mi vida transcurridas en esas tierras de nadie. A veces siente uno la tentación de considerar que constituyen los únicos momentos de realidad absoluta en una vida que no sería otra cosa que una quimérica sucesión de alucinaciones.

Malas influencias

07 miércoles Oct 2015

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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amistad, juventud, malas influencias, viajes

Con apenas veintitrés años y no teniendo cosa mejor que hacer, conseguí un poco de dinero y me fui a Inglaterra, entonces en la recta final del thatcherismo, a intentar hacerme con el idioma. Equipado con una ignorancia portentosa de las cosas del mundo y un gusto literario fundamentalmente snob, viví unos meses en Oxford, pero no debéis imaginarme dando de comer a las ardillas y recitando a Lucrecio en el decorado aristocratizante de Brideshead Revisited. Fregué platos, limpié oficinas, grandes almacenes y hasta la planta de pintura de una fábrica de coches, siniestra catedral estajanovista surcada por ríos subterráneos de productos tóxicos cuyo olor corrosivo todavía no he olvidado.

Me alojaba en un barrio llamado Blackbird Leys que, pese a su nombre tan evocador, era una extensión de casas prefabricadas directamente sacada de las películas de Ken Loach y que en los primeros noventa se volvió especialmente conflictivo. Hice el viaje en compañía de mi amigo Antonio, pequeño, desmesurado, irreverente y bufonesco, mimado por el azar y las mujeres. Encarnaba hasta tal punto el arquetipo del donjuanismo latino que a su lado todos parecíamos un finlandés experto en lenguas muertas.

Ocupábamos una habitación en la casa de una pareja. La casa era decente pero de una fragilidad extrema. Como en los cuentos uno podría derribar de un soplido aquellos tabiques que parecían de cartón. Chris trabajaba de enterrador y June, no sin cierta coherencia, en una floristería. Tenían un crío de unos dos años que se lo pasaba en grande con nosotros e inmediatamente fue bautizado por Antonio como “cabeza buque”. Por dios, qué cabeza tenía aquel niño. Ella era sarcástica y desabrida, él un atolondrado rubio que casi la doblaba en estatura. Recuerdo el sonido de sus pasos afelpados sobre la moqueta de las escaleras mientras canturreaba el “Kiss” de Prince, ubicuo aquel año:

«You don’t have to be rich to be my girl,
you don’t have to be cool, to rule my world…»

Chris era un tipo afable y aficionado a darnos consejos. La verdad es que todo el mundo nos daba consejos, aún no sé si era debido a nuestra juventud o a peculiaridades culturales. Aquí en el sur el consejo no solicitado es algo terriblemente mal visto. A la luz de una lámpara sobre la mesa de la cocina, ante un vaso de agua –nunca cerveza- y un plato de carne sumergida en gravy, esa viscosa desolación marrón, hablaba muy despacio, gesticulando para que le entendiéramos. Tras la ventana de esa cocina siempre llovía sobre el verde de los descampados y las casas idénticas. Usaba un tono grave que entonces me parecía ridículamente impostado pero que ahora sé que provenía de una amarga consciencia del fracaso personal, de lo ya irremediable. Qué gracioso nos parecía que intentara vendernos la enésima versión de la fábula de la cigarra y la hormiga, tan irrefutable como cansina. Podéis imaginar a quién atribuía el papel de cigarra y a quién el de hormiga. Miraba a mi amigo Antonio y le prevenía contra una vida de crápula y “plenty señoritas” en contraposición a la hacendosa hormiga que, a base de esfuerzo y tenacidad, disfrutaría en su madurez de serenos goces y “plenty peseto” (sic).

La llegada de unos amigos cuarentones de Antonio aportó un toque de astracanada a aquellas jornadas. Empresarios nocturnos, con camisas de un salmón pálido y embalsamados en gomina, planeaban un improbable negocio de exportación de aguacates y recurrieron a él como intérprete. En cuanto se enteró, Chris se ofreció entusiasmado a presentarles a algunos conocidos que trabajaban en el mercado de abastos. Semejante troupe recorrió los pubs hablando con todo tipo de listillos. El mundo bulle a cada instante en esa agitación de los hombres persiguiendo el negocio, no tan diferente del ritual del apareamiento. La fantasía del dinero fácil o el alcohol provocaron un cambio en Chris que, al llegar la noche, decidió seguir con Antonio y conmigo. Entonces se sinceró y en un inglés apenas inteligible se declaró harto de su vida sin alicientes. Finalmente se despidió de nosotros para volver a casa.

Un par de horas después nos lo encontramos bailando desaforado en un after, donde intentó presentarnos a unas chicas. Ingratos, hicimos lo posible por perderle de vista y lo conseguimos. Pasamos buena parte de la velada en la barra, hablando con una camarera de feroz aspecto (cresta de mohicano y toda una ferretería colgando de sus orejas y fosas nasales) a la que tradujimos unas conmovedoras cartas de su novio español, que hacía la mili y en las frías noches de guardia se acordaba de ella.

Cuando muertos de risa regresamos a casa llovía. Esperábamos, como de costumbre, subir sigilosamente en la oscuridad la escalera hasta el dormitorio, pero la puerta de la calle estaba abierta y las luces encendidas. En el umbral, una pareja de amigos de la familia con expresión preocupada nos lanzó una mirada feroz. June, en el salón, hablaba por teléfono con alguien. «Desde hace ocho años» repitió un par de veces. Creo que nos hicimos un lío intentando explicar dónde habíamos visto a Chris por última vez. Cuando finalmente apareció, cariñoso pero hablando a voces y tambaleándose con sus casi dos metros, decidimos que había llegado el momento de retirarnos a nuestro cuarto. Aunque nunca se volvió a mencionar el asunto, a la semana siguiente nos cambiamos de casa.

Ahora, con las primeras lluvias del otoño, me he acordado de todos ellos. Mi amigo Antonio acabó autodestruyéndose en el sureste asiático en la búsqueda alucinada de un éxito fulgurante. De aquella familia no he vuelto a saber nada. No sé si Chris y June siguen juntos, ni siquiera si viven aún. “Cabeza buque” puede ser un delincuente o bien haber diseñado una válvula cardiaca que igual hasta me salva la vida dentro de unos años. Yo, que he sido una pésima hormiga, ni esforzada ni tenaz, estoy vivo y recuerdo y lo cuento.

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