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El adolescente suele sentirse único y opone a su recién descubierta individualidad un mundo que considera homogéneo, indiferenciado. Y hostil. De ahí su radical incapacidad para apreciar o siquiera percibir la diversidad de la experiencia y que raras veces se produzca a esa edad algo de un valor artístico perdurable. Una de esas generalizaciones fáciles inviste de un aire ominoso la imagen de las fachadas en una ciudad dormitorio. Evocan la colmena, el terror del número, de lo despersonalizado.
Pero debemos ir un poco más allá de esa mirada apresurada que solo ve uniformidad donde podemos encontrar fuentes de abundancia, toda la riqueza de nuestra condición y la variedad de nuestros afectos. Cada una de esas ventanas encendidas quizás sea un lugar al que algún hombre cansado sueña regresar tras años de vagar perdido, una mesa con alimentos y el calor de un lecho, muebles, imágenes, objetos triviales y olores que tejen esos recuerdos de la infancia que en la edad adulta serán una patria. Tras esas ventanas hay espejos y ceniceros sucios, seres en ropa interior que fracasan, adolescentes con inconcretos sueños de aventura, grandes insomnes, una muchacha hermosa cuya mera existencia alegra los pensamientos de hombres que ya nada esperan, hay madres duras y padres violentos, enfermos incurables, inimaginables rencores, conmovedoras lealtades, secretos dolorosos guardados en cajones, locas esperanzas, manteles cuyo dibujo no se olvida jamás, lápices sin punta y crucifijos, tesoros de dulzura y amistad. Hay grandeza.
Me crié como casi tantos de vosotros en un bloque de pisos que era como un resumen de la comedia humana. Clases medias y mercaderes, filisteismo e hipocresía, pobres niños repeinados y desvaídos, carne de humillación y que fueron adorados, un señor que tocaba el cello, una alcoholizada propietaria de tierras que se maquillaba como un travelo y deliraba a gritos por las noches, víctima de alucinaciones, familias respetabilísimas de cuyas ventanas en el patio interior escapaban en ocasiones voces de disputa entre los olores de las cocinas y los pentagramas de las ropas tendidas.
En ocasiones la muerte ejercía su señorío, una vez ayudé a bajar por las escaleras la camilla de un anciano en las últimas, nunca se me ha borrado el miedo de aquella mirada descarnada. Hablabas con tus vecinos de banalidades en el ascensor y los dejabas en su rellano, abriendo la puerta de su misteriosa vivienda. Cuando de niño entrabas en esos otros hogares experimentabas el inquietante efecto de ver una casa que era como la tuya pero a la vez diferente.
Aunque ahora en mis sueños todo aquello se me aparezca como un laberinto despoblado, lleno de puertas silenciosas y habitaciones a oscuras donde nada queda ya, salvo algo o alguien con quien quizás sea mejor no encontrarse, no quiero perder ese reino, quiero pensar que he vivido detrás de cualquiera de esas ventanas encendidas que ahora veo al entrar en la ciudad y puedo dar testimonio de que existió el lugar benévolo de la infancia y que rugía de puro entusiasmo, bullente de vida entre la música celeste de radios y lavadoras, molinillos de café y el chirrido de los tendederos, en tiernas mañanas de luz y gloria humilde.