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Desesperación y Risa

~ el blog de Salvador Perpiñá

Desesperación y Risa

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Él

11 jueves Sep 2014

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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amistad, médicos, niños, venganza

La enseñanza suele ser víctima de las modas del momento. A lo largo de mis años de escuela cambiaron de nombre los conceptos básicos del mundo físico y los constituyentes sintácticos, nos sobrecargaron de manera absurda con teoría de conjuntos y pillamos los últimos coletazos de la obsesión sesentera por los tests psicotécnicos. Con doce años se nos sometió a uno, particularmente extenso y minucioso que, entre otras cosas, detectó en mí vocación y aptitudes para el difuso concepto “música y espectáculos”. En su momento me vi vestido de cabaretera y con una boa de plumas, pero ahora entiendo que no iban nada desencaminados, ¡cuántos rodeos absurdos me hubiera ahorrado de haberles hecho caso!

Una de las partes más crueles del test era la que medía la aceptación entre tus compañeros de aula. Lo normal era recibir cuatro o cinco rechazos, lo que me parece hasta saludable, no le puedes caer bien a todo el mundo. Había excepciones. Algunos lloraron porque aquel índice iba más allá de lo tolerable. Luego hay que vivir toda una vida con eso. (Y me acuerdo ahora del pobre A. , desgarbado y asustadizo, combinación irremediable de tristeza y microcefalia. Una tarde sumergió su cabeza repetidas veces en las aguas turbias de una acequia proclamando a gritos que se iba a quitar la vida, entre las risas del respetable. La infancia es una época llena de dramas extraordinarios.)

Yo fui otra excepción. Registré un rechazo. Uno solo. No comento esto para encarecer mi encanto personal. Si tienes cinco rechazos no te paras demasiado a pensarlo, pero cuando tienes nada más que uno la pregunta se impone por sí misma: ¿quién es? Cada mañana que entraba a clase estudiaba las caras de mis camaradas en busca de indicios. Uno de ellos me detestaba, ¡y no podía saber cuál! Con los años aumenta el número de personas que no te soportan, no nos faltan oportunidades de hacer méritos, pero no he olvidado esa antipatía precoz, elemental, de una pureza no contaminada aún por los conflictos de intereses o el desacuerdo ideológico.

A veces he fantaseado con qué será de mi secreto enemigo. Vivo en una ciudad pequeña, no es extraño que me cruce con él por las calles sin saberlo; así, cuando está a punto de olvidarme vuelve a ver mi rostro y el viejo odio se aviva. No descarto que mi presencia inquiete sus sueños. Lo imagino ejerciendo profesiones diversas y maquinando males contra mí, desatando una inspección fiscal, rechazando mis proyectos en comisiones que deciden a quien subvencionar, deteniéndome quizás por consumo de estupefacientes. De estallar una guerra civil, y si él tuviera algún poder, mi nombre no tardaría en figurar en esas listas que circulan en secreto. Entre todas estas fantasías me complace particularmente una en que algún accidente pone en peligro mi vida. Llevado a urgencias, atravieso los pasillos del hospital tumbado en una camilla con ruedas; las luces del techo se suceden una tras otra mientras la esperanza de sobrevivir va ganándome. En una suerte de éxtasis agradecido acepto mi indefensión, vulnerable como un recién nacido me dejo llevar, estoy en buenas manos. Soy ingresado en el quirófano, preparan mi cuerpo desnudo y vulnerado, siento el fluido anestésico ardiendo en mis venas, un gran sol suspendido sobre mis ojos. En ese mismo momento, a punto de saltar a la oscuridad y al olvido, cuando todo el mundo empieza a desvanecerse, el rostro del cirujano se inclina sobre mí, se despoja de su mascarilla y lo reconozco. «Sí, era yo», son las últimas palabras que escucho.

Puede también que a estas alturas no respire el mismo aire que nosotros, puede que tan sólo viva ya en mi interior, para siempre sin rostro, juzgándome. Puede que durante toda mi vida no haya hecho otra cosa que buscar de manera patética su aprobación y su perdón

Sic semper tyrannis

03 domingo Ago 2014

Posted by Salvador Perpiñá in Retratos

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ancianos, justicia, miedo, poder, siglo xx, venganza

Gil Scott-Heron se equivocó al proclamar que The revolution will not be televised. La revolución ha sido y será fotografiada, filmada, televisada, compartida en los efímeros muros de facebook, twiteada, transformada en películas, canciones, series y videojuegos. Nada escapa a nuestra voluntad de registrar el más mínimo o el más atroz de los hechos, lo que es también una forma de hacerlos desaparecer.

Ayer estuve revisando dos vídeos especialmente escalofriantes que recogen la caída televisada de Nicolae Ceaușescu, Secretario General del Partido Comunista Rumano, que ejerció desaforadamente el poder durante la segunda mitad del siglo pasado.

En el primero asistimos al último discurso del Conducător, el 21 de diciembre de 1989. Se dirige desde un balcón del edificio del Comité Central a la multitud congregada en la Piața Palatului. Con una sonrisa impostada y el cansancio de quien tantas otras veces lo ha hecho, desgrana los logros recientes del régimen. Hay un instante en que desde la multitud, detrás de las primeras filas de entusiastas o figurantes, surge un sordo abucheo que se extiende imparable en ondas concéntricas hasta que Ceaușescu, se da cuenta de lo que está ocurriendo y deja por un instante de hablar. Esa expresión de su cara. Estupor, incredulidad, el desconcierto de quien es despertado bruscamente y comprende que ha ocurrido algo irreversible; que ya, en ese preciso momento, ha sido derrotado por fuerzas que escapan a su control y le destruirán. Fueron décadas de dictadura ineficaz, minuciosamente policial (se dice que la vasta red creada por la Securitate implicaba un informante por cada 43 ciudadanos), de suspensión funcionarial del tiempo, pero ahora Ceaușescu ve desde ese balcón como la Historia asoma su rostro furioso. La televisión nacional corta en ese momento la señal. Las cámaras reciben órdenes de apuntar hacia el cielo o hacia la fachada desnuda de los edificios oficiales. Sobre esas imágenes se conserva grabado un segmento de audio en que una voz de mujer da instrucciones perentorias mientras Ceaușescu intenta apaciguar desde los micrófonos a una multitud que ya empieza a fluir hacia las puertas del edificio. Es Elena Ceaușescu, su esposa y Viceprimer Ministro del pais. Cuatro días después ambos estarán muertos.

Nicolae era de origen campesino. Huyo muy joven de su casa y de una figura paterna brutal. En la capital trabajó como aprendiz de un zapatero que junto al uso de la escofina y la lezna le inició en las esplendorosas visiones de futuro del materialismo histórico. A los catorce años ingresó en el partido comunista rumano. A los veinte, curtido en resistencia y lucha callejera, conoce detenciones y estancias en prisión. También conoce a Elena Petreșcu, que será su compañera de por vida. Una serie de sucesivas y fortuitas jugadas del azar -como compartir celda en el campo de concentración de Târgu Jiu con el líder comunista Gheorghe Gheorghiu-Dej, que lo hará su protegido- le llevan a la jefatura del partido y finalmente a la presidencia del país. Tras unos inicios discretamente aperturistas, marcando distancias con la URSS, Nicolae y Elena acaban ejerciendo una autoridad sin contemplaciones e imponen un risible culto a la personalidad.

Finales truculentos y abyectos no son infrecuentes en las trayectorias de los tiranos. Robespierre murió gritando cuando el verdugo, al acomodar al incorruptible en la guillotina, involuntariamente le desató el pañuelo que sostenía su mandíbula inferior destrozada por un disparo. Difícil olvidar las imágenes de los cadáveres de Mussolini y Clara Petacci[1] arrastrados por las calles de Milán y colgados boca abajo en la Piazzale Loreto, el sórdido final de Sadam Hussein o la muerte violentísima de un Gadaffi asustado y, como un imposible Cristo, cubierto de sangre.

«Los matáis y los echáis en fosas comunes. Que no quede vivo ni uno, ¡ni siquiera uno!». Se atribuyen esas palabras impías, no sé con cuanto rigor, a una Elena aterrorizada, cuando tras el discurso tienen que subir a un helicóptero y abandonar in extremis el palacio, ya invadido por las masas.

El ejército cierra el espacio aéreo y se ven obligados a aterrizar en el campo y a huir por sus propios medios. Una serie de peripecias en la carretera aplazan lo inevitable. Puedo imaginar a Nicolae y Elena, tras toda una vida juntos, sus manos manchadas de sangre indeleble, el corazón palpitando, mirando por última vez en su vida la carretera vacía y las ramas de los árboles mecidas por el viento frío, dando vueltas por el arcén, furiosos, desesperados, deseando que alguien quiera llevarles lejos, dispuestos a pagar lo que fuera. Un médico los recoge, pero acaba fingiendo una avería para librarse de ellos. Un segundo conductor los engaña, llevándolos a una granja donde los encierra en una habitación en la que serán detenidos poco después.

El 25 de diciembre se improvisó a toda prisa una parodia de consejo de guerra mientras se reclutaba entre el cuerpo de paracaidistas a los integrantes de un pelotón de fusilamiento. Hay una grabación del proceso. Ceaușescu baja de una tanqueta en una posición ridícula, indigna, y graban el reconocimiento médico de ambos. Un testigo declara que Nicolai había mantenido su decoro personal, en oposición a Elena, que se había descuidado y olía mal, aunque “parecía no importarle”.

El juicio es una farsa apresurada, su puesta en escena tiene algo de oficinesco. El fiscal desgrana una serie de acusaciones hinchadas (no era necesario, Ceaușescu y su esposa tendrían plaza garantizada en el infierno sin necesidad de exagerar). Nicolae, que ha rechazado al abogado de oficio por haberle sugerido que se declare demente, se defiende afónico, completamente fuera de la realidad, hablando de “traición” y “falta de patriotismo”. Elena permanece en silencio, pensativa, como quien sabe que le quedan escasos minutos de vida.

Se dicta la sentencia, que se cumplirá en el acto. Nicolae hace un gesto de impotencia. Ambos quedan por un instante a la espera, empequeñecidos, agotados, los abrigos puestos. No se miran a los ojos, no se cogen de la mano; van a morir pero se limitan a intercambiar unas frases malhumoradas. Dos ancianos enojados, como si les hubieran puesto una multa por aparcar mal.

Cuando les anuncian que serán sacados al patio para ser fusilados de uno en uno, Elena parece recuperar la energía y se yergue, exigiendo su derecho a morir juntos. Nicolai sale también de su resignación, sí, deben morir juntos. La firmeza de Elena sólo se quiebra cuando proceden a atar sus manos a la espalda. Ambos protestan, claman “vergüenza” al sentirse definitivamente inermes. “Yo os he criado a todos vosotros” vocifera Elena. Un soldado le replica: “nadie te va a ayudar ahora”.

Aquí se interrumpe la grabación. Fue todo tan rápido que el cámara no llegó a tiempo. Hay quien asegura que el dictador cantó la Internacional antes de que le dispararan y pronunció un teatral e improbable “la historia me vengará”, mientras ella se enfrentó a los miembros del pelotón llamándolos hijos de puta.

Nunca se sabrá. La cámara vuelve a grabar en el momento en que la columna de polvo levantada por las balas de las ametralladoras se disipa, dejando a la vista los dos cadáveres. Dos muñecos desmadejados, irrisorios, nulos. A Nicolae Ceaușescu le gustaba mucho Kojak y se hacía proyectar la serie en el palacio presidencial. Elena Petreșcu obtuvo por cojones un doctorado en Ingeniería Quimica presionando a los catedráticos que juzgarían su tesis, todo con tal de alcanzar el viejo sueño de cuando era una joven auxiliar de laboratorio. Ahora están muertos y es el día de Navidad. Fue la última ejecución en Rumanía, la constitución de 1991 suprimiría la pena de muerte.

[1] Nota. El sombrío Scott Walker tiene curiosamente sendas canciones de pesadilla sobre la muerte del Duce y la del Conducator. Ninguna de las dos llegará a ser canción del verano salvo en alguna dimensión paralela que, francamente, no querríamos nunca visitar.

Nemo

28 lunes Jul 2014

Posted by Salvador Perpiñá in Libros

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aventuras, islas, Julio Verne, mar, venganza

A primera vista Julio Verne se nos aparece como un plácido burguesazo, dado a entusiasmos algo gimnásticos ante los avances de la ciencia, optimista, diurno, racional. Sin embargo, su vida y su obra no están exentas de zonas de sombra. Problemas digestivos y una dolorosa parálisis facial lo perseguirán toda su vida, un sobrino le sale al encuentro en un camino rural y le dispara dos veces, dejándole una cojera de la que no se repondrá, la relación con su hijo podríamos calificarla de conflictiva en el mejor de los casos y sus últimas obras –Ante la Bandera o Los 500 millones de la Begún– profetizan algunos de los aspectos más siniestros del siglo venidero. Sí, el típico protagonista de sus libros es un hombre de acción sólido, equilibrado, vigoroso, pero el autor no puede ocultar su fascinación por las personalidades oscuras: el Robur de Dueño del mundo, el Capitán Hatteras recluido en una institución mental y caminando eternamente en dirección hacia el norte y, por encima de todos, el Capitán Nemo.

Parece que 20.000 Leguas de Viaje Submarino inspiró a Rimbaud el alumbramiento de Le Bateau Ivre. Al fin y al cabo se trata de un descenso hacia un mundo desconocido: lo que se esconde bajo la superficie del mar y lo que se esconde bajo la actividad mental consciente eran por entonces misterios impenetrables. El material reprimido almacenado en el inconsciente decimonónico es de tal calibre que su irrupción en el siglo XX provocará millones de muertos.

Y ahí tenemos al sombrío Nemo, el hombre que nunca ríe, monarca absoluto de unos dominios lejos de las leyes de los hombres. Nemo es un maldito, un personaje de estirpe byroniana, pasado por Poe, no muy distante de aquel reclusivo Des Esseintes del Au Rebours de Huysmans. Por supuesto que está el Nemo del credo positivista, ingeniero que ha hecho de la ciencia su religión, poseedor de una inagotable curiosidad ante los fenómenos del mundo; su Nautilus es una embarcación y una fortaleza, pero es ante todo un museo que contiene obras de arte, cientos de libros y maravillas de la naturaleza (el siglo XIX concibe la realidad como un museo). No faltan los lujos: Nemo no se priva de refinados banquetes en un comedor de lo más cuco con sus aparadores y su porcelana china y en su biblioteca encontramos unos cómodos sofás donde suponemos que el profesor Aronnax se echaría unas siestas de órdago tras fumar esos excelentes cigarros confeccionados con algas.

Hasta ahí llega lo tranquilizador. El resto no lo es tanto. Verne dota a Nemo de un pasado imperdonablemente exótico y desaforadamente trágico. Decidido a separarse para siempre del resto de la especie humana, recluta a un grupo reducido de fieles para formar un falansterio subacuático de hombres castos y silenciosos. Bajo el lema Mobilis in mobili sublima su desdicha en forma de sed de conocimiento y ánimo de venganza. A veces, en los momentos de íntima desesperación llora y toca el órgano. El mundo bajo las aguas le proporciona libertad ilimitada pero también es una cárcel atroz, un reino privado de luz, donde en un silencio de espanto los monstruos marinos se deslizan entre corales de sangre, tesoros de galeones españoles y ruinas de antiguas civilizaciones sumergidas bajo aguas del color de la absenta.

En un momento de genio no carente de crueldad, Verne hace aparecer al personaje en otra de sus novelas, La Isla Misteriosa. Nemo ha envejecido, uno a uno han muerto los hombres que le acompañaban en su experimento comunal. Tras enterrar al último de ellos en su cementerio submarino, Nemo emprende un viaje sin retorno hasta quedar atrapado en las entrañas de una isla volcánica donde encuentra la paz y la redención ayudando a un grupo de náufragos americanos del ejército de la Unión. Lo que omite y merecería ser contado es ese último viaje del Nautilus: el anciano Nemo atravesando por última vez su mundo, sin futuro posible, sin remordimientos, cumplida su misión, deambulando en una soledad inimaginable por los corredores de su nave, iluminados por los resplandores venenosos del sodio, recordando quizás la luz del sol, la lluvia empapando la tierra y el cuerpo amado de una mujer. Agarrándose a la frágil esperanza de recuperarlos.

Nautilus_Nemo_bridge

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