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Desesperación y Risa

~ el blog de Salvador Perpiñá

Desesperación y Risa

Archivos de etiqueta: tiempo

Una hora

25 domingo Oct 2020

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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horas, relojes, tiempo

Existe un rechazo, medio anarca medio reaccionario, al cambio de hora invernal. La odiada burocracia europea introduce sus dedos de mercader en la sagrada urdimbre del tiempo, en la cadencia de amaneceres y crepúsculos, en los hábitos del cuerpo y del sueño, que es que no respetan nada, hombre. No quiero ni imaginar los berrinches predigitales que agitarían la mente europea cuando en 1582 la bula papal Inter gravissimas impuso el calendario gregoriano, robándonos en el proceso once días como once soles.

Confieso que todavía siento una alegría pueril cuando cada otoño el reloj se atrasa una hora. A las tres de la madrugada de repente se hacen las dos, hay una magia bondadosa en ello, aunque sepamos que no deja de ser un engaño, como esas mentiras piadosas que fácilmente calman la pena y el miedo de los niños. Días y horas, meses y años, a pesar de su bella correspondencia con los movimientos de los astros, carecen de entidad real, meras balizas con las que intentamos escandir el flujo inevitable del único tiempo real: el hilo indivisible, incesante, que separa nuestra entrada en el mundo del momento de la despedida final.

Solo una hora y uno la celebra con una alegría de tacaño, ¡es tan poco! Pero qué sensación de lujo, de tiempo regalado, de propinilla en la que se nos concede un módico exceso de la sustancia más valiosa, la sustancia de la que estamos hechos. Antaño, el instante me sorprendía aturdido en los bares y ahora me suele pillar sumergido en las aventuras no menos atolondradas del sueño. Y es una pena, porque en una hora se pueden hacer muchas cosas: puedes cortarte el pelo, escribir una columna, como los articulistas de raza, puedes operar una apendicitis, componer una canción, engendrar un hijo, firmar una ejemplarizante cantidad de sentencias de muerte como hacía cierto generalísimo de voz aflautada, cocinar una salsa boloñesa, seducir a una desconocida, derribar un gobierno, arreglar un grifo que gotea, escuchar de pe a pa el Dido y Eneas de Purcell, escribir una denuncia anónima. No menos de una hora empleó la marina real británica para derrocar en 1896 al sultán de Zanzíbar, poco más necesita el veneno de la serpiente para acabar con nosotros, en poco menos todos hemos desencadenado las rupturas más dolorosas. En los momentos de dolor, de celos, de espera, en la dichosa compañía del amante las dimensiones de la hora se expanden más allá de lo imaginable.

En una hora puedes decidir tu fortuna o cometer el acto del que te arrepentirás toda tu vida. Irreversible, única, preciosa. Despilfárrala si quieres, como un pródigo, pero no olvides que nunca te será devuelta.

Horologium mirabile Lundense, reloj astronómico de la catedral de Lund

Tempus Fugit

15 martes Sep 2020

Posted by Salvador Perpiñá in Examen de conciencia

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berrinche, tiempo

Antes de que el mundo y sus habitantes se nos transformaran en una bufonada santurrona e irracional, es decir, antes de que el siglo XXI empezara a mostrar su rostro bifronte ―roussoniano con esteroides y darwinista sonriente― es decir, antes de que empezáramos a envejecer y a tener miedo de caer en la irrelevancia, el enemigo era la clase media, aquella pequeña burguesía filistea, nuestros padres, vamos. Ridiculizábamos su moral pacata de tergal y braslip Ocean, su cubertería para los invitados y la trivialidad de sus gustos artísticos, puro kitsch acomodaticio. Después de una vida marcada por la guerra y por la estrechez, se conformaban con el plato de sopa en la mesa, la meriendilla y el orden conyugal, tan abrigadito, cuando nosotros exigíamos el absoluto, los fastos de la embriaguez y la aniquilación, ¡valientes cobardes nuestros padres!

Tengo algo que deciros, el kitsch ha muerto. En el kitsch (palabra que ―como leitmotiv― se suele utilizar mal, de momento no significa hortera o al menos no solo hortera) siempre hay una imitación barata de los prestigios del pasado. El pasado como referencia, la mera idea de prestigio, hace tiempo que ha perdido su peso asfixiante y solo provoca el bostezo y la impaciencia. La pura novedad, la “tendencia”, se erige como valor absoluto. La banalidad como victoria paradójica de las vanguardias.

Eran muy del gusto de la pequeña burguesía unos relojes de pared que imitaban la idea del lujo doméstico decimonónico. A su maquinaria, lo puramente analógico en sí, se le daba cuerda tirando de unas pesas colgadas con cadenas, unas campanas tubulares atronaban la casa a cada hora con un toque big-ben. Una leyenda en letras eduardianas rezaba: Tempus Fugit. A la clase media de antaño no le molestaba ese recordatorio de la entropía. Para nosotros la mera idea de disminución, de pérdida, la idea del límite, resulta inaceptable. La plenitud extática de un presente lleno de posibilidades de elección es la única forma imaginable de estar en el mundo. No solo no podemos creer en dios, es que la idea de una eternidad invariable nos parece la peor de las pesadillas. Hijos de la abundancia, necesitamos la variedad de las grandes superficies comerciales y las plataformas audiovisuales, reclamamos una escatología de tenderos.

Estaba hace un par de días escuchando viejos discos de rock americano de finales de los sesenta. Por un momento pensé en aquellos años que no viví. Cuánta música, cuántos acontecimientos, cuántos cambios y experiencias, cuánto tiempo inagotable. Una era. Reparé entonces en que una estimación optimista fijaría el periodo del hippismo entre 1966 y 1972, cuando ya se puede decir que «the dream is over». Seis años apenas. Uno mira los recuerdos de su Facebook de hace seis años y se ve a sí mismo comiendo una paella en un ayer sangrante de puro próximo o haciendo un chiste que aún nos parece reciente. Nada ha ocurrido desde entonces.

Es normal, ya estamos hechos, desgraciadamente no cabe esperar grandes mejoras en ese producto acabado e imperfecto que hemos llegado a ser y esa ausencia de cambios significativos hace que el tiempo sea uniforme, escasamente significativo, deleznable. Su curso parece acelerarse como el agua en las proximidades del sumidero, como los mundos cerca del horizonte de sucesos. Hay respiros en esta carrera enloquecida, claro. Esta mañana el cielo estaba lavado tras la lluvia de anoche y las nubes se desplazaban con una graciosa lentitud, el tiempo parecía detenido, abismado en sí, bueno y generoso. Pero que yo, teniendo en cuenta las dimensiones desaforadas de mis sueños de juventud, me tenga que conformar con esto, qué queréis que os diga. Porque yo quería otra cosa, «porque esta perra insatisfacción del alma no se aplaca, / como ellos pretenden, con cuatro bicocas», como decía Rafael Berrio, experto en derrotas.

Y sin embargo acabo aceptando y conformándome y ese aceptar es una rendición y poco a poco me transformo en la sombra de mis buenos padres, que me visitan en sueños en un estado precario y desvalido y, rayos, no me da la gana. Joven Perpiñá que fuiste, tú, que tanto deseabas y tanto ignorabas, alma de cántaro, no me abandones, socórreme.

 Yves Tanguy. «Le mobilier du temps», 1939

Elogio de las fuentes

08 viernes May 2020

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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fuentes, tiempo

Hace años desperté desorientado en una casa que no era la mía. Salía de una pesadilla tumultuaria, abundante en atolondradas catástrofes. Una mujer dormía a mi lado, perdida en sus sueños. Nuestro futuro era incierto. Al rato la confusión cesó y sentí que me colmaba un sentimiento inesperado, como la lenta expansión de una íntima serenidad.

Tardé en entender qué desató aquello. Allá fuera era de noche, nadie caminaba por las calles y en algún lugar de una plaza cercana una fuente manaba en calma. El silencio permitía que reparara por primera vez en su modesta, constante presencia. Era una fuente municipal, prosaica, sin historia, pero aquel rumor manso era cifra de todas las demás fuentes.

Una fuente es una imagen y una idea. Cambio y permanencia. Forma parte de esos primerísimos recuerdos de la época fabulosa en que nuestra mente se encuentra con el mundo. Los niños, como los pájaros, aman las fuentes. ¿De qué profundidades surge el agua incesante?, ¿cómo opera esa magia?  Los hombres erigieron asentamientos junto a manantiales y les imaginaron divinidades tutelares. En una leyenda sueca del siglo XIII ―que Bergman lleva al cine― el agua brota del lugar donde reposaba la cabeza de una doncella asesinada, su padre construirá allí un templo con sus manos. Su presencia es frecuente en las representaciones del paraíso, en las grandes urbes del pasado el agua brotaba de cientos de caños, donde el sonido del agua se mezclaba con la voz de las mujeres que llenaban los cántaros.

A veces el poder las erige como conmemoración en una escenografía algo estruendosa de altos surtidores, éxtasis brandenburgueses y versallescos que brotan de las cabezas de náyades, tritones y quiméricas criaturas marinas. En mi ciudad, una nación de hombres del desierto supo entender la fuente como un tranquilo prodigio, un murmullo, una discreta efusión de frescura que pule y suaviza la humildad de la piedra.

Es la imagen de la creación, el surgir de la consciencia, el salto de la nada al ser, que el mecanicista siglo XX degradó con la metáfora pirotécnica de una explosión inaugural. San Juan de la Cruz lo expresa bellamente en enigmas:

Que bien sé yo la fonte que mana y corre,       

      aunque es de noche.                  

Aquella eterna fonte está escondida,               

que bien sé yo do tiene su manida,                 

      aunque es de noche.                 

Su origen no lo sé, pues no le tiene,                 

mas sé que todo origen de ella viene,                

      aunque es de noche,                  

Sé que no puede ser cosa tan bella,                 

y que cielos y tierra beben della,         

       aunque es de noche.

He pensado mucho en ellas estos días en que siguieron manando sin nosotros. Las fuentes, música matinal de lo que siempre renace, victoria callada contra el avance de la nada y sus estragos, júbilo del espacio y el tiempo, latido del mundo.

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Últimas tardes con 2019

31 martes Dic 2019

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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año nuevo, tiempo

Qué levedad la de estos días finales del año. Las horas se escurren como los últimos granos en el cuello del reloj de arena o el agua en el vértigo final del sumidero. Tiempo de descuento, tiempo regalado, soltado al aire como una bandada de pájaros asustados. Llevo un par de años quemando esos instantes huidizos ante el mar, luminoso, elocuente, viejo y niño, siempre igual a sí mismo, que te habla de eternidad y cambio, de su permanencia y tu transitoriedad. Siempre me hace bien. En esta ocasión un perro muy joven corre cerca de mí, dando saltos como un locuelo por la gran extensión de la playa, feliz y empequeñecido, mientras las olas borran mis pisadas. En otro tiempo hubiera hecho en la arena un dibujo obsceno, para que luego digan que no se madura.

Luego retener el tiempo o ponerlo en fuga, no lo sé aún, dándose al vino y a alimentos magníficos, al humor negro y a la amistad por las calles de una muy vieja ciudad del sur, blanca y azul, azotada por el viento del Atlántico, olvidando los turbios, disparatados acontecimientos políticos que hemos merecido. Hacer densa la sustancia de esas horas, rescatarlas, darles sentido. Como ahora mismo, con la primera luz del último día asomando entre pinsapos y palmeras, escribiendo esta enésima reflexión de 31 de diciembre para decir lo mismo de siempre. Gratitud por lo recibido, constatar una pérdida.  Pronto los primeros días inciertos de otro año, esa escansión, esa baliza ilusoria en el continuo del devenir. Días que uno quiere como se quiere a los animales pequeños, inexpertos aún, con esa tierna torpeza de algo que comienza. El deseo paradójico de que rebose de tantas cosas buenas que duela más decirle adiós, confiando en que uno no sea indigno del don de seguir aquí,  que la desgracia mire hacia otro lado y que no deje un solo instante de asombrarme, de amar todo aquello que se nos da de suyo.

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Ambrogio Lorenzetti

Tic tac

18 lunes Mar 2019

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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niñez, relojes, tiempo

«Te voy a dar una hostia que se le va a parar el reloj a tu padre».  (Oído en los bares)

En el siglo pasado se observaban costumbres de una gran delicadeza. Una de ellas consistía en, llegada cierta edad, regalar a los niños un reloj. Era un homenaje, un reconocimiento tácito de que abandonábamos la edad pueril. Te regalaban un reloj, ataban el tiempo a tu muñeca.

Te paseabas ufano con tu reloj recién estrenado, esa maquinita que ya mordía tu carne ―en verano su marca sobre el moreno brazo desnudo―, le dabas cuerda adoptando un aire grave porque alimentar el tiempo es un momento solemne. El tiempo, aquella novedad.

Tenías que aprender a descifrar un elegante lenguaje en el baile de las agujas sobre los números de la esfera. Los adultos te preguntaban la hora para que respondieras, feliz de esa destreza adquirida. ¡De cuantas bondades es capaz a cada instante el ser humano! Yo no aprendí bien y daba a esa pregunta respuestas fallidas, inaceptables, hasta que una chica que amamantaba a un bebé a la caída de la tarde me enseñó definitivamente a leer las horas mientras esperaba la llegada de su joven marido, un gallardo albañil que cada día subía en moto la cuesta que conducía a aquella casa, aquel patio con el suelo de cemento y dos de esos árboles escuetos que aparecen en las anunciaciones del Quattrocento. Anita y Antonio, aún recuerdo sus nombres.

Cómo nos seduce el misterio que emana de clepsidras, relojes de arena y relojes solares, pero es la creación en el siglo XV del mecanismo de escape ―lo que oíamos cuando acercábamos el reloj a nuestro oído, el murmullo del tiempo― la que hace posible esa hazaña del intelecto humano que es el reloj mecánico, su belleza hecha de complejidad, fragilidad y precisión, tal y como la recuerdo en las maquinarias abiertas bajo la lámpara del taller de relojero de un primo de mi madre, al pie de la torre de una iglesia que el musgo cubría en una villa del norte cerca de un puerto. Las gaviotas chillaban y él se inclinaba en mangas de camisa sobre su mesa de trabajo, la lupa tubular incrustada en la ceja. Mecanismo que evoca la quimera del movimiento continuo, lo incesante del corazón o el mar, la inmortalidad. No es de extrañar que la metáfora de Dios como relojero del universo haya sido moneda común.

Hace tiempo que no solemos llevar relojes, si acaso acabaremos llevando marcapasos. El tiempo ya nos hizo y terminó, no mejoraremos y ahora trabaja para destruirnos. La insensata premura de su discurrir nos parece intolerable, nos hace presentir nuestra disolución en pequeñas molestias y torpezas, anuncio de futuros dolores y limitaciones. El tiempo ya no es una vasta extensión por explorar, es un bien volátil, escaso.

Para cada uno de nosotros llegará un momento en que se pararán todos los relojes del mundo, detenidas las agujas en la hora inimaginable en que diremos adiós, cumplidas nuestras cuentas con el tiempo.

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Sobre la conquista de pequeñas ciudades en invierno

31 lunes Dic 2018

Posted by Salvador Perpiñá in Lugares

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ciudades, invierno, tiempo

Madrugar muchísimo en los solsticios con un deseo perentorio de luz y abandonar aún de noche las calles vacías de tu ciudad atravesadas por grupos de borrachos que esperan la dádiva del amor. Qué gran cosa es despedir el año haciendo kilómetros de carretera a través de paisajes benévolos hasta llegar a esa ciudad en la que uno nunca ha estado.

Todavía con los andrajos del sueño en los ojos romper los círculos de polígonos industriales, líneas de ferrocarril, estaciones, fábricas y bloques de viviendas que protegen el viejo corazón de la ciudad y arrebatarle sus secretos, acechar la sustancia del tiempo en los juegos de la luz sobre callejas, muros y tejados, el tono tan particular de otra posible vida, de otras posibles dulzuras y tediosas tardes en sus aceras y tras ventanas y visillos, pues no hay dos ciudades iguales. Ver estuarios, puertos y puentes, ríos y arenales donde se pudren las algas, policías a caballo por las playas, gaviotas y gabarras, puertos y mercados, comer bajo un sol cordial los alimentos que esa tierra da, de la manera en que allí es costumbre, escuchar a tu alrededor las amables inflexiones que adopta la lengua familiar, esa música del alma.

Recorrer luego, saciado y ebrio, la trama de sus misterios, templos, palacetes, plazas y parques públicos —los hombres llenan las ciudades de réplicas civiles del paraíso, los jardineros, ejército admirable de hombres justos, dan forma a sus setos, podan sus viejos árboles y siembran la tierra de rosas, palmeras y limones—  mientras las campanas convocan la tarde que opera su magia en una placidez ensimismada de gorriones, niños y lavanda. Tras los heroísmos panorámicos del atardecer las muchachas y los gatos desaparecen en los viejos portales que guardan patios ajedrezados en sombra y cuando las estrellas se despliegan uno siente que en definitiva todo eso estaba a ti destinado y que de un modo especial ya te pertenece y que, con todo, el mundo es bueno y merece perdurar.

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Despertar

15 sábado Sep 2018

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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despertar, sueño, tiempo

El sol ahuyenta la oscuridad, se abren los ojos -no hay gesto más simple- y el mundo comienza de nuevo. Para unos un desencanto, para otros un alivio. Se nos ha concedido un día más, no nos hemos topado con la muerte en los angostos recodos del sueño (siempre ha estado ahí, desde las violentas pesadillas de la niñez, agazapada en lo más hondo, donde no osamos aventurarnos).

A veces cuesta ingresar en el tiempo. Aún resuena como un eco el orden inseguro que acabamos de abandonar. Entonces los sonidos familiares de la calle, la respiración de alguien que amamos al lado, los pájaros, de antiguo los pequeños mensajeros del día, la voz de la madre que era la voz cierta de las cosas o una agitación de niños al fondo de la casa o un silencio árido sin alegría al que ya nos hemos acostumbrado. Señales que nos calman, nos dicen: tú, aquí, ahora.

Hay quien despierta de un humor hosco, se abandona el calor del lecho para incorporarse a la exigente disciplina del mundo y sus trabajos. Otros lo hacen con júbilo: los niños el día de su cumpleaños, aquel que se dispone a un viaje de placer, N. cuya risa al abrir los ojos era un espectáculo y un don que me fue dado.

Después del estupor los pequeños rituales: el pie descalzo en las zapatillas, el paso todavía tentativo, el cuerpo y la mente intentando un acuerdo con lo real, la ridícula y solemne meada, recordatorio irreverente de la economía cruel del universo, el grifo que se abre, las abluciones ante el espejo detrás del que nos mira aquel que éramos, aquel en que nos hemos convertido y aquel que seremos, el encuentro con cosas muy sencillas que hemos menester, el olor del café, del pan tostado y las naranjas.

Cepillarse los dientes luego, ducharse, echarse desodorante bajo las axilas, vestirse, atarse los cordones de los zapatos, pasarse una vez más el peine ante el espejo. Aceptar que la suma de nuestros días no es ilimitada, intentar amar este fluir desordenado de teléfonos, facturas y decepciones, entusiasmos y achaques, borracheras, risas y cóleras, páginas, maledicencias, canciones, recuerdos falseados y olvidos. Lo que a cada instante recibimos y lo que perdemos. Es lo que hay.6630431148467301563

Blue Sunday

21 martes Nov 2017

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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domingo, infancia, tiempo

Según uno de los mitos fundacionales ya declinantes de la psique occidental una divinidad crea el mundo en seis días y al séptimo descansa, puede que complacido ante pájaros, estrellas, olas y naranjas o en un estado de arrepentimiento, de quieta desesperación ante la magnitud del error.

En el año 321, el emperador Constantino promulga un decreto mediante el que el domingo queda obligatoriamente consagrado al reposo civil y desde entonces los humanos, a semejanza de los dioses, interrumpimos cada siete días la serie de nuestros trabajos.

Día del Señor, día del Sol. Si antes, vestidos de domingo, atestábamos los templos, hoy unos dedican la mañana a reponerse de los libertinajes de la noche anterior y otros se entregan a enérgicas proezas físicas, a módicos éxtasis filarmónicos o a fatigar las silenciosas salas de los museos. Tal es la variedad de nuestras costumbres. Sí que se mantiene el hábito de dirigirse a las afueras de las ciudades con las crías y consentirse pequeñas francachelas con los amigos, intentando recuperar parte de nuestra antigua alianza con los misterios de la naturaleza. La infancia está hecha de domingos donde aprendimos la sustancia insidiosa de la melancolía. Mientras los adultos olvidaban la dura disciplina del mundo en el torpor del alcohol, el humor o la maledicencia, los niños corríamos libres por un mundo recién creado para nosotros, entre un azul que no hemos vuelto a encontrar y los olores salvajes de la tierra. Pero aunque el tiempo de la niñez tiene las dimensiones de la eternidad, el domingo llegaba a su fin y con la caída de la tarde volvíamos a casa, todavía en el recuerdo las aventuras y descubrimientos del día. Allí nos esperaba el baño y otras suavidades del hogar, pero también los preparativos para el lunes, la certeza de que tras el sueño los mecanismos de las horas se pondrían de nuevo en marcha. No conozco afecto más compartido que esa tristeza dominical, tan similar a la post coitum tristitia que, con los años, va contaminando del sentimiento de lo irreversible incluso los mismos placeres del día.

Y uno no puede evitar pensar en el último acto de nuestra vida como un domingo definitivo, suma y cifra de todos los demás. Habríamos de celebrarlo como corresponde, con buen ánimo, sin que la evidencia de la próxima caída del telón arruine nuestra alegría soberana. En la leal compañía de nuestros recuerdos, apurando hasta el final las dulzuras de la luz, olvidando cuidados triviales y achaques en un festín de amigos, riendo y jugando, como hacen los niños.

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Edward Hopper. «Early Sunday Morning» (1930)

Sobre la celebración de cumpleaños

21 lunes Ago 2017

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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cumpleaños, fiestas, tiempo

Cientos de miles de millones de estrellas giran a velocidades vertiginosas alrededor del núcleo de nuestra galaxia. Entre ellas el sol y el planeta donde hemos venido a aparecer, que orbita en torno a aquel en un coqueto pas de deux sideral, saturado de eros, «l’amor che move il sole e l’altre stelle». Durante el tiempo que nos lleva cumplir una vuelta entera -protegidos de radiaciones letales y la congelación instantánea por una delgada capa de gases- las constelaciones que orientan a los navegantes se desplazan en el cielo nocturno, se suceden los ciclos estacionales y agrícolas, la serie inmemorial de los trabajos del hombre. Era inevitable emplear ese plazo como una división arbitraria, para escandir el tiempo de nuestras vidas.

Los hombres festejan los cumpleaños, se embriagan, se hacen regalos, reparten grandes abrazos, intentan hacerse reír los unos a los otros y fantasean con propósitos de enmienda. No siempre ha sido así, celebraban aquellos que detentaban el poder y la riqueza; el común de los mortales no tenía verdaderamente muchos motivos para hacerlo, si acaso el alivio de la supervivencia. Nosotros, más afortunados, organizamos grandes fiestas, pero cada nuevo aniversario nos hace sentir angustia.

En un mundo en que conociéramos de antemano la fecha de partida los cumpleaños serían meramente negativos. Los niños nacerían con la cifra de todos los años de su vida y los aniversarios serían una cuenta atrás. Entre los compañeros de clase unos tendrían setenta y cuatro años y otros nueve, las desigualdades resultarían insoportables, ¿cómo se vive con eso?, ¿bajo qué principios se construirían sus sociedades y sus sistemas de pensamiento?

También podemos imaginar un mundo en que el tiempo no sea medido, donde piadosamente se nos ahorre conocer el instante de nuestro nacimiento. Quizás la angustia de la edad es de índole estadística, una vida sin segmentar simplemente fluiría sin balizas ni recordatorios, en una duración elástica, un atravesar el tiempo en que tan sólo ocasionales señales de nuestro cuerpo nos recordarían «el único argumento de la obra».

¿Por qué lo seguimos celebrando? Lo hacemos porque de niños era el gran día, día consagrado a ti, rey por unas horas. Día de excepciones, sorpresas e indulgencia. Una fiesta en tu honor culminaba con el ritual escandalosamente pagano de apagar las velas con tu aliento breve de niño. La edad te mejoraba.  Eras un año mayor, más alto, más fuerte, más hábil, procesando cantidades ingentes de información sobre cómo funciona el mundo, ampliando los límites de tu pensamiento, cada vez más capaz de valerte por ti mismo, más cerca de una independencia sin tutelas, ansiando dejar de ser un niño, hacer las cosas chulas que hacen los adultos. No podías sospechar la magnitud de la pérdida.

Ahora the thrill is gone, seguimos aferrándonos a la vieja costumbre, pero no encontramos aquella alegría. Hay otras cosas, sin duda. Nuevas y viejas amistades se mezclan en una trama compleja de lealtades y afectos, no puede negarse una indudable mejora en la calidad de las bebidas y las conversaciones desde aquellas fiestas adolescentes. Durante unas horas el lugar es un bullir travieso de humor, ideas, agitación, seducciones. Es lo de siempre y a la vez es otra cosa. Llegado un punto -como en el último movimiento de la sinfonía de los adioses de Haydn- los invitados abandonan la fiesta en un lento goteo. El espacio se vacía, baja la presión y finalmente quedan unos pocos golfos que se sientan, apurando en sosiego la noche, hablando en voz baja de banalidades o haciendo tremendas confesiones, intentando que no se acabe. Se hace lo que se puede, pero alguien se da cuenta de que está cansado, se levanta y se disculpa, los demás lo siguen. La reunión se disuelve y todos regresan a sus casas. Cierras la puerta diciendo una última gracia, escuchas los susurros en la escalera, el portal que se cierra, alguna risa en la calle hasta que uno queda a solas entre las ruinas de la fiesta, en un silencio como no hay otro igual. Es un buen momento para consentirse unos minutos de introspección. Luego ya, eso va en caracteres, uno decide si recoger esa noche o dejarlo para mañana.

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Anne-Françoise Couloumy. “Réception” (2010/2011)

After Hours

10 lunes Abr 2017

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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nocturno, placeres de aquí abajo, tiempo

Mientras todos duermen dentro y el fuego se va apagando en la chimenea es delicioso tomarse una última copa de vino en el porche a oscuras. Las pupilas se dilatan y, bajo una luna casi llena, el insólito paisaje de un valle subtropical se dibuja de nuevo con fantasmales grados de detalle. Si a esas horas una figura se acercara por el camino, cosa que afortunadamente no ocurre, podría verse perfectamente.

Las cabezas andan algo nubladas por los efectos de un largo día festivo. Se habla en voz baja, en parte por no despertar a los que duermen, en parte porque rodeados de la bulliciosa actividad nocturna de pájaros, ranas y grillos ambos nos sentimos intrusos. También pudiera ser que ante el raro regalo del silencio no sea necesario alzar la voz

El tono susurrado se presta a la confidencia y a cierta seriedad. Hablamos de los tristes mecanismos del fin del amor, de la presencia constante de la muerte, que a partir de cierta edad siempre te acompaña, de los trabajos hechos, de planes y proyectos. Los muy heteropatriarcales ladridos de los perros resuenan por todo el valle y mi amigo me cuenta hechos de una violencia inaudita ocurridos en esa tierra cuando la rebelión de los moriscos. Iglesias en llamas con almas encerradas en su interior, la huida al monte de todo un pueblo, emboscadas con piedras y aceite hirviendo, desbandadas, degüellos y violaciones a campo abierto a cargo de las tropas reales. Los viejos buenos tiempos. Me hace notar que el paraje que nos rodea no debe haber cambiado mucho desde entonces. Cuando me vuelvo a mirarlo, mis ojos afinados por la marihuana encuadran tres montañas, la luna, dos estrellas, un planeta y un algarrobo en una enfática simetría. Todo se vuelve tan heráldico, tan trascendente y tan Kubrick que a uno casi le entra la risa.

Le comento que es muy afortunado de disponer de ese rincón del mundo para esconderse cuando es preciso. Mi amigo asiente, pero añade que para él ese paisaje no deja de estar impregnado de cierta tristeza. Sus primeros recuerdos pertenecen a esa tierra fragante de frutales, los descubrimientos y aventuras de una infancia libre. No hay cerro, me dijo, que no haya coronado, no hay trocha que no haya fatigado, poza en la que no haya flotado en un día de verano. También la iniciación en los misterios de la embriaguez y del amor que instauran la adolescencia. Y todo sigue igual salvo él, salvo nosotros, en ese decorado, encuentro melancólico entre el fin y el principio. Creí percibir como su voz se estremeció ligeramente:

-No se me olvida como olía el pelo de aquellas chicas.

Y nos quedamos un rato más escuchando el insistente escándalo de los grillos, haciendo tiempo.

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