Existe un rechazo, medio anarca medio reaccionario, al cambio de hora invernal. La odiada burocracia europea introduce sus dedos de mercader en la sagrada urdimbre del tiempo, en la cadencia de amaneceres y crepúsculos, en los hábitos del cuerpo y del sueño, que es que no respetan nada, hombre. No quiero ni imaginar los berrinches predigitales que agitarían la mente europea cuando en 1582 la bula papal Inter gravissimas impuso el calendario gregoriano, robándonos en el proceso once días como once soles.
Confieso que todavía siento una alegría pueril cuando cada otoño el reloj se atrasa una hora. A las tres de la madrugada de repente se hacen las dos, hay una magia bondadosa en ello, aunque sepamos que no deja de ser un engaño, como esas mentiras piadosas que fácilmente calman la pena y el miedo de los niños. Días y horas, meses y años, a pesar de su bella correspondencia con los movimientos de los astros, carecen de entidad real, meras balizas con las que intentamos escandir el flujo inevitable del único tiempo real: el hilo indivisible, incesante, que separa nuestra entrada en el mundo del momento de la despedida final.
Solo una hora y uno la celebra con una alegría de tacaño, ¡es tan poco! Pero qué sensación de lujo, de tiempo regalado, de propinilla en la que se nos concede un módico exceso de la sustancia más valiosa, la sustancia de la que estamos hechos. Antaño, el instante me sorprendía aturdido en los bares y ahora me suele pillar sumergido en las aventuras no menos atolondradas del sueño. Y es una pena, porque en una hora se pueden hacer muchas cosas: puedes cortarte el pelo, escribir una columna, como los articulistas de raza, puedes operar una apendicitis, componer una canción, engendrar un hijo, firmar una ejemplarizante cantidad de sentencias de muerte como hacía cierto generalísimo de voz aflautada, cocinar una salsa boloñesa, seducir a una desconocida, derribar un gobierno, arreglar un grifo que gotea, escuchar de pe a pa el Dido y Eneas de Purcell, escribir una denuncia anónima. No menos de una hora empleó la marina real británica para derrocar en 1896 al sultán de Zanzíbar, poco más necesita el veneno de la serpiente para acabar con nosotros, en poco menos todos hemos desencadenado las rupturas más dolorosas. En los momentos de dolor, de celos, de espera, en la dichosa compañía del amante las dimensiones de la hora se expanden más allá de lo imaginable.
En una hora puedes decidir tu fortuna o cometer el acto del que te arrepentirás toda tu vida. Irreversible, única, preciosa. Despilfárrala si quieres, como un pródigo, pero no olvides que nunca te será devuelta.
