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Hace ya unos cuatro años que vivo en una casa con un patio. En mi patio hay un galán de noche de floración tardía que en torno a estas fechas, casi en septiembre, empieza a impregnar el aire de la noche con ese perfume denso, folclórico y un poco cursi, que muchos detestan pero a mí me complace. Tarde, muy tarde, lo sé. Sin embargo esa incompetencia vegetal, criaturica, provoca un efecto paradójico. Como una fraudulenta magdalena de Proust me trae, ya cercano el otoño, los falsos recuerdos de un verano en que debiera haber olido a galán de noche pero no, un verano que no fue. Así en tantas cosas. Últimamente me complazco en evocar, no sin melancolía, posibles vidas que nunca tuve, caminos no seguidos fruto de elecciones diferentes a las que tomé. Junto al nuestro fluyen innumerables otros destinos que podrían haber sido. Los recorro con fruición. Quizás os parezca ocupación vana y hasta extravagante. Esperad a seguir leyendo.
En todo caso es llegar a casa bien entrada la noche, abrir el portón de hierro y me recibe la efusión de sus flores, esa españolada, y me hace sentir bien porque me habla de la inminencia de septiembre y septiembre, como ya me habréis leído en estas páginas, es un mes que me gusta mucho. No me expresaría ahora de un modo tan sentimental como entonces. De septiembre he llegado a apreciar su prosaísmo y su vitalidad. Tras el verano, territorio de lo excepcional, con su suspensión de la realidad, septiembre supone el retorno de lo habitual. Bares, colegios y ferreterías abren de nuevo sus puertas. Esa repetición, esa cadencia articula la vida, me la hace inteligible. Cielos estrellados, amaneceres, bosques y torrentes no son ya para mí lugares de epifanía. El sonido de las persianas del comercio al levantarse, el bordoneo familiar del motor del autobús, el martilleo en el taller del chapista, el tintineo de las tazas en las cafeterías, el grito arcaico del lotero (¡veinte iguales para hoy!), el humor bullicioso de los repartidores de butano, ese folloncillo vivaz de los barrios a primeras horas del día, bajo un sol bostezante, es mi libro de las revelaciones donde, traspasado de eternidad, me sale un beethoveniano «Es muß sein!«, así debe ser, para siempre. A eso hemos llegado, yo, que de niño quería ser astronauta. Qué desastre.
Francesc Català-Roca