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Desesperación y Risa

~ el blog de Salvador Perpiñá

Desesperación y Risa

Archivos de etiqueta: ridículo

El dulce amor de las muchachas

10 miércoles Oct 2018

Posted by Salvador Perpiñá in Examen de conciencia

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adolescencia, educación sentimental, ridículo

Hay personas cuyos años de adolescencia serían los mejores de su vida, su momento de gloria. Todo lo que vino después, caída y pérdida. Pero en general la adolescencia es una época dantesca donde nos hacen mucho daño y nosotros mismos hacemos daño a quienes nos quieren, con una sorda, inconsciente ferocidad. También la época de los grandes, inolvidables ridículos que te hacen un carácter. Hoy me apetece contar un episodio vergonzoso de aquel tiempo. ¿Por qué no?, al fin y al cabo ya nos vamos conociendo.

Durante la Transición, en los tiempos previos a la popularización del video doméstico, determinados cines ofrecían las llamadas películas “S”, etiqueta que abarcaba desde flagrante softcore hasta películas con más o menos pretensiones, desde Tinto Brass hasta Nagisa Oshima o Alain Robbe-Grillet, daba igual. El culo, la teta, eran el elemento unificador. Bien, yo tenía dieciséis años, era de una ingenuidad conmovedora y tenía una ridícula idea prerrafaelita del amor, moldeada por sensibleras baladas de rock progresivo escuchadas con auriculares. Era una tarde vasta y desapacible de sábado, de calles vacías y nubes bajoneras; una tarde donde la alegría parecía haber abdicado y yo estaba solo en casa y no tenía planes, compadeciéndome por no tener ni novia ni planes. Harto de escuchar por enésima vez “Thick as a Brick”, las paredes se me caían encima. Eché un vistazo a la cartelera y mis ojos se posaron en un sugestivo “película clasificada S” bajo un título: “Blue Movie”. Yo podría ser un ingenuo, pero también era un enteradillo y en alguna parte había leído que una película de Andy Warhol del mismo nombre incluía escenas de sexo explícito. Caramba, tenía dieciséis años y me pareció un buen plan. Triste, sí, pero gratificante. ¡Y con coartada cultural!

Me arreglé y eché a andar hasta el cine en cuestión. Procuré llegar tarde para ahorrarme la sordidez de una espera compartida en el hall. Eché un vistazo al cartel, disimulando porque temía que alguien pudiera reconocerme. En efecto, se llamaba “Blue Movie”, pero no la había dirigido Andy Warhol sino un tal Alberto Cavallone. Jamás olvidaré ese nombre. No ardiera. Dudé un instante, pero yo había atravesado media ciudad caminando bajo la lluvia para ver mujeres desnudas y me daba igual si me las ofrecía Andy Warhol o -casi mejor, si a eso vamos- un desvergonzado hedonista italiano.

Creí detectar en la mirada de la mujer que me vendió la entrada algo entre el desprecio y la piedad. Entré en la sala a oscuras. La película era corta y para completar el programa proyectaban un documental de interés antropológico sobre la matanza del cerdo. Las imágenes no ahorraban truculencia alguna y me revolvieron el estómago, pero aguanté. Al final llegó el ansiado momento y me acomodé con un suspiro. Los primeros minutos ya me pusieron sobre aviso. Una lúgubre música atonal de órgano, como un coral siniestro de Bach, anunciaba que lo que iba a ver no sería liviano. No recuerdo apenas el argumento. Un joven de pocas palabras, con estética de miembro pijo de las Brigate Rosse, seducía a chicas en galerías de arte y las llevaba a una casa en mitad de un bosque, donde se entregaba en un sótano a absurdas practicas BDSM con pretensiones de performance. Y venga coche bosque arriba y coche bosque abajo y venga órgano. Nada más. Tinieblas, maldad y aburrimiento. Maldecía ya al buen dios cuando ocurrió algo insólito. La imagen se detuvo y quedó congelada. El efecto era desagradable, como si uno se hubiera salido del fluir del tiempo. En el silencio sobrevenido sentía mi pulso acelerado. El centro de la pantalla empezó a deformarse, lisérgico. Luego se trasformó en una burbujeante ameba luminosa que devoraba todo a su alrededor. El fotograma se estaba quemando. Y entonces las luces de la sala se encendieron de golpe. Como comadrejas deslumbradas por los faros de un coche, encogidos en nuestros asientos con aprensiones de redada, cuatro almas perdidas: un chaval de dieciséis años y tres pervertidos, fumadores de negro con el cabello grasiento. No queríamos mirarnos bajo aquella luz cruda, no queríamos reconocer nuestra común miseria que nos había llevado aquel sábado de otoño a malgastar unas monedas y dos horas de nuestra vida en la basura perpetrada por un individuo con el ridículo nombre de Alberto Cavallone. Finalmente volvió una oscuridad que acogimos con alivio y la película prosiguió. Cinco minutos después el ragazzo jugaba a asfixiar a la ragazza con una bolsa de plástico transparente. Diez minutos más tarde hizo su aparición la coprofagia. Me levanté y abandoné la sala despavorido.

La noche había caído, ya no llovía. No me podía quitar de la cabeza la melodía averiada del órgano, que era un asco y un remordimiento, ni el miedo de haber contraído en aquella sala alguna infección del alma que me alejaba sin remedio de la bonachona coreografía de semáforos y autobuses públicos, del módico éxtasis de las parejas maduras merendando en las cafeterías, de los grupos de muchachas que a esa hora navegaban por las aceras, riendo y fumando, oliendo a lluvia y a lavanda. Sentía que algo dentro de mí se deformaba y se expandía y burbujeaba como el celuloide derretido de un fotograma para siempre detenido, porque era sábado y yo quería amor y se me daba una escena ruin de tragicomedia.

taxi driver

Mofa y befa

24 lunes Sep 2018

Posted by Salvador Perpiñá in Examen de conciencia

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ridículo, vergüenza

Siempre podemos encontrar una excusa para justificar cualquier mala acción que hayamos cometido. La elasticidad del juicio moral sobre nosotros mismos es una de las condiciones necesarias de supervivencia. Al contrario, no es infrecuente que el recuerdo de un acto ridículo nos haga arder las mejillas aun pasados los años. La vergüenza vence al tiempo.

Los héroes homéricos, el patriciado romano, los samuráis, desconocían la culpa; el remordimiento, ese refinamiento paulino, les resultaba por completo ajeno, pero la conciencia de un comportamiento vergonzoso podía empujarlos al suicidio.

El ridículo revela explosivamente nuestra inadecuación a las leyes del mundo, grita que no hemos aprendido a vivir. No es de extrañar que con el lenguaje, con lo normativo, el sentido del ridículo haga su aparición como una epifanía que marca el fin de la infancia profunda, del mismo modo que el descubrimiento de la ridiculez en los padres señala el advenimiento de la adolescencia y su melancólica constatación en nuestros ídolos la llegada final a la madurez.

Forma parte de mis primeros recuerdos la devastadora sensación de haber hecho el gilipollas y durante toda una vida no me han faltado ocasiones para incurrir en él. Reverso garrafal del entusiasmo, el amor y la embriaguez han sido sus mejores aliados.

Nadie escapa a sus efectos deletéreos, todo el mundo puede tener un momento de torpeza, sufrir una traición del propio cuerpo. Es universal. En cortes versallescas, salones literarios, pequeñas ciudades de provincias, en aldeas, tribus, cuarteles y tripulaciones, la vergüenza ha consumido reputaciones en el acto, ha sepultado vidas.

No hay perdón para el ridículo, la vergüenza ajena es por completo distinta a la piedad, nos hace daño a nosotros mismos nos señala y eso nos irrita. No se abraza a quien nos la provoca, un denso silencio, como tras un disparo, recibe al ofensor y le conmina a alejarse con el rabo entre las piernas.

Bien lo saben los poderosos. No se superan los efectos disolventes de la risa. El ridículo acabó con la carrera de Ana Botella y de Cristina Cifuentes, la supervivencia de Pedro Jota después de que media España lo viera recibir una lluvia dorada en corpiño evoca a esas criaturas que empiezan a repoblar un atolón del Pacífico tras un ensayo nuclear. Nada hay más destructivo que ser el hazmerreír. Encarcele, deporte, ejecute a cientos de miles, siempre habrá alguien que lo defienda; pero pruebe a que le suenen las tripas ante las cámaras, sólo le esperará el vacío y el olvido.

Los animales no tienen sentido del ridículo y quizás sea este y no el lenguaje lo que nos define como especie. A veces pienso que la Oda a la Alegría de Schiller y Beethoven («Pero quien jamás lo haya conseguido, ¡que se aparte llorando de nuestro grupo!») adolece de cierto elitismo aristocrático, demonios, ¡los nazis o los jerarcas soviéticos no tuvieron ningún problema con ella! Propongo entonces una fraterna, humanísima Oda al Ridículo, donde todos nos veríamos reconocidos en nuestra triste rechifla, esa hilarante hermandad de condenados al fracaso. Fuimos ridículos porque nos entregamos, amamos, bebimos y abrazamos sin miedo la vida. Una melodía desvencijada y grotesca que escucharíamos entre lágrimas y mocos, corriendo hacia la oscuridad con los pantalones caídos.

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Jean-Antoine Watteau. «Gilles»

Un impostor

17 miércoles Ago 2016

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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farsantes, poetas, ridículo

La prensa –es su condición- abunda en hechos atroces. A veces la concentración de espanto es tal que pueden pasar desapercibidos tremendos, valiosísimos dramas en sordina.

En este caso la noticia se limitaba a informar acerca de la denuncia contra un poeta de provincias, ganador de varios premios literarios, que se habría entregado al plagio durante años, utilizando liberalmente versos robados de aquí y de allá. Parece que le han pillado y se le va a caer el pelo. Nada conozco del hombre, de su vida o de su obra. Podría ser inocente, igual es de los que plantan cara, igual todo es un episodio de una guerra ruin entre camarillas poéticas. Pero imaginemos por un instante que los hechos son tal y como se nos han relatado.

Tenemos un premiado poeta local, que ha alcanzado una modesta forma de gloria. Alguien que se desenvuelve como pez en el agua en el circuito de presentaciones de libros y recitales poéticos. Viaja con cierta frecuencia, manteniendo el contacto con autores de otras ciudades, en esa conmovedora, ecuménica amistad de resistentes que los poetas practican. Apoya causas con su firma y el don de sus palabras.

Todavía hoy los poetas tienen un aura, una condición vagamente sapiencial, de oráculo. Hasta el menor de ellos ha dado con un verso que le justifica, que puede llegar a ser una epifanía para algún adolescente, revelándole eso que aún no sabe nombrar ni explicar o –para lectores por los que una vida ha pasado- la constatación de una perplejidad o una melancolía.

Nuestro poeta ha conseguido, sí, una voz y un nombre, quién sabe si en los bares no se habrá valido alguna vez de ellos en la búsqueda del amor casual. No juzguemos las pequeñas vanidades, pueden llenar una vida.

De repente el desenmascaramiento y la brusca caída en la insignificancia. No se trata tanto de una reprobación moral como de la evidencia de un ridículo. Sus versos hablarían sobre las claridades solares y la maduración de los frutos, sobre la sangre bajo la piel, las nubes, las olas, el olor caliente de los sembrados, la risa de la carne, las hogueras tristes del deseo, nombrarían lo innombrable, lo que aún no ha podido ocurrir, aquello que falta y no sabemos qué es, rozarían la naturaleza misma del tiempo y del misterio, pero lo habrían hecho con una voz que no le pertenecía. Nada valen y nada queda detrás.

El aviador que ha participado en bombardeos puede agarrarse a la idea de la obediencia debida para no perder la cordura. Él no puede agarrarse a nada, lo hizo por ganar premios y porque se supo sin el talento suficiente. Puede que se engañe pensando que su personal alquimia de versos ajenos era en sí interesante. Cuéntale eso a tus colegas poetas, que se lo pasarán en grande durante años despedazándote a pie de barra. Cuéntale eso a tus hijos cuyos compañeros no habrán perdido semejante oportunidad de humillar a un congénere, calma con palabras su vergüenza, esa fiebre lenta.

Nada volverá a ser igual. Dejarán de llamarlo para lecturas y presentaciones. ¿Qué les dirá a sus amigos, sobre los que ejercía alguna forma de magisterio?, ¿qué les dirá a sus alumnos, sus compañeros de trabajo, a los libreros de las librerías que frecuentaba?, ¿qué sentirá su mujer cuando por las noches la abrace con su cuerpo frío y desacreditado, para siempre desnudo, expuesto, trivial?, ¿con qué palabras podría de nuevo encender su corazón?

Pasará el tiempo y todo se habrá olvidado. Lo imagino en una tarde desapacible, atravesando una plaza pública de su pequeña ciudad, donde el viento menea unos irrisorios arbolillos y la llovizna empieza a empapar sus ropas a la hora en que los escaparates se encienden. Esas viejas, queridas calles donde alguna vez se soñó inmortal. Sobre esas tristezas dominicales de farolas y aceras mojadas tenía algunos versos, ya no recuerda si eran suyos o no. Se detiene un instante, la lluvia fría sobre su frente. No sabe exactamente a dónde quiere ir, un olor a lana mojada sobre los hombros, un sabor indeleble a café con leche en su boca de mentiroso.

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Enciclopedias y melancolía

16 lunes Feb 2015

Posted by Salvador Perpiñá in Aventuras de un señor de mediana edad

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cólera, enciclopedias, inutilidad, palabras, ridículo

Hace dos días, en compañía de mi hermano y un amigo, participé en una operación absurda y tan cargada de simbolismo que cuando lo pienso me entra la risa. Una carretilla y una furgoneta eran necesarias para nuestros planes.

La enciclopedia Espasa es un desaforado monumento intelectual fatalmente decimonónico; a lo largo de sus 180.000 páginas se procede a una acumulación insensata de conocimientos que el paso del tiempo ha aniquilado. Una serie de apéndices y suplementos de dudosa eficacia no logran redimir el fracaso. Entre sus 210 millones de palabras puedes encontrar desde una agotadora descripción de la producción industrial de nitroglicerina (¡en 1921!) hasta minuciosas instrucciones sobre como pintar a la Virgen María (guapa, pero sin abusar, con un exquisito cuidado para que el pie descalzo no llegue a turbar). Más de 100.000 biografías en las que un casi desconocido James Joyce es despachado en unas breves líneas, mientras que las vidas de obispos e ilustres jurisconsultos son preservadas para la posteridad en pulcras y concienzudas entradas. Del hipnótico despliegue de sus 119 lomos -negro de sotana y oro- brotaba un intimidatorio hechizo de severidad, aburrimiento y anorgasmia. Posando con una Espasa detrás hasta Serge Gainsbourg parecería un hombre de orden.

Mi padre no podía sospechar la futura aparición de la Red ni la caída en el desprestigio y la más estrepitosa inutilidad de aquel engendro que pagó a plazos sabe dios durante cuantos años. Él, que siempre fue un hombre optimista, pensaba de corazón que la memoria de la humanidad quedaba rescatada en la tipografía antipática de sus páginas y nos acompañaría, perdurable y radiante, a nosotros y acaso a nuestros hijos.

Cuando llegó el momento de hacernos cargo de ella sus dimensiones y su carácter intrínsecamente deprimente recomendaron su meticuloso embalado y almacenado en el sótano de la casa de mi hermano. Y de esa oscuridad nos dispusimos a rescatarla, porque en el nuevo piso donde se va a mudar no hay espacio. Provisionalmente la hemos trasladado a la mía hasta que pueda deshacerme de ella. No es fácil, nadie la quiere, las librerías de segunda mano se niegan educadamente, las bibliotecas públicas rechazan su donación, es un mamotreto de una conmovedora inutilidad.

Un cielo adecuadamente gris que amenazaba lluvia nos acompañó durante la operación de trasladar casi media tonelada de libros guardados en cajas. Nuestra furgoneta atravesaba la ciudad, la agitación y los atascos de un viernes por la tarde y a nuestras espaldas Bizancio, el teorema de Fermat y Santo Tomás de Aquino, ejecuciones, epidemias, las crueles costumbres de los insectos, proclamaciones y golpes de estado, huracanes y eclipses, tormentas solares, expediciones marítimas que nunca regresaron a puerto, religiones muertas, deslumbrantes construcciones del pensamiento, la historia de la literatura búlgara, técnicas de producción de porcelana… Luego idas y venidas, arrastrando jadeantes todo el saber de una era en una carretilla por las estrechas calles del Albaicín, hasta ir apilando una tras otra todas las cajas en un plato de ducha sin uso en la casa que ahora habito, junto a la caja con tierra de mi gato, como barras de uranio enriquecido en el corazón de un reactor nuclear.

Suelo ser una persona a la que a veces le cuesta controlar su frustración y dado por tanto a alarmantes aunque inofensivos accesos de cólera que mis amigos aceptan con una mezcla de resignación y humor. Sin embargo anteayer batí una nueva marca. Entre el agotamiento y la evidencia de la derrota de lo analógico, la inutilidad última de aquel esfuerzo y la responsabilidad de hacerme cargo de la memoria embalsamada de Occidente, un sordo sentimiento de irritación me iba invadiendo; así que cuando tras colocar la última caja y a causa de una torpe maniobra el grifo de la ducha se abrió y amenazó con empapar todas las cajas, estallé en un arrebato volcánico, entre Louis de Funes y un visigodo al que le hubiera mordido una víbora. Grité, blasfemé y acabé azotando con una toalla –sí, lo hice- la caja que contenía los tomos 61 a 68 (Tesalónica, Tiziano, tribadismo, Trento). El gato huyó despavorido mientras mi hermano me miraba con un mudo asombro.

Todavía me acompañaba una ardiente sensación de ridículo cuando esa noche me metí en la cama. Tardé en dormir, en la oscuridad sentía la presencia incómoda y masiva de todas esas páginas que nadie leerá. Una idea me asaltó antes de hundirme en el sueño. Pensé en ese gigantesco magma de millones de letras y palabras: en él y en sus posibilidades combinatorias están contenidas todas las conversaciones que conforman mi vida, las palabras de mi madre que he olvidado, las palabras de amor que he dicho en voz baja, los verdaderos, secretos nombres de dios, la última frase que pronunciarán mis labios y que desconozco, los libros que llegaré a escribir y los que podría haber escrito. Todo está ahí, amontonado en el lugar donde mean mis amigos cuando vienen a visitarme y donde con principesca displicencia lo hace mi gato.

Esta mañana lo he cubierto todo con una tela estampada, que hace más bonito y más alegre.

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