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Desesperación y Risa

~ el blog de Salvador Perpiñá

Desesperación y Risa

Archivos de etiqueta: recuerdo

Horas pasadas en los cementerios

25 sábado Mar 2017

Posted by Salvador Perpiñá in Lugares

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cementerios, muerte, recuerdo

Dominando la ciudad entera, entre olivos que brotan de una tierra densa, rojiza, se levanta el cementerio de mi ciudad, donde se amontonan los huesos de nuestros muertos desde hace doscientos años y en tiempos de guerra se fusila a los vivos en sus tapias.

Es ya un lugar común de esas conversaciones triviales de los velatorios que, a partir de cierta edad, uno empieza a frecuentarlo con demasiada asiduidad. Primero vamos enterrando a nuestros padres -la orfandad es la señal definitiva de la madurez- luego viene el lento goteo de aquellos que nos han acompañado por el camino. Los supervivientes nos vamos encontrando con regularidad en estos instantes ceremoniales, hechos de compasión y temor, testigos del paso del tiempo sobre nuestros cuerpos. Entre las cortesías, los abrazos, los reencuentros y las bromas para distender el ambiente no hay uno solo de nosotros que no piense en ese momento inimaginable de la propia despedida. Dado su emplazamiento los móviles tienen escasa cobertura y, en su búsqueda de una señal, las baterías suelen agotarse con rapidez, extraña metáfora de nuestra fugacidad.

Recuerdo mi primer entierro, en un pueblo. Una mujer a la que queríamos mucho había perdido a su marido, ausente durante años de emigración. No habría pasado un mes de su regreso cuando se mató cayendo de un andamio junto a otros dos hombres. Una tragedia, decían los adultos. Nunca he olvidado como me aterrorizaron los llantos desgarrados de la viuda, los llantos de un tiempo en que no se sentía el pudor de la propia desgracia. Tampoco olvidé la expresión de desconcierto de su hijo, compañero mío de juegos y correrías, en silencio en una esquina, incapaz de entender por qué había pasado algo así, también asustado, señalado por el infortunio, sin saber cuál debía ser su actitud.

Hay como una melancólica resignación en los entierros de aquellos cuya vida ha sido cumplida, nada que ver con la desolación ante la partida prematura de los que no volverán a estar con nosotros, respirando el aire de esta tierra. No hay sol más radiante ni cielo más azul que el que en primavera baña los cementerios y la floración de los almendros se muestra especialmente cruel. Hemos ido despojándonos de ritos y este de acompañar a los muertos a su última morada es de los pocos que nos quedan. El lugar en que se llora en público, acompañados de nuestros semejantes, hermanados provisionalmente en la conciencia de nuestra fragilidad, pobres, desventurados humanos sedientos de alegría y nacidos para la muerte.

Esta semana asistí a un funeral especialmente doloroso e injusto. A la salida bebimos vino buscando el coraje que nos faltaba y el olvido que necesitábamos, aferrándonos a nuestras pequeñas vidas, quizás insatisfactorias, pero lo único que tenemos. Al llegar a casa escuché un pasaje del “Deutsches Requiem” de Brahms. En el quinto movimiento, “Ihr habt nun Traurigkeit”, se pone música a unas palabras del evangelio de San Juan.

Ahora estáis afligidos;
Pero yo os volveré a ver,
vuestro corazón se regocijará
y nada podrá privaros
de vuestro gozo.

El anhelo imposible de que nada se pierda. Se me objetará que esa esperanza es algo que pertenece a la infancia de nuestra especie, pero cómo me confortó ese músico barbudo y forestal, putero y sentimental.

Me hubiera gustado tener la convicción, la entereza para poder compartir con el amigo doliente el consuelo de esas antiguas palabras, intentar creer por encima de toda lógica, de toda evidencia, que el amor que dimos y recibimos no fue en vano. ¿Qué nos queda entonces? Acaso la gratitud por lo vivido, por tantas y tan buenas cosas como ellos nos regalaron, por la luz de todos esos días. Resistir el asalto de la oscuridad y la tristeza, mantenernos enteros, retener como un sol dentro de nosotros aquello que nada, ni siquiera la muerte, esa vieja perra, puede arrebatarnos.

2016

31 sábado Dic 2016

Posted by Salvador Perpiñá in Examen de conciencia

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2016, año nuevo, recuerdo

Ya toca irse. Uno no se lleva nada, no puede llevarse nada, salvo algunos instantes que quiere creer que perdurarán, embellecidos y absueltos por el recuerdo, ese fantástico mecanismo químico que nos regala la ilusión de un yo. Poco más queda por hacer, bajar las persianas, apagar las luces, recorrer mentalmente y por última vez las estancias y los días, todo aquello que nos hizo y que quedará cubierto por las sábanas del olvido. En mis veinte imaginaba a veces el año inconcebible en que moriría David Bowie. No ha sido diferente a otros, las cosas simplemente ocurren. Siempre esa sensación de haber dejado pasar los días, de lo que pudo haber sido y pude haber hecho, también el amor por los pequeños hábitos que forman el tejido del tiempo, por rostros, por voces, por unas manos delgadas en las que a veces pienso y ese pensamiento es mi alegría, por mis queridos vicios y las humildes epifanías de la luz jugando sobre las cosas del mundo.

Todo cumplido y estuvo bien. Ya toca irse, sí. Cerrar la puerta, echar la llave por debajo, subirse las solapas del abrigo y no mirar atrás, no hacerse esta vez promesas, no albergar esperanzas. Cuanto ocurre me basta. Continuar, perseverar, reír mucho, no hacerme peor.

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Sentimentalidad y consumo (o El Aniversario o Turn turn, turn!)

17 lunes Ago 2015

Posted by Salvador Perpiñá in Aventuras de un señor de mediana edad

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amor, cumpleaños, recuerdo, Supermercados

Un amiguete perteneciente a lo que podríamos llamar la izquierda byroniana considera los grandes supermercados como el lugar del mal. Exaltado, cree ver en las parejas que recorren sus pasillos sin historia y sin alma no sólo el paradigma de las demoníacas seducciones del capital sino el símbolo de la renuncia a las pasiones de la juventud.

A mí, por el contrario y ya lo he cascado por aquí, me agradan. El adormecimiento que induce la ordenada disposición de luces y colores, esa abundancia seriada, procura una eficaz evasión a aquellos aquejados frecuentemente de melancolía. Todos son esencialmente el mismo, semejantes a un laberinto, puro presente refrigerado donde la idea no ya de la muerte sino del mero devenir queda abolida. Una escenografía para una ópera bonachona, vagamente siniestra y que no tendrá fin sobre los pequeños, intranscendentes goces de la vida privada.

Suelen poseer para mí un embarazoso valor sentimental. He tenido vida en común con dos mujeres que me dieron mucho. No me faltan recuerdos: conversaciones inocentes caminando en la oscuridad, gatos, la desnudez ante el mar, callejones de ciudades desconocidas, adversidades y consuelos, locuras, risas y ebriedad, bosques y lluvias, estaciones de tren, ¡hasta pirámides, si a eso vamos! Y sin embargo reaparecen en la memoria las horas transcurridas con ellas en esos templos del filisteísmo. Allí conocí las modestas, conmovedoras compras de las jóvenes parejas sin dinero, también hubo un tiempo de abundancia donde todo parecía estar en su sitio y olvidabas mirar el precio de las cosas como olvidabas que un buen día todo puede desmoronarse.

Qué extraño encontrármela allí hace unos días, entre una góndola con comida para mascotas y otra con protectores solares. Es una mujer extraordinaria, fuimos amigos. Durante unos años estuve muy enamorado de ella, con esa intensidad siempre renovada del deseo no cumplido. Las parejas odian –y con motivo- esas presencias fantasmales, intocadas por el tiempo y la familiaridad.

Yo estaba mal dormido tras una noche de licencia, aunque llena de buenas cosas, que me había dejado una mezcla de resaca y serenidad. Eso confería a toda la escena algo de aparición. Fue muy cariñosa, siempre lo ha sido. Me abrazó, me llevó junto al hombre al que quiere y me enseñó a su hijo, que había crecido un montón. Él es un hombre cabal, se merecen el uno al otro. Al lado de ellos y haciéndole cucamonas al niño me percibí por un instante como un crápula extravagante. Menuda cara tenía que tener, la alegría del encuentro se mezclaba con la vertiginosa certeza de cuanto separa nuestras vidas. Vivir es separarte de tantas cosas que quisiste. Dijimos que teníamos que llamarnos.

Cuando miré hacia atrás ella desapareció en el pasillo de la caja como si cruzara la pasarela de un barco. Puede que no nos volvamos a ver.

Hace ya dos párrafos fue medianoche y he cumplido una cantidad poco recomendable de años. Con imprudente franqueza no negaré que me siento ligeramente miserable, descontento – ¡y mucho! – de mí mismo. Y sin embargo todavía amo esta vida mía ligeramente desastrosa y bufa, como un vodevil escrito por Cioran que a veces exhibo sin pudor por aquí. Si algo me atrevería a pedir en este melancólico aniversario sería no dejar de amar lo que perdí o dilapidé, amar todo el bien recibido, mis errores y mis desvaríos. Amar a los que formáis parte de ella y los que entraréis haciendo destrozos, amar insensatamente las ruinas de mis sueños y la temeraria extensión de mi esperanza, el oro humilde de mis días, mi suerte y mi fortuna.

Monjas

07 domingo Jun 2015

Posted by Salvador Perpiñá in Oficios

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monjas, niños, recuerdo

Mis padres pertenecían a familias de tradición republicana y durante buena parte de su vida fueron ateos prácticos. Sin embargo me llevaron de pequeño a un colegio de monjas. No juzgo con severidad tales contradicciones, yo mismo he heredado cierta falta de coherencia en mis ideas, lo que si por un lado te inclina a la tolerancia por otro es un serio obstáculo para llegar a algo en la vida.

Ese colegio todavía existe, igual que el nombre algo voluptuoso de Siervas del Evangelio. Un palacete decimonónico que entonces albergaba tras sus muros huertas y árboles. Mis primeros recuerdos vienen de ahí, donde antes de ser capaz de escribir ya me iniciaron en las dulzuras de la mariolatría, los dramas bíblicos y sus violencias (me fascinaba en un libro la imagen del tronco decapitado de Goliat, un bravo David con la honda todavía vibrando y un enjambre de filisteos huyendo en desbandada). Te hablaban de un dios que era como tú un niño y que moriría joven y de modo atroz. Y lo haría por ti, por los feos actos que te esforzarías en balbucear al confesarte por primera vez, arrodillado en un gran mueble hecho de madera y oscuridad, híbrido de piano y patíbulo. Con siete años te vestían como si fueras a embarcarte y te sumergías en una ceremonia ritual colectiva. Recitaciones y respuestas. Vasos sagrados que parecían rescatados de un tesoro. El mismo dios que creó el mundo y al final del tiempo te juzgaría, era depositado en tu lengua. Uno se daba cuenta de que nada cambiaba, pero la decepción se desvanecía pronto porque era Mayo y todo en ese día era memorable. La gran juerga de la infancia.

Una mitología compleja y refinada, no exenta de ñoñería. Luego hay que vivir toda una vida con ella. He conocido a gente más joven, donde esa función dispensadora de mito y escalofrío la cumplió con solvencia Star Wars y no somos tan diferentes.

Era el lugar de las monjas. Un mundo estéril de orden y silencio, donde habitaban esas mujeres con su extrañeza de pájaro enorme.

El uniforme no lograba anularlas. Los rasgos de algunas permanecen. La que nos ponía a dibujar era la más joven de todas. Incluso tan pequeño tenías conciencia de su fragilidad y su tristeza. Yo la encontraba hermosa. Tenía un eccema en una mano que procuraba esconder.

Había otra, gorda, formidable, que reía mucho, se ponía colorada y se palmeaba los muslos como una campesina ucraniana del realismo socialista. Se entendía perfectamente con los niños y no pintaba demasiado en aquel pequeño estado.

Porque eso, quién manda, es algo que el niño percibe con asombrosa precocidad. La desabrida segunda de a bordo daba la sensación de un hombre disfrazado de monja, un hombre absurdamente parecido a Cesare Pavese. Nuestra primera exposición a lo que podríamos denominar el alma árida del burócrata. En ocasiones aparecía la directora, una abuela no muy alta de gafas redondas, con una autoridad tranquila, escéptica y vaticana.

Entiendo que con las primeras imágenes que perviven de los años inaugurales de la vida construimos un relato legendario y fraudulento. Tampoco me cuesta imaginar aquel palacete como una cárcel de neurosis e insomnio, sus ventanas cegadas por la escarcha de la monotonía, la renuncia y la envidia.

Pero quiero creer que existió una escalera con aspidistras que ascendía a la secreta tercera planta, inundada de luz. Que una gruta de piedra se elevaba como un sueño entre los surcos de un huerto, en su interior el temblor de las velas y una blanca divinidad femenina. Que unos cuantos nogales y plátanos eran un bosque y en otoño el suelo se cubría de hojas muertas, que la sangre de un niño herido tiñó de rojo oscuro un charco y que en verdad ocurrió el sonido de las campanas ahuyentando a los pájaros y el sabor a tierra de las nueces.

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